La relación fe y razón, razón y fe tiene una
importancia capital en la historia del pensamiento europeo. Si bien
se mira, es la música de fondo de cualquier tema filosófico
y teológico y está, cual clave hermenéutica, en
la base de todos ellos. Como se sabe, la relación fe y razón
es idéntica a la relación Dios y hombre. La concepción
de aquélla relación viene determinada por la
concepción de ésta y viceversa. Mantener en su
integridad cada una de las dos partes sin diluir una en detrimento de
la otra, manteniendo así una armonía fundamental, es la
aspiración de fondo de cualquier teología que pretenda
ser atendible y se quiera presentar con solvencia al menos en el
pensamiento católico y, por extensión con mayor o menor
gradación, considero que también en el cristiano.
Si precisamos los términos del binomio fe y razón
destacamos lo siguiente. La razón apunta sólo
al hombre, a su mera y exclusiva capacidad para inteligir la realidad
y aprehender la verdad y por consiguiente a Dios mismo. A través
de la creación, desde sí mismo y del mundo, la razón
autónoma es capaz de ir a Dios, conocerle, saber si es
(existe) y en cierta medida, qué es. En este sentido la razón
no sólo es algo bueno sino, habría que decir, que lo
es por ser signo eminente -al igual que la libertad, diría el
Concilio Vaticano II-, de la imagen de Dios en el hombre. En este
sentido, el fideísmo es rechazado como herético por
excluir la razón y enfrentarla a la Palabra de Dios.
Si nos fijamos en la fe, el otro término del binomio,
hay que advertir que no nos referimos al sentimiento antropológico
de confianza, un sentimiento universal y necesario pero que, al fin
de cuentas, es un sentimiento y actitud, notémoslo, que sigue
sin salir del hombre y se agota en él. Lo que llamamos fe, sin
duda alguna, presupone o forma parte de la estructura antropológica,
pero va más allá, o si se quiere, no se agota en el más
acá de la inmanencia. En otras palabras, la fe no es una mera
fe fiducial ayuna de razón, pero tampoco es una fe
filosófica que se mueve “dentro de los límites de
la mera razón”, pues, como vemos, ambos modalidades de
fe comienzan y concluyen en el hombre.
La fe del binomio que estamos indagando, hay que entenderla como el
correlato de la Revelación (La Palabra de Dios). Fe y
Revelación son dos correlatos de un único acto de
encuentro Dios y hombre. Uno apunta al otro y por consiguiente no
existe el uno sin el otro. Dios se comunica porque existe un
destinatario capaz de oírle, de escuchar su Palabra
(Revelación) y el destinatario que es el hombre, “responde
a la Revelación de Dios con la obediencia de la fe, que
consiste en fiarse plenamente de Dios y acoger su Verdad, en cuanto
garantizada por El, que es la verdad misma”.
El Dios que habla (Revelación) y la respuesta del hombre al
Dios que habla (fe) se encuentran.
Pero lo apasionante y misterioso es entender esa relación Dios
y hombre, fe y razón manteniendo su “armonía
fundamental”
¿Cómo llegar a pensar esa “profunda e inseparable
unidad entre conocimiento de la razón y de la fe”
¿Cómo comprender que “una esté dentro de
la otra y cada una tenga su propio espacio de realización”?
¿Cómo, en fin, atravesar sin naufragar “la
evidente frontera entre la razón y la fe” y “desembocar
en el océano sin límites de la verdad”?.
La razón racionalista e idealista pretendió elevarse
sobre sí misma sin la otra parte, esto es, excluyendo o
degradando a segundo plano la Palabra de Dios. Palabra que era por
definición constituyente de la relación y por
consiguiente primera y fundante del hombre. La razón no
admitió lo “inaudito y humanamente inconcebible”
de la Revelación ni soportó su limitación
constitutiva. No se percibió a sí misma como necesitada
de verdad, y por consiguiente, paradójicamente, necesitada de
más razón. Que la razón es más que la
razón finita. Se creyó autosuficiente. Se cerró
sobre sí misma en la mera inmanencia y absolutizándose
se separó de la fe (Revelación), esa “gran amiga
de la inteligencia”.
El modelo racionalista dijo entonces: el Dios de la razón sí,
el Dios de la fe no. Lo demás se siguió de lo anterior.
Apareció a la conciencia de los hombres un Dios sin voz y sin
rostro separado del mundo; y a un Dios sin mundo se siguió un
mundo sin Dios. De ello se encargará el ateísmo
militante del siglo XIX que llevará a las grandes
persecuciones contra los creyentes en la primera mitad del XX. Ni
Dios de la fe, ni tampoco el Dios de la razón, dirá
ahora el ateísmo postulatorio.
Por último, a esta progresiva caída en tiempos,
llegamos al hoy donde todos los analistas coinciden en identificar
nuestro presente (europeo) como nihilista y el relativismo y
escepticismo como sus señas de identidad.
Pero volvamos al tema de la relación fe y razón. El n.
42 in fine de la Fides et ratio recoge, a mi modo de
ver, una intuición magistral que arroja claridad en torno a
la armonía fundamental del conocimiento filosófico y el
de la fe y que pide una densa y ulterior profundización
filosófica. Dice así. “La fe requiere que su
objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón,
en el culmen de su búsqueda admite como necesario lo que la fe
le presenta”.
“La fe requiere que su objeto sea comprendido con la ayuda de
la razón”. Se excluye así todo fideísmo o
fundamentalismo religioso. No basta la sola fe, la sola acogida de la
Palabra de Dios que no cuente con la inteligencia humana pues el
destinatario de la misma debe inteligirla como verdadera y por tanto
debe poder acogerla humanamente que es tanto como decir
razonablemente. La fe no es razón, pero sin confundirse con
ella no puede separarse de ella. La fe es pues, razonable. La ciencia
teológica desempeña ese papel, el de ser la
inteligencia de la fe.
Por su parte, “la razón, en el culmen de su búsqueda
admite como necesario lo que la fe le presenta”. Obsérvese
como exigencia y límite constituyen dos rasgos esenciales de
la razón. El término empleado “culmen”
acentúa por una parte, la radicalidad exigitiva de la razón
en su búsqueda de la verdad, su deber sagrado y grave de
llegar a la cima en la búsqueda afanosa de la verdad y al
mismo tiempo, por otra, recuerda la frontera o límite
constitutivo de la misma que no puede ya abarcar a aquello que le
abarca pero que necesita para llegar a la verdad plena. Es entonces
cuando la razón “admite cono necesario lo que la fe le
presenta”. No como algo extrínseco a la razón de
la que pudiera prescindir sino como algo en lo que le va en ello, por
decirlo así, la vida misma, que es tanto como decir, la verdad
misma; no como un complemento que meramente perfecciona sino por
exigencia interna de la misma razón que desemboca
inexorablemente en ella. Por ello, la auténtica la razón
es aquella que descubre la necesidad de ser salvada por la misma
razón divina. La verdad finita es verdad de Verdad
infinita. Cuando la razón se encuentra con la Palabra se
encuentra en su hogar, llega a la casa de donde venía. Cuando
la razón divina, el Logos, la Palabra, acontece en la
historia,- porque de acontecimiento histórico se trata y no de
pensamiento o idea humana-, cuando ésta, digo, se derrama
como gracia, luz y verdad en la historia libre de los hombres, la
razón llegada a la autenticidad de sí misma y por
consiguiente a su culmen, se arrodilla y adora. Cree.
Efectivamente, “Dios entra realmente en las cosas humanas a
condición de que no sólo lo pensemos nosotros, sino que
El mismo salga a nuestro encuentro y nos hable. Por eso la razón
necesita de la fe para llegar a ser totalmente ella misma;
razón y fe se necesitan mutuamente para realizar su verdadera
naturaleza y misión”.
En otro lugar, J. Ratzinger desde el punto de vista cristológico
lo expresa de esta manera: “El Evangelio puede –más
aún, debe- predicarse a los paganos, porque ellos mismos, en
su intimidad, lo aguardan (cfr Is. 42,4). En efecto, la misión
se justifica si los destinatarios, al toparse con la palabra del
Evangelio, reconocen: `Sí, justo esto es lo que yo
esperaba´”.
Podríamos terminar diciendo esto. Puesto que la verdad es una
y Dios es la Verdad misma cabe hablar de la santidad de la fe y la
santidad de la razón; de Revelación sobrenatural y
Revelación natural. Y porque la razón es una y de ella
brota Verdad de verdad, luz de luz, cabe decir que la fe es
razonable y la razón es creyente.
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Arsenio Alonso Rodríguez
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