Mi
nombre es la bandera jamás vista, impaciente de entrar en el
combate”
Gerardo Diego
Dirán las crónicas –y
dirán bien- que Jordán Bruno Genta nació en
Buenos Aires, el 2 de octubre de 1909; y que cayó asesinado
por una banda marxista, el ERP
22 de agosto, en la vereda
misma de su casa, el domingo 27 de octubre de 1974, rumbo a la Santa
Misa. En plena guerra desatada por el Comunismo Internacional contra
la Argentina, y militando activamente el caído “en el
costado limpio de la batalla”; esto es, defendiendo a Dios y a
su Patria.
Dirán que cursó su
bachillerato en el Mariano
Moreno, y que egresó
filósofo de
la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, cuando promediaba el año 1933.
Si se quiere seguir la fría
línea curricular, anotarán los registros que llegó
a ser Rector de la Universidad Nacional del Litoral, en la que se
desempeñaba como profesor desde 1935; así como llegó
a ser Rector del Instituto Nacional del Profesorado Secundario, en
Buenos Aires, y Director de la Escuela Superior del Magisterio, en
esta misma capital. Cargos todos a los que arribó en el
momento inicial de la triunfante Revolución de 1943. Cargos
todos de los que fue despojado, cuando dicho alzamiento militar
traicionó su quicio católico y nacionalista, para dar
inicio a la larga etapa populista, hegemonizada por uno de los
personajes más crapulosos de la historia patria. La
aristocracia política, intelectual y castrense le confió
las riendas de la rehabilitación educacional que la nación
necesitaba. La demagogia de los politicastros, los indoctos y los
uniformados sin honor ni coraje, le arrebataron esa misma tarea que
sensatamente le había sido confiada.
Casi como un signo de los tiempos que
sobrevendrían, en 1945, año de graves derrotas, Genta
fue dejado cesante, y desde entonces jamás ocuparía
sitial alguno en la vida pública nacional. Tuvo posibilidades
promisorias en el extranjero. Las desechó para permanecer
asido con firmeza a su tierra doliente. Tuvo otros ofrecimientos
directivos en el ámbito universitario. Los rechazó
arguyendo que debían restituirle primero lo que injustamente
se le había arrebatado.
En la pared de su despacho del
Instituto Nacional del Profesorado Secundario, había colocado
un retrato de Don Juan Manuel de Rosas. Lo sacaron las hordas que
tomaron por asalto dicha casa, el 2 de abril de 1945; claro y triste
mentís a quienes imaginan lineas histórico-políticas
contemporáneas presuntamente continuadoras del rosismo. Por la
misma época, y movido por similar odio ideológico,
sufrió otro embiste en la Escuela Superior de Magisterio, al
que respondió con notable entereza.
Previamente, en 1941, el masón Silvano Santander, lo había
declarado incurso en las llamadas “actividades antiargentinas”,
grotesca bellaquería que agravia al fiscal, no al acusado.
Hito tras hito podríamos
continuar así el relato biográfico, o por mejor decir,
y para su gloria, de fracaso mundano tras fracaso mundano, que el
éxito de los hábiles le fue esquivo y reacio,
prefiriendo siempre la soledad en la Verdad al error en compañia.
Soledad aneja a las privaciones,a la cárcel, a las
persecuciones llegadas en abundancia, sin que se le escucharan
quejas, ni mucho menos protestas al cielo.
Dirán más las crónicas
si son minuciosas y gustan de las paradojas. Que Genta tuvo un padre
ateo y anarquista, cuyas torvas convicciones buscó plasmar en
el nombre elegido para su hijo. No pudo esta vez la sentencia
marechaliana, recibiendo su nombre un destino propio, ajeno y
contrario en todo al impío a quien intencionalmente remitía
la paterna designación.
Otra paternidad impropia se la daría
la universidad reformista, transida de materialismo y de positivismo,
con personajes tan funestamente tutelares como representativos, tales
Francisco Romero, Alejandro Korn o José Babini. A su turno
–cuando el discípulo se le iba inexorablemente de las
manos- cada uno a su manera intento el “rescate”. Que
tomó las formas de una epístola admonitoria, de una
visita inquisidora o de una tentadora beca en Francia. El rechazaba
todo, presintiendo ya una filiación más alta. Le
llegaría en 1940, cuando buscó voluntariamente el
bautismo, en la Inmaculada Concepción de Santa Fe. Antes,
claro, había optado por la Cruzada Española,
oponiéndose a los rojos de alende y de aquende. Y un poco
antes aún, había iniciado el derrotero intelectual
hacia la Fe, releyendo a los griegos. De la paideia
helénica pasó
a la Paideia Christi,
misterioso tránsito que no podría explicar en este
singularísimo caso toda la sabiduría de un Werner
Jaeger. Pero que retrató el corazón sacerdotal del
Padre Eliseo Melchiori,cuando en las antípodas de Niesztche
-que le reprochaba a Platón el haber tendido un puente de
plata para que la humanidad pasara al cristianismo- se alegró
de que “la admiración de la muerte de Sócrates”
hubiera suscitado en Genta “una ascensión
indescriptible” que lo llevó “al comentario
estremecedor de las siete palabras de Cristo en la Cruz”.
Buenos sacerdotes y laicos notables
hicieron lo suyo, muy especialmente en Paraná. La gracia, como
simpre, hizo lo más importante. Su admirado Coriolano
Alberini, habría dicho al verlo bautizado, aquello que
escribió en su Axiogenia:
que “los valores surgen cuando la vida ha llegado a una
conciencia de sí, y se manifiestan plenamente a la persona
humana”. Al converso Genta - extraordinario caso argentino de
una metanoia personal con universales resonancias- esos valores se
le encarnaron en bienes, y tuvo desde entonces la conciencia plena de
que cabía vertir la sangre en su custodia.
Estará bien, reiteramos, que
las crónicas hagan los suyo y nos aproximen informaciones
sobre su vida ejemplar. Pero creemos que a un hombre se lo conoce por
sus amores,
por su palabra,
por su pensamiento,
por sus frutos
y por su muerte.
Acerquémosnos a cada una de estas posibilidades.
-II –
Para
conocer a un hombre, pregúntale lo que ama”
San Agustín
Genta amaba a Dios Uno y Trino. Al
Dios que crea las cosas nombrándolas, al Dios
Verdadero de Dios verdadero,
como lo definió Nicea. Al Dios que en Cristo se hace pobre,
sin dejar de ser Rey. A la Iglesia, a la que se había
injertado en la madurez de la vida. Por eso su dolor fue tan grande
ante la secularización y el falso ecumenismo, ante la cobardía
de los pastores y la traición del clero, ante la herejía
progresista y el silencio ominoso de quienes deberían haber
hablado antes, mejor y más rotundamente.
Amaba a la Patria, bien que no se
elige, sino que se hereda y se impone. Bien cuyo “perfil
esencial” calificó de hispano y de católico, sin
olvidarse de las raíces helénicas y romanas. Por eso
fue también grande su dolor al constatar la servidumbre en que
se hallaba, el caos en que se hundía, la noche ruín en
que se asfixiaba. Y llamó a los responsables de tan grande mal
con adjetivos durísimos, convocando a la resistencia y a la
lucha, sin renunciar a la esperanza.
Amaba al hogar, porque “brinda
la intimidad y protege el pudor de los miembros en un ambiente
recoleto y vedado para los extraños”. Porque “allí
y solamente allí, se atiende el peculiar modo de ser y se
perfilan los caracteres. El más fuerte lleva la carga de los
débiles, y se consuman en silencio los mayores sacrificios”.
Amaba asimismo el paradigma del amor
cristiano, expresado en la unión de los esposos, en la
fidelidad de los amigos, en el cuidado de los hijos, en la lealtad de
los camaradas, en el esplendor de los arquetipos, en la promesa de
los discípulos, y por sobre todo en su máxima
expresión:el Verbo mismo, Cristo Crucificado y Resucitado. Por
eso su dolor aumentaba si crecían, como crecían, las
expresiones de vulgaridad y de plebeyismo, de ordinariez y de
promiscuidad en las costumbres. “Cuando nos leía y
comentaba textos de Castillo de Bovadilla sobre la nobleza, descubría
el rostro auténtico de la sociedad, lo que debiera ser por
mayor fidelidad a la idea divina”.
Amaba la Universidad. Por eso su
dolor al verla sin ciencia y sin logos, sin jerarquías ni
sabiduría humana, huérfana de theoria y sumida en el
más burdo ideologismo disociador. Desaristotelizada,
para decirlo con un término por él acuñado, que
gustaba repetir y lo condensaba todo. Porque si no está
Aristóteles no está Occidente. Y si no está
Occidente no está la Unidad del Saber.
Dios, Patria y Hogar: la síntesis
de sus amores y de sus dolores, la tradicional divisa.
Si el Dios amado le era un familiar,
por la virtud de la parresía.
Si la patria amada lo era con amor filial, fraterno y esponsalicio,
por la virtud de la pietas;
el hogar amado era Iglesia Doméstica, por la virtud de la
abnegación
sin reservas. Allí lo conocimos, haciendo realidad aquello
que Anzoátegui diría de Chesterton, otro hombre-vida:
“Creía en el milagro del
pan y del tocino,
y en la luz clamorosa que se oculta en
el vino,
y en el hada Morgana y el guerrero
cruzado,
y en la Virgen María y en el
Verbo Encarnado.
Y llegaba a las cosas, y les daba su
nombre,
Y las cosas estaban al servicio del
hombre”
Amaba la Verdad, el Bien y la Belleza,
de un modo principal, categórico, dominante. Verdad
crucificada, que con San Juan quería izar sobre lo Alto, para
que todos la contemplaran (Jn. 12,32). Bien
que deseaba extender a sus compatriotas, para quienes reclamaba un
“trato de honor”, cualquiera fuese el puesto o la misión
desempeñada; Belleza
que empezaba por manifestar en ese decir inigualable, ejercitado como
un hábito en todas las circunstancias de la vida. Nada menos
que Hugo Wast salió a reconocérselo: “Tiene Usted
una prosa rica y profunda, como si fuera de bronce de Corinto, ese
rico metal, producto del incendio de la ciudad, en que se fundieron y
mezclaron todos los metales, desde el acero de las espadas, hasta el
oro y la plata de los vasos sagrados”.
Amaba Genta a las Fuerzas Armadas de
la Nación, cuyo encomio trazó en la línea
lugoniana. Por eso le estremecía de espanto verlas reducidas a
un manojo de profesionalistas asépticos, conducidas por
badulaques, o hueras de una doctrina de guerra contrarrevolucionaria.
Por eso no aprobó nunca que sus integrantes recibieran la
orden de enfrentarse clandestinamente contra el terrorismo, o que
optaran por combatir a los guerrilleros oculta y aviesamente, con
sus mismos métodos. “No”, dijo, “esa manera
de actuar es inadmisible. Si tiene que defenderse y combatir, el
cristiano debe hacerlo en la luz y a cara descubierta, y no desde la
sombra y con el rostro encapuchado. Los que tienen que desplegar la
lucha armada son los integrantes de las Fuerzas Armadas de la Nación,
quienes deben apresar abiertamente a los guerrilleros, juzgarlos
públicamente según las leyes de la guerra, condenarlos
públicamente y, si fuese posible, ejecutarlos públicamente” .
Amaba al fin , si se nos permite la redundancia, todos los modelos
egregios del amor cristiano, desde el de los conyuges hasta el de los
santos y los héroes. Y supo amar la buena muerte, que quiso,
pidió y ofreció a Dios para sí mismo, siendo
escuchado. Porque si algo merecía este varón singular,
era morir en combate.
- III –
Luchador
denodado contra una civilización cabalística”
Padre Julio Meinvielle
Junto con sus amores esenciales, a un
hombre, decíamos, se lo conoce en segundo lugar por su
palabra,
su conducta
y su estilo.
Su palabra
tenía el peso del acero, la altura de la estrella, la
exactitud de la geometría. Urgente y urgida, impetrante y
profética, ora arenga, ora parábola, testamento o
lección magistral. Remontaba vuelo, pero sabía volver
al valle para dilucidarnos las necesarias cuestiones terrenas. Era el
Orador del Verbo, el Orador de la Cruz en la dura cuaresma de la
patria.
Su conducta
no conocía dobleces. Fue tenido por unos y otros como
principista, intransigente, demasiado duro, excesivamente ortodoxo.
Es el modo en que los rectos celebran y agradecen el comportamiento
de los hombres eminentes; y es el modo en que los inferiores
destratan a quienes no son tan tibios ni tan mediocres como ellos.
Leída a derechas, le cabe la sentencia de Saint Exupery : “amo
el agua pura y el vino puro, pero hago de la mezcla un brebaje para
castrados”.
Nunca aconsejó cuidarse. Nunca
escogió conservar el puesto, ni admitió aquellos en
todo incompatibles con la extrema coherencia. Nunca sacrificó
la publicidad de la Verdad a la privacidad de los propios intereses.
Nunca lo arredró saber que los enemigos no perdonan. Prefirió
vivir un día de león a cien años de cordero.
Eligió con Castellani “los cien pájaros volando
al uno en mano”. “Mí cátedra es mi
palabra”, nos decía. “Y también es mi vida.
Mi palabra me compromete a mi solo. Yo no hablo respaldado por
ninguna institución, ni por ninguna fuerza”. En efecto,
lo cuidaban los arcángeles. Hasta que ellos mismos, aquel
domingo de octubre, le cerraron misericordiosamente los ojos.
Su estilo
era alegre y optimista, jovial sin desbordes innecesarios, paternal
sin afectaciones, afable y vehemente, generoso y caballeresco,
galante y expansivo. Y porque sólo el humilde está en
la Verdad, al buen decir teresiano, tenía Genta conciencia de
sus debilidades y de sus dones. Si no alardeaba por estos últimos,
tampoco simulaba no tener las primeras. Del famoso estilo prusiano
que retrató Spengler, de seguro se le aplican dos atributos:
la ordenación aristocrática de la vida, y el carácter
que se rige a sí mismo.
Lo recuerdo entregándome un
valioso libro revisionista, que sacó de su biblioteca, para
que yo pudiese replicar la zoncera de un profesor. Cuando quise
restituírselo, me dijo apenas ésto: “yo no te lo
he pedido”. Y comprendí que era un regalo. Lo recuerdo
manuscribiéndome la Oración
del Paracaidista Francés,
para que supiera qué cosas conviene pedir y cuáles no.
Lo recuerdo en un andén de Constitución, esperando un
tren del interior que no llegaba nunca, desplegando una lección
magnífica sobre el ejercicio de la paciencia. Lo recuerdo
recitando a Baldomero Fernández Moreno, ante el nacimiento
familiar de una sobrina llamada Marcela.”¡Marcela,
nombre de pastora y de princesa!”, repetía entonces con
su voz bizarra. Casi como los hexámetros de Homero,o los
pareados del juglar cidiano, podía improvisar y reiterar
musicales frases ante determinadas situaciones. Era su cultivo de la
eutrapelia. Lo recuerdo enojándose en una reunión
doméstica, por haber preferido la gaseosa al vino,
asegurándome que esas conductas serían penadas
severamente en tanto ocupase la primera magistratura. Lo recuerdo una
tarde veraniega, en una casaquinta, intentando unos fugaces malabares
futbolísticos, ante el tierno reproche de su mujer, que lo
ponía en aviso sobre el ineluctable paso de los años.
Lo recuerdo erguido, enorme, protector, recibiéndome con mi
futura esposa en el escritorio de su casa. Lo recuerdo –y no
quiero olvidarlo nunca- cuando desplegaba su arte retórica, y
las voces se hacían plegaría y poesía, saetas y
tacuaras, laureles y tambores. “Nada grande en la vida se ha
hecho sin pasión”, repetía con Hegel. La tuvo
ordenada al logos, y por eso mismo fue hacedor de cosas grandes.
En tercer lugar, un hombre se conoce
por su pensamiento.
Genta pensaba –y lo reiteró
en su última conferencia- que “lo que necesita un pueblo
es teología y metafísica”. Casi lo que había
dicho Don Juan Manuel en su austero destierro, mate en mano: “lo
primero que necesitan los pueblos es la calma y el silencio”.
Pensaba que una íntima juntura une a la polis con el alma, no
siéndole indiferente a aquella el movimiento ascendente o
descendente de ésta. Pensaba que en materia antropológica
sólo queda una opción de hierro: “un hombre
dominado por sus impulsos y pasiones, o un hombre libre, que vive
como San Francisco, muere como Sócrates, se destierra como San
Martín, desface entuertos y venga agravios como Don Quijote, o
colma su vigilia de serena sabiduría, como Aristóteles”.
Pensaba en suma, que las dos banderas y las dos ciudades lo recorren
todo, obligándonos a optar a cada paso. Los sofistas o el
filósofo, las ideologías o la Idea, el Manifiesto
Comunista o el Sermón de la Montaña, la escuela laica o
la Pedagogía del Verbo, el ideal utilitarista o la
preeminencia de la vida contemplativa, la concepción burguesa
de la existencia o la consigna de Job, la trilogía jacobina o
las tres virtudes teologales, la habilidad o la sabiduría, la
masa o los arquetipos, la vida cómoda o el combate, la
Revolución Mundial Anticristiana o la Doctrina de Guerra
Contrarrevolucionaria; el populismo clasista y socialista o “un
nacionalismo católico y restaurador, jerárquico e
integrador, cristiano y argentino en su contenido y en su estilo”.
Como se advierte, el pensamiento de
Genta, no se limitaba sólo al orden político, y aunque
fue el ámbito en el que más repercusión tuvo, o
por el que mayormente se lo conoce, la verdad es que se prodigó
en otras disciplinas, tales la psicología, la filosofía,
la teología, la sociología y la metafísica.
Tengo ante mis ojos un cuaderno suyo, manuscrito, con las cien
primeras páginas de un Tratado
de Cosmología, que
quedó trunco e inédito. Sus reflexiones iniciales son
sobre Heráclito, las últimas que llegó a
escribir trazan un cuadro comparativo entre Santo Tomás y Duns
Escoto. Con justicia pues,valoró filosóficamente su
obra nuestro admirado Alberto Caturelli, quien lo llamó
“caudillo socrático cristiano”.
Todo este tesoro de sabiduría
clásica, tradicional y católica, lo desplegaba Genta en
su casa, despojado que fuera como vimos, de cualquier apoyo
institucional o de respaldos estructurales. En esa casa podía
encontrárselo, trabajando austeramente durante largas horas.
Al verlo así, volcado sobre sus papeles y libros, era
imposible no traer a la memoria esa descripción que hiciera
José Antonio de la figura de Mussolini,cuando lo visitara en
Roma. Estaba firme, “laborioso junto a su lámpara,
velando por su patria, a la que escuchaba palpitar desde allí
como a una hija pequeña”.
En ese mismo ámbito se veló
su cuerpo, ya sin vida. En la cabecera del ataúd, la imagen de
la Virgen, con un sable a sus pies. A la diestra una lanza,
ensortijada con la cinta federal y el banderín argentino.
Sobre su pecho amortajado, once rosas de sangre mártir, que se
negaban a cicatrizar. Era el icono mismo del nacionalismo católico,
el emblema de la victoriosa muerte martirial. Como en Jalisco, en La
Vandée o en Alicante, pero en la Ciudad de la Santísima
Trinidad, con nosotros de emocionados e indignos testigos.
- IV –
Por
los frutos los conoceréis”
Mt.
7, 16
En cuarto lugar, si no hemos perdido
el hilo de este relato, decíamos que un hombre se conoce por
sus frutos. Delicada cuestión.
Se ha dicho muchas veces que esta
concepción de la vida, de la política y del magisterio
que propiciaba Genta, resulta estéril a causa de su
principismo, de su aferramiento a la theoria, de su ninguna inserción
práctica o aplicabilidad inmediata. Se ha dicho que su prédica
era inmovilista, en tanto rechazaba la praxis partidocrática,
la acción pública en alguna de las variantes que el
Régimen ofrece. Sin embargo —y he aquí la
paradoja que queríamos resaltar— por ser cabalmente un
theorico,
era el hombre que mejor disponía al obrar. No al hacer, a la
mera empiria o a las componendas y enjuagues, pero sí a las
conductas coherentes, osadas, viriles. A las cruzadas, si fuera
menester. Por eso - y es curioso cómo el enemigo reivindicó
sin querer el orden natural- cuando el terrorismo marxista se
resolvió a matar a nacionalistas católicos, empezó
por Genta, por la cabeza, por el Maestro. Empezó, como
corresponde, por el logos. El inmovilista
era el que les perturbaba, precisamente porque con su ideario estable
y perenne ponía en movimiento las inteligencias y los
corazones. Los otros, los praxeólogos de toda laya, ubicuidad
y oportunismo, los publicistas de la conveniencia de la
contemporización, los propagandistas de las ventajas que trae
el “infiltrarse en el sistema”, los componedores de mil
fintas para obtener algún cargo, los eternos justificadores
del arribismo, jamás fueron molestados. Sabedora es la
refranera pólvora de que ella nunca debe gastarse en
chimangos.
En sus enseñanzas, solía
reparar Genta en un texto de Hegel, en el cual, más allá
de los extravíos, el vigoroso pensador alemán acierta
magníficamente. Es aquel extraido de las Lecciones
sobre Historia de la Filosofía
en el que se afirma que si alguna necesidad de defensa tuviera la
“utilidad” de la filosofía especulativa, bastaría
acercarse a las hazañas y a las gestas de Alejandro, el gran
discípulo de Aristóteles: ”la grandeza de
espíritu y las grandes empresas de Alejandro son el más
elevado testimonio del óptimo resultado y del espíritu
de tal educación (contemplativa), si Aristóteles
tuviera necesidad de tales testimonios. El sólo hecho de haber
formado a Alejandro basta para disipar todas las charlas acerca de la
inutilidad de la filosofía especulativa”.
Y bien, algo análogo cabe decir
de Jordán Bruno Genta. Y no lo decimos nosotros, lo reconoce
expresamente el enemigo. Cada vez que se detecta o se teme una
reacción heroica, extrema, audaz, contra la subversión
marxista, la subversión económica o la que fuere,
empieza a circular el fantasma de Genta, como inspirador, teórico
o doctrinario de tamañas actitudes. Cada vez que se sospecha
o se quiere instalar la sospecha de un levantamiento castrense, se
saca a relucir la peligrosidad del gentismo.
Cada vez que se publica un libelo contra la militancia nacionalista,
es Genta quien se lleva las palmas de los odiados y temidos. Cada vez
que en los institutos militares se efectúan las consabidas
requisas bibliográficas, de Genta son los libros prohibidos y
confiscados. Y cada vez que se busca una explicación de esa
epopeya gloriosa qué fue la guerra aérea en las
Malvinas, vuelve a sonar el nombre de Genta, no sólo en boca
de los pilotos más valientes, sino también en boca de
los ingleses que han tenido que reconocerlo sin eufemismos. Abrase
con alborozo, a modo de ejemplo, el libro de P. Eddy, M.Linklater y
otros periodistas ingleses, titulado The
Falklands War, editado en
Londres, en 1982, y traducido al castellano como Una
cara de la moneda. En el
capítulo diecisiete, titulado El
mirlo y el halcón,
dicen claramente estos señores, que las convicciones
espirituales de los pilotos argentinos para lanzarse a la desigual
batalla con el arrojo y la pericia con que lo hicieron, las fueron
recibiendo del magisterio de Genta “autor prolífico, que
defendía la devoción no a la Constitución sino a
Dios y a la Patria”.
Los denostadores de los teóricos,
los críticos de los principistas, los de lengua fácil
para enjuiciar purezas doctrinales desde sus maridajes ideológicos,
debería reparar siquiera un instante en el valor de este
ejemplo y en el ejemplo de este valor. Resuenan todavía sus
palabras, entre aquellos que no se rindieron: “Si queremos
liberar a la Patria en Cristo y nuestra opción política
es el Nacionalismo cristiano, debemos comenzar por nuestra libertad
interior, renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo
Crucificado. Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos,
amaremos a la Patria y al prójimo con un amor trascendente,
despojado de todo carácter posesivo y que no busca nada suyo.
Amaremos como Cristo nos amó, con una disponibilidad sin
reservas para el servicio y con un espíritu de sacrificio que
todo lo da sin esperar nada. Tan sólo así venceremos al
mundo como lo venció Cristo. No tendremos en cuenta el éxito,
sino el testimonio de la verdad y el ejemplo de los hacedores de la
Verdad. El Nacionalismo que no se propone reconstruir a la Patria en
Cristo, no es conforme con la realidad ni con la verdad del hombre;
no es tampoco conforme con el origen, la raíz y la esencia del
ser argentino. Perder en esta cruzada es todavía ganar, porque
del fracaso y de la derrota irradia una ejemplaridad triunfal y
arrebatadora sobre las generaciones futuras”.
Los frutos del pensamiento de Genta
son esos jóvenes que han encontrado su vocación
religiosa, filosófica o militar en las páginas de sus
libros. Esos docentes que se conducen en sus tareas diarias sabiendo
que existe una pedagogía cristocéntrica. Esos
sacerdotes que tienen su sacrificio por modelo de conducta. Esos
amigos, discípulos y camaradas que envejecen hidalgamente,
guardando –memoriosos y nostágicos- los pormenores de su
aleccionadora compañía. En estos treinta años
que lleva ausente, la Divina Providencia nos ha permitido
constatarlo. De viaje en viaje, por el Litoral o por Cuyo, por el
Tucumán o por Córdoba, por el duro Chaco, la antañona
Santiago del Estero o la señorial Santa Fe, por todos los
rincones de la patria asoman y florecen los frutos espirituales de
Jordán Bruno Genta. Todavía hoy recuerdo estremecido,
cuando en el cuarto de su parroquia, en General Alvear, provincia de
Mendoza, me encontré con el retrato del maestro,que
celosamente había colocado el Padre Reynaldo Viveros. El mismo
que lo había acompañado cuando estudiaba en el
Seminario de Paraná. Otro tanto hacía el Padre
Quintás, en su modestísima vivienda santiagueña.
Los dos curas han muerto. Pero vivieron proclamando entre los suyos
una filiación intelectual que sabían comunicar
gozosamente.
-V -
¡Ni
una lágrima! ¡Sin tristeza!
que
la guerra
se
dirige desde el cielo
mejor
que desde la tierra.
Rafael
Duyós
Por último, conocemos a un
hombre por su muerte.
Toda vez vez que se pierde el anhelo
superior de conquistar la grandeza, se está ante un signo
inequívoco de irremisible decadencia. Rotos los vinculos que
entrelazan la vida con su Origen, las naciones y los hombres quedan
de espaldas a Dios e inmersos en la nada. Entonces, sólo los
elegidos son capaces de reaccionar, y sostener la mirada fijamente en
el vértice exacto del que nunca debió descenderse.
“Pocos hombres”, dirá Rilke,“sienten
ascender en ellos un impulso de obrar tan fuerte como para erguirse
con ardor en la plenitud de su corazón; quizás ocurra
en los héroes y Ios elegidos del prematuro tránsito.”
Tal es el caso de Jordán Bruno Genta.
Signado por la Gracia de Dios, mantuvo
fidelidad a Su Palabra en medio de la Gran Apostasía. Miró
el abismo, más no para caer en él, sino para cruzarlo
con la intrepidez del águila; y cruzándolo lo convirtió
en peldaño hacia la eternidad. Así encaró la
muerte, como el cruce de un abismo necesario que conduce a la
infinitud. En tan augusta e irrepetible circunstancia, oyó el
consejo de Agustín de Foxá:
Para la muerte, hermano, te
vestirás de fiesta,
haciendo honor al limpio linaje de
tu casta
Quien así moría era el
mismo que frente a la corriente que todo lo envuelve en su cambio,
había reivindicado el sentido de la Permanencia; y frente a la
tentación del devenir nihilista opuso el valor de la
identidad. “No os importe que los demás os contradigan”
–arengó cierta vez a los jóvenes- “sólo
debe preocuparos como a Sócrates no estar en contradicción
con vosotros mismos”
Dolíale la Patria, a la que
entregó su inteligencia clara y su pasión fogosa, y en
los umbrales de la plenitud, como vemos, la propia vida. Porque por
encima de todo compromiso en el tiempo, estaba la férrea
religación con la Verdad que no tiene tiempo. Sabía y
enseñaba que “no hay ni puede haber Argentina Soberana
sin que Cristo y María reinen en ella “, pero para
aspirar a tan empinada condición era necesaria la disposición
al sacrificio. Y la tuvo.
Alguien muy próximo a
él en el afecto, su esposa Lilia, había dicho, dolorida
por la constatación, que no eran aquellos tiempos “de
églogas, rimas y redondillas”.“Antes será
el Combate y el entrevero, la tierra dura resquebrajada, el aire que
huele a pólvora, aguas del río bajando rojas, y cada
espina de los pencales de la montaña, goteando sangre. Cuando
la espada corte los invisibles hilos del aire, sobre la tierra
rescatada, será de nuevo -rosa inasible- la poesía”.
Acaso fue un presentimiento, pero llegaron gotas de sangre y aires
quemados, como llegaron, tras el martirio, los primeros poemas.
Escribió el Padre Renaudiere:
El muerto estaba allí
en la colina viva,
el pulso de los verdes
crecía entre sus manos,
en la colina viva.
El ponía su antigua raiz
en el rio inviolable.
Y crecía.
Todo el bosque ascendía
hasta su boca abierta.
Todo hallaba desde sus labios puros
el nombre y su palabra.
Allí todo crecía.
Y el cuerpo, tan despierto
en las colina viva
Jordán B. Genta oyó a
San Pablo. Y salió -heraldo nuevo para una proclama antigua- a
predicar “oportuna e inoportunamente”. Jamás lo
sujetaron moderadores consejos, pero nunca tuvo un gesto de
arrogancia. Claro en sus convicciones, nos enseñó con
el martirio libremente asumido, que no hay redención sin
sacrificio, pero “ese sacrificio del hombre”, ratificaba,
“tiene que ser partícipe por la Gracia de Dios, de la
Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor
Jesucristo para ser vencedor incluso en la derrota, y para que la
vida verdadera surja de la muerte con nitidez fulgurante en la
Esperanza Sobrenatural”.
Hay que volver una y otra vez sobre
las reflexiones de Genta a propósito de la figura de Monseñor
Tiso, para entender su propia figura y su muerte mártir.
Paradigmática es la alabanza
que hace Genta del gran eslovaco, como emblema de una genuina
política de soberanía física y metafísica.
Paradigmáticas las razones en virtud de las cuales enseña
que todo hombre de honor debe rechazar el éxito del mundo y
homenajear a los grandes derrotados, a aquellos que a imitación
del Señor, han resultado vencidos aquí abajo, por no
abdicar de las cosas de arriba. Sin proponérselo se está
retratando a sí mismo. “¡Qué deferencia más
señalada!” –nos dice- “¡ser convocado
para honrar a un vencido en la tierra!”. Es el alegato de un
hombre superior que ha penetrado en la concavidad más
recóndita del secreto del Calvario. La confesión, casi
inefable, casi incomunicable, de quien ha visto de cerca la silente
victoria del Viernes Santo. Es la inauguraciónb trascendente
de la mañana y del gozo, tras la mera inmanencia de la pena y
del crepúsculo.
Pero algo más veía Genta
cuando hablaba de su admirado Tiso. Tuvo “un destino
envidiable” –proclamaba delante de sus compatriotas
exiliados que lo escuchaban como a un maestro- “porque mereció
el triunfo y la gloria del martirio. ¡El martirio, esa buena
muerte, esa preciosa e insuperable muerte donde empieza la vida sin
muerte!. Y largos años después de estas palabras,
volviendo con fidelidad a rendirle homenaje al sacerdote caído,
insistía con tono impetrante: “permanezco en el mismo
lugar en que estaba entonces, y espero que la muerte me encuentre, en
esa definición católica y nacionalista que profeso, y a
la cual he consagrado mi vida”.
La muerte lo encontró a Genta
como él quería. Y la tuvo “buena, preciosa,
envidiable e insuperable”, cual la había descripto
hablando de Tiso. Premonición misteriosa. O deseo recto y
ardiente que se alcanza por merecimientos propios. O inspiración
bajo el auxilio de la gracia, si se prefiere.
Si los mártires de los últimos
tiempos, dice San Agustín, no serán reconocidos como
tales, no nos extraña el silencio inexplicable con que se
rodeó y se sigue rodeando la ejemplaridad de su martirio desde
los ámbitos eclesiásticos. Es lo propio de una
jerarquía dúplice y medrosa, enferma de sincretismo, de
pusilanimidad y de no pocas heterodoxias graves. Intentado que se
hubo el inicio de la causa de la canonización, teniendo en
cuenta que es un hecho probado que murió por odio a la Fe, la
Comisión
Arquidiocesana Para la Causa de los Santos ,
en carta del 24 de marzo de 2000, le respondió formalmente al
Dr. Edmundo Paris –postulador de la causa- “que dado el
carácter político de la personalidad del Profesor
Jordán Bruno Genta, no es posible aún recomendar al
Señor Arzobispo que acceda a lo solicitado”. Como si
centenares de santos no hubiesen alcanzado los altares, precisamente
a causa de su carácter
político, esto es de
su abnegada entrega al bien común. Como si la personalidad de
Genta pudiera quedar ceñida al ámbito partidario. Como
si la doctrina del nacionalismo católico, tal como él
la predicó y ejercitó, fuera obstáculo para la
beatitud. Es extraño que estos mismos pastores promuevan la
canonización de un Angelelli, obviando su caracter
político,
explícitamente ligado al terrorismo marxista, y hasta trocando
su fatal accidente automovilístico en un atentado. Es extraño,
pero ya no inhabitual en los desgarradores tiempos que vivimos.
Entretanto, “el Señor Arzobispo”, al que “aún
no se le puede recomendar que acceda a lo solicitado”, honra al
cabalista Maimónides, y festeja el Año Nuevo Judío
en el Seminario Rabínico Latinoamericano.
Pero más allá de las
erráticas consideraciones del mundo, Jordán Bruno Genta
ha sido reconocido por Dios en el Cielo como soldado e hijo digno. Y
él, que desde el Alcázar de su Cátedra tantas
veces había enseñado a morir “como un acto de
servicio”, al llegar al cielo, bien pudo haberle dicho a Dios,
parafraseando a Moscardó,“sin
novedad, Padre...”
Esta es la verdad. Amaba Genta la
buena muerte y la obtuvo como premio. La deseaba y la pedía
para sí con una insitencia que tiene sabor a premonición,
a misteriosa anticipación de un destino heroico, a
clarividencia diáfana de la misión que Dios le había
encomendado. Cuando al fin le fue concedida, la recibió con la
naturalidad de un sacramento. Se persignó primero, para caer
depués sobre el asfalto, a la vera de esos mismos árboles
que se entreveían mientras él daba sus clases. Le es
imposible a un alma sana, dejar de sentir aún el
estremecimiento ante tamaño desenlace. Un hombre solo, sin
cargos ni poderes, sin funciones públicas ni puestos
influyentes. Un hombre solo y derrotado para el mundo; un hombre con
su palabra preñada de verdad y de belleza, era el enemigo que
molestaba al Régimen. Y el Régimen, a través de
sus sicarios de turno –lo mismo dan sus siglas o divisas- se
deshizo de él un domingo de octubre.
Iguales o peores son hoy las
circunstancias. Peores si se admite que una corrosiva falsificación
de la historia reciente, operada por los medios masivos en manos
exclusivas de las izquierdas, agrega su cuota de perversión
sobre una sociedad confundida hasta las heces. Sobre una patria por
la que ya no bastan los ojos para llorarla, ni el corazón para
sentirla herida. Sobre una Iglesia prevaricadora en muchos de sus
conductores y de sus miembros. Sobre una Universidad y unas Fuerzas
Armadas disueltas y vencidas, sin norte ambas, sin prestigio ni honor
ni decoro.
Queda imitar a Genta. Aún en
la soledad y en la adversidad, en la travesía y en el
desamparo, en la zozobra y en el naufragio. Es posible el testimonio
de la inteligencia y de la voluntad. Es posible querer convertirse en
testigo. Y el derramamiento de la sangre de los justos, traerá
la victoria que no puede llegar sino de esta manera.
“¡Felices los
insurgentes!”, le cantaba Pierre Pascal a Maurras, en uno de
sus logrados sonetos. “¡Felices los puros, los
reprobados, los insumisos, los defensores! ¡Felices los muertos
por incendiarse el corazón! ¡Felices los encarnizados
hasta los últimos cartuchos! ¡Felices en Don Quijote,
los que han preferido, riendo del mañana, vivir a ojos, boca y
pulmones llenos!”
Feliz Jordán Bruno Genta, a
quien se pueden aplicar estos versos exactos. Y ¡ay de
nosotros!, y de lo que por nosotros el bien común dependa, si
no somos capaces de recoger su espada, su bandera y su Cruz.
-VI
–
Que
Dios te dé el descanso eterno y a nosotros nos niegue el
descanso”
José
Antonio
Nadie puede abandonar lo que ha creado
sin quedarse en la creatura. Enigma insondable que sólo
descifra el amor, “regalo esencial”, por el cual el
milagro de la trascendencia se hace inteligible. Inmóvil
secreto que expresara San Agustín cuando decía: “El
alma está más donde ama que en el cuerpo que anima”.
Esta facultad del alma -asirse a lo que ama, fundirse en lo creado-
sobrevive a los años y a la muerte; más aún
cuando se ha muerto mártir, que es la forma más alta de
morir.
El martirio, acto supremo de amor, don
de la sangre, coloca al hombre en imperecedera situación de
presencia. Despojado de todo, el mártir nos entrega día
a día el ropaje asombroso de su desnudez intacta. La huella de
su paso colma el hundido centro de la ausencia. Por eso, y tras tres
décadas de su muerte, no se trata de recordar a Genta con
dolor, sino de recrear alegremente su presencia.
Debemos heredar para la Patria esa
presencia vibrante, ese imperioso legado de cuya plena realización
depende el destino nacional. Porque en la encrucijada argentina sólo
sigue quedando una opción salvadora, la que él
entreviera cuando predicaba que aquella sentencia de Cristo, el “sin
mí, nada podéis hacer”, vale tanto para los
hombres como para las naciones.
De ahí la
inutilidad de todo planteo ideológico que desconozca la raíz
teológica. De ahí que dijera una y otra vez: “si
queremos liberar a la Patria, y nuestra opción política
es el Nacionalismo, debemos comenzar por nuestra libertad interior
renovando los afectos, bienes y poderes en Cristo Crucificado.
Desprendidos del propio yo y de todo lo que poseemos, amaremos a la
Patria y al prójimo con un amor trascendente, Amaremos como
Cristo nos amó, con una disponibilidad sin reservas para el
servicio y con un espíritu de sacrificio que todo lo da sin
esperar nada”.
Así hablaba Genta, con “el
divino ardor de la palabra que arrebata y entusiasma, para vivir con
sentido de grandeza hasta las mas ínfimas de las tareas
cotidianas”. Lo escribió a propósito de la
correspondencia entre San Martín y Rosas, instando a los
jóvenes a que la leyeran. Ahora nosotros le aplicamos a sus
escritos sus propias y edificantes palabras. Porque fue la mirada
fiel a la Mirada que no transó jamás con la mediocridad
y la mentira. Fue la conducta vigilante, tensa, del que sabe que sólo
tiene sentido despertar ante Dios. Fue la violencia de la Verdad,
ante el escándalo de los timoratos, que no comprenden que “el
Reino de los Cielos es para los violentos”. Y fue bien lo
sabemos- el centinela sin relevo de la Patria, que desde la atalaya
de su verbo profetizó los males que la estaban acechando. El
mostró reiterativamente la dañina propiedad de la
democracia para subvertir a la Nación. Y lo hizo
anticipadamente, mientras muchos contemporizaban o cedían.
Pero su voz no se tuvo en cuenta, pues por ella hablaba la Argentina
antigua, heroica y teologal;y la Argentina Oficial, esa del cuarto
oscuro y los comicios, no quería ni podía escucharlo.
Por eso lo silenciaron, y sin saberlo, fue la primera vez que le
dieron la palabra.
Los asesinos, víctimas de su
propia concepción zoológica, jamás alcanzarán
a comprender que, pese a ellos mismos, fueron instrumentos en el plan
de Dios. Por que él debía morir así: de pie,
persignándose, su talla de gigante entre el cielo y la tierra,
a plena luz del día, en un acto de servicio, “sosteniéndole
la vista a la derrota”. Por eso tampoco nos quejamos.
Aprendimos al fin a recitar la difícil Oración del
Paracaidista que nos entregara en plena adolescencia: “...Quiero
la inseguridad y la inquietud, quiero la tormenta y la lucha, y que
tú me los des, Dios mio, definitivamente...”
Nosotros, que reivindicamos la vida incómoda y el paraiso
implacable, estamos muy lejos de enhebrar jeremiadas.
¿Qué diría hoy
Genta si viera el actual estado de descomposición? Creemos que
nos conduciría hacia un rincón de su biblioteca. Allí
donde guardaba las fatigadas obras de Platón. Y abriéndolas
en las páginas del Fedón,
nos leería con su voz sonora aquello de que “el hombre
está en el mundo como un centinela, en un puesto que no puede
abandonar sin permiso de Dios”, y que entretando, “la
sabiduría es la única moneda de buena ley por la que se
deben abandonar todas las otras”. O que tal vez nos recordaría
aquel pasaje tan aplaudido de su última conferencia: “La
Argentina que yo quiero, es una Nación como aquella que ya
existió, como aquella de los años 1848-49-50, cuando la
más poderosa potencia del mundo. Inglaterra y luego Francia,
una con Southern, la otra con Lépredour, firmaron con Arana,
con Juan Manuel, los tratados más honrosos de la historia
argentina. Yo quiero una nación como aquella que un día,
todo el pueblo porteño fue convocado al puerto, y ante ese
pueblo de varones y mujeres fuertes, entró en la rada la
fragata inglesa Harpy, arrió el pabellón inglés,
enarboló el pabellón argentino y lo desagravió
con veintiún cañonazos”. Por esta Argentina y
por este magisterio, seguimos en combate.
Supo escribir Gerardo Diego ante un
muerto cercano y encomiable, que era “vergüenza vivir
cuando los buenos mueren”. Que abajo, quienes quedamos,
“cantamos y cortamos las flores del poniente”. Mas “las
del alba tú solo las cosechas, celeste, del jardín de
la vida, tras el mar de la muerte”.
Allí ha de estar entonces, ya
sin sombras de dudas, en el altísimo prado, Jordán
Bruno Genta, cosechando las flores del alba. Porque Dios así
restituye la gloria a quienes lo sirvieron en vida.
Nosotros aquí, a despecho de
tantas persecuciones e incomprensiones, de tantas soledades y
pruebas, queremos continuar el camino que nos trazó con su
ejemplo. Precisamente porque los tiempos son difíciles, porque
los recursos son pocos, porque los desertores abundan y los cobardes
acechan. Precisamente porque pareciera que está todo perdido y
queda por ganar la vida eterna lidiando contra el Maligno. No es mal
destino, si se sabe ser dócil a las ultimidades de la
historia.
Nosotros aquí, una vez más.
Escuchando –como los soldados de Enrique V en vísperas
de San Crispín- la promesa magnífica y certera
reservada a los que sean capaces de jugarse sin reservas: sus nombres
serán resucitados por el recuerdo viviente de los
descendientes, y serán saludados con copas rebosantes. Los que
no hayan participado de la contienda se sentirán viles, y los
protagonistas –aún tumbados- serán ennoblecidos
por el coraje.
Nosotros aquí, en este
cotidiano entrevero de querer recordar y emular al testigo de la
verdad. Para no sentir “vergüenza” de seguir
viviendo. Hasta que la flor del alba –señera,
firme,altiva- reverdezca luminosa regada con nuestra propia sangre.
El rio de tu nombre es sacramento
-la voz del cielo al agua y la paloma-
tu cuerpo es el torreón que se
desploma
sin rendir armas ni lanzar lamento.
Como una profecía, el juramento
de dar tu sangre por la patria, asoma.
Era el martirio un ámbar en
redoma,
cristal herido, fiel presentimiento.
Nos dejas las honduras y las galas
de esas lecciones que en tu voz
tañían,
los libros del combate jubiloso.
Y un abril por el sur nos dejas alas
que el invasor dedujo que tenían
la fuerza de tu verbo victorioso.
·- ·-· -······-·
Semblanza de Jordán Bruno Genta
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