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Catolicismo y fundamentación política: José Antonio Primo de Rivera y la interpretación católica de la vida.
por
Francisco Torres García
El fundador de la Falange se definió como católico, y, además, quiso imprimir ese carácter tanto a su pensamiento político como al movimiento que, poco a poco, pero en un plazo de poco más de un año, acabó siendo un trasunto de sí mismo.
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El
diez de abril de 1934, al salir de una vista en el Tribunal de Urgencia
de la cárcel Modelo de Madrid, José Antonio Primo de Rivera sufría
un atentado. A las pocas horas, el periodista César González Ruano
le entrevistaba para el diario ABC. En la conversación, el periodista
le preguntó por aquello que más le hubiera preocupado en el caso de
haber muerto en el ataque. El fundador de la Falange le contestó: “Por
no saber si estaba preparado para morir. La eternidad me preocupa hondamente.
Soy enemigo de las improvisaciones, igual en un discurso que en la muerte.
La improvisación es una actitud de la escuela romántica y no me gusta”.
No cabe duda de que, cuando José Antonio mostraba su preocupación
por no saber si estaba convenientemente preparado para morir, lo hacía
desde un punto de vista católico.
Transcurrieron
algo más de dos años y medio desde que José Antonio realizara esa
reflexión y tuviera que prepararse para morir. A ello dedicó sus esfuerzos
tras concluir el proceso en Alicante: “trato de disponerme lo mejor
posible para el juicio de Dios”, escribió a su tío Antón. De esta
realidad nos queda el testimonio de su testamento y aquellas doce estremecedoras
cartas que redactara, pocas horas antes de morir, el 19 de noviembre
de 1936. En todas ellas se ponía en manos de Dios, aceptando resignadamente
su decisión, con resignación y conformidad cristiana, agradeciéndole
la “templada calma de la que hasta ahora no ha querido privarme y
que le tengo que agradecer infinito”.
Con
este breve exordio estimo que delimitamos a la perfección las profundas
creencias de un hombre que nunca se dejó seducir por la tendencia,
que se extendía tanto entre la juventud intelectual de su tiempo a
la que pertenecía, como entre los jóvenes de su mundo social, de asomarse
al factor religioso, en su caso al factor católico, tanto desde posiciones
de introspección individualista, como de alejamiento o abandono.
Tanto
en sus intervenciones públicas, como en los numerosos testimonios particulares
que nos han permitido reconstruir la vida de José Antonio, incluyendo
un rico anecdotario, el fundador de la Falange se definió como católico
(“Yo soy católico convencido” dijo a su amigo Francisco Bravo),
y, además, quiso imprimir ese carácter tanto a su pensamiento político
como al movimiento que, poco a poco, pero en un plazo de poco más de
un año, acabó siendo un trasunto de sí mismo. Su concepción, altísima
por otra parte, del Derecho y la Justicia tiene su base en Santo Tomás
y en la neoescolástica. Es ese catolicismo el filtro que transforma
los conceptos acuñados por Ledesma Ramos. Es el catolicismo el sustento
de la concepción del hombre, del individuo y de la sociedad que José
Antonio crea y recrea para su movimiento. Las nociones de ética y estilo,
quizá la aportación más netamente joseantoniana del falangismo, también
provienen del catolicismo. Hasta el concepto de libertad es en
José Antonio profundamente religioso; así Luys Santamarina anotaba
como la libertad, en el pensamiento del fundador de la Falange, tiene
una “raíz mística de signo cristiano… porque la libertad sólo
es posible dentro de un orden”. Es el catolicismo lo que aleja a José
Antonio, por ejemplo, de algunos planteamientos de Carl Smith o el filtro
que le permite traducir políticamente a Ortega. Incluso su disidencia
con el fascismo tiene esos orígenes, tal y como nos recuerda Gonzalo
Massot al indicar como “recostándose sobre el pensamiento tradicional
católico, el fundador de FE toma distancias con el fascismo o cuando
éste, cediendo ante Hegel, subsume a lo absoluto impersonal en el Estado
que pasa, en consecuencia, a ser fuente de eticidad”. Es el catolicismo
lo que aleja a los conceptos falangistas del hegelismo. En síntesis,
como con harta certeza, apunta Sigfredo Hillers de Luque: “José Antonio
inserta y acomoda su doctrina política a la Weltanschauung católica,
fusionándose con ella, formando un cuerpo con ella. Esta es la esencia
de la doctrina joseantoniana”. Por ello “no se puede explicar la
energía potencial de la doctrina de José Antonio olvidando su origen:
la teología católica” (Derecho, Estado y Sociedad,
II, Madrid 1987).
En
el terreno individual, los testimonios nos lo presentan como un católico
practicante hasta límites de difícil comprensión para el catolicismo
cultural actual. Cumplía puntualmente con todos los preceptos; hasta
con exageración podríamos añadir. Según un artículo de su prima
Nieves Sáenz de Heredia, incluso se negaba a trabajar los festivos.
A nivel anecdótico, y estas pequeñas historias suelen ser muy reveladoras
del carácter real de los personajes estudiados, bastaría recordar
como, amablemente, casi paternalmente, se dirigió a uno de sus seguidores
que, en una comida, pidió carne siendo vigilia: “¡Hombre!, que por
una rubia estupenda se pierda el cielo está mal, aunque pueda explicarse;
pero que lo pierdas por una chuleta”. Pero, al mismo tiempo, tuvo
siempre buen cuidado a la hora de no tratar de imponer a sus seguidores
su catolicismo practicante; su intención fue siempre atraerlos al mismo
con el ejemplo, porque conforme a su esquema de pensamiento lo trascendente
era asumir el contenido y lo accidental era la forma.
Cabría
preguntarse, en este planteamiento inicial, la correlación existente
entre esa posición personal, su mundo conceptual y su opción política.
Volvamos para ello, en el discurrir político de José Antonio,
a dos situaciones extremas en el tiempo: la primera, en los años en
que su padre asume la jefatura del gobierno; la segunda, en la prisión
de Alicante.
Según
Pablo Vila-San-Juan, en los tiempos de la Dictadura, ya hablaba José
Antonio de formar un grupo juvenil de carácter regeneracionista cuya
base estaría en la “doctrina de Cristo con alguna parte del programa
de Carlos Marx, referentes al capitalismo y a la justicia social”.
A lo largo de su construcción conceptual, a mediados de los treinta,
resulta evidente que, para José Antonio, la política es un elemento
subordinado al proyecto de salvación del hombre dentro del más estricto
agustinismo: “lo que puede intentarse políticamente es la puesta
en forma para la espera de la gracia”.
En
la prisión de Alicante, José Antonio tiene tiempo para reflexionar
y tratar de profundizar en el sustento de su doctrina política. Entre
los escritos que nos han llegado se conserva el esquema de un libro
que pensaba titular Cuaderno de notas de un estudiante europeo,
“un índice de notas de los temas que preocupan a toda la juventud”.
En esas hojas, José Antonio, aborda sintéticamente la evolución que
ha conducido al momento actual, donde “los signos son todos de hundimiento
de un mundo”. Sitúa el origen de ese proceso de destrucción, como
había hecho en otras ocasiones, en la Reforma protestante y la ruptura
de la unidad de pensamiento en Europa, por lo que “la presente situación
del mundo es, ni más ni menos, la última consecuencia de la Reforma”.
José Antonio, que ya no pertenece a la generación pesimista del 98,
sino a la que estima que “algo se puede hacer”, se niega a aceptar
el destino con resignación (“¿hemos de avenirnos a ser testigos
de la catástrofe predicha por Marx?”). Siguiendo ese esquema dialéctico
analiza las posibles soluciones. Desecha la comunista, que para él
es la catastrófica. Estima como insuficientes la fascista o la anarquista
(“soluciones extremas”). Se pronuncia a favor de la “solución
religiosa” de “sentido cristiano”.
En
pocas líneas, como apunta Andreas Böhmler: “La Falange es portadora
de un ideal católico, que se nutre del pensamiento orgánico-corporativo
de la Iglesia de entonces. Pese a lo que hoy pueda parecer a primera
vista… el modelo profundo de Nación que defiende José Antonio es
el de la Españolidad -a diferencia del Españolismo- y como tal conserva
los ejes centrales del ideal católico de la Reconquista y Conquista
(donde) el único modo de unión armónica de la diversidad, que es
la unión en la fe católica. Patria y catolicidad son inseparables
porque la misión de la patria es el siempre renovado y renovador empeño
de incorporar a todos a una empresa universal de salvación” (Apuntes
sobre la filosofía política de José
Antonio Primo de Rivera).
El catolicismo
del individuo.
Resulta
imposible comprender, en toda su exactitud, la importancia del factor
católico en el pensamiento de José Antonio, sin analizar, aun cuando
sea someramente, la vida religiosa del mismo. Sobre todo porque en José
Antonio no existe disociación entre el comportamiento público y el
privado, entre la política y la religión. Ya a mediados de los setenta
Cecilio de Miguel Medina, en un libro importante, La personalidad
religiosa de José Antonio, siguió la vida religiosa de José Antonio,
recopilando anécdotas, testimonios y revisando los escritos y discursos
del fundador de la Falange. A este texto nos remitimos para ampliar
lo que aquí pudieran parecer ejemplos interesados.
Conviene
tener presente, para medir el grado de influencia, que gran parte del
ser de un individuo se encuentra condicionado por aquellas nociones,
conceptos de vida, que va asumiendo como propios durante su infancia,
y que sólo crisis muy profundas de creencias, rupturas traumáticas,
logran destruir de una forma radical. En José Antonio, como en la inmensa
mayoría de los españoles de esas generaciones, es el ambiente familiar
el agente fundamental, y casi único, de transmisión de esos conceptos.
Cierto es que los Primo de Rivera distaban de ser una familia anónima,
disuelta en el arquetipo del grupo social al que pertenecían; en ella
se manifestaba el peso que la historia impone a sus miembros, pues habían
estado presentes, a diversos niveles, en la historia de España desde
el siglo XVII, en las filas castrenses. Una familia, en palabras de
José Antonio, muy poco tranquila. Cuando Pilar Primo de Rivera sintetizó,
por vez primera, sus recuerdos sobre su hermano, lo hizo comenzando
por el peso de lo castrense y lo religioso, a lo que añadió lo que
podríamos denominar como la ambición de las letras (Recuerdos de
José Antonio, Barcelona 1973).
José
Antonio creció y se formó en un ambiente religioso. Es usual,
y resulta difícil sustraerse a ello, recoger, aun cuando sea como nota
a pie de página, la descripción de ese ambiente realizada por su hermana
Pilar: “Por tradición familiar la vida nuestra se desenvolvía en
un ambiente de vida religiosa. Todas las devociones y obligaciones se
cumplían fielmente, debido al cuidado de dos tías andaluzas encantadoras,
hermanas de mi padre, que vinieron a vivir con nosotros a la muerte
de mi madre… Se hacía el mes de María… se rezaba el rosario en
familia, se ponía el Nacimiento en Navidad y venían los reyes; se
frecuentaban los Sacramentos y cuando se llegaba a la edad de ayunar
no se perdía un solo día en aquella época en que durante la Cuaresma
había que ayunar tres veces por semana”.
Por
la misma Pilar conocemos que el general encargó, intentando respetar
la voluntad segura de aquella esposa perdida a la que sólo había prometido
por toda dote “una historia de amor”, la educación religiosa de
sus hijos a la tía Ma y a la tía Inés. Esa que “todos los días
-recuerda Pilar en sus memorias- buscaba el momento para llevarnos a
San Pascual para que rezáramos el Santísimo cuando pasábamos por
el paseo de Recoletos, no sin cierta resistencia por nuestra parte,
que estábamos deseando que algún día se distrajera y pasáramos de
largo sin entrar”.
Don
Miguel, por su parte, llevaba a aquellos niños al relevo de la Guardia,
a saludar la Bandera al pasar delante de ella; la vida material de los
pequeños Primo de Rivera estaba “organizada como la de un Regimiento”,
hasta con parte diario de actividades colocado en la puerta de cada
habitación. Y es que la conjunción antes aludida, tan grata a las
figuras retóricas de José Antonio, de lo castrense y lo religioso,
de lo militar y lo misional, tiene sus verdaderas raíces en esas vivencias,
en esos modos de vida, de la infancia y no en complicadas elucubraciones
sobre la traslación posible de formas ideológicas posteriores que
son adaptadas al modelo español. Recordemos aquellos reveladores párrafos
que sintetizaban el modo perfecto en que veía José Antonio cómo se
debía vivir la vida: “no hay más que dos normas serias de vivir,
la manera religiosa y la manera militar, o, sí queréis, una sola,
porque no hay religión que no sea milicia, ni milicia que no esté
caldeada por un sentimiento religioso”. Por ello, resulta muy difícil
sustraerse, al leer a José Antonio, a dejar volar el pensamiento hasta
San Ignacio de Loyola y su Compañía de Jesús, a la que el propio
fundador de la Falange, puso como ejemplo de lo que debía ser su movimiento
en noviembre de 1933: “en este pequeño grupo que hoy inicia la lucha
no habrá superiores ni inferiores: somos como en los primeros tiempos
de la Compañía de Jesús, un grupo de hombres de buena fe que debemos
censurarnos todos a fin de acertar”. Hasta tal punto consiguió transmitir
esta intención a su movimiento político que, cuando Wenceslao Fernández-Flores
lanzó, utilizando la ironía, una durísima crítica desde ABC a José
Antonio, por no emplear la ley del talión ante los asesinatos de falangistas,
no dudó a la hora de hablar de franciscanismo: “Y hay que felicitarse
de que sea así. Pero no creemos que el espíritu laico de la España
actual permita desenvolverse y afirmarse una Orden religiosa más”.
Es
también lugar común el afirmar que, como apunta Pilar Primo de Rivera,
“José Antonio, durante toda su vida, se mantuvo en esas prácticas,
que hicieron de él un verdadero y entero católico”, siendo para
él la religión “una íntima necesidad de su conciencia”. Quedan
testimonios orales y escritos de lo que le molestaba que se dudara de
esa vinculación que él transmitiría a su movimiento. Buena prueba
de ello son las mordaces refutaciones a Gil Robles; su nota ante la
defección pública del marqués de la Eliseda alegando cuestiones religiosas
o la carta, de las pocas particulares que conocemos, quizás por un
inexplicable exceso de celo familiar, dirigida a su tía Carmen Primo
de Rivera, religiosa en Las Descalzas, “picado por lo dispuesto que
siempre está tu ánimo a escuchar chismes absurdos de los que ponen
en circulación contra mí las señoras más feas de Córdoba”.
Consecuencia
de esta forma de pensar, profundamente católica, será su modo de afrontar
la muerte en Alicante, de la que, por fortuna, conservamos el testimonio
de su testamento y de las cartas de despedida remitidas a sus familiares
y amigos más cercanos. Hasta Alicante, como ángel guardián, como
último servicio de cuidar a aquel niño llegó la tía Ma dispuesta
a seguir el camino de los que eran sentimental y emocionalmente sus
hijos.
Sabiendo
de la necesidad existencial que tiene, en tiempo de tribulación, un
católico tan profundo como José Antonio, sus familiares y amigos le
hacen llegar el consuelo religioso. A la cárcel llega la Biblia que
le remite Carmen Werner, “su última compañía”, de la que lee
“trozos de los Evangelios en estas, quizás, últimas horas de mi
vida”; las medallas que le dio Pilar Millán Astray; el escapulario
de caballero mercedario, la orden religiosa de José Antonio; el crucifijo
que Carmen Primo de Rivera regala a su hermano las vísperas de su ejecución
que recibe con las palabras de “me alegro mucho, pues no tenía”
y que exhibió ante el pelotón.
En
el tiempo de su prisión, José Antonio debió reafirmarse
aún más en su fe. Sabemos que consoló a su tía Ma en Alicante diciéndole
que estaba preparándose a diario, oraba y rezaba el rosario. Durante
su estancia en la cárcel Modelo consiguió que un sacerdote le visitara
y le diera la comunión; y a su tía Carmen le escribió: “también
tengo mis horas místicas de unión con Dios, contrito de lo pasado
y con planes para su gloria en lo porvenir”.
Consciente
de que la sentencia de muerte era inevitable trató de que los
anarquistas le consiguieran un sacerdote. Es probable que ignorase la
terrible persecución religiosa desatada en la zona roja, porque de
encontrarlo significaría casi una condena de muerte segura para el
mismo. Don José Planelles, con permiso del Comité Popular que presidía
el gobernador civil, no puso trabas a la misma, confesó a José Antonio
(“hoy he confesado a uno que va a morir por todos nosotros”). De
las últimas cartas se desprende el bien que, como católico, recibió
para afrontar una suerte que, en casi todas las misivas, deja “resignadamente”
en manos de Dios, esperando que “El acoja mi alma (que ayer preparé
con una buena confesión) y me sostenga para que la decorosa resignación
con que muera no desdiga junto al sacrificio de tantas muertes frescas
y generosas como tú y yo hemos conmemorado juntos”, escribe a Rafael
Sánchez Mazas; “estoy lleno de paz” confiesa a su tío Antón.
Especial relevancia tiene la dirigida a su tía religiosa, por lo claro
y sentido del texto:
“Dos
letras para confirmarte la buena noticia, la agradable noticia, de que
estoy preparado para morir bien, si Dios quiere que muera, y para vivir
mejor que hasta ahora, si Dios dispone que viva. Como cualquiera de
los dos resultados se ha de deber mucho a tus oraciones, te mando muchísimas
gracias con este mi último y cariñoso abrazo. No te digo que pidas
por mí, porque sé que lo harás sin descanso, y que moverás a hacerlo
a tus hermanas en religión, cuya inagotable caridad tal vez, algunas
veces, abra paso al deseo retrospectivo de no haber tenido en la Comunidad
una monja perteneciente a familia tan agitada.
Dentro
de pocos momentos ya estaré ante el Divino Juez que me ha de mirar
con ojos sonrientes”
En
lógica correlación, su testamento es, también, una confesión rotunda
de Fe. Del ingente número de panegíricos que sobre la vida, la muerte
y la fe de José Antonio se han elevado durante décadas a los vientos
de España desde 1936 viene al caso exhumar, brevemente, dos notas por
lo que de reconocimiento conllevan por parte de la Iglesia española.
La
primera es el canto gregoriano entonado por los benedictinos, por los
monjes de Silos, en 1938, bajo la invocación: Dessideratisimo principi
juventutis
“Al deseadísimo
príncipe de la Juventud española, al magnánimo fundador de la Falange,
que juntamente con muchos mártires gloriosos ofreció valerosamente
su muerte por Dios y por la Patria, séale concedida la luz de la Bienaventuranza,
el recuerdo de los siglos y la corona de manos del Señor por toda la
Eternidad”.
La
segunda es el testimonio público del arzobispo de Valladolid en su
análisis del testamento de José Antonio en los solemnes funerales
de 1938, intervención que realizaba a petición expresa de Francisco
Franco. Para el doctor Gandásegui, José Antonio “supo vivir y, sobre
todo, supo morir como siervo bueno y como hijo bueno de la Patria y
de la Iglesia… su testamento es prueba palmaria de mi afirmación:
José Antonio, hijo preclarísimo de España e hijo ferviente de la
Iglesia Católica” porque en sus líneas se contiene: la confesión
de Dios como señor de la vida y la muerte; la humildad cristiana; el
respeto a los derechos de Dios sobre la vida humana; el precepto del
perdón y el amor a los enemigos. Es en, síntesis, una profesión de
fe católica plena, la de un cristiano de ternura en el corazón, que
muestra sus virtudes humildes, que perdona y pide perdón.
“Cuando
un hombre, tras pública y sincera confesión de fe, que es acto del
entendimiento llega a la plenitud de conciencia de dicha subordinación,
ese hombre posee en toda su pureza y con grado eminente la virtud de
la Religión; la religión del espíritu y de la verdad, exenta
en lo posible de máculas, misas de conveniencia y fariseísmos puramente
ritualísticos. De haberla poseído dio José Antonio muestras
claras e irrebatibles en distintas ocasiones de su vida”.
Descubre,
además, el arzobispo cuatro ideas que subyacen en el texto y
que, están añadimos ahora, en la base conceptual de José Antonio:
- Proclamación de
la dignidad judicial suprema de Jesucristo.
- Confesión de que
Dios es el manantial primero de todos los bienes y venturas.
- Proclamación de
la fuerza redentora de los merecimientos de la Sangre de Jesucristo.
- Ejercicio ejemplar
de la función principal de la Iglesia Católica, que es la oración
humilde y confiada ante el trono de Dios.
“Lección
-concluye- de enseñanza magnífica, de contenido sustancial profundamente
humano y cristiano y envueltas en un ropaje de sencilla elegancia de
estilo, de claridad y de precisión ideológica admirable y envidiable”.
Las raíces
católicas de la conceptualización joseantoniana.
José
Antonio católico ferviente, José Antonio, en muchos aspectos, más
que católico, cristiano en su dimensión interior. Si pocas dudas caben
al historiador sobre la presencia constante de lo católico en la vida
de José Antonio, debemos ahora llevar nuestro análisis a la búsqueda
de la correlación existente entre ese catolicismo y su pensamiento
político.
Ningún autor ha obviado la importancia
que para José Antonio tiene el catolicismo, tanto desde un punto
de vista humano como político. Hasta tal punto que muchos han empelado
la desafortunada definición de “fascismo católico” como rasgo
identitario de su “fascismo español” (Payne).
Ignorar
esta realidad puede conducir a importantes tergiversaciones o desviaciones
del sustrato real de los conceptos joseantonianos. Por ejemplo, quienes
han mantenido y mantienen, en positivo o en negativo, el largo debate
sobre la proximidad o el alejamiento de las tesis joseantonianas, que
no de las formas, del pensamiento fascista prefieren prescindir o relegar
a un segundo término algo tan fundamental como, lo ya señalado por
Salvador de Brocá, sin que parezca haber tenido gran trascendencia:
“la distinta perspectiva teleológica de la Falange y el Fascismo”
(Falange y Filosofía, Tarragona 1976). Y en José Antonio ésta
es fundamentalmente, yo diría que, exclusivamente católica. Recordemos
que, durante décadas, cuando se ha explicado la distancia del pensamiento
del fundador de la Falange con respecto a los fascismos se ha hecho,
en amplísima medida, en función del peso del catolicismo, inseparable
del pensamiento tradicional español, en su construcción conceptual
y en su propia cosmovisión.
En
este sentido, autores como Vicente Gonzalo Massot singularizan e independizan
el pensamiento de José Antonio como la manifestación de un “estilo
español”. Lo hacen en sintonía con el discurso joseantoniano que
cifraba el origen ideológico de la Falange y las JONS en la “misma
escuela de autenticidad española”; lo están haciendo, aun cuando
en ocasiones no se refleje explícitamente, en base a las raíces católicas
del pensamiento de Primo de Rivera (José
Antonio. Un estilo español de pensamiento, Buenos Aires 1982).
En
la misma línea, los autores que han profundizado en la noción del
clasicismo, tan grata a la retórica joseantoniana, en ocasiones, no
han percibido, en toda su magnitud, como en ese clasicismo, de raíz
dorsiana, al que es consustancial la noción del Derecho y la Ley, el
catolicismo es fundamental.
Por
otra parte, quienes han subrayado, con acierto, la falta de desarrollo
de los conceptos que José Antonio utilizaba (que Payne califica de
“categóricos, esquemáticos y doctrinarios”), algo que el propio
Primo de Rivera asumía, por lo que animaba a los suyos a seguirle “con
ánimo de adivinación”, anotan la base católica de esos conceptos.
Así, el profesor Miguel Argaya, al incidir en la “trágica
inconsistencia” de la ideología falangista, exaltando, al mismo tiempo,
el “sustrato ético” de José Antonio y su ideología como su principal
y rotunda aportación, tiene que reconocer que la base de ese sustrato
es fundamentalmente católica. Curiosamente, afirma este profesor, es
allí donde reside, “lo específicamente joseantoniano”; en esa
“preocupación ética y metafísica” que le guía. Porque, como
apunta Eduardo López Pascual, al prologar la obra, “la conceptualización
última de todo falangista es el sentido ético de la función política”,
que proviene, insisto, del filtro católico por el que pasa toda la
construcción joseantoniana incluyendo la noción y el concepto de servicio
(Entre lo espontáneo y lo difícil. Apuntes para una revisión de
lo ético en el pensamiento de José
Antonio Primo de Rivera, Oviedo 1996). En la misma tesis, Antonio
Sánchez Marín nos indica que la “raíz de sus conceptos está en
la Teología católica”, haciendo de la concepción católica del
hombre la piedra angular de su doctrina política” (José
Antonio Primo de Rivera: Una aproximación a su pensamiento político,
Madrid 2003). Y, como apunta José María Permuy, resulta imposible
negar la inspiración católica que anima la Falange pues se trata de
un movimiento de inspiración católica.
Resulta
también innegable que, cuando José Antonio construye sus conceptos
lo hace desde una perspectiva católica. Conviene tener presente que,
como he sostenido en otros trabajos, lo que José Antonio nos ha legado,
por encima de lo puramente coyuntural, de las propuestas concretas en
función de la realidad socioeconómica de los años treinta, son solamente
un conjunto de conceptos, en la mayor parte insuficientemente desarrollados
(el caso más evidente se da en el apartado de la estructura económica),
en los que, por más que se quiera sostener, con intención de interpretación
política interesada, no hay evolución; sino que sus conceptos van
desenvolviéndose en busca de la exactitud que tanto le obsesionaba
(“se encaraba –recuerda Pilar- con el lucero del alba por centrar
las cuestiones en su punto”); integrando, al mismo tiempo, en su desarrollo
temporal, aquellos aspectos que no figuraban o no lo hacían explícitamente
en la formulación primigenia que constituyen dos piezas fundamentales:
el denominado discurso fundacional y los denominados puntos iniciales
de FE, redactados en colaboración con Rafael Sánchez Mazas.
Obsesión
por el orden y la construcción conceptual exacta en un desarrollo armónico:
“nuestro Movimiento es el único Movimiento político español donde
se ha cuidado intransigentemente de empezar las cosas por el principio.
Hemos empezado por preguntarnos que es España… Así, empezando por
preguntarnos qué es España, nos forjamos todo un sistema poético
y preciso que tiene la virtud, como todos los sistemas completos, de
iluminar cualquier cuestión circunstancial”. Pues, para José Antonio,
la “política es una gran tarea de edificación”.
Cuando
José Antonio -insistimos- construye, edifica, lo hace desde un
punto de vista innegablemente católico. Quiere, y es una idea reiterativa
en sus discursos, poner en pie un orden político, social y económico
distinto al existente. Un orden edificado al servicio de la Norma, del
Pan y la Sal; un orden nuevo que debía empezar a construirse por “el
individuo, como occidentales como españoles y como cristianos”. Por
ello se pregunta, en carta a su primo Julián Pemartín, cuando ya está
dentro de la vorágine que pone en marcha lo que será la Falange: “¿a
qué puede conducir la exaltación de lo genuino nacional sino a encontrar
las constantes católicas de nuestra misión en el mundo?”.
En
esta línea de pensamiento, cuando José Antonio entra en pugna
dialéctica con Rousseau o con Marx, ¿acaso no lo hace desde el punto
de vista católico? Con respecto a Rousseau, entre otras cosas, por
significar la ruptura definitiva con el orden ideológico tradicional;
por formar parte y acelerar el proceso de destrucción del orden espiritual
de referencia occidental; por su responsabilidad en la quiebra de la
noción tradicional, casi escolástica, de la “existencia de categorías
permanentes de razón” que acaban siendo sustituidas por “decisiones
de voluntad”, lo que consagró “la perdida de la unidad espiritual
de los pueblos”. Como apunta Salvador de Brocá: “la crítica joseantoniana
partió de la consecuencia más importante que dicha actitud comportaba,
la relativización de la verdad como categoría permanente de razón”.
Y es en esa pugna con Rousseau, de la que tan reveladores apuntes trazó
Adolfo Muñoz Alonso, donde José Antonio va desgranando su concepción
del Estado; la justificación del mismo, siguiendo la tradición cristiana,
tomista, del bien común; del individuo y de la libertad, conceptos
que en José Antonio son fundamental y casi exclusivamente de cuño
católico, y, por sus bases teológicas, anteriores a la ruptura protestante,
cristianos. Base cristiana invariable, porque como anota Muñoz Alonso,
“desde la primera conferencia hasta la fecha del último manifiesto
late en el pensamiento de José Antonio la idea de la norma permanente,
ideal y trascendente, como valor fundamental del Estado y la noción
del bien común como legitimadora de su existencia” (Un pensador
para un pueblo, Madrid 1974).
Igual
acontece en la discusión dialéctica, menos completa y con menor profundidad
que la de Rousseau, que sostiene con Carlos Marx. Una parte fundamental
de su crítica proviene de su formación cristiana. Lo que le preocupa
es, tal y como suscribe, entre otros, Muñoz Alonso, “lo que tiene
de concepción anticristiana” y, por tanto, añadimos, matizando la
frase, “extraeuropea”, contraria al clasicismo de su civilización.
Cuando José Antonio recusa al marxismo lo hace por la negación de
la hermandad y la solidaridad entre los hombres, por negar la espiritualidad,
por su desprecio a la Religión, lo hace desde la perspectiva del católico.
Tiene razón Muñoz Alonso cuando apunta que José Antonio, precisamente
por su interpretación materialista de la vida y de la historia, que
desprecia una y otra vez, jamás hubiera comprendido el diálogo marxismo-cristianismo.
Ni mucho menos, añadimos nosotros, por razones de concepción, por
razones teleológicas, tesis como la Teología de la Liberación o las
justificaciones que en su día alcanzó la dictadura castrista. Parece
claro que José Antonio, por su concepción cristiana, también hubiera
rechazado el denominado “humanismo marxista”, tal y como subyace
en una de las escasas interpretaciones de estos fenómenos ideológicos
realizada por uno de los escasos pensadores joseantonianos de después
de José Antonio, por el profesor Jesús Fueyo en su obra La mentalidad
moderna.
Serían
muchas las citas, las exégesis de José Antonio a las que tantas
veces se recurre para evitar la profundización, que subrayarían estas
aseveraciones, pero es suficiente recordar aquellas frases de la campaña
electoral de 1936, donde se mostraba alarmado por el “sentido asiático”
que se alojaba en el anuncio del futuro predicado por la izquierda marxista
que entonces estaba constituida, básicamente, por el Partido Socialista
Obrero Español:
“si la
revolución socialista no fuera otra cosa que la implantación de un
orden nuevo en lo económico, no nos asustaríamos. Lo que pasa es que
la revolución socialista es algo mucho más profundo. Es el triunfo
de un sentido materialista de la vida y de la historia; es la sustitución
violenta de la Religión por la irreligiosidad; la sustitución de la
Patria por la clase cerrada y rencorosa; la agrupación de los hombres
por las clases, y no la agrupación de todas las clases dentro de la
Patria común a todos ellos; es la sustitución de la libertad individual
por la sujeción férrea de un Estado que no sólo regula nuestro trabajo,
como un hormiguero, sino que regula también implacablemente nuestro
descanso. Es todo eso. Es la venida impetuosa de un orden destructor
de la civilización occidental y cristiana; es la señal de clausura
de una civilización que nosotros, educados en sus valores esenciales,
nos resistimos a dar por caducada”.
La tesis
histórica de José Antonio.
Enlazan
estas palabras con un elemento angular en el pensamiento joseantoniano:
su interpretación histórica. Una interpretación que subyace en esa
construcción conceptual, pero que no alcanza a sistematizar hasta marzo
de 1935, en el fundamental discurso rotulado como “España y la
barbarie”. Tema al que volverá durante la campaña electoral
de 1936 y, sobre todo, en el reposo de la cárcel donde traza el esquema
de desarrollo de un ensayo de pensamiento titulado, significativamente,
“Cuaderno de notas de un estudiante europeo” que no se puede
desligar de otros papeles de ese tiempo como el artículo “España:
germanos contra bereberes” o los esquemas que acompañan a los
dos escritos rotulados como “Aristocracia y aristofobia”.
José Antonio -nos indica Moisés Simancas- “comparte con Spengler
la idea de una tensión cíclica repetitiva frente a un progreso lineal,
aunque deja de lado todo biologismo; ahora bien, José Antonio va a
dotar a este esquema formalmente spengleriano de un contenido tomado
del pensamiento tradicional español (Donoso Cortés, Jaime Balmes),
al coincidir en la idea de un proceso revolucionario enderezado contra
el mundo católico y cuyos jalones principales serían: el protestantismo,
el liberalismo y, por supuesto, el comunismo”(José
Antonio: génesis de su pensamiento, Madrid 2003).
José
Antonio sale a la arena política porque el ruido que sube de la calle,
explica en una bella imagen, resulta ensordeceros para permanecer aislado.
“Cuando -afirma- nosotros abrimos los ojos nos encontramos un mundo
en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias; y
por lo que nos toca de cerca, nos encontramos una España en ruina moral,
una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas”.
José
Antonio vive el tiempo de la gran crisis de la democracia liberal, de
las injusticias y miserias del capitalismo y acepta como inevitable
la tesis marxista de la autodestrucción del capitalismo junto con el
fin inmediato de la civilización occidental, que en su pensamiento
es la clásica y cristiana. Pero lo que a escala universal, europea
y española le preocupa es la desaparición, en ese fin, de los valores
espirituales que anuncia la ruina moral que ve a su alrededor. Llegados
a este punto la duda que nos asalta es si esa interpretación, en clave,
indudablemente deudora de Spengler, de la crisis, destrucción y desaparición
de las civilizaciones, fue puramente temporal o tiene bases de permanencia.
Es
evidente que la autodestrucción del capitalismo no sólo no se ha producido
sino que éste ha sabido regenerarse para perpetuarse y que ahora, encarnado
en la faz más agresiva, la del ultraliberalismo, comienza a regatear
las cesiones de las décadas anteriores que componían lo que en occidente
se llamó el Estado del Bienestar. Tampoco la “invasión de los bárbaros”,
destructora de la civilización occidental, al menos en el sentido de
las imágenes joseantonianas, ha tenido lugar. Por otro lado la pesadilla
comunista, encarnación de esa invasión, prácticamente ha desaparecido
víctima de su propio proceso de autodestrucción. Y es evidente, finalmente,
que, pese a todo, las injusticias sociales se han tamizado mucho en
el mundo occidental presentando un abismo infranqueable con la situación
de la Europa de los años treinta. Finalmente, la democracia liberal,
entonces sumida en una crisis que parecía definitiva, se ha convertido
en la ideología dominante y si no es el fin de la historia, promocionado
desde los EEUU y asumido por la clase política occidental, si parece
el sistema político que marcará los destinos de la humanidad
en los próximos decenios. Ante esta realidad cabría preguntarse ¿qué
queda de la crítica joseantoniana, de ese ruido que le obligó a salir
de su abstracción? Queda, precisamente, el ruido.
Lo
que a José Antonio realmente le preocupaba de la anunciada invasión
de los bárbaros, como sabemos, no era la posibilidad de un orden económico
o político distinto, sino lo que tenía de anticristiano, antiespañol
y antieuropeo. Ese mundo en ruina moral es, para José Antonio, el fruto
de un proceso que se abre en la Reforma protestante y se continúa con
el pensamiento liberal y la imposición de los procesos de secularización.
Es el mundo que pierde la base religiosa de la existencia y la noción
de lo espiritual. Y ¿acaso no continuamos viviendo en ese marco de
referencia? ¿Acaso no se ha agravado esa pérdida de lo espiritual
en nuestras sociedades? Porque José Antonio, seducido por la violencia
de la coyuntura temporal, no pudo más que atisbar que el comunismo
no era sino una de las hordas de la invasión y que ésta, realmente,
residía en la imposición del materialismo, el hedonismo y el consumismo
que forman la triada actual de esa invasión de los bárbaros.
Y
¿por qué a José Antonio le obsesionaría la anunciada invasión
de los bárbaros y el fin de la civilización occidental? Básicamente
porque ésta completaría el círculo abierto por el liberalismo que
impediría ser al hombre verdaderamente libre porque convertido, si
seguimos categorías más actuales, en trabajador, elector y consumidor,
quedaría privado de toda concepción trascendente. Se abandonaría
la línea de pensamiento clásico, en la que la humanidad discurre en
el mundo terrenal una parte de su camino hacia Dios, para cifrar el
horizonte en la consecución de la libertad, el progreso y la democracia.
Así, la política asentada en otras categorías alejadas de la Verdad
permanente dejaría de “intentar políticamente la puesta en forma
para la espera de la gracia”, renunciando a hacer posible que “el
hombre recobrase la armonía con su entorno en vista de un fin trascendente”.
José
Antonio entiende que la “invasión de los bárbaros”, la catástrofe,
el fin posible de la civilización occidental y cristiana no es un hecho
irreversible. No lo es porque, a diferencia de lo acontecido en tiempos
anteriores, en los retratados por Spengler, la generación que la sufre
es consciente de ello y que los “valores permanentes de la edad hundida”
pueden retoñar en una nueva “Edad Media” si se sabe “tender el
puente sobre la invasión de los bárbaros”. La puesta en marcha de
las soluciones ascendentes. José Antonio, el José Antonio final de
septiembre de 1936, el que sufre la catástrofe española, el que escribe
que la república de 1936 representa, como segundo capítulo de la realidad
de 1931, “la demolición de todo el aparato monárquico, religioso,
aristocrático y militar que aún afirmaba, aunque en ruinas, la europeidad
de España”, niega como puente la actitud catastrófica del comunismo
y duda de las soluciones extremas del anarquismo y del fascismo, haciendo
la última recusación del mismo en virtud de “la exterioridad religiosa
sin religión” o del nazismo sino es capaz de “volver a la unidad
religiosa de Europa” apartándose de “la tradición nacionalista
y romántica de las Alemanias”.
La
otra vía, el otro puente es la “solución religiosa: el recobro de
la armonía del hombre y su entorno en vista de un fin trascendente.
Este fin no es la patria, ni la raza, que no pueden ser fines en sí
mismos: tienen que ser un fin de unificación del mundo, a cuyo servicio
puede ser la patria un instrumento; es decir, un fin religioso.- ¿Católico?
Desde luego de sentido cristiano”.
Pocas
dudas son posibles a la hora de afirmar que José Antonio también
rechazaría, como solución posible, las tesis de la denominada Nueva
Derecha. Tesis como la de Benoist cuando afirma que ha llegado el momento
de liberarse de la “monstruosa tiranía del Libro y de la Ley, retornando
a la escuela del Mito y de la Vida”.
Estado,
hombre y libertad.
Cuando
José Antonio inicia su reflexión sobre el Estado, el hombre y
la libertad lo hace desde presupuestos básicamente católicos, y en
consonancia con el pensamiento papal del momento recogido en la Inmortale
Dei de León XIII y la Quadragesimo Anno de 1931. Toda la
construcción joseantoniana sobre las bases y la misión del Estado
se asienta en un dilema clave: ¿la sociedad y la comunidad política
debe levantarse sobre un conjunto de principios fundamentales, que él
designa como lo permanente, o deben levantarse sobre la ausencia de
tales principios, convirtiendo lo que no es sino un método de organización
y participación en un fin, en un principio fundamental en sí mismo?
Para
José Antonio, que habla siempre desde una perspectiva cristiana,
católica, sólo existe, ante ese dilema político, una respuesta válida:
sólo es posible crear una sociedad justa y verdaderamente libre si
se edifica desde lo permanente. Lo permanente es lo que viene de la
Tradición clásica y cristiana, por ello es fácil encontrar en José
Antonio los rastros de Santo Tomás, San Agustín, Suárez o León XIII
que ejercen de eficaz contrapeso y complemento a Kelsen o a Carl Smicht.
El Estado de José Antonio es aquel que se justifica, siguiendo la tradición
clásica, por la consecución del bien común. Ese Estado no puede ser
en modo alguno neutro y por tanto liberal. Su misión es servir, defender
e imponer esos principios, porque de lo contrario de qué sirve afirmar
su validez, su permanencia; cómo se puede mantener, como sucede con
los partidos de inspiración cristiana, un criterio para la vida particular
y alejar ese criterio de la responsabilidad de gobierno y por ende de
la misión del Estado. Son partes que no se pueden disociar. Así pues,
el Estado como el individuo, tienen un destino que cumplir, un fin.
José
Antonio, como nos recuerda Arnaud Imatz, defenderá la concepción orgánica
del Estado que es la doctrina clásica de la Iglesia. El universo -explica
Imatz siguiendo esta tesis- es un todo ordenado para la consecución
de su fin; cada parte del todo es un todo relativo. Las entidades sociales
reposan en el hombre, en su naturaleza, pero conservan su independencia
y su propio fin. A través de diferentes entidades sociales los individuos
se unen en una organización moral, un todo orgánicamente estructurado.
Entre el individuo y el Estado existe la misma relación que entre la
parte y el todo, entre el miembro y el cuerpo. Para José Antonio sólo
es viable el orden querido por Dios, que es el creador de la naturaleza
humana. El hombre es miembro de ese orden querido por Dios, integrado
en un cosmos orgánico y jerárquico de derechos y deberes. La Ley eterna
domina el mundo de la creación. La humanidad debe buscar esa ley eterna
y no puede entrar en contradicción con ella… el derecho natural es
trascripción de esa Ley eterna. Esta es la línea que seguirá José
Antonio en su construcción conceptual (José
Antonio. La Phalange Espagnole et le national-syndicalisme, París
2000).
La
posición de José Antonio en el dilema del Estado, el hombre y
la libertad es radicalmente cristiana: el mundo se ha desquiciado, “no
se puede remediar con parches técnicos; necesita todo un orden nuevo”.
Ese orden se edifica sobre la “dignidad humana, la integridad del
hombre y su libertad” que son “valores eternos e intangibles”,
pero “sólo se respeta la dignidad del hombre (por tanto su libertad)
cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores
eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma que es capaz
de condenarse y de salvarse”. Eso supone que la libertad tiene límites,
que está condicionada por la Norma, “no existe libertad sino dentro
de un orden”. Pero José Antonio no quiere imponer (“las ideas se
proponen pero no se imponen”, ha dicho Juan Pablo II), quiere transformar
a la sociedad, quiere ese hombre nuevo sin el que no es posible su orden
nuevo, un hombre que tiene que aceptar esa misión. Por ello fija el
norte de su Falange en “devolver a los hombres los sabores antiguos
de la Norma y el pan. Hacerles ver que la Norma es mejor que el
desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez hay que estar seguro
de que es posible la vuelta a un asidero fijo”.
Se
podría argüir, en los parámetros del mundo actual, que esa formulación
cercena la libertad del hombre. José Antonio no rehuye, en su mundo
conceptual, el debate de la libertad. Sus lecturas indirectas de Marx
le llevan a compartir la tesis del fenómeno de la alienación del hombre
como instrumento de dominación, pero en José Antonio las intenciones
y las consecuencias de este fenómeno son radicalmente distintas. Para
José Antonio, el sistema que no se sustenta en la Norma aliena al hombre
seduciéndole para, privándole de sus raíces, desarraigándolo, desencajándolo
de su realidad espiritual, hacerlo esclavo; para ello cuenta con poderosos
agentes. ¡Qué hubiera dicho José Antonio si hubiera contemplado las
consecuencias del poder de la imagen! Esa alienación, que aparta al
hombre de sus raíces y su destino, es la que ha hecho que “el desquiciamiento
haya llevado al hombre a ser una molécula pura, sin personalidad sin
substancia… la antigua ciudadanía ha quedado reducida a estas dos
cosas desoladoras: un número en las listas electorales y un número
en las colas a las puertas de las fábricas”.
La
negación de los valores trascendentes, de los valores eternos, realizada
de forma directa o indirecta, pero en todo caso favorecida por el sistema,
priva al hombre de la salvación, de la armonía consigo mismo, rompe
esta necesidad y por lo tanto le arrebata su verdadera dignidad alojándolo
en las simas del desorden moral. José Antonio no pensó nunca en redimir
a ese hombre para hacerlo un buen burgués, para calmar sus ansías
económicas, lo hace para darle la posibilidad de alcanzar el fin trascendente.
Y el Estado, en su pensamiento, debe contribuir a ello, porque en José
Antonio, en ese José Antonio que clama por el retorno al clasicismo,
al Estado también le corresponde la misión de hacer posible el orden
querido por Dios. Cuando el Estado sirva a esa misión será posible
la libertad real del hombre: “y el día en que el individuo y el Estado,
integrados en una armonía total, vueltos a una armonía total, tengan
un solo fin, un solo destino, una sola suerte que correr, entonces sí
que podrá ser fuerte el Estado sin ser tiránico”.
El sustrato
teórico del pensamiento católico de José
Antonio.
El
sustrato del catolicismo de José Antonio no anida en lo sentimental
o en lo cultural, sino en lo racional. Cuando José Antonio, explícita
e implícitamente, rechaza a la par, tanto el relativismo como el idealismo
alemán de raíz hegeliana, tan en boga en su tiempo, lo hace desde
su fundamentación católica. La mayoría de sus conceptos están, en
última referencia, ligados a Santo Tomás y a la neoescolástica. Ese
sustrato católico será el eje transversal que atraviesa y condiciona
toda su construcción política.
Los
pilares de ese catolicismo cimentado en la Fe y la Razón se encuentran
en una serie de lecturas trascendentales en la formación individual
de José Antonio de los que tenemos referencias claras y concisas. Es
incuestionable la influencia de la Biblia, que lee con frecuencia y
le acompañará en la prisión; buena prueba de ello son las constantes
imágenes religiosas o bíblicas de la retórica joseantoniana. Otros
dos textos fundamentales en su proceso formativo son, a nuestro juicio:
la celebérrima Imitación de la Vida de Cristo de Tomás Kempis
(una de las lecturas de referencia de Francisco Franco) y la Vida
devota de Francisco de Sales. En ellos es fácil encontrar los rastros
de los componentes del estilo, de la conducta, del código moral falangista
promocionado por José Antonio. A ellos, en este campo, debe sumarse
la pervivencia de la mentalidad del Siglo de Oro, manifiesta en Cervantes,
Quevedo y Calderón. Es en estos parámetros donde nacen lo que algunos
autores, erróneamente, han interpretado como “categorías nietzscheanas”.
Las
categorías joseantonianas se van cimentando al compás de la formación
académica. La formación filosófico-jurídica de José Antonio,
amplia y variada, donde la huella de Santo Tomás es fácilmente perceptible,
no se situará nunca al margen de de su sólida base católica,
sino que se realiza a través del filtro que ese condicionante le impone.
Sobre
este tamiz se impostarán, a nuestro juicio, cuatro tendencias fundamentales
a la hora de situar las raíces de su construcción política:
- la primera,
proviene del mundo del derecho, donde se inclinará por la filosofía
del derecho de raíz más liberal (Kelsen y Stamler), pero reinterpretada
siempre a través de la concepción neoescolástica y de Santo Tomás.
Es el mundo del derecho el que le lleva a la profundización en la filosofía
de Kant, de Marx o al conocimiento del guidismo, pero también a Sorel
o Maurras.
- la segunda,
tiene su base en el pensamiento neotradicionalista, producto de la influencia,
permanentemente marginada en los análisis de la ideología joseantoniana,
de Ramiro de Maeztu y de sus obras La Crisis del Humanismo (texto
para entender la visión de José Antonio) y Defensa de la Hispanidad;
camino que le conduce a Balmes, Costa, Ganivet y, en menor medida, a
Donoso Cortés.
- la tercera,
la orteguiana, a través de la cual conoce gran parte de la filosofía
del momento (Bergson, Heidergger), y que trata de llevar a la práctica
política (siendo imprescindibles La España invertebrada y
La rebelión de las masas);
- la cuarta,
la histórica, donde se aúnan las tesis de Spengler con la visión
del catolicismo como fundamentación de España difundida por Menéndez
Pelayo o Vázquez de Mella: “en España ¿a qué puede conducir la
exaltación de lo genuino nacional sino a encontrar las constantes católicas
de nuestra misión en el mundo?”.
-
Añádase el gusto por la lectura de los ensayistas del 98 y de Unamuno.
La
resultante es una cosmovisión católica dialécticamente actualizada
desde la que José Antonia entra en pugna dialéctica con el nacionalismo
romántico, con el liberalismo que representan en lo político Rousseau
y en lo económico Smith, con el socialismo utópico, con el anarquismo
y con el marxismo. A través de ese tamiz lee e interpreta, buscando
soluciones y síntesis superadoras.
Todos
estos afluentes ideológicos son los que pugnan, una y otra vez, de
forma dialéctica en la construcción conceptual de José Antonio, yendo
más allá de la edificación de meras síntesis, como con harta liviandad
a veces se afirma. Lo que hace José Antonio es recoger, resumir, delimitar,
reinterpretar y asumir, en clave propia, a través de sus filtros,
una serie de conceptos que le permitirán edificar una variante política,
de raíz neotradicionalista, que no se apartará de las concepciones
católicas.
La confesionalidad
oculta del falangismo.
Luis
María Sandoval, con acierto en la expresión pero sin entrar a fondo
en la cuestión, ha hablado de la “confesionalidad oculta” del proyecto
falangista de José Antonio; pues, si bien ésta no aparece con reconocimiento
explícito ni en los Puntos Iniciales de Falange Española
de 1933, ni en el punto XXV de la Norma Programática de 1934,
resulta evidente que el Estado pergeñado por José Antonio está concebido
en función y al servicio de la norma católica. “Confesionalidad
oculta” es una definición muy gráfica ya que recoge de forma explicativa
lo que fue y quiso ser ese proyecto en la mente de José Antonio (José
Antonio visto a derechas, Madrid 1998).
El
planteamiento de José Antonio con respecto a la confesionalidad
y a las relaciones Iglesia Estado debe analizarse desde la revisión
de lo que ha sido la postura de la Iglesia Católica, que ha variado
en lo accidental pero nunca en lo fundamental, buscando la adecuación
del pensamiento joseantoniano a la misma. José Antonio, fiel a su modo
de conceptuar, va en esta como en otras cuestiones a lo fundamental,
al contenido, prescindiendo de la forma; lo que le permitirá situar
su proyecto en concordancia con el pensamiento permanente de la Iglesia.
El
proceso de separación de la Iglesia y el Estado, disolviendo la vieja
alianza del Trono y el Altar, que se desarrolla a lo largo de los siglos
XIX y XX, ha sido condenado formalmente por la Iglesia, no tanto por
lo que conlleva de simple separación de facultades y espacios de acción,
sino por lo que tiene de imposición del laicismo y de instrumento activo
para disociar al hombre y la sociedad moderna de Dios; buscando, además,
cortar o poner freno a todas las formas de influencia de la Iglesia
en la sociedad. Ante este innegable contenido de lo que ha sido el proceso
de separación de la Iglesia y el Estado, con diversas formas dialécticas,
con aparente disparidad formal, pero preservando siempre la sustancia,
la Iglesia ha mantenido posiciones similares desde León XIII al propio
Concilio Vaticano II, desde la Inmortale Dei a la Lumen Gentium.
Afirmando, en síntesis, la existencia de dos potestades, la civil y
la eclesiástica, ambas supremas, ambas con espacios propios, pero sin
obviar que la primera no puede desconocer la existencia de la segunda
obrando como si no existiese. El problema de la política, en este campo,
consiste en cómo hacer compatibles ambas potestades, y para ello las
fórmulas pueden ser diversas.
José
Antonio se sitúa ante un mundo en abierto proceso de secularización,
donde lo que pervive es la vieja imagen de la alianza del Trono y el
Altar cuando se aborda el problema de las relaciones entre la Iglesia
y el Estado. Pese a su canto a la Europa ordenada de Santo Tomás, al
reinado de los Reyes Católicos, a la tradicionalidad, parece evidente,
por la ausencia de tratamiento del tema, que no comparte la visión
idealizada que el tradicionalismo, algunos sectores conservadores, y
una parte del clero hacía, en su tiempo, de las idealizadas relaciones
temporales entre la Monarquía Católica y Roma. Como hijo fiel de la
Iglesia es consciente de que un proyecto político no puede colaborar
en ese proceso de secularización y laicización que se dimana de la
tesis de la separación de la Iglesia y el Estado dentro del horizonte
liberal, porque en el horizonte marxista a la Iglesia sólo le queda
la proscripción. Por ello, José Antonio, que en el fondo es un tradicionalista
revolucionario, aborda la cuestión desde una posición distinta a la
tesis de la confesionalidad nominal de unos y de la separación de la
Iglesia y el Estado de otros.
José
Antonio, que conocía a la perfección las condenas a la doctrina liberal
de la separación de la Iglesia y el Estado de León XIII y Pío X;
que no podía desconocer el contenido de la Dilectisima nobis
de Pío XI dirigida a España en junio de 1933, ni la posterior pastoral
del cardenal Gomá, Horas Graves, buscó, para su construcción
política una fórmula propia, desligada de los condicionantes temporales
en consonancia con el contenido y no con la forma.
Es
fácil percibir, como Víctor Pradera hará en su Estado Nuevo,
la sombra del planteamiento de León XIII en la tesis de José Antonio:
“Dios ha hecho copartícipes del gobierno de todo el linaje humano
a dos potestades: la eclesiástica y la civil; ésta, que cuida directamente
de los intereses humanos y terrenales; aquélla, de los celestiales
y divinos. Ambas potestades son supremas, cada una en su género; ambas
tienen sus propios límites dentro de los cuales actúan, definidos
por la naturaleza y fin próximo de cada una: por lo tanto, en torno
a ellas, se forma como una esfera, dentro de la cual cada una dispone
de iure propio. Así que todo cuanto en las cosas humanas, de
cualquier modo que sea, tenga razón de sagrado, todo lo que se relacione
con la salvación de las almas y el culto de Dios, sea por su propia
naturaleza o bien se entienda ser así por el fin a que se refiere,
todo ello cae bajo el dominio y arbitrio de la Iglesia; pero lo demás
que el régimen civil y político abarca justo es que esté sujeto a
la autoridad civil puesto que Jesucristo mandó expresamente que se
dé al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Inmortale
Dei). Tesis que no es sino la adaptación temporal de la doctrina
clásica de Santo Tomás, que José Antonio conocía y asumía, que
diferencia las potestades por sus fines; entendiendo que la civil queda
sometida a la eclesiástica en “las cosas que pertenecen al alma”.
Además, en ningún caso, se puede actuar como si Dios no existiera,
por lo que el orden temporal tiene que ajustarse “a los principios
superiores de la vida cristiana”. Tesis que José Antonio tendrá
muy presentes en su construcción política.
José
Antonio, en consonancia con la tesis de las dos potestades, anula, con
su planteamiento de la cuestión, el elemento esencial de la condena
papal que no está, reiteró, en la diferenciación de funciones y atribuciones
sino en su utilización como instrumento de laicización y secularización.
El Estado Nuevo que José Antonio describe a finales de 1933, coincidiendo
con los planteamientos de Víctor Pradera, se “inspirará en el espíritu
religioso católico tradicional de España”. En su desarrollo conceptual,
como ya hemos subrayado, ese Estado se edifica al servicio de la Norma
y su objetivo es permitir ganar al hombre la trascendencia. Por ello,
cuando en 1934, la Norma Programática alcance su forma definitiva,
José Antonio, que según Francisco Bravo abordará el tema con honda
preocupación, incluirá una definición taxativa: “nuestro Movimiento
incorpora el sentido católico -de gloriosa tradición y predominante
en España- a la reconstrucción nacional”. Lo que, tal y como nos
recuerda Permuy, equivale a una confesión de catolicidad plena.
José
Antonio no utiliza, ni para su movimiento ni para su Estado, el adjetivo
confesional; su planteamiento se aleja, en este sentido, de lo que siguiendo
el Syllabus y a Pío XI era usual en la época, pero ese alejamiento
no entra en contradicción con la doctrina. Al hacer de lo permanente,
del sustrato católico, como hemos señalado, la base e inspiración
de su construcción política, se hace innecesaria la utilización del
término y su tesis quedaba perfectamente anclada dentro de la doctrina
tradicional de la Iglesia que, por otra parte, es la vigente hasta hoy.
Fue
decisión de José Antonio llevar a su movimiento político por
el camino descrito, imponiendo su cosmovisión a una línea más estatista
y hegeliana defendida por algunos sectores de la Falange encabezados
por Ramiro Ledesma Ramos o el propio Sánchez Mazas. Resulta, por otra
parte, evidente que José Antonio se vio obligado a encontrar esa vía
ante el problema de la confesionalidad política y la polémica sobre
las relaciones entre la Iglesia y el Estado. José Antonio, a
la hora de autorizar los puntos iniciales de FE, matizó la tesis más
extrema de Rafael Sánchez Mazas; al igual que Onésimo Redondo, a través
de sus artículos reelaboró y desarrolló la propuesta de las JONS
condicionada por la posición de Ledesma quien valoraba el catolicismo
desde un punto de vista más sociológico y cultural. Cuando José Antonio
logra adecuar la redacción del punto XXV de la Norma Programática
a su pensamiento, sin violentar las posiciones más antitéticas
de otros miembros del partido, consigue una fórmula superadora pues
lo que explícitamente recoge es que el programa de reconstrucción
nacional que defiende se hará desde una perspectiva católica, lo que
implica una política de recristianización de la sociedad impulsada
o facilitada por el propio Estado; enfrentándose a los procesos de
laicización y secularización. Toro ello, porque considera que la “interpretación
católica de la vida es la verdadera”.
Proyecto
de recristianización, porque fija su meta en “devolver a los hombres
los sabores antiguos de la Norma y el Pan. Hacerles ver que la Norma
es mejor que el desenfreno; que hasta para desenfrenarse alguna vez
hay que estar seguro de que es posible la vuelta a un asidero fijo.
Y, por otra parte, en lo económico, ligarle de una manera más profunda
a las cosas; al hogar en que vive, y a la obra diaria de sus manos”.
La
influencia de la propuesta de José Antonio es tal que hasta Ledesma
tiene que admitir, tras su salida de la Falange y su ruptura con José
Antonio, en 1935 que “parece incuestionable que el catolicismo es
la religión del pueblo español y que no tiene otra. Atentar contra
ella, contra su estricta significación espiritual y religiosa, equivale
a atentar contra una de las cosas que el pueblo tiene y ese atropello
no puede nunca ser defendido por quienes ocupan la vertiente nacional”.
No
es suficiente para José Antonio la teoría sino que la praxis política,
la política diaria debe también contribuir a la defensa de los valores
morales del catolicismo. Por ello, en sus discursos, no hará sino reiterar
el peso y el valor de lo católico. Baste recordar lo contenido en
el artículo de Arriba, de 1935, “Esquemas de una política”
que resulta, básicamente, el esquema de una política de fundamentación
católica:
“En realidad
se empezará por la ayuda de Dios, por la organización del mundo moral,
por la elevación del orden religioso. Es necesario que el centro espiritual
de la aldea sea la parroquia, como órgano supremo de moralidad… Nuestro
Estado había de colaborar con la Iglesia, ofreciéndoles cuantos medios
temporales y legales estén a nuestro alcance para el robustecimiento
de las parroquias campesinas (y de las no campesinas también), para
la recta formación del clero, para el vigor de la jerarquía episcopal.
Nada como la libertad y la fortaleza de la Iglesia, en la esfera que
le es propia, evita su mezcla deplorable con la política. En la aldea,
en torno a la parroquia robustecida, podrían funcionar con regularidad
y sin mezclarse jamás con la política todas aquellas obras sociales
católicas, que tanto pueden hacer por elevar al mundo campesino y devolverle
sus mejores tradiciones… (y)…tras el robustecimiento de la parroquia,
viene la reforma de la escuela y de la escuela con Cristo, que debe
ser el enlace, cordial e intelectual, de la moral y la cultura civiles
con la moral y la cultura de la Iglesia”, o su petición-proclama
a los maestros para que enseñasen a los niños a creer en Dios.
Por
su militancia católica, por su concepción católica de la familia
se opondrá a leyes como la del divorcio:
“España
ya no es una reunión de familias. Vosotros sabéis lo que era de entrañable
la familia. Todas vosotras, las mujeres de Cádiz, las mujeres de España,
habéis cada una constituido vuestra familia y pensabais otras constituirla
también a la española, en la única forma tradicional que nosotros
podemos entender la familia. Pues bien: ya tenemos una magnífica institución
que se llama divorcio. Con el divorcio ya es el matrimonio la más provisional
de las aventuras, cuando la bella grandeza del matrimonio estaba en
ser irrevocable, estaba en ser definitivo, estaba en no tener más salida
que la felicidad o la salida de la tragedia, porque no saben muy bien
de cosas profundas los que ignoran que lo mismo en los entrañables
empeños de lo íntimo que en los más altos empeños históricos, no
es capaz de edificar imperios quien no es capaz de dar fuego a sus naves
cuando desembarca…
España
ya no siente la familia, pues con la Ley del Divorcio se ha amparado
a los que nunca supieron constituir un hogar y amparado a esas mujeres
que no hay quien las resista ni diez minutos En Arcos decía hace poco:
vosotros que habéis nacido y vivido en un hogar donde el padre era
la autoridad y la madre el amor, el padre representaba el trabajo y
la madre el perdón ¿cómo podéis ahora comprender que vuestras hijas,
después de casadas, sean abandonadas como se deja el salón de espectáculos
cuando no agrada la película?
Desde el
punto de vista religioso, el divorcio, para los españoles, no existe.
Ningún español casado, con sujeción a rito católico, que es el de
casi todos los nacidos en nuestras tierras, se considerará desligado
de vínculo porque una Audiencia dicte un fallo de divorcio. Para quienes,
además, entendemos la vida como milicia y servicio, nada puede haber
más repelente que una institución llamada a dar salida cobarde a lo
que, como todas las cosas profundas y grandes, sólo debe desenlazarse
en maravilla de gloria o en fracaso sufrido en severo silencio.”
No
olvidará José Antonio, en sus discursos, la falta de decisión
de la CEDA, cuyo objetivo era rectificar la República y eliminar el
espíritu antirreligioso de la misma, para aplicar sus promesas entre
las que se incluía la anulación de la Ley del Divorcio, la vuelta
del crucifijo a las escuelas, etc.… Duros fueron sus juicios al calificar,
en este sentido, la política cedista de “estérilmente conservadora
en cuanto impide toda alegría hacia el futuro. Política híbrida;
ni laica del todo, para no herir a los católicos, ni inspirada en sentido
religioso, para no mortificar a los viejos tragacuras radicales; ni
generosa en lo social, para respetar el egoísmo de los viejos caciques
agrarios, ni desprovista de tal cual platónica declaración democristiana
a cago del inquieto canonista señor Jiménez”. Y hasta en Alicante,
cuando redacta las bases para una posible tregua en el conflicto no
olvida incluir la “autorización de la enseñanza religiosa sometida
a la inspección técnica del Estado”
José
Antonio a la luz de la doctrina de la Iglesia.
Cuando
José Antonio trataba de buscar una solución propia a la crisis
de España distinta la liberal-capitalista, a la burguesa o democrática-liberal,
según la nomenclatura que se prefiera, y a la izquierda revolucionaria,
básicamente marxista, lo hacía en sintonía con el mismo objetivo
que parecía animar el debate existente sobre la acción y la opción
política en el seno de la Iglesia Católica.
Roma,
el Vaticano, buscaba también un camino, una opción política distinta
a la democracia liberal o a la izquierda revolucionaria, luego subsumida
en el confuso término del totalitarismo. La Iglesia acogió, como una
posibilidad de desarrollo de un sistema político alternativo, la fórmula
corporativa. José Antonio, en la misma línea de pensamiento, aspira
a construir un sistema alternativo sobre bases católicas capaz de detener
y cauterizar el proceso revolucionario, que aspiraba a destruir el mundo
forjado por el catolicismo, el modelo alumbrado por la Europa de Santo
Tomás. El fascismo italiano, o mejor dicho, su forma de ver el fascismo,
había sido una vía. José Antonio exaltó los acuerdos entre Mussolini
y el Papa. Sin embargo, acabó asumiendo que al fascismo le faltaba
la incorporación del humanismo católico, por lo que sólo podía verse
como una fase, un momento que también era necesario superar en la búsqueda
y construcción de la “solución religiosa”.
La
Iglesia de después de la II Guerra Mundial abandonó, progresivamente,
en la década de los cincuenta, la posibilidad de edificar un orden
político propio, optando por su presencia a través de los partidos
de inspiración cristiana, de la democracia cristiana, en los sistemas
democráticos occidentales. En España, sin embargo, se continuaba defendiendo,
desde posiciones falangistas, la tesis de anteguerra, siendo quizá
la prueba más concreta de ello el trabajo de José Luis de Arrese,
uno de los escasos continuadores del pensamiento joseantoniano, Capitalismo,
Comunismo, Cristianismo.
En
los márgenes del nuevo posicionamiento de la Iglesia ante la cuestión
política, sólo cabría preguntarse por la identidad que pudieran seguir
manteniendo los conceptos joseantonianos con la doctrina oficial de
la Iglesia. Antes de citar brevemente los rastros perdidos de esa identidad
es necesario apuntar como, leyendo a los cardenales Carlo María Martín
y Ratzinger o al propio Juan Pablo II, sorprende la identidad que muestran
algunas visiones joseantonianas con sus tesis.
Clara
identidad, por poner un ejemplo, a la hora de dictaminar los orígenes
de la crisis del mundo actual desde una perspectiva católica. Si no
detenemos, por lo accesible, en el texto de Juan Pablo II, Cruzando
el umbral de la esperanza, hallaremos una crítica a Rousseau muy
similar a la joseantoniana. Para el Su Santidad es en las tesis del
pensador francés donde se inicia el proceso de alejamiento de Dios,
al defender que el hombre tenía que vivir “dejándose guiar exclusivamente
por la propia razón como si Dios no existiese”.
Mucho
más ilustrador sería comparar los conceptos joseantonianos de dignidad,
libertad, sociedad, hombre, trabajo, participación en la vida política
con los sostenidos por los documentos pontificios más recientes, lo
que requeriría, evidentemente un espacio superior a los límites de
un artículo. No es excesivo afirmar que los conceptos joseantonianos,
los dictámenes joseantonianos, se adecuan perfectamente a los parámetros
de la Pacem in terris de Juan XXIII, o de la Sollicitudo rei
sociales y Laborem excercens de Juan Pablo II. Casi se podría
leer, por ejemplo, a la luz de la propuesta de José Antonio lo referente
a la dignidad y libertad del hombre contenido en la Christi fideles
Laici del mismo Juan Pablo II.
Si
Juan Pablo II nos dice: “El Evangelio no es la promesa de éxitos
fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo
tiempo es una gran promesa: la promesa de la vida eterna para el hombre,
sometido a la ley de la muere, la promesa de la victoria, por medio
de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas”. José Antonio
nos apunta: “hace unos días recordaba yo ante una concurrencia pequeña
un verso romántico: “no quiero el Paraíso, sino el descanso”.
Era un verso romántico de vuelta a la sensualidad; era una blasfemia,
pero un blasfemia montada sobre una antítesis certera; es cierto, el
Paraíso no es el descanso. El Paraíso está contra el descanso. En
el Paraíso no se puede estar tendido; se está verticalmente, como
los ángeles. Pues bien: nosotros que ya hemos llevado camino del Paraíso
las vidas de nuestros mejores, queremos un Paraíso difícil, exacto,
implacable; un Paraíso donde no se descanse nunca y que tenga, junto
a las jambas de las puertas, ángeles con espadas”.
En
la crítica joseantoniana al capitalismo también existe una fundamentación
religiosa en consonancia con la doctrina de la Iglesia. José Antonio
comparte y asume las críticas de Pío IX, León XIII y Pío XI, sobre
todo lo expuesto en la Quadragesimo Anno en la que se estima
que la evolución del capitalismo, además de imponer la destrucción
de la noción del bien común, la subordinación del trabajo al capital
y el olvido de la justicia social, conducirá a un retorno al paganismo.
En su discurso sobre el capital y el trabajo, José Antonio no se aleja
de lo que será el Magisterio Social de la Iglesia y las tesis de Juan
XXIII o Juan Pablo II al buscar la superación de la lucha de clases,
el cambio de los valores socioeconómicos, la salvaguarda de la dignidad
del hombre y la prelación del trabajo al capital.
A modo de
conclusión.
Cabría,
como punto final, resumir que José Antonio, católico convencido,
católico practicante, elevó su pensamiento, su construcción
conceptual desde los basamentos de lo católico. Lo hizo por lógica
coherencia interna: “a veces siento pirandelliana angustia por la
suerte de tantas auténticas vidas cuyos protagonistas no vivieron,
prendidos a una vida falsificada. Por eso mido en lo que vale el haber
encontrado una vocación. Y sé que no hay aplausos que valgan, ni de
lejos, lo que la pacífica alegría de sentirse acorde con la propia
estrella. Sólo son felices los que saben que la luz que entra por su
balcón cada mañana viene a iluminar la tarea justa que les está asignada
en la armonía del mundo”. Lo hizo con afán de precisión y de eternidad,
porque toda construcción es necesario asentarla con firmeza huyendo
de la tendencia a asentar “todos los pilares fundamentales en terreno
pantanoso”. Por ello escribía: “no plantemos nuestros amores esenciales
en el césped que ha visto marchitar tantas primaveras, tendámoslos,
como líneas sin peso y sin volumen, hacia el ámbito eterno donde cantan
los números su canción exacta”.
José
Antonio supo transmitir a su Falange esa raíz y esa finalidad para
dar vida a un proyecto innegablemente católico que difícilmente podría
subsumirse, como alguien ha escrito, dentro del estrecho marco de lo
puramente sociológico. Ya que, como apuntara Salvador de Broca, “la
Falange era el único grupo que aunaba la modernidad consciente de su
programa con la atención cuidadosa a la tradición nacional y con la
fidelidad a la interpretación católica de la vida”.
Sirvan
de cierre a estas palabras unos versos juveniles del propio José
Antonio donde es fácil encontrar muchos de los temas abordados:
¿Qué
importa nuestra muerte, si con ella
ayudamos
al logro de este sueño?
Si
la muerte es tan bella,
¿qué
importa sucumbir en el empeño?
¡No
importa que muramos! Las estelas
que
dejan nuestras raudas carabelas
jamás
han de borrarse; por su traza
vendrán
para buscar nuevos caminos
de
nuestra religión y nuestra raza.·- ·-· -······-·
Francisco Torres García
***
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