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Reivindicación del Sindicalismo Nacional
por
Ángel David Martín Rubio
Aunque parezca paradójico, va a ser un Gobierno socialista el que liquide los últimos restos del sistema de protección al trabajador y del Estado social construido con tanto esfuerzo. Quizá por eso también, liberales y socialistas coinciden en denigrar aquella época histórica. Será porque es la herencia que hay que liquidar para consolidar definitivamente el Estado cipayo que nos administra en nombre de sus amos.
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Dudo
que seamos más que unos cientos —si digo unos miles seguro que me paso de
largo— quienes pensamos que el sindicalismo ha de tener cierta participación en
la vida política y en la configuración del Estado. Somos pocos y de escasa
influencia.
Por eso no se entiende la pasión que ponen
algunos comentaristas al referirse a la vertiente sindicalista que adquirió el
Estado nacido el 18 de Julio para poner en cuestión al enteco sindicalismo de
la España constitucional.
Primero porque no hay ninguna relación entre
este último y el sindicalismo vertical, ni por sus protagonistas ni por la
función que ambos se atribuye, y, segundo, porque la valoración histórica de la
aportación nacionalsindicalista dista mucho de ser negativa. A no ser que se
juzgue todo con óptica liberal o socialista, que de todo hay, y en esto van de
la mano.
Cualquier comparación es odiosa
Salvo algunas actuaciones subversivas de
escaso relieve y en los últimos años, al sindicalismo de izquierda se le vio
poco en la llamada oposición al Régimen de Franco. Primero, por la propia
eficacia de la organización sindical estatal y, sobre todo, porque la propia
evolución social y económica de España dejaba cada vez más en la estacada
fórmulas y modelos propios de los años treinta.
Algunos nostálgicos parecen añorar los tiempos
en que unas organizaciones revolucionarias pretendían monopolizar la
representación obrera (en competencia sangrienta entre ellas mismas) al tiempo
que se enfrentaban directamente a las exigencias patronales sin apenas mediación
del Estado. La asociación sindical, así entendida, era instrumento de la lucha
de clases y no de participación, cooperación y desarrollo social.
Apenas se conocen en España ejemplos del
sindicalismo reformista que trataba de procurar el cambio por vía legislativa y
pacífica (cuyo prototipo es el laborismo inglés). De hecho fueron
políticos conservadores como Eduardo Dato o Miguel Primo de Rivera los primeros
en introducir tímidas correcciones al sarcástico despotismo de la libre
competencia, del libre mercado o del libre acuerdo entre patronos
y obreros para fijar las condiciones de trabajo. Más tarde, la propia dinámica
que desembocó en la Guerra Civil y el posterior progreso económico propio de un
mundo social interdependiente determinaron un cambio radical de escenario
favorecido por la experiencia de los regímenes comunistas, con su dictadura
opresiva de todos los ciudadanos y, en especial del trabajador que decían
defender.
A partir de entonces (y a este modelo va a
responder, el sindicalismo vertical español) «El Sindicato se convierte
progresivamente en una institución social, que ya no se interesa por la defensa
de intereses inmediatos (aunque ésta sea siempre una de sus funciones
importantes), sino que se interesa por la educación profesional y técnica, por
la racionalización y productividad del trabajo, por la política económica
general, etc. Colabora con el Estado, a la vez que reclama la asistencia y
protección de éste. Controla bienes importantes y los administra
cuidadosamente. Es hoy, en definitiva un poderoso instrumento de ordenación
social» (esto escribía Manuel Fraga en 1961, Estructura política de
España, Doncel, Madrid, p.166).
La quiebra de este modelo —llevada a cabo por
la oligarquía política a partir de 1975— es el que da paso a la situación
actual. Por lo tanto, para entender el papel atribuido a los sindicatos en la
muy democrática España de hoy no parece lógico remontarse al régimen saliente
sino al proceso denominado, con notable inexactitud, la Transición.
El coste económico y social del “cambio”
político
Es por estos años cuando, en primer lugar, no
se hicieron los ajustes que la crisis de 1973 demandaba porque ello comportaba
costes sociales a corto plazo que no se deseaban como escenario del cambio
político. En realidad, se puede decir que se sacrificó la economía y la empresa
a la política que ya protagonizaban los partidos y a la paz social que, por
otra parte, se esforzaban en hacer imposible los nacientes sindicatos. El
crecimiento del déficit público, del paro, de la inflación serán el escenario
económico de la Transición al tiempo que los sindicatos —longa manus de
la todavía indigente izquierda política— ponen en práctica su táctica de
derribo y acoso.
Como explicó, en su momento, Luis Olarra «Aquí
en España resultó que tanto los últimos gobiernos de Franco como el primero de
la monarquía se pasaron de la raya en la toma de la economía como colchón para
el cambio. Y después, los gobiernos de UCD, desde el que hizo la reforma
política hasta el que perdió las elecciones de 1982 frente al socialismo, el
colchón para el cambio lo convirtieron en cama redonda. El refocilamiento con
las izquierdas sindicales y con las no sindicales y el pacto de claudicación de
la mala conciencia con los portaestandartes de la revancha, acabaron por sentar
para las empresas españolas lo peor de las condiciones posibles» (“La
empresa”, en España diez años después de Franco (1975-1985), Planeta,
Barcelona, 1986, p.107).
Más escandaloso aún fue el sistema arbitrado
—y posteriormente perpetuado por la ley del estatuto de los trabajadores y la
ley orgánica de libertad sindical de 1985— para otorgar a la socialista UGT y a
los comunistas de CCOO el monopolio de la representatividad sindical. Mediante
ese sistema un porcentaje mínimo permitía establecer una frontera insuperable
entre estas organizaciones de izquierdas y el resto de los nacientes sindicatos
democráticos. El fraude se completó atribuyéndoles la exclusiva de la
representación institucional y favoreciendo a UGT y CCOO en el reparto de
bienes inmuebles y de generosas subvenciones.
Lo perverso del sistema echó en manos de los
sindicatos de izquierdas a la masa dejada a la intemperie por los partidos
políticos que han fagocitado el resto del espacio social. De esta manera, tanto
el PSOE, como la extinta UCD, como el PP han contribuido (en sus etapas de
control del poder político) a la ausencia de un sindicalismo de sólida base y
fuerte implantación favoreciendo la supervivencia de unos organismos
parasitarios de las leyes, los respectivos gobiernos y la patronal.
El déficit democrático del proceso orquestado
por la oligarquía política en 1978 es la verdadera raíz de la situación actual.
Así se explican fenómenos como la ausencia de conflictividad en situaciones de
crisis tan graves como la que atravesamos y escenificaciones como la huelga
general del 29 de septiembre, varios meses después de que se anunciaran las
medidas gubernamentales que, presuntamente, las provocan.
Las fuentes del sindicalismo vertical
Resulta simplista reducir la inspiración del
sistema sindical articulado en España a partir de la Guerra Civil a las
aportaciones del nacionalsindicalismo en cualquiera de sus formulaciones más o
menos radicales. Es cierto que la Falange se propuso desde sus inicios la
superación de la lucha de clases como instrumento al servicio de la subversión
política y propuso la participación en la vida económica, social y política a
través de la organización sindical. No es menos palmario que «la
preocupación falangista por las gentes menos favorecidas, por la función social
de la propiedad, por la redistribución de las rentas, por la dignificación del
trabajador, por la reforma agraria, por la superación de la lucha de clases y
por la humanización de la empresa era más auténtica e iba mucho más lejos que
cuanto hasta entonces habían ofrecido, entre nosotros, los católicos, los
conservadores y los liberales» (FERNÁNDEZ DE LA MORA, Gonzalo, «Estructura
conceptual del Nuevo Estado», Razón Española 56(1992)279).
Pero no es menos cierto que, como
recientemente ha recordado González Cuevas, la zona nacional se configuró a
partir del apoyo recibido por fuerzas políticas muy diversas: falangistas,
carlistas, monárquicos alfonsinos, cedistas, republicanos conservadores,
regionalistas moderados…, de una legitimación llevada a cabo por la jerarquía
católica y de una hegemonía impuesta por los militares a los políticos bajo el
arbitraje del Generalísimo Franco (Cfr.
GONZÁLEZ CUEVAS, Pedro Carlos, «Los grupos político-intelectuales en la era
de Franco», Razón Española 134(2005)301-323).
Por eso, por el largo transcurso del tiempo y
las cambiantes realidades, el Estado nacido del 18 de Julio —y no solo en el
sindicalismo— no será el resultado de una inspiración homogénea sino de un
proceso al que contribuyeron aportaciones muy diversas. Como muy bien ha
explicado Luis Mayor Martínez (Ideologías dominantes en el sindicato
vertical, Zero, Algorta, 1972) entre las fuentes de la organización
sindical española se contaban, sin duda, las JONS de Ramiro Ledesma y Onésimo
Redondo y la Falange de José Antonio, pero también el pensamiento
tradicionalista español y autores como Ortega y Maeztu. Todo ello sin desdeñar
los precedentes del sindicalismo marxista y del movimiento anarco-sindicalista
con el que había concomitancias evidentes al tiempo que grandes diferencias.
No olvidemos, por último, que la concepción
orgánica de la comunidad política que hace del sindicato o asociación
profesional instrumento de organización social había sido expuesta con todo
vigor por Pío XI en la Encíclica Quadragesimo Anno (1931): «Como,
siguiendo el impulso natural, los que están juntos en un lugar forman una
ciudad, así los que se ocupan de una misma arte o profesión, sea económica, sea
de otra especie, forman asociaciones o cuerpos, hasta el punto que muchos
consideran esas agrupaciones que gozan de su propio derecho, si no esenciales a
la sociedad, al menos connaturales con ella» (nº 36). Por cierto, que la
evolución posterior de la Doctrina Social de la Iglesia y el apoyo, todavía
hoy, de la llamada “Pastoral Obrera” a los sindicatos de izquierda han mandado
al baúl de los recuerdos las enseñanzas del papa Ratti.
Las realizaciones
No creo que recordar el trabajo de muchos de
los miles de españoles que trabajaron al servicio de la Organización Sindical
Española pueda emplearse para denigrar a alguno de sus descendientes.
Convendría releer el trabajo publicado por Ángel López de Fez en el que se deja
constancia de dónde procedían, qué eran, cómo eran, qué hicieron algunos de los
trabajadores de aquel sindicalismo (“La dimensión humana en la Organización
Sindical Española”, en El legado de Franco. II, FNFF, Madrid, 2000, pp.
163-216). Aquí se apunta a la “clave sindical” como una de las razones que
explican la transformación económica y social de España:
«esa gigantesca red humana extendida por
toda España estaba integrada por auténticos trabajadores elegidos en las
empresas como enlaces, jurados y vocales en Consejos de Administración, como
vocales locales, provinciales y nacionales en sus Juntas Sociales (más tarde
Uniones de Trabajadores) y Consejos Provinciales y Nacionales. Auténticos
trabajadores, muchos de ellos procedentes de las antiguas UGT y CNT, muchos de
ellos auténticos líderes sindicales, que participaron en el desarrollo de la
legislación social y en sus reivindicaciones, ajenos seguramente a muchos
aspectos de la política, pero firmes y duros en no retroceder un paso en las
conquistas laborales desde sus Juntas y Congresos hasta las Cortes» Ibid.,
p.164).
Una realidad en acentuado contraste con lo que
había ocurrido hasta entonces, mientras las premisas teóricas y las
realizaciones prácticas del liberalismo gestaron la aparición de unas
alternativas revolucionarias que condujo en 1936 a un paroxismo del que se
empezó a salir no sin grandes dificultades. Por el contrario, el estado de
cosas que comenzó en una Guerra Civil acabó desembocando en un cambio decisivo.
Nadie niega las deficiencias y los
desequilibrios, menos aún se pretende que el nacionalsindicalismo tuviera en la
arquitectura del Nuevo Estado una hegemonía que en ningún momento alcanzó ni se
ocultan las diferencias entre las realizaciones y algunas de las propuestas
teóricas de José Antonio o de Ramiro Ledesma. Pero del sano realismo que supone
comparar la España en cuya edificación intervino aquel sindicalismo con la
España anterior e incluso con la de nuestros días se deduce la importancia de
la “clave sindical” como base de la pacificación social y de una legislación
laboral avanzada. ·- ·-· -······-·
Ángel David Martín Rubio
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