¿Qué pasaría si dos personas se pusieran de acuerdo para desconocer la existencia de su común acreedor y así liberarse de sus deudas? Cualquiera en su sano juicio diría al menos que están locos, no sólo por la injusticia de una decisión semejante, sino sobre todo, porque un simple acuerdo no tiene potestad para desconocer o manipular de este modo la realidad.
Yendo un poco más lejos, los impugnadores de un acuerdo semejante agregarían que es precisamente la previa existencia de sujetos capaces, lo que permite llegar a contratar, razón por la cual un acto jurídico como éste posee límites evidentes que por lo mismo, acotan su competencia.
Pues bien, esto, que aparece tan claro en el ámbito contractual, no parece despertar una condena tan evidente cuando se traslada al ámbito público, o si se prefiere, cuando se habla de la voluntad popular, como en un plebiscito, o de acuerdos o mayorías de un parlamento.
En efecto, hoy por hoy, mediante consensos o mayorías, quienes participan en los mismos se sienten con autoridad para desconocer la existencia de terceros, que muchas veces les resultan molestos, con lo cual, de paso, quedarían excusados del respeto que ellos merecen. Es precisamente lo que ocurre cuando se aprueba el aborto o el uso de la píldora del día después en cualquier país: sencillamente, se “acuerda” que por las razones que se estiman convenientes en ese momento –y que por lo mismo, pueden cambiarse cuando se quiera– se quita la calidad de persona a ciertos seres humanos en virtud de no cumplir con un requisito considerado “fundamental” para serlo o, incluso, en un demiúrgico arranque de omnipotencia, se “decide” que los afectados no son seres humanos.
Esto es así aunque no se diga expresamente: del momento en que se decide que uno de estos seres puede ser eliminado impunemente, es porque ya no se lo considera uno de los nuestros, sino una “cosa”, un objeto.
Pero lo anterior es un retorno a la barbarie. Precisamente, uno de los pilares del sistema democrático y un límite a las mayorías para que éstas no se vuelvan totalitarias (y lo mismo puede aplicarse a los consensos), es el respeto de las minorías.
Mas ¿qué ocurriría si la mayoría triunfante decidiera no sólo apropiarse de derechos de la minoría, sino incluso desconocer su existencia? De hecho, es lo que está ocurriendo hoy: sencillamente, por decisión democrática, muchas sociedades se deshacen de los que molestan, con la agravante, además, de que estos infortunados no pueden defenderse.
Se insiste que una voluntad es sólo eso: un parecer, una mera decisión, que por lo mismo, no puede crear o destruir la realidad a su gusto. No importa si es la voluntad de sujetos privados manifestada en un contrato, de un parlamento o de un pueblo.
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Max Silva Abbott
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