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Los Estados Unidos, con acento español

por Jesús Caraballo

Los Estados Unidos celebraban su tradicional Día de Acción de Gracias. Un día en el que la primera potencia del mundo quiere rememorar sus orígenes, agradeciendo al Señor por superar las penalidades que debieron sufrir los pioneros del Mayflower, tras su desembarco durante el siglo XVII, en Plymout (Massachussets), en la costa Este. De esta forma, los estadounidenses han consagrado en su memoria colectiva la llegada de aquellos puritanos, como el auténtico origen de su nación, bajo el sello de una colonización anglosajona. Pero lo cierto es que desde un siglo antes, los grandes descubridores españoles ya estaban realizando una extraordinaria labor civilizadora y evangelizadora en todo el sur de los Estados Unidos, hasta el mismo corazón del continente, un territorio al que sólo muy posteriormente llegaron los norteamericanos en películas que ha inmortalizado Hollywood. Desgraciadamente y como es habitual, España olvida a sus hijos más preclaros y aquí no hay ningún Hollywood que inmortalice las gestas de aquellos prohombres que, con escasísimos recursos se adentraron en tierras desconocidas. En esta hora critica en que se cuestiona en nuestra patria todo aquello que ha permitido forjar una gloriosa Historia en común, es bueno recordar a quienes escribieron algunas de sus páginas más gloriosas. Entre ellos, no pocos vascos, como es el caso de Juan de Oñate, que contra lo que dice la Historia oficial estadounidense, fue quien realizó el primer Día de Acción en los Estados Unidos de América, mucho antes de la arribada de los pioneros del Mayflower. El 30 de abril de 1598, justo después de cruzar el Río Grande por El Paso, tras una durísima travesía por el desierto, tuvo lugar un sencillo acto, que debería estar escrito con letras de oro en las páginas de la fundación de aquel país.

Oñate inauguró el Camino Real de Tierra Adentro, la ruta más antigua de Estados Unidos, 22 años antes del desembarco de los pioneros del Mayflower en Plymouth

Juan de Oñate protagonizó una de las mayores gestas de la Historia de los Estados Unidos, hace cuatrocientos años, al abrir la durísima ruta que durante los próximos doscientos años uniría a Ciudad de México y a la localidad norteamericana de Santa Fé. El descubridor y colonizador de Nuevo México se incorporaba así a la pléyade de conquistadores españoles, que escribían las primeras páginas de la Historia de Estados Unidos, una Historia que para los norteamericanos, injustamente empieza con el desembarco de los pioneros del Mayflower en las costas de Massachusets (Plymouth). Nombres que están ausentes en los libros escolares de aquel país: Juan Ponce de León, descubridor de la Florida; Alvar Núñez Cabeza de Vaca, fabuloso andarín que recorrió todo el sur de los Estados Unidos desde Florida a México; Pánfilo de Narváez, que acompañó a Cabeza de Vaca durante buena parte de su trayecto, hasta su muerte en el Golfo de México; Hernando de Soto, descubridor del Missisipi y de media docena de los actuales Estados Unidos; Vázquez Coronado, Pedro de Alvarado, Pedro Menéndez de Avilés y tantos otros.

La acción de Oñate, al frente de sus 129 hombres, se inscribe en el proceso de expansión por el sur de los Estados Unidos, etapa menos conocida que la conquista de Hernán Cortés, pero igualmente asombrosa por la magnitud de la empresa y los escasos recursos empleados en la misma.

Nueva España sería el foco desde el que se emprenderían nuevas conquistas, muy especialmente hacia el norte. Sólo en el caso de la Florida, se organizaron algunas expediciones desde las Antillas o, directamente, desde España. Como reconocería Bernal Díaz del Castillo, que acompañó al ilustre extremeño en México: "Todo lo trascendemos y queremos saber". Ese espíritu de ver nuevas tierras, el impulso evangelizador de los frailes franciscanos y, cómo no, el afán de enriquecimiento, fueron los que empujaron a los españoles a buscar nuevos horizontes al norte del Río Grande, abandonando la seguridad que ofrecía Nueva España, como antes sucediera con Cuba. La mitología volvía a jugar un papel importante en este proceso, animando empresas como la de la Florida, en busca de la Fuente de la Eterna Juventud o las míticas Siete Ciudades de Cibola, conocidas primeramente como las Siete Cavernas, y que los indios situaban siempre imprecisamente hacia el nordeste. Buscando precisamente esas siete inmensas urbes, techadas de oro, con puertas de turquesas, que guarnecían las amazonas, partió la expedición al mando del capitán general salmantino Francisco Vázquez Coronado.

Este proceso de expansión sólo tocaría a su fin en el siglo XVIII, con el impulso propiciado por uno de los mejores monarcas que ha tenido España, Carlos III, y que llevaría las fronteras de nuestro país en América hasta muy al norte de los actuales Estados Unidos.

Nobles vascos

Pero volvamos al protagonista de este artículo. La familia de Juan de Oñate era originaria de la población guipuzcoana del mismo nombre -hasta hace pocos años todavía se conservaba la casa natal de estos emprendedores vascos- perteneciente al partido judicial de Vergara, si bien, el descubridor de Nuevo México era ya propiamente americano, pues había nacido en la población mexicana de Minas de Pánuco (1.555). El padre de este ilustre criollo, Cristobal de Oñate -éste sí, natural de Oñate- se había distinguido ya como conquistador y poblador. El virrey de Nueva España, Mendoza, le encargó la explotación de las riquísimas minas de plata de Zacatecas. Además, cruzó con sus expediciones la sierra Madre Oriental y abrió los caminos del norte a la expansión de la Nueva España. Posteriormente, fundó en Nueva Galicia la ciudad de Guadalajara, siendo lugarteniente de Nuño de Guzmán, a quien sucedería en el gobierno de aquel territorio. El gobernador defendió Guadalajara contra una gran rebelión india, con la ayuda de Pedro de Alvarado, el legendario capitán de Hernán Cortés en la conquista de México. Luego, Alvarado y Oñate se fueron, con una hueste reducida, contra el pueblo rebelde de Nochistlán, defendido por 10.000 guerreros. Cuando la tropa española avanzaba, Pedro de Alvarado encuentra la muerte al embestirle el escribano Baltasar de Montoya con su montura, mientras huía del enemigo. Los hombres de Alvarado se vuelven a Guadalajara, pero Oñate consigue sofocar la rebelión con el auxilio del virrey. En aquella expedición de socorro a Guadalajara iba un soldado vasco que pronto se ganaría una bien merecida fama en el Pacífico: Andrés de Urdaneta.

De estas líneas, forzosamente breves, se desprende que Juan de Oñate había tenido un excelente ejemplo para el servicio de las armas en su valeroso progenitor.

Si en la primera mitad del siglo XVI, bajo el emperador Carlos V, la penetración española en Norteamérica se llevó a cabo a impulsos de la mitología, como apuntábamos arriba, en la segunda mitad y ahora, bajo la monarquía más realista de Felipe II, la expansión se emprendió con criterios más prácticos y fecundos, también en sus resultados.

En primer lugar, hay que destacar la fundación de Nueva Vizcaya, a cargo del joven Francisco de Ibarra, procedente de una noble familia -en aquella época todos los vascos lo eran- del Duranguesado. La riqueza de esta provincia, sobre todo por la explotación de la plata, unida a la de Nueva Galicia, alentaban el avance hacia el norte. La prosperidad de las minas de Zacatecas y de San Luis de Potosí favoreció la expansión de la Nueva España hacia el nordeste, por la provincia de Nuevo León, cuya capital, Monterrey, fue fundada en 1596. Con ello quedaba nuevamente abierto el camino de Nuevo México, el gran territorio casi abandonado por los españoles tras el fracaso del descubrimiento de las Siete Ciudades de Cibola.

El camino lo reabrieron los misioneros, quienes a mediados de 1581 organizaron una expedición a Tíguez, la base de Coronado. Sin embargo, los indios de Puruay les mataron, después de que despidieron confiadamente a la escolta. En 1582, los franciscanos organizan una nueva entrada, costeada por el rico mercader cordobés de Nueva España, Antonio Espejo, convertido en capitán y que buscaba la "laguna de oro" en el territorio de las Siete Ciudades de Cibola, mito que se resistía a desaparecer. A Espejo le acompañó la suerte y descubrió unas riquísimas minas de plata, cerca de la actual ciudad de Prescott, en el estado de Arizona.

Entre tanto, la Corona daba instrucciones precisas urgiendo al virrey de Nueva España a penetrar de forma estable en Norteamérica, para impedir la llegada de fuerzas francesas e inglesas.

Partida

Es el momento de Juan de Oñate. Este emprende la marcha, en la primavera de 1598, con 400 personas -incluidos 129 soldados, acompañados muchos por sus familias y sirvientes- y frailes franciscanos, 84 carretas y rebaños de ganado. Esta importante hueste apuntaba claramente los objetivos de la expedición: no sólo conquista, sino colonización y, como sucedía siempre en estos casos, también evangelización de los indígenas.

Oñate entró en el territorio de los indios pueblos; fundó San Juan, cerca de las falsas Siete Ciudades, y buscó inútilmente el paso de Anián, que se decía había descubierto el pirata inglés Francis Drake. Recorrió los actuales estados de Missouri, Nebraska e Iowa, ya en 1601, y descendió por el Colorado hasta su desembocadura en el golfo de California. Fundó la segunda ciudad de Norteamérica, San Gabriel de los Españoles, y el primer emplazamiento de Santa Fe, la capital de la nueva provincia que se llamó ya oficialmente Nuevo México. La ciudad quedó definitivamente establecida donde hoy está en 1609, en un entorno que recuerda, tanto por su clima como por su perfil, a Granada.

En San Gabriel, Juan de Oñate reunió una asamblea general de jefes indios y celebró la primera representación teatral -una fiesta de moros y cristianos- que se ofrecía en el actual territorio de los Estados Unidos. Algunos señalan, en cambio, que la primera obra teatral, escrita por el capitán español Farfán, de la expedición de Oñate, tuvo lugar el 30 de abril, en San Elizario, pequeño pueblo situado a dieciséis millas de El Paso. La obra representaba la dura travesía del desierto.

Pero los españoles, pioneros en tantos acontecimientos de la Historia de Estados Unidos, lo habrían sido también de uno de los hitos sacrosantos para los estadounidenses, nada menos que el conocido Día de Acción de Gracias. La Historia oficial norteamericana nos dice que los pioneros del Mayflower celebraron ese Día, en 1.620, para agradecer haber desembarcado sanos y salvos en Plymouth, en la costa Este (Massachusets), tras atravesar el Oceáno Atlántico. La conmemoración fue establecida nada menos que por el presidente Abraham Lincoln. Ese acontecimiento se ha consagrado como la fundación de la primera potencia mundial. Sin embargo, como ya venimos contando, los españoles llevaban para entonces bastantes años descubriendo y colonizando todo el sur de los Estados Unidos, desde Florida a California e, incluso, penetrando hasta el corazón de aquel país, en regiones que sólo muchas décadas después, empezarían a saber de la existencia de los anglosajones.

En concreto, el primer acto de agradecimiento lo celebró, entre el 20 y el 22 de abril de 1.598, la expedición al mando de Juan de Oñate, nada más cruzar el Río Grande, por haber logrado sobrevivir a la durísima travesía por el desierto mexicano de Samalyuca. Más que la discusión sobre a quién corresponde el mérito en la fundación de los Estados Unidos, que a la luz de estas líneas resulta evidente, lo más importante es que los norteamericanos conozcan las importantes raíces españolas de su Historia, que ninguna ley de "English Only" puede borrar.

Por otro lado, el conquistador criollo tuvo que vencer también una durísima resistencia india en el peñón de Acoma, donde luego sería aniquilado el destacamento de su lugarteniente Zaldívar, excepto cuatro españoles que con el alguacil Tabaro, salvaron un salto de cincuenta metros desde lo alto de la roca enemiga.

Tras la conquista y colonización de Juan de Oñate, los españoles ya no se marcharían de Nuevo México. Utilizando a Santa Fe como base de operaciones, 2.000 de esos españoles se establecieron en las zonas más fértiles, explotaron las minas y ampararon a los frailes franciscanos que sembraban la fe en las 50 iglesias del territorio, junto a las que alzaron y regentaron las primeras escuelas.

Aún hoy y en lo alto del peñón del Morro, que sirvió de refugio a Oñate en sus expediciones entre Acoma y Zuñi, puede contemplarse, entre otras muchas firmas del siglo XVI, una inscripción que dice así: "Pasó por aquí el adelantado don Juan de Oñate, del descubrimiento de la mar del Sur (es decir, al regresar de su descenso del Colorado) a 16 de abril de 1605".

Camino Real

Juan de Oñate murió en 1.625, pasando a la Historia como el colonizador de Nuevo México. Pero con ser importantísima su labor de descubrimiento y poblamiento de aquellos territorios, sin duda, lo que más admiración causa desde la perspectiva actual, fue la apertura del Camino Real de Tierra Adentro -llamado así para distinguirlo del Camino Real costero, que unía a San Diego con San Francisco- ruta durísima, incluso hoy en día, aún lo era más con los medios de la época.

Durante los años de la colonia, Nuevo México estuvo ligado al exterior por un único camino que descendía a través del valle del Río Grande desde Santa Fe y se adentraba por las provincias del antiguo virreinato de Nueva España hasta la Ciudad de México. En total, 3.000 kilómetros de la que se considera como la más antigua y dura de las carreteras de Estados Unidos. El Camino aprovechó algunos antiguos senderos indígenas, pero fue la expedición de Juan de Oñate la que definió su trazado definitivo. El Camino Real crecería en intensidad y variedad de tráfico, durante los tres siglos que duró la presencia española en aquellas tierras. Por el Camino penetraron la rueda -en sus tres modalidades de carreta, con dos ejes, carro, de cuatro, y la carroza para pasajeros- el trigo y los frutales, la técnica del regadío y de la mina e, incluso, lo que se considera más típicamente norteamericano, las vacas y los caballos.

Prueba de la dureza del viaje es que se empleaban seis meses para ir desde Ciudad de México hasta Santa Fe. La hostilidad de los indios y del terreno -con desiertos, cañones, montañas y desfiladeros- eran los responsables. La Jornada del Muerto es un paraje difícil de olvidar. Era el punto negro de la caravana y donde más viajeros se perdieron en el desierto sin dejar rastro. Al cabo de un centenar de kilómetros de desierto se llega a Socorro, la villa india que acogió a los exhaustos expedicionarios de Juan de Oñate en 1.598, en su camino a la fundación de Nuevo México y las primeras ciudades españolas del Río Grande al norte de Santa Fe. El último tramo, desde Chihuahua hasta Santa Fe, que se realizaba en primavera, resultaba especialmente devastador.

Riguroso control

Hasta 1.821, año en que se inauguró para los colonos anglosajones, la Ruta de Santa Fe, que partía desde Independence (Missouri), la única manera de conectar Nuevo México con la civilización era a través del Camino Real de Tierra Adentro. Las caravanas emprendían el camino hacia el sur una vez al año, en septiembre, tras reunirse en la Joya de Sevilleta. El gobernador pasaba una rigurosa revista, antes de dar la señal de partida, ya que sólo los carros que estaban perfectamente pertrechados y en condiciones podían afrontar con garantía de éxito el duro y peligroso viaje.

Cada carro debía llevar veinte mulas (dos equipos de ocho más cuatro cabalgaduras de repuesto, para suplir a las que se iban quedando por el camino). También debían transportar cada uno treinta kilos de grasa lubricante, dos ejes de repuesto y numerosas piezas de reserva, elementos imprescindibles para sobrevivir en aquel entorno hostil y bajo la continua amenaza de los indios de las praderas.

Al principio de la colonización de la provincia de Nuevo México, las caravanas llegaban desde el sur cada tres o cuatro años. Transportaban fundamentalmente el reavituallamiento de colonos y misioneros.

Hacia mediados del siglo XVII, las ciudades españolas ya estaban definitivamente consolidadas, convirtiéndose el Camino en una ruta comercial estable. Pero en 1.680, vió cómo se retiraban todos los colonos hasta el Paso del Norte (El Paso, Texas), tras ser expulsados por la mayor revuelta india de la Historia de América. La tenacidad de los españoles, sin embargo, les llevó, doce años más tarde, el camino de regreso para la definitiva reconquista. El jefe de aquella expedición dejó constancia del hecho histórico en una gran roca del Monumento Nacional de El Morro, donde aún hoy se puede leer: "Por aquí pasó el general Don Diego de Vargas, que conquistó para nuestra Santa Fe y para la Corona Real todo el territorio de Nuevo México a sus propias expensas en el año de 1.692".

Los lugares del Camino van recogiendo los distintos avatares que en él tuvieron lugar. Así, el Paraje de Robledo recuerda la muerte de uno de los pioneros que acompañaron a Juan de Oñate, en la expedición de 1.598. La Sierra de Fray Cristobal rinde homenaje a quien murió en 1.599, al dirigirse hacia el sur en busca de refuerzos. Algunos juran, incluso, que la sonrisa del fraile se puede ver algunos atardeceres dibujada en las montañas. Otros topónimos hacen referencia a algunos de los colonos, como Luis López, Los Lunas, Doña Ana (la primera persona que conoció la retirada de los españoles de Nuevo México en 1.680), Tomé... o a sus antecesores indígenas, como es el caso de El Bosque del Apache.

El Ojo del Perrillo recuerda un suceso notorio: cómo un perro de una caravana, a punto de morir de sed, descubrió un manantial. Algunos topónimos tienen su origen en la fauna local, como Las Nutrias, o en usos prácticos, tal es el caso de la Mesa del Contadero, un cañón tan estrecho que obligaba a las ovejas a pasar de una en una, permitiendo contar el rebaño.

Desde Ciudad de México, el Camino Real de Tierra Adentro atravesaba Zacatecas, Durango, Chihuahua y Ciudad Juárez. Una vez en territorio estadounidense, los nombres españoles se suceden: El Paso (como su nombre indica, era el paso del Río del Norte y la puerta de entrada a Nuevo México), La Salinera, Paraje de los Bracitos, San Miguel, Las Cruces, Doña Ana, Paraje de Robledo, Paraje de San Diego, Alemán, Paraje de Fray Cristobal, Mesa del Contadero, San Antonio, Socorro (hace referencia a la hospitalidad que los indios piro brindaron a Oñate y sus hombres), Lemitar, Acomilla (lugar preferido por los apaches para atacar las caravanas españolas desde los picos de la zona), Bernardo, Valencia (la localidad debe su nombre a una hacienda fundada en el siglo XVII), Las Barrancas, Belén, Tomé (la colina que preside el paraje convirtió a Tomé en un hito en el camino), Casa Colorado, Los Lunas, Peralta, Isleta (los españoles llamaron así al pueblo indio rodeado por los brazos del río), Pajarito (esta comunidad agrícola y ganadera se estableció en el siglo XVII), Atrisco, Alburquerque, Bernalillo, La Angostura (los españoles fortificaron un estrecho paso para dominar el área), Sandía, San Felipe, Santo Domingo, La Bajada (un muro natural de origen volcánico que hacía las veces de barrera para los viajeros), La Ciénaga, Rancho de las Golondrinas, Agua Fría, Santa Fe y, finalmente, Taos. Hasta esta última población llegaba el camino, que iba bordeando el Río Grande y uniendo pueblos indios con asentamientos españoles.

Feria

Precisamente en Taos y antes de la partida de las caravanas, se celebraba una feria, a donde los indios de las praderas (comanches, navajos, kiowas, utes y apaches) traían sus pieles de bisonte y ciervo para el trueque o "cambalache" con los colonos españoles. La "Paz de Dios" duraba todo el mes y el mismo gobernador de la provincia acudía desde Santa Fe, para presidir la feria y mantener el orden. Los indios vendían incluso cautivos, especialmente mujeres y niños blancos, en proporción a veces tan alta que a la feria se la conocía también como "el Rescate". Aquella feria venía a representar todo el significado del Camino Real, una perfecta amalgama de las tradiciones de los pueblos indios y la civilización española, armonía que se destruiría tras la invasión anglosajona y su tratamiento racista de los indígenas. El sistemático exterminio que emprendió la nueva potencia que empezaba a despuntar al norte del Río Grande contra los indios, no tuvo parangón en los dominios de España en América. No olvidemos, que la Corona española protegió a los indios desde el principio del Descubrimiento, con las famosas Leyes de Indias, que contemplaba a aquellos como a súbditos suyos. Los desgraciados excesos de algunos -magnificados por el iluminado fray Bartolomé de Las Casas y la Leyenda Negra- no empañan la encomiable labor de misioneros y tantos hombres que se mezclaron, sin mayores prejuicios raciales tan propios de los anglosajones, con la población nativa.

Gracias al sacrificio de esforzados soldados, misioneros, funcionarios, colonos y tantos hombres, se abrió la ruta de la civilización al suroeste norteamericano, a través del comercio más variado y del trasiego de gentes de toda condición y cultura. El Camino fue la puerta de entrada para la rueda, el regadío, la minería y los primeros caballos, sobre todo estos últimos, cambiarían para siempre la forma de vida de los indios de las praderas, hasta que fueron a dar, mucho tiempo después, con los anglosajones. Desde Nuevo México, el caballo se iría extendiendo hasta alcanzar, a mediados del siglo XVIII, el último confín de Estados Unidos.

El ferrocarril llegó el 16 de febrero de 1880 a Santa Fe, cuando hacía décadas que los españoles se habían visto forzados a abandonar el territorio por el proceso emancipador americano. La llegada del camino de hierro anunciaba el fin del viejo Camino Real de Tierra Adentro, que fue cayendo en desuso y perdiéndose en la memoria.


Recuperar la Historia

Es conocida la uniformidad de la cultura estadounidense, que hace tabla rasa de todo (el llamado melting pot), así como el desconocimiento de su propia Historia y muy especialmente de sus orígenes hispanos, como apuntábamos más arriba. Sin embargo, es justo reconocer algunas iniciativas que se vienen tomando en aquel país en los últimos años, para subsanar ese olvido. Una de ellas es la inauguración en El Paso, precisamente con motivo del centenario de la expedición de Juan de Oñate, de la mayor estatua ecuestre de los Estados Unidos, recordando la figura del descubridor español. Asímismo, Estados Unidos y México emitieron hace años conjuntamente dos sellos, uno con la efigie del conquistador y el otro, reproduciendo un mapa del Camino Real, base de la autopista que une actualmente ambas naciones americanas. El Estado de Nuevo México propuso al Congreso, en 1996, declarar el Camino Real de Chihuahua a Santa Fe como el primer itinerario internacional de los Estados Unidos.

Además, el 1 de noviembre de 1997, se inauguró en el Cerro de Tomé (a cuarenta kilómetros de Alburquerque), la "Puerta del Sol", bautizada así como homenaje a la de Madrid. El lugar en el que se levanta está próximo a un calvario, que atrae a peregrinos de toda la región el día de Viernes Santo. El monumento consiste en un gran arco de acero con formas de carreta, atravesado por un centenar de figuras humanas (realizadas en lámina de acero y a tamaño natural), que representan las distintas culturas presentes en el Camino Real: indios, conquistadores, misioneros, rancheros, pastores trashumantes e, incluso, las cofradías de Penitentes que asumieron en Nuevo México las tareas religiosas cuando faltaron los misioneros. El conjunto monumental, de cincuenta toneladas de acero y obra del escultor de origen español Armando Alvarez, contó con el apoyo del Estado de Nuevo México y del Gobierno de México. Visto desde la distancia, el conjunto de figuras crea una ilusión de movimiento, perfectamente armoniosa con el propio espíritu del Camino Real de Tierra Adentro.

Museo

Pero sin duda, el proyecto más interesante es la creación del Museo del Camino Real de Tierra Adentro, emplazado en Socorro, a poca distancia de Fort Craig, un puesto norteamericano del siglo XIX, que forma parte de la red "Boots and Saddle" ("Botas y silla de montar") y que recoge la Historia de la conquista del Oeste en su segunda versión, la anglosajona. A relativamente poca distancia, cincuenta kilómetros al oeste y en medio de las arenas de la Jornada del Muerto, está Trinity Site, donde se registó la primera explosión nuclear, el 16 de julio de 1945.

El Camino Real constituye, junto con la Ruta de Santa Fe y la Ruta de Oregón, una de las grandes arterias de la conquista del Oeste, de la que los norteamericanos sólo conocen la última parte, desde que arrancaron ignominiosamente esos territorios a los mexicanos, en 1.846.

De ahí la importancia de este Museo, que ha contado con la colaboración del Archivo de Indias, el Museo de Artes Populares y la Universidad de Sevilla, el Legado Andalusí en Granada, la Casa y el Museo de América de Madrid, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas...

El emplazamiento del Museo está en un punto solitario del camino, sin ninguna construcción moderna a la vista. Se llega por la autopista, pero a medida que se aproximan los visitantes, se imponen límites de velocidad, cruzando ambientes de los siglos XIX, XVIII... haciendo olvidar al viajero las prisas e introduciéndole de lleno en el siglo XVI. En estilo colonial, un gran ventanal permite divisar el Camino. El centro incorpora la moderna tecnología, de forma discreta para no distraer al visitante, que puede cargar las carretas, uncir las mulas, recorrer parte del Camino y vadear el Río Grande. Caminar por los secarrales y cortados es la única forma de entender porqué las caravanas sólo podían avanzar veinte kilómetros diarios, ya que además, en esa tierra, los arroyos no cavan cauces, sino barrancos de paredes verticales.

Además de las experiencias prácticas, el Museo muestra numerosos objetos, desde cuadros, hasta botellas de vino, cultivo introducido por los españoles. También hay instrumentos musicales y grabaciones, que dejan claro el origen andaluz y morisco de los alabados y otros cantos populares, que aún se escuchan en estas tierras. Joyas, vestidos, espuelas, herraduras, mapas, mercancías se van exhibiendo en círculos concéntricos -en las áreas de arte, comercio, transporte...- desde el siglo XVI hasta el XX.

Tradición

Parte de esa cultura hispana, recogida someramente en el Museo del Camino Real de Tierra Adentro, a la que tanto deben aún sin saberlo los Estados Unidos, se mantiene casi milagrosamente en Truchas, el pueblo más alto de Nuevo México, encaramado en las Montañas de Sangre de Cristo. Truchas es una merced comunal, que no municipio americano, concedida por el gobernador de Nuevo México en nombre del rey Fernando VI a Juan de Dios Romero y otros once colonos españoles, el 24 de abril de 1.754. Truchas, que actualmente acoge a 317 familias, ha resistido desde entonces los ataques de los comanches y ha sobrevivido a la independencia de México y a la anexión al gigante del norte. Las casas se construyeron muro contra muro, con una plaza central, siguiendo el modelo que durante siglos se había utilizado para defenderse de los moros, y que ahora tenía su utilidad contra comanches y apaches, las tribus nómadas de la gran pradera que atacaban a los nuevos colonos y a las tribus indias agrarias, aliadas de los españoles.

En 1.772 y ante lo insostenible de la situación, los colonos de Truchas piden al gobernador Fermín de Mendinueta una guarnición militar, guías indios para vigilar las montañas, nuevos suministros de armas y exención de llamamiento a campañas militares, para no dejar desprotegido el lugar. El gobernador denegó las peticiones, pero en cambio, les ordenó construir torreones en las esquinas de la plaza. Los colonos utilizaron desde entonces las torres de su propia iglesia como atalaya, baluarte y prisión, desconfiando en el futuro de los gobiernos del Virreinato de Nueva España, del de México (tras la independencia, en 1.821) y, luego, del de los Estados Unidos, tras la guerra de 1.846.

De las torres de la iglesia sólo se conserva una, después de un incidente, en 1.774, que costó la vida a 19 comanches. En 1.779, los españoles lograron terminar con Cuerno Verde y su ejército y, a partir de entonces, los comanches se convirtieron en aliados frente a los apaches.

De las 285 mercedes que existían en Nuevo México, sólo quedan 38, que tienen que sufrir la incomprensión de los americanos, que ven en estas entidades una especie de comunas comunistas. No entienden la propiedad comunal, ni el voto por familia. Entre sus problemas, no son los menos importantes los grupos ecologistas, muy preocupados por el medio ambiente, pero poco por las condiciones de vida de estas gentes, que tradicionalmente son los primeros conservadores de su entorno. Así, el recorte en el suministro de agua o la prohibición de recogida de leña son algunos ejemplos de esos problemas.

Los mercedeños de Truchas no tienen acento mexicano, aunque utilizan algunas palabras nahuatl para designar animales y plantas. A este lugar llegaron cristianos y judíos clandestinos, cuyos descendientes aún encienden las velas (el candelabro de siete brazos) en casa, aunque desconozcan su significado.

Bueno es que, ante el esfuerzo por preservar su cultura de estas gentes, así como las iniciativas de los norteamericanos por reencontrar sus raíces hispanas, los propios españoles conozcamos esta importante parte de nuestro pasado, al otro lado del Atlántico, sin la que difícilmente cabe entender nuestra Historia en el solar patrio.

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Jesús Caraballo

Bibliografía

"La Gran Historia de América". Ricardo de la Cierva. Epoca.

"Los descubridores del siglo XVI". Carlos F. Lummis. Ediciones Grech

"Historias extremas de América". Rafael Domínguez Molinos. Editorial Plaza & Janés.

"Guía Joven USA". Salimos Editora.


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