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Connaturalidad de la amistad de Jesucristo
por
Octavio Rodríguez
Este ensayo ha formado parte de una propuesta de diálogo con personas que se desempeñan en diversos ámbitos. Pues en el campo eclesial católico, que es universal –y, por derivación, universitario– hay confluencia de inquietudes, de saberes, todos ellos unidos, como en manojo, en su fundamento: Jesucristo –camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6).
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Cuando relacionamos
datos del sentido común, de la ciencia y de la fe, nos encontramos con una
limitación: quienes, de entre nosotros, hayan recibido formación filosófica –y
teológica–, acaso se queden rezagados cuando se les pida su parecer en asuntos
que involucren cuestiones científico-técnicas; por otra parte, cuando alguien dedicado
a la investigación corriente se propone indagar filosóficamente sobre su
ciencia, suele carecer de la formación requerida para este análisis.
Esto se trasluce, en la universidad, en dificultad de comprensión en el diálogo
inter-facultades. La brecha se haría menor si, unos y otros, tuviéramos en
cuenta, aun más, los datos de la experiencia humana común a todos. Así, a
propósito de la integración entre fe y cultura, podríamos atender al consejo de
San Ignacio, quien recomendaba seguir a los doctores positivos, a los escolásticos,
a Santo Tomás y a San Buenaventura –pues se fundan en datos concretos de la Escritura y de la Tradición.
A lo largo de los siglos, se ha logrado
perfilar una filosofía y teología cristiana, con formas y métodos
característicos.
Papas de diferente procedencia y formación académica, nos han animado a seguir,
en este empeño, a Santo Tomás. Sin embargo, cuando el tomismo pareció
convertirse en doctrina oficial de la Iglesia, imperitos comentadores le dieron tintes autoritativos y apologéticos, ajenos a él; además, tendieron a
reducirlo a manuales, en un sinfín de distinciones silogísticas. Se opacaba,
así, su característica apertura a la realidad –a la verdad–, tan necesaria en
el permanente diálogo contemporáneo; y se acabó por sepultarlo, como obsoleto. Ciertamente,
Santo Tomás atendía a las concepciones de la ciencia de su época, hoy en gran
parte superadas. Pero, él –a semejanza de Aristóteles– como buen indagador, seguiría
entusiasta esta pauta:
«Cuando los
hechos no nos sean conocidos de manera satisfactoria, y en caso de que algún
día lo sean, habrá que fiarse más de las observaciones que de los
razonamientos, y de los razonamientos en la medida en que sus conclusiones
coincidan con los hechos observados».
Esta disposición le permitía abordar
fecundamente los versátiles enfoques de los investigadores en diversas áreas.
Santo Tomás, realista,
asocia, también, nuestra relación con el Hijo de Dios con «cierta percepción y
conocimiento experimental».
La figura
de Jesucristo, en cada época, reclama atención. Ante Él, hay que asumir una
posición, pues se presenta a sí mismo como salvador definitivo, frente a quien
sólo cabe una postura a favor o en contra (cf. Lc 11,23) .
La vida es corta y tenemos que decidirnos
personalmente y con la prontitud necesaria en asuntos vitales. La Providencia divina provee al respecto. ¿Podemos tener experiencia de amistad de Jesucristo?
Se puede sostener que ha dejado velados los signos de su resurrección –a través
de la fragilidad sacramental de la Iglesia– a fin de no ejercer coacción seductora
y, también, como estímulo de nuestra ansia indagatoria –de modo que favorezca
nuestra libertad de opción por Él. Respetuoso, se manifiesta y salva mediante
la contradictoria Cruz (cf.
1Cor 1,18),
en la Iglesia, por los sacramentos.
Su amor cierto se acompaña de donación y
despojo de sí. Sus signos de amistad, por su Espíritu de amor, aportan –de modo
adecuado a cada uno de nosotros, según el propio talante– suficientes elementos
de discernimiento, para poder responder –cada uno si lo desea– su llamada a
seguirle efectivamente –y, así, siempre mediante su Espíritu, conseguir la
realización personal y comunitaria, para gloria del Padre. Cuando compartamos
su cáliz, habremos superado la distancia escatológica que nos separa de Él (cf. Mt 20.22).
Él mismo es causa y término de nuestra fe
(cf. Hb
12,2). El
surgimiento y progreso de nuestra amistad con Él sigue la dinámica de las
amistades auténticas, en grado excelso. El amor cristiano es perfección del
amor natural –presente en la creación. Santo Tomás, optimista esperanzado,
descubre conjugados mundo presente y futuro, tierra y cielo, materia y
espíritu, muerte y resurrección. Todo aunado en el Cuerpo místico de Jesucristo,
en la Eucaristía: por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los
siglos.
El amor es guía de la fe; le da la
orientación, coherencia y concreción; es principio de discernimiento que guarda
de caer en superstición o en exageración delirante.
Al respecto, San Ignacio apreciaba aquella doctrina que condujese a «mover los
afectos para en todo amar y servir a Dios».
Santo
Tomás, por su parte, señala que, además del conocimiento teológico
especulativo, existe el obtenido por connaturalidad, por afinidad –cognitio
affectiva. Son complementarios. Amamos según conocemos, y conocemos según
amamos.
El aprendizaje y la
enseñanza teológicos, discurren a la par con la adhesión amorosa, con la
consagración a Dios. Una teología que impulse la comunión –la amistad–
con el Hijo de Dios, con su Cuerpo eclesial, involucrará vitalmente . Cuando alguien recibe
una primera instrucción cristiana, puede obtener, de inicio, algún conocimiento
nocional; sólo percibirá su verdadero valor cuando –como catecúmeno– experimente
la vida cristiana, en comunidad. La vida cristiana es amistad –de cada uno y de
todos– con Jesucristo, en su Cuerpo místico, por el Espíritu. La fe está
informada de amor. Se ha indagado bastante acerca del acto de fe y,
acaso menos, del acto de amor concomitante, que se da por supuesto.
Nuestra estructura personal es
relacional. Relación es religación, religión. La vocación humana
es vocación de amistad con Jesucristo. Hemos de dejarnos animar por su Espíritu
y progresar en su pesquisa y seguimiento: De hecho, le hallamos presente en
nosotros y en el mundo. Su acción y sus signos están presentes en la trinitaria
obra creadora, redentora y santificadora.
Ascendemos –en nuestra vida de relación– según
los principios de relacionalidad –de razón y amor– presentes en todo ser,
huella de la Trinidad. El lόgoς-agάpη; inscrito
en la creación señala a su Artífice.
Mil gracias
derramando,
pasó por
estos sotos, con presura,
y, yéndolos
mirando,
con sola su
figura,
vestidos los
dejó de su hermosura.
Surcamos, pues, la escala del amor:
Ascendemos, con Cristo, por su Espíritu, al Padre y descendemos, junto con Él,
en su entrega por todos y todo. Nosotros –con toda la creación– somos asociados
al misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Nos descubrimos, pues, capaces de conocer
y amar. Atisbamos a la Trinidad presente en nuestra misma estructura personal.
Cuando amamos a alguien, ascendemos, por el Espíritu de Cristo –inspirador de
este amor–, y culminamos en la amistad de Jesucristo (cf. 1Jn 4,12); en la comunión de su
Cuerpo Místico.
Al tratar de la amistad de Jesucristo,
conviene, entonces, en primera instancia , atender a nuestra condición creatural
– que está a la
base de la comunión cristiana. A este respecto, recordemos con San Pablo, que primero es lo vital y
anímico (τὸ
ψυχικόν); luego, lo espiritual (cf. 1Cor 15,44-46). Si queremos un enfoque
orgánico, hay que tener en cuenta primero las determinaciones fìsico-síquicas
propias del amor humano; pasar, luego, a su culminación en la donación
recíproca amistosa, para culminar, al fin, en la amistad con el Hijo de Dios.
Paradójicamente, Él –y su Iglesia– ha
sido acusado y condenado, en diversas ocasiones a lo largo de la historia, como
extraño entorpecedor de la realización personal y social. No es así: El amor y la
amistad de Jesucristo nos es connatural –lleva a las naturales potencialidades
a plenitud superabundante, por participación en la vida trinitaria, mediante
los dones del Espíritu –fe, esperanza y caridad.
La experiencia de vida en y con
Cristo no se limita ni a un vago sentimiento, ni a un conocimiento
meramente nocional. Es vida relacional, vida de amistad; es la amistad
suprema a la que se orientan las amistades humanas. Jesucristo ha dicho: «Cualquiera que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y
mi madre» (Mt
12,50; cf. Mc 3,35). Nos hacemos, pues, de su familia, connaturales. Santo
Tomás empleó la categoría connaturalitas referida a nuestra vinculación
con Dios, y relacionó el don del amor con la amistad.
Con respecto al proceso por el que
llegamos a entablar amistad con Jesús, cada uno de nosotros puede hablar
únicamente por sí mismo. Cada cual ha llegado a la vida cristiana de un modo
que le concierne muy personalmente. Nos mueven, ante todo, nuestras propias
experiencias, que son, en cierto modo, intransferibles. [10] Lo personalmente asentido es
comunicable, más bien, en la medida en que mueva a otros a tener un recorrido
personal –desde la experiencia al asentimiento– en el mismo sentido, a la misma
interrelación.
Consecuentemente, este ensayo perfila una
invitación, entre amigos. ·- ·-· -······-·
Octavio Rodríguez
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