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Julián Marías y la Muerte

por Rafael Hidalgo Navarro

Cuando Marías se acerca como filósofo al problema de la muerte, lo hace con especial rigor y clarividencia, evitando escrupulosamente cualquier forma de simplificación. Precisamente desde esta perspectiva intelectual he tratado de recoger el pensamiento de Marías en una obra titulada "Julián Marías y la Muerte". Sería imposible hacer siquiera un esbozo de su contenido en la extensión de un artículo, aunque sí cabe señalar la importancia que juega la realidad irreductible de la persona, su orientación futuriza y la necesidad de trascendencia que tiene toda vida lograda.

Dos niños están escondidos en su casa, detrás de una puerta. En la más absoluta reserva van a dar un paso que marcará el resto de sus vidas. Solemnemente se comprometen a decir siempre la verdad.

El mayor morirá en la adolescencia, el otro vivirá hasta los noventa y un años habiendo cumplido su palabra hasta el final. Su nombre es Julián Marías.

Precisamente en la última entrevista que le hicieron dos semanas antes de morir, Marías respondía así a la siguiente pregunta de Leticia Escardó, directora de “Cuenta y Razón”:

“- Mirando para atrás, ¿de qué se siente más orgulloso?

  • De no haber dicho mentira alguna desde... Yo tenía 6 ó 7 años y mi hermano tres más. Nos prometimos no decir nunca una mentira. Y yo lo he cumplido.
  • El afán de veracidad ha sido una constante en la obra y en la vida del filósofo español. Precisamente ahí reside el secreto de la vigencia y coherencia de todos sus escritos.

    No obstante hay un episodio en la vida de Marías que podemos calificar de excepcional. Excepcional por las implicaciones personales que tuvo para él, pero también porque supuso una ruptura única (aunque absolutamente comprensible) de aquel compromiso adquirido en su infancia. Nos referimos al fallecimiento de su esposa Dolores Franco.

    El hecho lo relata el propio Julián Marías en sus memorias. La emoción sobria que late en la exposición es manifiesta:

      “Al anochecer me di cuenta de que se había agravado. Llamé a su hermano Ricardo, la vio y me dijo que todo iba muy deprisa, y que era lo mejor, porque de otro modo iba a tener un gran sufrimiento. No podía soportar la idea de lo que iba a suceder; apenas puedo contarlo.

      Al amanecer (...) Lolita me dijo serenamente: «Lo que pasa es que es un cáncer y esto es la metástasis final». No sé de dónde pude sacar una voz normal y le contesté: «Pero ¿qué tontería se te ocurre ahora?»”

    Marías contempla con impotencia cómo aquella a la que ama más que a sí mismo está a punto de abandonarle. Ella está postrada, padeciendo un sufrimiento lúcido, y por primera y única vez en su vida Marías finge ante ella, trata de hacerle creer lo que no es cierto, que hay esperanza, que lo suyo no es tan grave, que pensar lo contrario son tonterías.

    El mismo que arriesgó la vida en las postrimerías de la guerra civil por romper el telón de mentiras que ocultaba la auténtica situación del conflicto. El hombre que, acabada dicha guerra, fue falsamente acusado y pese a dar con sus huesos en la cárcel jamás respondió a la injuria con injuria. El pensador que quedó apartado de la enseñanza universitaria, para la cual sentía auténtica vocación, por no empeñar su palabra jurando fidelidad a un régimen con el cual no comulgaba. Aquel que se mantuvo públicamente leal a sus amigos y maestros en la adversidad, cuando la mayor parte les volvían la espalda (así con Besteiro, con Ortega y Gasset, o con Laín Entralgo cuando cambiaron los vientos de la Historia). Ese mismo hombre se siente quebrar en el instante efímero y definitivo en que su amada se extingue irremediablemente.

    El corazón de Lolita deja de latir, y el marido pudoroso no puede evitar que asome el desgarro en su pluma:

      “Para mí fue el fin. No, por desgracia, el fin de mi vida, como hubiese deseado, sino el fin de todo lo que tenía sentido (...) No puedo explicar el hundimiento que sentí, la impresión de que todo había acabado. Me quedé sin proyecto”.

    Ocurría en las Navidades de 1977. Desde entonces, cada amanecer, Marías deberá enfrentarse a la angustia de afrontar un nuevo día mutilado de Lolita. Los años se suceden, pero él vive la pérdida de su mujer como si acabase de producirse. Finalmente partirá a su encuentro el 15 de diciembre de 2005.

    La muerte como problema

    Lo expuesto anteriormente es sólo una muestra (la más dramática probablemente) del enorme grado de realidad que ha tenido la muerte para Julián Marías. Antes de la de su esposa, sufrió la pérdida de otras personas queridas que marcaron su vida. Especialmente significativos son los fallecimientos de su hermano, de su madre y de su hijo Julianín con sólo tres años y medio.

    Por eso cuando Marías se acerca como filósofo al problema de la muerte, lo hace con especial rigor y clarividencia, evitando escrupulosamente cualquier forma de simplificación. Precisamente desde esta perspectiva intelectual he tratado de recoger el pensamiento de Marías en una obra titulada "Julián Marías y la Muerte". Sería imposible hacer siquiera un esbozo de su contenido en la extensión de un artículo, aunque sí cabe señalar la importancia que juega la realidad irreductible de la persona, su orientación futuriza y la necesidad de trascendencia que tiene toda vida lograda.

    Decía  Santayana que “una buena forma de probar el calibre de una filosofía es preguntar lo que piensa acerca de la muerte”. Y es que es en esta turbadora realidad de la muerte donde se encuentran teoría y vida, conocimiento y necesidad, acabamiento y trascendencia. Así se entiende mejor aquello que afirmaba Platón, a saber, que la filosofía no es más que una meditación de la muerte.

    ·- ·-· -······-·
    Rafael Hidalgo Navarro



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