Temido en el mano a mano y en el pluma a pluma; silenciado por la historiografía de izquierda; mirado con desdén por los cultores de la parafernalia universitaria, Gonzalo Vial le hizo a Chile un gran bien.
Habló y escribió en dimensiones que excedían siempre lo esperado, lo posible, lo que sugería la falsa prudencia de los pusilánimes.
Tenía, para proceder así, la dosis exacta de humanidad, conformada por una mirada rural y un lenguaje urbano. Conocía los ritmos de la naturaleza, su origen en Dios y, al mismo tiempo, entendía a la perfección las demandas trepidantes del mundo citadino. Justamente por eso, criticaba todas esas peticiones estridentes (más Estado, más condón, menos historia, menos religión), mostrándole a la ciudad cuán alocadas podían ser muchas de las ocurrencias de los planificadores de la izquierda. Invitado a un debate con un joven historiador iconoclasta, se negó respondiendo con gracia: “No, ustedes no nos convocan para conocer la verdad; ustedes quieren ver la lucha y la sangre de dos gladiadores; yo para eso no me presto”.
En otra ocasión reciente, abrió una notable relección con la sentencia exacta: “Voy a hablarles del matrimonio; para un historiador es muy fácil estudiarlo ahora en Chile, porque sabemos cuándo comenzó: con la llegada de los españoles; y sabemos cuándo terminó: con la nueva Ley de Matrimonio Civil”.
Por esa humanidad tan lograda, no fue nunca hombre de ideologías ni estridencias. Lo suyo era el sentido común, pero contra viento y marea.
Sirvió donde había que servir (en el gobierno del Presidente Pinochet), criticó a quien debía criticar (a ese gobierno y a todos los de la Concertación) y, a diferencia de tantos tibios o indiferentes, no edificó su posición en el lugar ninguno, sino, por el contrario, la construyó en misteriosa sintonía con el Chile ideal.
Gonzalo Vial mostraba el Chile de los sueños y, al hacerlo, lo seguían jóvenes de 15, maduros profesionales de 40 y jubilados que habían compartido sus mismas luchas.
Y, además, casi todo lo hacía con ironía. Esa condición que las izquierdas usan con odio y que las derechas sólo utilizan en lo banal, Vial la llevaba a sus clases en la voz sutil, en la mirada amable y algo desconfiada, en la contestación certera y descolocante. Tenía claro que en docencia y en periodismo, en historia y en política, en el derecho y en la gestión educacional, la vía media —que en eso consiste la ironía— es instrumento indispensable para no atribuir solemnidades a lo liviano, ni banalizar lo que es fundamental. La suya era una ironía para hacer pensar, cosa que ni los progresistas aceptan, ni los recalcitrantes practican.
Pero, junto con hablar, escribir y callar, don Gonzalo dedicó tiempo, dinero, inteligencia y contactos, a uno de los proyectos educativos más certeros y completos de los últimos 50 años. Cuántos próceres de la retórica pedagógica quisieran poder exhibir siquiera una parte mínima de los resultados que don Gonzalo y la señora María Luisa han obtenido en sus colegios.
Poco tiempo atrás escribía: “Es triste pensar que, probablemente, mi período de fecundidad como historiador ha concluido. Pero habiendo durado 60 años, no puedo extrañarme del hecho. Y hay una cierta satisfacción en saber que, ya no muy tarde, conoceré definitivamente la verdad del pasado histórico —al interior de la otra Verdad, la inimaginablemente dulce y total—, que es el único objeto y acicate de la profesión que elegí”.
Ese momento ya llegó.
Gonzalo Vial Correa: combatió el buen combate. ·- ·-· -······-·
Gonzalo Rojas
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