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Una propagación paradójica

por Max Silva Abbott

Actualmente se está dando una situación asombrosa y contradictoria: que mientras gracias a los portentosos avances de la medicina, muchas de las enfermedades que otrora habían diezmado a la humanidad retroceden hoy en todo el mundo, las de transmisión sexual (sida, gonorrea, clamidia, herpes, etc.), no sólo no han disminuido, sino que paradojalmente, se expanden sin cesar, como un reguero de pólvora

El sida (y lo mismo puede señalarse, en general, de las demás patologías de transmisión sexual) es una enfermedad no de difícil, sino de dificilísimo contagio. Dificilísimo, se insiste, en relación con una enfermedad normal, que se propaga por vía aérea o simple contacto físico, por ejemplo.

Semejante pandemia fatal no debe su descontrol a una ausencia de interés, ni mucho menos a falta de fondos. En realidad, el problema está dado por una estrategia equivocada a su respecto.

En efecto, como se sabe, la postura oficial ha puesto todas o casi todas sus esperanzas en el preservativo, viendo en él la máxima garantía para el llamado “sexo seguro”. Sin embargo, serios y desinteresados estudios han señalado desde hace más de una década, que las posibilidades de falla del profiláctico no son nada despreciables. De hecho, respecto de su finalidad principal, la anticoncepción, su rango de ineficacia alcanza al menos al 5%. Y si esto ocurre con los espermios, respecto del virus del sida, que es quinientas veces más pequeño que éstos, por lógica, su permeabilidad es necesariamente mucho mayor.

Pero parece que la seguridad infalible del preservativo es un dogma ante el cual está prohibido oponerse. Evidentemente, el problema de fondo no sólo apunta a su índice de fracaso, sino sobre todo, a que como los usuarios se creen “seguros” gracias a él, la actividad sexual aumenta y se hace más promiscua, con lo que las posibilidades de contagio crecen de manera exponencial. Muy distinta sería la actuación a este respecto si de verdad se supiera lo que venimos comentando.

En consecuencia, no es aventurado concluir que la población joven es la que más propaga el sida y las demás enfermedades de transmisión sexual, sin saberlo. Ahora bien, ¿quién los indemnizará, más aún, quién les devolverá la vida luego de este contagio fatal, incentivado en parte por habérseles asegurado que se trataba de un peligro ya superado? ¿Quién responde ante semejante tragedia?

Por eso, no es posible resolver este problema como hoy se está haciendo. No verlo es ir contra la evidencia más contundente, sin perjuicio que parece curioso que en este campo (como en muchos otros, por lo demás), se pretenda hacer coincidir lo correcto con lo más fácil, el deber con aquella actitud que exige menos esfuerzo.

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Max Silva Abbott



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