Venerables Hermanos y amados hijos que, en la ciudad de Manila, clausuráis el II Congreso Mariano Nacional de las Islas Filipinas:
Como el ágil viandante que, al remate de una feliz jornada, vuelve a sus espaldas los ojos y se deleita con la contemplación de la magnífica ruta recorrida, mientras que, con el corazón rebosando de gozo, se apresta para el último paso que ha de ponerle en la cercana meta; así Nos, en la inminencia de la clausura del Año Mariano, no podemos menos de manifestar una vez más Nuestro contento por las muchas gracias que él ha procurado a la humanidad, por el honor que de él ha redundado en favor de la Reina de cielos y tierra y, sobre todo, por la gloria que de ello se le ha seguido a su Dulcísimo Hijo, Jesucristo Nuestro Señor: «soli Deo honor et gloria» (1Ti 1, 17).
Y de la misma manera que las ondas —del éter, del aire o del agua— transmiten la vibración recibida y la llevan en sus alas impalpables hasta los últimos extremos; así también, al anuncio del Año Mariano desde esta Eterna Ciudad, hemos podido ser testigos de una conmoción que, esparciéndose en oleadas de fervor y de entusiasmo, ahora —como eco último proveniente casi de nuestros mismos antípodas— Nos parece que nos retorna de nuevo en ese magnífico Congreso Mariano vuestro, que deseamos hacer notar: primero, por la sentida espiritualidad de que habéis sabido penetrarlo —esos triduos de preparación interior, ese rezo continuo del Rosario, día y noche, durante las 120 horas del Congreso— ; luego, por la fecundidad de los temas estudiados —Maternidad de la Virgen, Inmaculada Concepción, Asunción de María— ; y, finalmente, por su profunda significación.
Efectivamente, no son tan sólo las Islas Filipinas un país maravilloso, repartido en millares de islas de frondosa vegetación, de volcanes ardientes, de estirpes las más diversas, como si el mar hubiese florecido y se hubiera transformado en encantador vergel; sino que vuestro pueblo, situado —como Nos a su tiempo pusimos de relieve [1], — en un «punto vital del globo terráqueo», representa en el sudeste asiático la única gran nación católica que, por su posición como barrera natural entre dos inmensos mares, zona de fricción de civilizaciones y de gentes, nudo vital de rutas y de corrientes, no puede menos de estar llamado a desempeñar un papel providencial en el teatro de la historia.
Por eso el ímpetu evangelizador y colonizador de la España misionera, uno de cuyos méritos fue el saber fundir en una ambas finalidades, no pudiéndose contener ni siquiera en las inmensidades del Mundo Nuevo, saltó aquellas cordilleras inaccesibles, se lanzó a las soledades del Pacífico y llegó de arribada a vuestras playas, enarbolando una Cruz sobre el pendón morado de Castilla; la primera misa en Butrian el 30 de Marzo de 1521; los primeros religiosos de la familia agustiniana el 13 de Febrero de 1565 ; y, en esta última expedición, aquel gran Legazpi, «el gobernador más celoso de la honra de Dios», y aquel genial Urdaneta, primera planta de una generación apostólica, a cuya sombra se plasmó el alma nacional de vuestro pueblo.
Conquista principalmente pacífica, fusión de estirpes, que sólo la fuerza aglutinante de la religión pudo realizar con misión maternal, sólo el aliento unánime de una fe, profundamente arraigada, pudo mantener entre tantas vicisitudes; y muy en el centro de todo, una devoción, un cariño a una Madre amadísima, sin el cual quedaría como vacía esa alma nacional filipina que no ha sabido nunca separar a la Madre del Hijo.
¿No llevan acaso el nombre de la Virgen muchas de vuestras ciudades: Santa María, la Concepción, Nuestra Señora de los Ángeles? ¿No están a Ella consagradas las cumbres de vuestras montañas: la Sierra Madre, la cima de la Madre de Dios? ¿Y cuántas de vosotras, amadas hijas que Nos escucháis, no os honráis, con su nombre; cuántos de vuestros hogares no tienen su imagen colocada en lugar preferente? ¿Ante quién cantáis en Cuaresma vuestras tonadas de pasión; o a quién vais a acompañar la mañanita de Pascua en el «Santo Encuentro»? Apuntará Mayo; y entonces ¿a quién dedicáis vuestras «flores»? Y al caer de la tarde, en vuestros pueblos y aldeas, resuenan las calles con las dulces melodías de los dolores y gozos de María, acompañados por el «banjo»; mientras que de las persianas entornadas sale de los hogares la suave cadencia del Avemaría repetida y repetida en el rezo del Santísimo Rosario, la devoción nacional filipina, la que a veces ha llegado a ser el último vínculo que ha mantenido la unión, la fe de los cristianos en cualquier islote septentrional, tan lejano que quedaba casi perdido en la bruma, tan remoto que no había visto al misionero hacía años y años!
¡Filipinas, reino de María! ¡Filipinas, reino del Santísimo Rosario! Acudid, acudid, a este trono de gracia, a esta devoción salvadora, porque la tempestad ruge no lejos de vosotros; teneos firmes en la santa fe de vuestros padres, la que habéis recibido con la primera leche, como firmes se tienen vuestras islas, aunque las sacudan los terremotos y las azoten las olas embravecidas; y no dejéis que se apague jamás en vuestras almas ese santo fuego de amor a vuestra Madre celestial, como no se apagan esos volcanes que de cuando en cuando manifiestan el ardor que vive bajo vuestro suelo.
Por misión providencial contáis, come base de vuestra estructura nacional, con una variedad de gentes, que parecen tener en común la viveza del ingenio, la bondad del carácter y una inclinación natural a lo honesto y a lo recto; sobre ello quiso el Señor sembrar una excelente semilla, que de alguna manera os entronca con el robusto árbol de las naciones hispánicas; hoy, finalmente, crecéis y prosperáis al calor de corrientes nuevas, de cualidades riquísimas, llamadas a desempeñar una parte importante en la historia contemporánea. Abrid vuestras almas a lo nuevo, pero conservando la vieja fe; organizad vuestra naciente nacionalidad, pero dando el debido puesto a los valores cristianos; reafirmaos en lo vuestro, pero sin desgajaros del tronco que os dio la vida del espíritu. Haciendo así, os apropiaréis, en cada cosa, de lo mejor y estaréis dispuestos a ser, en el Extremo Oriente, faro de vida cristiana, columna y fundamento de un edificio, cuya grandiosidad no es posible prever.
Para sede de vuestra Asamblea os ha abierto los brazos generosos, apenas cicatrizadas sus recientes heridas, la hermosa Manila, recogida en el centro de su grandiosa bahía, como perla en su concha, coronada de montañas y regada por el caudaloso Pasig y sus muchos afluentes, que dan a la campiña circunstante admirable riqueza y fertilidad ; también Manila tiene su gloria en su Virgen de la Guía, providencialmente encontrada —narran las crónicas— aquel 15 de Mayo de 1571, en que escribió la primera página de su historia. Que Ella escuche vuestras ardientes plegarias; que las oiga igualmente Nuestra Señora de Caysasay, la prodigiosa imagen, para la que vuestra generosidad filial ha preparado esa preciosa corona, que ceñiréis a sus sienes en el mismo día centenario de la Definición dogmática; pero que acoja benigna vuestras lágrimas sobre todo esa «Reina de la paz» que habéis invocado en vuestra Asamblea general, era «Reina de la Paz» a la que Nos también de continuo dirigimos Nuestras súplicas, para que aleje del mundo el espantoso azote, que vosotros no hace mucho habéis, tan dolorosamente, experimentado. Y aunque hayamos de reconocer toda la buena voluntad que sea necesario en los regidores de los pueblos, estamos sin embargo plenamente convencidos de que sólo en la vuelta a Jesucristo, a su Reino y a su doctrina, —sólo en esa vuelta— está la vía segura para conseguir la deseada paz.
Que las mejores Bendiciones del cielo, de las que quiere ser prenda y anticipo la Bendición Nuestra, pongan el sello a vuestro Congreso; Bendición para Nuestro dignísimo Cardenal Legado, que os ha traído el aroma del incienso de fe, que arde en el «botafumeiro» santiagués, aroma de familia, bien conocido por vuestras almas; para Nuestro Venerable Hermano el Señor Arzobispo de Manila; para todos los Prelados, sacerdotes y religiosos presentes; para todas las Autoridades y pueblo, aquí reunidos; y para todas esas amadísimas Islas Filipinas, avanzada de la Iglesia en dos océanos. Sean las ondas del éter portadoras de esta Bendición, que quiere llegar hasta el último arrecife donde alguien escuche Nuestra voz, donde un hijo conmovido oiga acaso el acento de su conmovido Padre.
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Radiomensaje de Su Santidad Pío XII Notas
http://www.vatican.va/holy_father/pius_xii/speeches/1954/documents/hf_p-xii_spe_19541205_mariano-filippine_sp.html.
[1] Discurso al primer Embajador de la República de Filipinas, en Disc. y Radiom., 4 de junio de 1951 y AAS 43, 440-442.
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