“Los jóvenes claretianos crecíamos alimentados por el ejemplo de la piedad admirable y la heroica fidelidad de los no menos jóvenes Misioneros que habían ofrecido su vida por la salvación de España y del mundo en aquel torbellino inexplicable del año treinta y seis.
Durante mis años de novicio y seminarista, en las comunidades claretianas se palpaba el espíritu de los mártires, su piedad, su fervor, su maravillosa fidelidad. Vivían todavía algunos superiores o formadores suyos, los pocos que no fueron asesinados; había entre nosotros compañeros y hasta parientes o paisanos de los mártires. Se comentaban con frecuencia anécdotas o recuerdos. Las casas que habitábamos, los libros que usábamos, las oraciones, los lugares de nuestros paseos y excursiones, rezumaban recuerdos de los mártires. Humana y religiosamente, crecíamos en intensa familiaridad con ellos, acompañados de una difusa presencia espiritual que ha dejado su huella imborrable en lo más profundo de nuestra personalidad religiosa y misionera.
Hubo unos años en los que, espontáneamente, los mártires claretianos, y de manera especial los jóvenes mártires de Barbastro, fueron verdaderos maestros de espiritualidad para nosotros. La austeridad, el trabajo, la rígida disciplina, la radical disponibilidad, el entusiasmo misionero, nos venían espontáneamente como consecuencia de la familiaridad con la memoria de los mártires. Recuerdo la conmoción interior que sentíamos al cantar las mismas estrofas que ellos habían cantando camino del martirio: “Jesús, ya sabes, soy tu soldado; siempre a tu lado quiero luchar; contigo siempre y hasta que muera; una bandera y un ideal; por Ti, Rey mío, la sangre dar”. Sin darnos cuenta éramos discípulos, hijos de mártires. ·- ·-· -······-·
Monseñor Fernando Sebastián Aguilar
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