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La Damnatio memoriae fruto de la memoria histórica
por
Alberto Buela
La memoria histórica es un producto de la mentalidad y los gobiernos jacobinos, aquellos que gobiernan a favor de unos grupos y en contra de otros. Aquellos que utilizan los aparatos del Estado no en función de la concordia interior sino como ejercicio del resentimiento, esto es, del rencor retenido, dando a los amigos y quitando a los enemigos.
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Cuando
el historiador Ernst Nolte demostró allá por los años
ochenta del siglo pasado que la historia reciente de Alemania,
especialmente la de la segunda guerra mundial, se había
transformado en un pasado que no pasa, el mundo académico
y los voceros de la policía del pensamiento saltaron como
leche hervida. Es que Nolte puso en evidencia el mecanismo por el
cual la memoria histórica había reemplazado a la
historia como ciencia, con lo que quedó en evidencia la
incapacidad histórica de los famosos académicos y los
presupuestos ideológicos-políticos que guiaban sus
investigaciones.
Es
sabido que la memoria es siempre la memoria de un sujeto individual o
si se quiere de una persona, singular y concreta. La memoria no
existe más que como memoria de alguien. Su naturaleza estriba
en otorgarle al sujeto el principio de identidad. Yo soy yo y me
reconozco como tal a lo largo del tiempo de mi vida por la memoria
que tengo de mi mismo desde que existo hasta el presente. Si
existe o no una “memoria colectiva” esta es una cuestión
que no está resuelta. El gran historiador alemán
Reinhart Koselleck (1923-2006) sostuvo que no. Así, en su
última entrevista en Madrid, publicada póstumamente el
24/4/2007, afirma:
“
Y mi posición
personal en este tema es muy estricta en contra de la memoria
colectiva, puesto que estuve sometido a la memoria colectiva de la
época nazi durante doce años de mi vida. Me desagrada
cualquier memoria colectiva porque sé que la memoria real es
independiente de la llamada "memoria colectiva", y mi
posición al respecto es que mi memoria depende de mis
experiencias, y nada más. Y se diga lo que se diga, sé
cuáles son mis experiencias personales y no renuncio a ninguna
de ellas. Tengo derecho a mantener mi experiencia personal según
la he memorizado, y los acontecimientos que guardo en mi memoria
constituyen mi identidad personal. Lo de la "identidad
colectiva" vino de las famosas siete pes alemanas: los
profesores, los sacerdotes (en el inglés original de la
entrevista: priests), los políticos, los poetas, la prensa...,
en fin, personas que se supone que son los guardianes de la memoria
colectiva, que la pagan, que la producen, que la usan, muchas veces
con el objetivo de infundir seguridad o confianza en la gente... Para
mí todo eso no es más que ideología. Y en mi
caso concreto, no es fácil que me convenza ninguna experiencia
que no sea la mía propia. Yo contesto: "Si no les
importa, me quedo con mi posición personal e individual, en la
que confío". Así pues, la memoria colectiva es
siempre una ideología, que en el caso de Francia fue
suministrada por Durkheim y Halbwachs, quienes, en lugar de encabezar
una Iglesia nacional francesa, inventaron para la nación
republicana una memoria colectiva que, en torno a 1900, proporcionó
a la República francesa una forma de autoidentificación
adecuada en una Europa mayoritariamente monárquica, en la que
Francia constituía una excepción. De ese modo, en aquel
mundo de monarquías, la Francia republicana tenía su
propia identidad basada en la memoria colectiva. Pero todo esto no
dejaba de ser una invención académica, asunto de
profesores.”
En
concordancia con esto ya había reaccionado cuando el gobierno
alemán decidió erigir un símil de la estatua de
La
Piedad
en la Neue Wache para venerar a las víctimas de las guerras
producidas por Alemania. Koselleck levantó su voz crítica
para advertir que un monumento de connotación cristiana
resultaba una "aporía de la memoria" frente a los
millones de judíos caídos en ese trance. Pero también
en 1997, cuando el ayuntamiento de Berlín decidió
erigir un monumento para recordar el Holocausto judío, volvió
a la palestra para recordar que los alemanes habían matado por
igual a católicos, comunistas, soviéticos, gitanos y
gays. Nadie como él, entre los historiadores, hizo tanto para
desembarazar a la escritura y a las representaciones de la historia
del brete a que la someten los ideólogos de la “memoria
histórica”.
El
reemplazo de la historia como ciencia, como conocimiento por las
causas, con el manejo metodológico que exige el trabajo sobre
los testimonios y materiales del pasado, por parte de la memoria
histórica siempre parcial e interesada (la ideología es
un conjunto de ideas que enmascara los intereses de un grupo, clase o
sector) ha desembocado en la moderna damnatio memoriae o
condena de la memoria.
La
damnatio memoriae era una condena judicial que practicaba el
senado romano con los emperadores muertos por la cual se eliminaba
todo aquello que lo recordaba. Desde Augusto en el 27 a.C. hasta
Julio Nepote en el 480 d.C. fueron 34 los emperadores condenados. Se
llegaba incluso hasta la abolitio nominis, borrando su nombre
de todo documento e inscripción. Se buscaba la destrucción
de todo recuerdo. Se destruían sus bustos y estatuas. Suetonio
cuenta que los senadores lanzaban sobre el emperador muerto las
más ultrajantes y crueles invectivas. La intención
era borrar del pasado todo vestigio que recordara su presencia.
Las
damnationes se realizaban a partir del poder constituido y su
presupuesto ideológico era: de aquello que no se habla no
existe. Arturo Jauretche, ese gran pensador popular argentino en
su necrológica de nuestro maestro, José Luís
Torres, nos habla de la confabulación del silencio como
mejor mecanismo de los grupos de poder. Es una manifestación
de prepotencia del poder establecido, con lo que busca eliminar el
recuerdo del adversario, quedando así el poder actual como
único dueño del pasado colectivo.
No
es necesario ser un sutil pensador para comparar estas destrucciones
de la memoria y eliminaciones de todo recuerdo con lo que sucede con
nuestros gobiernos de hoy. En España una vez muerto Franco
comenzó una campaña de difamación contra su
persona y sus obras que llegó hasta cambiarle el nombre al
pueblo donde nació. En Argentina cuando cayó Perón
en 1955 se prohibió hasta su nombre (por dictador), reapareció
la vieja abolitio nominis. Hace poco tiempo el gobierno de
Kirchner hizo bajar el cuadro del ex presidente Videla (por
antidemócrata). Al General Roca que llevó la guerra
contra el indio le quieren voltear la estatua (por genocida). Se le
quitó el nombre del popular escritor Hugo Wast a un salón
de la biblioteca nacional (por antijudío). Y así suma y
sigue.
Cuando
la historia de un pueblo cae en manos de la memoria colectiva o de la
memoria histórica lo que se produce habitualmente es la
tergiversación de dicha historia, cuya consecuencia es la
perplejidad de ese pueblo, pues se conmueven los elementos que
conforman su identidad.
Es
que la memoria lleva, por su subjetividad, necesariamente a valorar
de manera interesada lo qué sucedió y cómo
sucedió. Así para seguir con los ejemplos puestos,
objetivamente considerados, Franco fue un gobernante austero y
eficaz, Perón no fue un dictador, Videla fue un liberal cruel,
Roca no fue un genocida y Wast fue un novelista católico.
Vemos que aquello que deja la memoria histórica es un relato
mentiroso que extraña al hombre del pueblo sobre sí
mismo.
La
memoria histórica es un producto de la mentalidad y los
gobiernos jacobinos, aquellos que gobiernan a favor de unos grupos y
en contra de otros. Aquellos que utilizan los aparatos del Estado no
en función de la concordia interior sino como ejercicio del
resentimiento, esto es, del rencor retenido, dando a los amigos y
quitando a los enemigos. La sana tolerancia de la visión y
versión del otro acerca de los acontecimientos históricos
es algo que la memoria histórica no puede soportar, la rechaza
de plano. La consecuencia lógica es la dammnatio memoriae,
la condena de la memoria del otro. ·- ·-· -······-·
Alberto Buela (*) arkegueta, eterno comenzante- Univ. Tecnológica Nacional
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