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No a una legislación tiránica que destruye los fundamentos de Europa y desconoce la dignidad de los europeos

Realidad, trascendencia y finalidad del Tratado Constitucional Europeo: razones para una disidencia

por Francisco Torres García

La toma de posición con respecto al Tratado Constitucional Europeo debe adoptarse tras un profundo estudio del texto que vaya más allá de lo referido a los grandes principios. El Tratado Constitucional es un instrumento pensado para aplicarse durante una larga fase de institucionalización, en la que todos los mecanismos que se han introducido en el articulado cobrarán fuerza para fundamentar un nuevo poder, la Eurocracia. Una lectura superficial del mismo, reducida a las grandes frases y definiciones, conduce a una interpretación ficticia de su significado y de su trascendencia. Es ese diseño, esa trascendencia, esa finalidad la que no se explica, la que sistemáticamente se hurta a la ciudadanía. ¿Qué encierra realmente este Tratado Constitucional, que sólo se transformará en Constitución cuando se concluya esa fase institucionalizadora que se estima llegue hasta el 2014, cuál es el auténtico diseño de Europa que ofrece? Responder a esta cuestión requiere un largo y preciso análisis que vamos a tratar de sintetizar en una amplitud asumible para el lector.

El “Tratado por el que se establece una Constitución Europea”, que debe definirse como Tratado Constitucional y no como Constitución, es un texto, amplísimo, de difícil asimilación, que requiere un cierto bagaje jurídico-político para su comprensión, que viene a refrendar, continuar y desarrollar la política observada en el proceso de construcción europea a partir de los acuerdos que dieron vida al Acta Única Europea (1986) y al diseño de Maastricht (1992), creando una entidad jurídica que se denomina la Unión.

El 18 de junio del año 2004, los Jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros de una Unión Europea recientemente ampliada daban su beneplácito al texto presentado por la Convención Europea (reunida para la redacción del proyecto) y reformado en sucesivas Conferencias Intergubernamentales que, finalmente, sería firmado en Roma y no en Madrid, como se había previsto hacerlo en homenaje a las víctimas del 11-M y como muestra de la nueva solidaridad europea frente al terrorismo, tras la inexplicable cesión del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, el 29 de octubre.

Se abre, a partir de esa fecha, el proceso de refrendo por parte de los países miembros que deberá estar culminado en el otoño del próximo año, para que el Tratado Constitucional pueda entrar en vigor el primero de noviembre de 2006 o en la fecha más próxima si alguno de los procesos de refrendo se retrasara.

El refrendo: la voluntad popular condicionada.

El Tratado Constitucional europeo, pese a la tesis de su autoría democrática, ha sido obra de las minorías políticas y ha estado condicionado por los grandes intereses económicos que han pesado siempre en el proceso de construcción europea. El pretendido debate abierto sobre el mismo a lo largo de su elaboración no ha existido en la práctica, siendo, la inmensa mayoría de los aspectos esenciales del Tratado, para los ciudadanos, unos auténticos desconocidos. La vinculación al proceso de elaboración de la sociedad civil a través de organizaciones, que sólo hipotéticamente la representa, no pasó, en la mayoría de los casos, de los niveles de suntuosas reuniones cuantiosamente subvencionadas como fue el caso de la Convención de los Jóvenes.

Tampoco el Tratado Constitucional ha sido objeto de debate en los parlamentos nacionales (ni se han permitido aportaciones de los mismos), ni entre los grupos políticos, salvo en cuestiones muy puntuales; ni tan siquiera se ha producido el lógico debate en el seno de los partidos políticos.

Desconocimiento y falta de debate han sido, sin duda, las dos señas de identidad más destacadas en el largo proceso de elaboración de un Tratado Constitucional que, sin embargo, ha sido publicitado en la red hasta en sus más nimios detalles.

Los artífices e impulsores del Tratado Constitucional, lo que se denomina usualmente como la burocracia de Bruselas o la Eurocracia, los grupos políticos, son conscientes de la apatía y el escepticismo general con los que los ciudadanos de esa nueva Europa contemplan un proceso que, en el mejor de los casos, consideran tan lejano como ajeno. Ciudadanos que manifiestan su vinculación a la idea de una Europa común, pero que al mismo tiempo demuestran escaso entusiasmo por la Europa que se les ha ofrecido. Constatación empírica de esa realidad son los bajos índices de participación en las últimas elecciones europeas, salvadas en muchas ocasiones por la vinculación de la votación a otras consultas nacionales. Resultados que vienen a demostrar el desencanto que se ha producido con respecto a la cuestión europea y la presencia, como factor negativo, de una enorme y creciente bolsa de euroescépticos, pese a los elementos positivos del proceso de construcción europea en algunos ámbitos. En este sentido, en el caso español, al igual que en otros países, hemos de añadir el valor de convicción que tiene la utilización del argumento de las ayudas recibidas a lo largo de los años precedentes que, sin embargo, no fueron utilizadas en toda su amplitud (han sido constantes las noticias de devoluciones o pérdidas de fondos por negligencia política en diversos niveles), pero con la ocultación de que en el futuro marco de la Unión, España dejará de ser un país receptor de ayudas (de hecho muchas de las regiones que las han recibido han quedado fuera de los parámetros de adjudicación) para pasar a ser un país que pagará más que recibirá en una Unión que demandará más fondos de los países más ricos.

La suma de todo lo expuesto es lo que explica los resultados de las encuestas realizadas sobre la próxima consulta en varios países en las que se contempla una elevadísima abstención, lo que unido a los previsibles noes y votos en blanco hace previsible que las consultas anunciadas arrojen unos altísimos índices de rechazo al texto del Tratado Constitucional. Podría darse el caso de que, en muchos países, los votos afirmativos no sobrepasen el 30% o el 40% de los electores, lo que colocaría al Tratado Constitucional en una situación de clarísima debilidad a la hora de la aplicación del mismo por parte de los Estados. De ahí que el Consejo Europeo haya encargado a los gobiernos e instituciones la realización de campañas de difusión positiva, propagandística y simplificada del texto del Tratado, cuyo ejemplo más difundido es el folleto titulado “Una Constitución para Europa” editado por la Oficina de Publicaciones de las Comunidades Europeas. De ahí que se difunda la falsa tesis de que el voto negativo al Tratado Constitucional será un voto que pondrá fin a la Unión Europea o es un voto contra Europa, cuando lo cierto es que de no conseguirse el refrendo del Tratado se mantendría la actual estructura y los Tratados vigentes, iniciándose un proceso de reelaboración del texto que, en esta ocasión, tendría que buscar, lo que el actual texto no ha conseguido, un amplio consenso social, escuchando la voz de los marginados. Algo que, por ejemplo, si bien las fuerzas políticas empeñadas en defender el Sí vinculándolo a la continuidad del proyecto europeo no comparten, es asumido por un 60% de los españoles.

Conscientes de las dificultades que el refrendo del Tratado Constitucional podría tener en los diversos países de la Unión se ha escogido una vía de apariencia democrática pero que, en realidad, acaba vulnerando el derecho de los ciudadanos a pronunciarse con libertad y conocimiento sobre un tema de importancia trascendental. No todos los ciudadanos van a tener la oportunidad de pronunciarse, ya que en muchos países el refrendo se limitará a una mera aprobación parlamentaria. En otros lugares, como en el caso de España, el referéndum será una mera consulta sin carácter vinculante para el gobierno. Pero es que, en el caso de que no se produjera el refrendo afirmativo en algunos países, el Tratado Constitucional entraría en vigor en los demás y daría a los gobiernos de esos países otras vías para la permanencia en la Unión y ulterior incorporación a la zona en que el Tratado es plenamente vigente.

Nos hallamos ante un refrendo muy condicionado por el Sí, porque, además del apoyo gubernativo, que en el caso de España y de otros países se extiende a la oposición mayoritaria, la inclusión en el preámbulo del Tratado de todos los Jefes de Estado de la Unión, del Parlamento Húngaro y del gobierno del Reino de Suecia, además de retrotraernos a los ecos de las viejas “cartas otorgadas”, supone su aquiescencia y apoyo al texto, lo que extralimita la neutralidad de muchos Jefes de Estado. Así sucede en el caso español y quedó de manifiesto en el tradicional Mensaje de Su Majestad por Navidad.

Refrendo que, en el caso español, se ha convocado con excesiva premura, sin dar tiempo a un amplio debate social, sin que los españoles tengan la debida información, ajena a la propaganda política, sobre lo que va a significar el Tratado Constitucional y cuáles van a ser sus repercusiones para España, con el único objetivo de que España sea el primer país en refrendar el texto; anteponiendo los intereses del gobierno a los intereses nacionales.

Es necesario señalar cómo las propias fuentes de investigación sociológica vinculadas al poder, el CIS, señalan en su informe de diciembre de 2004 que el índice de desconocimiento del texto se sitúa en un 84%, siendo imposible que, en dos meses, los españoles se formen una opinión ajustada sobre el mismo.

Proceso de refrendo que, sin duda, hará sentirse a los ciudadanos más alejados de la Europa que se les ofrece, entrando en contradicción con la idea de que el Tratado Constitucional acercaría más Europa a los europeos.

La elitista autoría del texto del Tratado Constitucional.

La difusión de la idea de la necesidad de una Constitución para Europa, que reorientara el planteamiento mayoritariamente económico de la construcción europea hacia cuestiones puramente políticas, es relativamente reciente; siendo producto de los intereses de las elites políticas y no de una demanda social. Es el debate que se abre con el Acta Única y los Tratados de Maastricht y Ámsterdam (1997) sobre el futuro de la Unión el que lleva a este planteamiento. Es originariamente una propuesta de la izquierda más radical, en concreto del Ministro de Asuntos Exteriores alemán de los verdes Joschka Fisher en el año 2000. A partir de ahí serán la izquierda y la derecha tradicionales las que asuman la propuesta: Chirac, Schroëder, Amato, Blair y Aznar. Todo ello conducirá a la Declaración 23 del Tratado de Niza y a la Declaración de Laeken (2001).

Es decisión de los jefes de Estado y de Gobierno de la Europa de los quince que sea una “Convención” reunida al efecto y no el Parlamento Europeo quien prepare la reforma y unificación de los Tratados que rigen la Unión que desembocará en el Tratado objeto de debate.

La “Convención Europea” ha sido presentada como una “gran innovación”, pero hasta los folletos propagandísticos tienen que insistir en el origen democrático de la misma, más que cuestionado por muchos tratadistas. Compuesta por 105 miembros representa, según sus panegiristas, a los Estados, a las instituciones, a los partidos, a los ciudadanos y ha estado vinculada, de un modo u otro, a los representantes de la sociedad civil; en realidad los miembros de la convención representaban al Parlamento Europeo, eran hombres de confianza de los gobiernos, representantes de las fuerzas políticas nacionales (sólo dos parlamentarios por país) y casi un 30% no dependían de sufragio universal alguno. El núcleo de la Convención lo constituían su presidente, Valery Giscard d’Estaing, los vicepresidentes Dahane y Amato y el grupo de tecnócratas a ellos vinculado, es a este grupo a quien se debe gran parte del texto así como su orientación ideológica general. No es aventurado sostener que, finalmente, se ha impuesto en el texto la tesis que refuerza el aparato burocrático, la Eurocracia, bajo la idea del Estado para el Estado tan vinculada a las elites político-económicas que representa Giscard d’Estaing.

Teniendo presente el texto final y los debates entre las propuestas de la Convención y las tesis de la Conferencia Intergubernamental (Nápoles y Bruselas), así como los contenidos del Tratado de Niza, junto con las orientaciones económicas del Banco Central Europeo y los procesos de deslocalización industrial abiertos, es innegable el peso que han tenido, en el resultado final, el viejo eje franco-alemán, auténtico eje de decisión del entramado político que pone en marcha el Tratado Constitucional, y los grandes intereses económicos multinacionales, sobretodo franco-alemanes, que han gravitado sobre el proceso de Unión Europea, precisamente cuando los panegiristas del Tratado se empeñan en defender el hecho de que el Tratado Constitucional aleja la nueva Europa del condicionante económico.

El Tratado Constitucional viene a configurar el inicio de una Europa federal pero a la vez centralizada en lo referente a la toma de decisiones políticas y a la definición de los objetivos de la Unión, verdadero elemento de debate político en el futuro entre los Estados y la Unión. Una Europa, la Unión, que ya no se asienta sobre la asociación y la cooperación entre los Estados, lo que sería el modelo más plausible, sino en la consecución, a través del desarrollo y aplicación del Tratado, de la entidad jurídica y política que crea, alterando el equilibrio entre la unidad y la diversidad que debería regir la nueva Europa.

Europa federal, porque siguiendo el modelo clásico se reserva para la Unión, al menos teóricamente, la Política Exterior, la Seguridad común y la coordinación de la política económica. Europa de decisiones burocráticas y centralizadas, porque la capacidad de decisión en unas áreas, teóricamente compartidas, puede llegar a casi todos los aspectos de las competencias gubernativas nacionales.

El Tratado Constitucional, sin avalarlo expresamente, viene a constitucionalizar, como base de Europa, el neoliberalismo que supone la subordinación de los derechos y las políticas sociales a los índices macroeconómicos. El Tratado Constitucional promociona una Europa laica, relativista, individualista y multicultural.

La ambigüedad del Tratado Constitucional.

Quizás por el condicionante de ser, en parte, una refundición y una reforma de los Tratados anteriores; quizás por un exceso a la hora de incluir aportaciones nimias que en ningún caso deberían figurar en un texto constitucional, producto, sin duda, del deseo de que se vieran reflejadas las conclusiones de las múltiples reuniones sociales promocionadas por la Convención; quizás por otras razones de mayor calado político, entre las que no cabe obviar la tendencia de centralización y refuerzo constante del poder de la Unión, tan grata a las tesis de Giscard, el resultado ha sido un texto tan extenso como falto de concreción.

La extensión del texto es inusual en el constitucionalismo moderno. Consta de 448 artículos, muchos de ellos desarrollados en varios subapartados. Está articulado en cuatro partes a las que se suman 36 Protocolos y una cuarentena de Declaraciones anexas. Las dos primeras partes (modelo y derechos) se refieren a la arquitectura política de la Unión, siendo desarrolladas fundamentalmente por la Convención; la tercera, la más extensa, se refiere al funcionamiento de la Unión y es la que recoge y reforma los Tratados existentes; la parte cuarta se ocupa de las habituales disposiciones generales y finales.

La opción por un Tratado Constitucional tan extenso como farragoso lo hace incompresible para la inmensa mayoría de los ciudadanos, lo que resulta clarificador con respecto a las intenciones de la Convención.

A ello es necesario añadir el tipo de redacción escogido en el que predomina la ambigüedad, la falta de definición, y la clara intención de confiar la mayor parte del mismo a la interpretación.

Una redacción que, en ocasiones, es caótica pues la tercera parte del texto es pródiga en declaraciones de intenciones en lo referente a la política social que se suman a los derechos contenidos en la parte segunda, pero que al mismo tiempo adolecen de falta de garantías reales y que más parecen puestos ahí para contentar cualquier apetencia que para hacerlos realidad. (Art. 203 – 283), pues como se ha colado en el artículo 210.5 a, su realización no puede afectar de manera significativa al equilibrio financiero, o que el propio sistema institucional, diseñado por el Tratado, aparezca en la parte primera y en la tercera.

Finalmente, abunda en el texto la definición de la líneas políticas que seguirá la Unión como meros objetivos a desarrollar en el futuro, lo que abre aún más espacios a la interpretación y, probablemente, al incremento de los ámbitos de decisión de la Unión frente a las políticas nacionales, ya que confiará su aplicación a futuras Leyes Marco de obligado cumplimiento por parte de los Estados.

La inexistente idea de Europa.

La propaganda institucional sobre el Tratado Constitucional ha tenido buen cuidado a la hora de evitar entrar en una cuestión fundamental: la identidad de la Europa que dibuja el texto sometido a debate.

No contempla el Tratado una definición clara de Europa, de la idea de Europa; al menos no lo hace en el sentido usual que identifica Europa como una síntesis cultural que funde, en el crisol del cristianismo, las aportaciones helénica, romana y judía. Un crisol que alumbra una cultura, o, mejor aún, civilización en la que los conceptos esenciales de hombre, libertad, familia y sociedad son de raíz cristiana, en la que la presencia de los valores espirituales cristianos son fundamentales. Sin embargo, la Convención rechazó la mención explícita a las raíces cristianas de Europa que muchos países y Su Santidad pedían, entre otras razones porque incluirla sería un contrasentido, ya que la Constitución Europea comparte los valores laicistas de la tradición francesa y socialista, así como el peso de la tesis neutralista frente al hecho religioso que ha estado presente en una parte importante de la andadura del proceso de construcción europea.

El cristianismo queda relegado al nivel de hecho religioso de ámbito privado, a mero elemento cultural, igualado a cualquier otra creencia u “organizaciones filosóficas y no confesionales”, lo que abre, al mismo tiempo, las puertas a la proliferación de las “sectas legales” (Art. 52).

La Europa del Tratado Constitucional reconoce, en su preámbulo, una inspiración en la herencia cultural, religiosa y humanista europea, pero nada más. Y en el preámbulo a la parte segunda se limita a ser consciente de su “patrimonio espiritual y moral”. Ambos preámbulos abundan en las declaraciones sobre “los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad”, y en el deseo de “seguir siendo un continente abierto a la cultura, al saber y al progreso social”.

Se reconoce la herencia, pero no se suscribe la noción de identidad que comparten la mayoría de los europeos basada en la existencia de una civilización o cultura europea que se expresa en diversas lenguas, una civilización que ha conformado un modelo social concreto y que ha tenido una historia que, por encima de las diferencias, es común y que desea tener un futuro común. Es más, se podría afirmar que la Unión se ha ido construyendo alejando al ciudadano de los valores europeos que son culturales, cívicos y simbólicos para introducirlo en una identidad de Europa asentada en lo instrumental y en un nuevo modelo cívico que, ahora, se reviste de otro modelo de identidad en el Tratado Constitucional.

Por todo ello, por debajo de las palabras más o menos beatíficas, por debajo de las tesis bondadosas, queda la realidad de un texto que sí define una Europa concreta. Los artículos uno, dos y tres de la parte primera nos dan las claves de las intenciones de los autores del Tratado. Europa no existe por lo que fue sino por lo que será. Europa es la unión de ciudadanos y Estados (Art. 1.1) que se unen para compartir una serie de valores (Art. 2) y cumplir unos objetivos (Art. 3). En breve síntesis se puede afirmar que para los autores del Tratado, la identidad de Europa radicaría en los valores constitucionales que recoge el texto y que modelan una realidad política, económica y social concreta, la Unión.

La inexistencia geográfica e histórica de Europa.

Si atendemos a la tesis que sostiene el Tratado Constitucional con respeto a lo qué es Europa, veremos que la Europa que se nos presenta carece de límites definidos porque, en la mente de los autores, subyace la intención de que la Unión sea algo distinto, algo que sea capaz de sobrepasar lo que serían los límites geográficos, históricos o culturales de Europa.

Según el Tratado Constitucional esa nueva entidad jurídico-política que se denomina la Unión es la formada por los Estados europeos que “respeten sus valores y se comprometan a ponerlos en común” (Art. 1.2) y, por tanto, se consideran Estados europeos aquellos países que, solicitándolo, estén dispuestos a compartir los valores y cumplir los objetivos previstos en el Tratado.

No existe en el Tratado Constitucional ninguna delimitación cultural, geográfica o histórica de lo que se entiende por Europa y por Estados Europeos, por lo que eliminadas las fronteras geográficas el factor decisorio es esa vinculación al diseño conceptual, jurídico y político del Tratado (Art. 58). Es lo que podría permitir la entrada de países como Turquía, Israel o incluso Marruecos. Lo que posibilita la inclusión de Estados que nada tienen que ver con el ser de Europa y las raíces cristianas que son la base de la identidad europea.

Los derechos restringidos.

Siguiendo la propia filosofía del Tratado Constitucional, los valores que definen la Europa de la Unión son los recogidos en la “Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión” (parte II del Tratado, artículos 61-114). No se puede afirmar que la propuesta de Derechos Fundamentales sea innovadora. Aparecen los tradicionales en el constitucionalismo moderno y se incluye la mención expresa y reiterada a la igualdad del hombre y la mujer, admitiendo, en este caso, la figura de la discriminación positiva, junto con algunas consideraciones habituales en el discurso progresista (Art. 79.1, “se prohíben las expulsiones colectivas”, lo que podría, por ejemplo, dada la ambigüedad del texto, impedir la expulsión generalizada de inmigrantes ilegales). Sin embargo, en muchos aspectos, la Carta de Derechos Fundamentales podría ser presentada como regresiva desde un punto de vista social.

Los redactores de la Carta han ignorado, conscientemente, realidades que demandan la inclusión de nuevos aspectos en la definición de los Derechos Fundamentales:

- realidades tan evidentes como el peso de la población anciana en Europa y la necesidad de desarrollar derechos específicos de cara a su atención, la mención recogida en el artículo 85 es, a todas luces, insuficiente.

- no reconoce el derecho a una vivienda digna (sólo se apunta la posibilidad de otorgar ayudas sociales para ello a quienes no tengan ingresos suficientes, artículo 93).

- se ha preferido obviar la necesidad de avanzar en los derechos de la Familia.

- se prescinde de derechos esenciales en el mundo del trabajo dejando en desuso el viejo derecho a un trabajo “digno y estable”, no se incluye ninguna mención a la participación del trabajador en los beneficios o no se ha querido establecer con exactitud los límites de edad del trabajo infantil (Art. 92).

Al mismo tiempo se ha perdido una ocasión trascendente a la hora de incorporar a la Carta de Derechos, por ejemplo, una declaración explícita que preserve el derecho de la persona frente a la explotación sexual.

La ambigüedad o la imprecisión presiden, en gran medida, la redacción de muchos de los derechos recogidos en la Carta, añadiéndose a ello el silencio o la utilización de términos equívocos en los apartados referentes al Derecho a la Vida, la Dignidad de la persona, la Familia o la Educación. El Tratado Constitucional se mueve, en estos ámbitos, dentro del discurso progresista habitual, se aleja de los valores cristianos y se asienta en las tesis laicistas, relativistas e individualistas:

El artículo 62 afirma que “toda persona tiene derecho a la vida”, lo que supone, como ya sabemos, no preservar la vida del concebido y no nacido. Con el Tratado Constitucional se continuará tolerando, en la Europa de la crisis demográfica, el genocidio del aborto. Incluso, podría darse el caso, de que un hipotético desarrollo legal llegara a impedir a un país adoptar medidas contra el aborto.

El artículo 63 deja abiertos los resquicios legales que permitirán la legalización de la eutanasia, acogiéndose a la interpretación abierta del principio de la inviolabilidad de la dignidad humana; también, aunque prohíbe la “clonación reproductora de seres humanos”, deja notables espacios de indefinición que podrían llevarnos a aceptar la clonación terapéutica. En ningún modo se excluye la manipulación genética y con el texto en la mano se permite la investigación sobre células madre obtenidas tras la destrucción de embriones humanos. Tampoco se pone límite a la producción de embriones humanos en las clínicas de reproducción.

El artículo 69 está redactado de tal modo que no se define el matrimonio como unión de hombre y mujer, por lo que implícitamente se admite el matrimonio entre homosexuales y, en la interpretación de la redacción, encontraría amparo la posibilidad de la adopción por parte de parejas homosexuales fundamentándose en “el derecho a formar una familia”; pues no entiende la Familia como una entidad antropológicamente abierta a la fecundidad creada a partir del Matrimonio entre hombre y mujer. No protege debidamente a la Familia, pues se sitúa en una línea de igualitarismo con respecto a todo tipo de uniones.

El artículo 74, pese a su apariencia, no garantiza el derecho de los padres a escoger libremente, sin barreras económicas, la educación que deseen para sus hijos. Y, por ejemplo, tampoco se garantiza, de forma clara, el derecho a continuar estudios más allá de la enseñanza obligatoria.

Decisiones, poder, soberanía y Eurocracia.

No es necesario insistir en el hecho de que el gran debate que subyace en el proceso de integración europea es el de la soberanía; la forma de compatibilizar la permanencia de la soberanía de los Estados, la pervivencia de las Patrias, con la puesta en común de elementos de esa soberanía en el seno de la Unión. Debate que se concretiza en la distribución de competencias (compartidas/propias); en el modo en que se tomarán las decisiones, en las instituciones que asumirán esas funciones y en sus poderes y en el establecimiento de fórmulas de bloqueo o veto por parte de los Estados sobre esas decisiones.

Se desprende de la redacción del Tratado Constitucional que, si bien se aproxima a la vieja tesis francesa de la Europa de las Patrias, en realidad se pretende ir más allá de la idea de cooperación que ha guiado, en parte, la filosofía de la construcción europea; sobre todo una vez que se complete el ciclo institucionalizador que se abrirá en el 2006 y se cerrará en el 2014.

El Tratado Constitucional y sus previsibles e incluso anunciadas reformas, a lo largo de ese periodo que denominamos de institucionalización, viene a configurar una nueva realidad jurídico-política en la que se producirá, por la propia falta de concreción del texto, un continuo fortalecimiento de la estructura creada, de tal modo que la Unión, a través de sus orientaciones, menoscabará continuamente los márgenes de actuación y, por tanto, de soberanía de los Estados, lo que conducirá a la pérdida de la noción de los Estados-nación.

Aparentemente, el Tratado Constitucional, no introduce grandes cambios en cuanto a las competencias que ya se atribuían, al menos desde un punto de vista teórico, a la Unión en materia monetaria, de unión aduanera, de política económica, etc., sumándose ahora lo referente a una política exterior y de seguridad común. Ahora bien, conviene recordar, por ejemplo, que son muchos los europeos que demandan un menor control en lo referente a la política agraria, pesquera e industrial para poder recuperar la alicaída capacidad productiva de sus naciones, tal y como es preciso en el caso de España, de ahí que se plantee la necesidad de recuperar elementos de soberanía en este terreno. Sin embargo, en este ámbito el Tratado Constitucional acabará incrementando el poder de control y de decisión de la Unión (artículos 225-232).

Una lectura atenta del Tratado revela que es, en el terreno de las competencias compartidas (mercado interior, política social, agricultura, pesca, medio ambiente, transportes, seguridad, justicia) y de las acciones que la Unión podrá emprender para “apoyar, coordinar y completar” las políticas nacionales (Educación, Cultura, Juventud, Cooperación administrativa, Industria, Turismo…), donde se abren campos resbaladizos en los que, a través de las Leyes-marco, las disposiciones y los reglamentos delegados, la Unión, como poder centralizado, puede ir limitando la soberanía de los Estados e incrementando su propio poder y el de la Eurocracia que también fortalece el Tratado Constitucional.

Cierto es que el texto limita, teóricamente, esas decisiones a través del control subsidiario delegado en los Parlamentos Nacionales (pero es necesario un tercio de los votos de los Parlamentos para que la Comisión revise la propuesta). Resulta evidente que la ambigüedad, los mínimos establecidos, el peso burocrático, junto con las políticas presupuestarias y el consenso político, o los resquicios legales (“las leyes y leyes marco europeas podrán delegar en la Comisión los poderes para adoptar reglamentos europeos delegados que completen o modifiquen determinados elementos no esenciales de la ley marco”, artículo 36), reducirán en mucho esa capacidad de control. Es, precisamente, en lo que atañe a todas esas competencias -compartidas o susceptibles de apoyos- donde los redactores del Tratado Constitucional han preferido la ambigüedad léxica fijando, esencialmente, objetivos que se definirán en la futura legislación europea. Lo que significa dejar demasiadas competencias en el terreno de lo futurible y de la libre interpretación (mercado, capitales, industria, libertad, justicia, empresa, política económica, política social, sanidad, cultura…). Finalmente se constitucionaliza la posible intervención directa de la Unión en los ámbitos compartidos en virtud de criterios aleatorios amparándose en una aplicación, más que cuestionable, del principio de subsidiariedad reforzando las competencias de la estructura superior: “En aquellos ámbitos que no sean de su competencia exclusiva, la Unión intervendrá únicamente en la medida en que los objetivos de la acción pretendida no puedan ser alcanzados de manera suficiente por parte de los Estados miembros bien en el ámbito central, bien en el ámbito regional o local, sino que puedan conseguirse de una forma más eficaz gracias a la dimensión o los efectos de la acción contemplada en el ámbito de la Unión”.

Conviene tener presente, en este sentido, que, pese a la propaganda positiva, la falta de información sobre el alcance de la Unión y la todavía limitada percepción que los españoles tienen de los costos de la Unión, siendo el incremento de precios y el encarecimiento de los servicios lo más significativo, un 55% de los españoles, frente a un 31%, entiende que, en cualquier caso, es a los Estados a quienes corresponde tener la última palabra en lo referente a las decisiones fundamentales; o que, cerca de un 50%, frente a un 34%, estiman que en el futuro los Estados deberán seguir conservando la mayor parte de sus competencias. Lo que aleja las orientaciones del Tratado de la realidad de la opinión pública.

Todo el debate sobre las competencias, eje de cualquier organización estructural del territorio, del que los españoles tenemos amargas experiencias puestas de relieve en la permanente construcción del Estado de las Autonomías, nos conduce a uno de los elementos clave del Tratado Constitucional: los órganos institucionales, la toma de decisiones y el reparto de poder en el seno de la Unión.

Uno de los argumentos preferidos por los panegiristas y defensores del voto afirmativo al Tratado Constitucional es el referido al avance que supone -desde su perspectiva- la reforma y ampliación del marco institucional de la Unión (Parlamento, Consejo de Ministros, Comisión, Tribunal de Justicia) y de otros organismos (Banco Central Europeo, Tribunal de Cuentas, Órganos consultivos). Sin embargo, la realidad es que el sistema institucional diseñado es altamente complicado, con numerosos aspectos sin determinar, con unas interrelaciones que hacen difícil la precisar dónde residirá el poder real en muchas cuestiones.

En estos aspectos el Tratado Constitucional configura un modelo definido de poderes dando entidad real a instituciones con muy relativo peso (Parlamento Europeo) y poniendo en marcha un auténtico gobierno ejecutivo de la Unión (Comisión Europea) con un Presidente y un Ministro de Asuntos Exteriores, aunque subordinado a las decisiones y orientaciones previas del Consejo. Todo ello permitirá, según se anuncia, un gobierno más real y eficaz que impulsará la profundización en el camino de la Unión, siendo capaz de superar la, como define el manifiesto socialista de apoyo al Sí, “paralizante unanimidad”.

El análisis cuidadoso de la resultante del nuevo marco institucional, del funcionamiento de los órganos de la Unión, de su componente teóricamente democrático y de su relación con los Estados nos conduce a un modelo estructural en el que se configura un poder centralizado, limitado en muchos aspectos, de un modo teórico, por los Estados. Un modelo que se asienta en la tesis asimétrica en cuanto al poder de control y orientación por parte de los Estados, que tiende a crear espacios privilegiados en el seno de la Unión, a través de las “Cooperaciones reforzadas” (Art. 44) y que, finalmente, viene a poner el destino y la dirección de la Unión en manos de unos pocos países.

Fiel al concepto francés de la concentración del poder, el Tratado Constitucional crea un ejecutivo muy fuerte al que, además, corresponde la iniciativa legislativa. El poder ejecutivo de la Unión, contemplado de un forma amplia, recae en tres órganos: el Consejo Europeo (formado por los Jefes de Estado o de Gobierno) que elige al Presidente; el Consejo de Ministros (formado por un representante de cada Estado con rango de ministro); la Comisión Europea (sus miembros son propuestos por el Consejo Europeo y refrendados por el Parlamento Europeo) que es, en muchos aspectos, el auténtico gobierno ejecutivo de la Unión, quien posee la iniciativa legislativa porque “los actos legislativos de la Unión sólo podrán adoptarse a propuesta de la Comisión” (Art. 26.2).

Artículo I-26.1.- La Comisión promoverá el interés general de la Unión y tomará las iniciativas adecuadas con este fin. Velará por que se apliquen la Constitución y las medidas adoptadas por las instituciones en virtud de ésta. Supervisará la aplicación del Derecho de la Unión bajo el control del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Ejecutará el Presupuesto y gestionará los programas. Ejercerá asimismo funciones de coordinación, ejecución y gestión, de conformidad con las condiciones establecidas en la Constitución. Con excepción de la política exterior y de seguridad común y de los demás casos previstos por la Constitución, asumirá la representación exterior de la Unión. Adoptará las iniciativas de la programación anual y plurianual de la Unión con el fin de alcanzar acuerdos institucionales.

El Tratado Constitucional ha dotado a la Comisión de importantes márgenes de maniobra política para fortalecer la Unión en detrimento de la soberanía de los Estados, aunque, ciertamente, se encuentra limitada. Sus límites están en: el Parlamento Europeo, en los Parlamentos Nacionales y en el poder de decisión, directo o indirecto, del Consejo Europeo y del Consejo de Ministros y en sus respectivas atribuciones. Pero la Comisión es la que aplicará las políticas y ejecutará el presupuesto.

El poder legislativo se atribuye conjuntamente al Parlamento Europeo y al Consejo de Ministros (el Consejo). Los dos instrumentos jurídicos fundamentales de la Unión son la Ley Europea y la Ley Marco, ambas sólo se podrán adoptar a propuesta de la Comisión, estando limitadas por la aplicación del principio de subsidiariedad; sin embargo, en determinados casos también podrán adoptarse por “iniciativa de un grupo de Estados miembros o del Parlamento Europeo, por recomendación del Banco Europeo o a petición del Tribunal de Justicia o del Banco Europeo de Inversiones”. Más detenimiento merecen los denominados “actos no legislativos” (Art. 35), que son los Reglamentos europeos y la Decisión europea, actos obligatorios para los Estados y que son decisión del Consejo Europeo (decisiones europeas) o del Consejo y la Comisión (reglamentos y también decisiones), que no requieren la aprobación del Parlamento Europeo y sobre los que tampoco se aplica, en realidad, el principio de subsidiariedad, constituyendo un auténtico resquicio legal para las decisiones centralizadas de la Unión. La aparente claridad se torna en confusión cuando se analizan con atención los actos legislativos y no legislativos; la delimitación no está clara y en el Tratado se establecen numerosos procedimientos que escapan al funcionamiento general establecido.

Es el Consejo Europeo el que fija, realmente, la orientación y la política de la Unión y es el Consejo de Ministros el que define las políticas a aplicar así como “la acción exterior” de la Unión, votando, además, los actos legislativos que proponga la Comisión. Es en estos dos órganos donde se toman las grandes decisiones, siendo ahí donde el peso de los Estados se torna fundamental.

El artículo 25 del Tratado Constitucional fija lo que se denomina la mayoría cualificada en las decisiones de estos dos órganos fundamentales, sustituyendo el anterior requisito de la unanimidad. Esa mayoría cualificada viene determinada por el número de Estados y por el número de habitantes: la doble mayoría.

El diseño que hace el Tratado Constitucional de la doble mayoría viene a fortalecer los intereses y el poder del eje franco-alemán, perdiendo países como España y Polonia el peso que habían obtenido, en las decisiones de la Unión, en el Tratado de Niza.

La doble mayoría es presentada por la izquierda como un avance al tener en cuenta a los Estados y a los ciudadanos. Según el Tratado la mayoría la da el 55% de los miembros del Consejo (que con un mínimo de 15 se amplía hasta el 72% del total a la hora de tomar decisiones sobre aspectos concretos) y el 65% de la población. Al mismo tiempo, el texto, establece lo que se denomina como una minoría de bloqueo que necesita el apoyo de cuatro países. Aunque la unanimidad se sigue manteniendo a la hora de abordar numerosas cuestiones, debido a la presión de muchos Estados, lo que, en definitiva, salvaguarda importantes espacios de decisión y soberanía por parte de los países ya que la unanimidad es muy difícil de conseguir, no es menos cierto que los autores del Tratado han sabido introducir vías para paliar e ir variando esta situación: así sucede en lo referente a cuestiones de seguridad social (Art. 136) o penales (Art. 271) o a la capacidad del Consejo Europeo para que se pueda pasar de la unanimidad a la mayoría cualificada en ámbitos que constitucionalmente dependían de ella, a excepción de lo referente a cuestiones militares o de defensa (Art. 444); lo que conlleva una reforma encubierta del Tratado que se hurtará a la voluntad popular, aunque quede limitada a la no oposición de los parlamentos nacionales y a la aprobación del Parlamento Europeo.

Aunque la mayoría cualificada en las decisiones no entre en vigor hasta el año 2009 y exista un cierto periodo de flexibilización en la aplicación de las norma hasta el 2014, lo cierto es que la capacidad de decisión va a estar en manos de unos pocos países, beneficiando a los cuatro grandes de la Unión, y que sólo las naciones con una política exterior importante y eficaz podrán contar realmente en el nuevo marco a la hora de las grandes decisiones. Cierto es que las combinaciones teóricas son amplísimas, pero la realidad es que el peso político de Alemania (auténtico motor), Reino Unido, Francia e Italia se ha incrementado. Debemos, además, tener presente que: por un lado, pensar en la creación de una estable coalición mayoritaria de paísespara el gobierno de la Unión es una entelequia, ya que, en la práctica, las combinaciones posibles resultan muy reducidas; por otro lado, la capacidad de tomar grandes decisiones sin contar con el beneplácito del eje franco-alemán es muy limitada. Añádase a lo anterior el hecho de que la conjunción de tres de los cuatro grandes (Alemania, Francia, Italia, Inglaterra) con el apoyo de un cuarto país, permitirá constituir poderosas minorías de bloqueo. En pocas palabras, la realidad es que la mayoría cualificada a la hora de tomar las decisiones viene a reforzar el eje franco-alemán convertido en auténtico director de la política de la Unión.

La conclusión más evidente es que nos encontramos ante la configuración de un gobierno de la Unión resultante de los acuerdos entre las elites políticas que desarrollará una tan extensa como influyente burocracia.

Quienes tratan de difuminar esta realidad suelen argüir que el Tratado Constitucional establece fórmulas a través de las cuales el ciudadano puede tener acceso a influir en el gobierno de la Unión, constitucionalizando el principio de “democracia participativa” (Art. 47), lo que se hará a través de dos vías: primera, el “diálogo abierto, transparente y regular con las asociaciones representativas de la sociedad civil”, pero, en realidad, muchas de ellas no son sino correas de transmisión de los grupos políticos, su representatividad es muy aleatoria y son deudoras del carácter de representatividad que se les quiera reconocer según los intereses del momento; segundo, la posibilidad de presentar iniciativas avaladas por un millón de firmas “de un número significativo de Estados miembros”, pero deja para una ley posterior la forma y los requisitos que la hagan posible y el Tratado, en realidad, reduce esta vía a la categoría de simple “invitación a la Comisión” a presentar una propuesta. En ninguno de los dos casos, ni el diálogo con las fuerzas sociales ni la iniciativa popular, irán más allá de mostrar un estado de opinión.

Patrias y Regiones.

Es interesante subrayar como entre los argumentos para el voto afirmativo al Tratado Constitucional, sobre todo desde las filas populares en el caso español, se difunde la idea de que el texto, de algún modo, contribuirá a impedir los excesos nacionalistas y que los planes soberanistas no tendrán cabida en el seno de la Unión, por lo que el Tratado Constitucional acabaría siendo un elemento de seguridad de la unidad y la integridad de la nación española.

Cierto es que, en líneas generales, conceptualmente, el Tratado, al hacer a los Estados y a los ciudadanos creadores de la Unión, sitúa la Europa de las Patrias por encima de la posible Europa de las Regiones. En consecuencia, en este momento, pero no resulta tan claro en el devenir de la Unión, nos encontramos ante una unión de Estados. Ahora bien, si leemos con atención el artículo quinto del Tratado encontraremos espacios de interpretación, que se deben contemplar desde el reconocimiento de las regiones desde un punto de vista político, que podrían abrir cauces futuros a las reivindicaciones nacionalistas en función del método seguido para hacerlas realidad: “La Unión respetará la igualdad de los Estados miembros ante la Constitución, así como su identidad nacional, inherente a las estructuras fundamentales políticas y constitucionales de éstos, también en lo referente a la autonomía local y regional. Respetará las funciones esenciales del Estado, especialmente las que tienen por objeto garantizar su integridad territorial, mantener el orden público y salvaguardar la seguridad nacional”.

No es la redacción del artículo quinto un freno para las propuestas nacionalistas que podrían encontrar acomodo en el texto. Lo realmente importante y preocupante es que se otorgan a las regiones, en el caso español a las Comunidades Autónomas, una serie de competencias (sobre todo a través de la aplicación de la subsidiariedad) e instrumentos que introducen elementos conceptuales propios de la Europa de las Regiones que ansían tanto los nacionalistas como quienes buscan la disolución de las Patrias en grandes entidades estructuradas regionalizadas por debajo del nivel de Estado.

Política Exterior y de Defensa: entre la teoría y la realidad.

En el debate sobre la posición de Europa en el mundo actual, muy distinto a la coyuntura política de los tiempos del Tratado de Roma, se ha planteado, con cierta frecuencia, el papel que debería jugar en un espacio geopolítico caracterizado por la presencia de una potencia hegemónica: los EEUU.

La argumentación más usual es que Europa tiene la misión de trabajar por la consolidación de una realidad política multipolar. Objetivo plausible al que difícilmente se pueden poner objeciones y que sólo es posible desde la cooperación real, sincera y entusiasta de los países de Europa y de la articulación de una política exterior común y autónoma. Esa multipolaridad, sin embargo, no puede tener como fin, como se desprende del Tratado y de las declaraciones de quienes lo apoyan, el convertirse en un agente director de la globalización sin entrar a cuestionar el objeto de la misma, sino que debe ser, en un mundo que es cada día más global, elemento de justicia y solidaridad.

Esta multipolaridad, para que sea efectiva, es la que demanda que Europa tenga entidad e identidad propia, que se dote de una política exterior propia y que sea autosuficiente en materia de defensa.

Los panegiristas del Tratado Constitucional han hecho hincapié en que es el instrumento que permite hacer realidad esa política, subrayándose los grandes avances logrados en ambos campos al ampliar las capacidades y objetivos de la Unión (Art. 40). En esta línea, la Política Exterior de la Unión se orienta, según los artículos 3 y 292 hacia el multilateralismo y la globalización, actuando a través de una política exterior y de seguridad común, buscando conseguir “una convergencia cada vez mayor de la actuación de los Estados miembros” (Art. 40.1). Pero en este como en otros puntos nos encontramos más ante una declaración de intenciones que ante una realidad, se trata de un futurible difuso y no de una conversión inmediata. No encontramos, en el Tratado, más aportación real que la aparición del Ministro de Asuntos Exteriores de la Unión, cargo que viene a reunir las funciones del Comisario de Asuntos Exteriores y del Alto Representante de la UE para la PESC, junto con la posibilidad de poner en marcha un cuerpo diplomático propio de la Unión.

Con el texto en la mano, con los escasos condicionantes que establece, reducidos a meras declaraciones de intenciones (Art. 40.5) sería muy difícil admitir que Europa va a tener una política exterior propia e independiente, que además se asienta en la unanimidad en el seno del Consejo Europeo.

Algo parecido sucede en materia de defensa, donde, pese a las declaraciones, la contribución real quedará en manos de la voluntariedad de los Estados. Además, sorprendentemente, en este aspecto, se subordina la intención comunitaria a la decisión de los Estados pues “el Consejo Europeo recomendará a los Estados miembros que adopten una decisión en este sentido de conformidad con sus respectivas normas constitucionales” (Art. 41.2). Lo que los panegiristas del texto presentan como grandes avances (la ayuda mutua en caso de agresión (Art. 41), de ataque terrorista o catástrofe (Art. 43)) no pasan de formar parte de la más estricta lógica. Implícitamente el Tratado recoge las posiciones encontradas que existen entre los países miembros con respecto a la política de defensa, admitiendo para los “Estados miembros que cumplan criterios más elevados de capacidades militares” la posibilidad de contraer “compromisos más vinculantes” estableciendo “una cooperación estructurada permanente en el marco de la Unión”.

La realidad es que en este terreno, y así se reconoce en el texto implícitamente, Europa continuará vinculada a la OTAN y a los EEUU, lo que hace muy difícil sostener la tesis de la multipolaridad efectiva que demanda una autonomía militar efectiva. Porque la política común de seguridad y defensa de la Unión se asume el respeto a “las obligaciones derivadas del Tratado del Atlántico Norte para determinados Estados que consideran que su defensa común se realiza en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte” ya que la política de la Unión no afectará al carácter específico de los acuerdos de la OTAN; pero es que además fija que el “fundamento de su defensa colectiva y el organismo de ejecución de ésta” seguirá siendo la OTAN para los Estados que forman parte de la misma (Art. 41.7).

Si Europa, para ser, demanda una Política Exterior y una Política de Seguridad y Defensa común, no parece que el Tratado Constitucional profundice en ello más allá de meras declaraciones simbólicas o de la puesta en marcha de proyectos (Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares), que difícilmente pueden ser contemplados como plasmación de esa decisión común.

Economía y política social: limitaciones, controles y reducciones.

El proceso de construcción europea, desde sus inicios, con la puesta en marcha de la CECA, ha gravitado, fundamentalmente, sobre la cuestión económica. De hecho, hasta hoy, lo que ha primado ha sido la integración económica. Pese a las afirmaciones políticas, pese a las declaraciones, lo referente al orden económico continúa teniendo un peso fundamental en el Tratado Constitucional, pues estos aspectos condicionan muchas de las declaraciones de intenciones que contiene el texto en materia social. Hasta tal punto es así que se puede llegar a pensar que, en realidad, nos encontramos ante un Tratado realizado para constitucionalizar el neoliberalismo como modelo económico y social de un nuevo espacio jurídico-político que actuará como elemento de integración, directa (adhesión a la Unión) o indirecta (relaciones preferentes, artículo 57), de una zona del globo en el mercado de la Unión. Un tratado en el que la denominada "Gobernanza económica" se mantiene dentro de los márgenes de desarrollo de la línea seguida hasta hoy en el proceso de integración y convergencia europea.

Neoliberalismo, control económico y reducción de gastos y políticas sociales constituyen la triada que late bajo una parte importantísima y trascendente del articulado del tratado, aunque desde posiciones ultraliberales aún se le considere corto.

El consenso entre los grupos políticos mayoritarios, centristas-conservadores y socialistas, ha hecho viable el nuevo marco socioeconómico de la Unión. Ha sorprendido a muchos el apoyo socialista a un texto de origen tan tecnocrático como neoliberal que configura una realidad socioeconómica a la que teóricamente debía oponerse (de ahí el gran debate en el socialismo francés). La razón es que el socialismo aspira a ser la fuerza hegemónica de la Unión, por lo que ha cedido en cuestiones sociales y económicas manteniendo sus posiciones en el terreno del discurso progresista (familia, moral, vida, laicismo…), anunciando que intentará introducir reformas. Ese consenso es el que hurta a los ciudadanos el gran debate sobre las cuestiones fundamentales que le van a afectar muy directamente en su vida diaria (empleo, protección social, inmigración, coste de la vida, modelo laboral, etc.). Ese consenso, en el caso español entre populares y socialistas, es el que permite exhibir como bandera positiva las palabras (una Europa más solidaria, cohesionada, con pleno empleo, sin discriminaciones, próxima al ciudadano) para ocultar las limitaciones que la aplicación del tratado conlleva. Hasta tal punto son estas afirmaciones comprobables que, por ejemplo, el socialismo español, explícitamente, asume la necesidad que tiene el texto constitucional de “mejorar en asuntos especialmente relevantes como el gobierno económico y social”. Por su parte, la Confederación Europea de Sindicatos ha tenido que admitir, tras dar su apoyo al texto, que es limitado, escudando el Sí al texto en la justificación de que se “ha obtenido el máximo posible” en el marco político, social y económico en que se encontraban.

En este mismo ámbito resulta interesante señalar como ese consenso se manifiesta en la defensa del Tratado Constitucional bajo la justificación de que va a permitir el establecimiento de una política de cohesión económica y social en los territorios de la Unión que situará a los ciudadanos de Europa en unos niveles de vida como antes nunca se conocieron.

Dejando las palabras y las declaraciones a un lado (los socialistas destacan la mención de que hasta permitirá la erradicación de la pobreza) la realidad es que, leyendo el articulado, penetrando en sus intenciones, sería muy complejo no abrir el debate sobre si se pretende realmente esa cohesión, entendida como igualación (que siempre será en términos macroeconómicos), o se van a mantener e incluso ahondar las diferencias en el seno de la Unión en materia económica y social; o si la cohesión será de mínimos, reduciendo los niveles de protección que se tienen en algunos países de la Unión.

El Tratado Constitucional establece la posibilidad de realizar acuerdos sectoriales en materia económica entre los países que se desarrollen por encima del conjunto de la Unión, lo que podría conducirnos a la aparición de nuevos y distintos desequilibrios regionales. Súmese a esto el hecho de que el Tratado Constitucional no establece un marco de protección e igualación de los derechos de los trabajadores de la Unión (mercado laboral, jornada, gasto social, etc), sólo en algunos aspectos se alude a ello, y la protección social queda siempre vinculada al equilibrio presupuestario, por lo que es lógico preguntarse sobre si la dinámica económica no acabará cohesionando, en materia social, mediante la reducción de los derechos sociales.

El modelo socioeconómico resultante de las propuestas del Tratado es, cuanto menos, inquietante. Siguiendo el proceso que se inició con la puesta en marcha de la CECA y de la CEE, la consecución de la convergencia económica continua siendo el elemento capital de la construcción europea; atendiendo al espíritu del Tratado parece evidente que esa convergencia, en muchos aspectos, se orienta hacia la liberalización, sólo limitada por los aspectos de subvención que contiene la aplicación de los fondos de cohesión, pero que, a la vez que desarrollan infraestructuras imprescindibles para el gigantesco mercado resultante, contribuyen a ir desmantelando sectores industriales nacionales sobre los que recae la vitola de la inviabilidad (tal y como aconteció en países como España o Portugal y sucederá en la Europa de reciente y futura incorporación).

El Tratado Constitucional subordina las políticas económicas nacionales a la consecución de los objetivos de la Unión (Art. 178) dentro de los principios de una economía de mercado abierta y de libre competencia. Corresponde al Consejo de Ministros la realización del proyecto de orientación de las políticas económicas de los Estados. Por su parte, la Comisión se encarga de supervisar la evolución económica de los Estados y hacer observar la coherencia de las políticas nacionales con las orientaciones de la Unión. Cualquier decisión sobre el incumplimiento y la elaboración de una recomendación quedará sujeta a los resultados de la aplicación de la mayoría cualificada o de la minoría de bloqueo (por lo que el incumplimiento por parte de varios de los grandes Estados hará inviable que prospere la recomendación).

El neoliberalismo impregna la filosofía económica del Tratado: “La Unión obrará en pro del desarrollo sostenible de Europa basado en un crecimiento económico equilibrado y en la estabilidad de los precios, en una economía social de mercado altamente competitiva, tendente al pleno empleo y al progreso social con un nivel elevado de protección y mejora de la calidad del medio ambiente” (Art. 3). La base económica, el objetivo de la Unión, es el desarrollo sostenible que se manifiesta en magnitudes macroeconómicas, lo que establece un factor de lejanía con respecto a las necesidades más cercanas al ciudadano. El desarrollo sostenible demanda el crecimiento equilibrado y la estabilidad. Para ello es necesaria la contención del déficit público y el control del gasto de los Estados (Art. 184). Cualquier gasto social, que es el que posibilita el progreso social con un elevado nivel de protección, queda condicionado a lo anterior, es decir a la estabilidad de los precios y al control del déficit. De ahí que el artículo 209 establezca: “la Unión y los Estados miembros, teniendo presentes derechos sociales fundamentales como los enunciados en la Carta Social Europea, firmada en Turín el 18 de octubre de 1961, y en la Carta comunitaria de los derechos sociales fundamentales de los trabajadores, de 1989, tendrán como objetivo el fomento del empleo y las mejoras de las condiciones de vida y de trabajo para hacer posible su equiparación por la vía de progreso, una protección social adecuada, el diálogo social, el desarrollo de los recursos humanos para conseguir un nivel de empleo elevado y duradero, y la lucha contra las exclusiones”. Se constitucionaliza el fin social, que ya estaba en los acuerdos europeos, pero ahora se le pone el límite económico: “la necesidad de mantener la competitividad de la economía de la Unión”. Lo fundamental en economía será la estabilidad de los precios, la estabilidad del Euro, el equilibrio financiero y el equilibrio en la balanza de pagos.

Al mismo tiempo, el Tratado constitucionaliza un mercado único en el que la competencia sea “libre y no falseada”, por lo que no cabrán ni las limitaciones, ni los gravámenes, ni las subvenciones (Art. 167), obligando a los Estados a adecuar a la nueva realidad los “monopolios nacionales de carácter comercial” (Art. 155) y se declara “incompatible con el mercado interior y quedarán prohibidos todos los acuerdos entre empresas, las decisiones de asociaciones de empresas y las prácticas concertadas que puedan afectar al comercio entre los Estados miembros y que tengan por objeto o efecto impedir, restringir o falsear al juego de la competencia dentro del mercado interior” (Art. 161). Lo que reducirá, sistemáticamente, muchas de las capacidades de los Estados a la hora de tomar decisiones económicas, sobre todo en lo referente a la adopción de medidas de promoción o de inversión pública, y, al mismo tiempo, abrirá un problemático debate sobre los límites que introduce el ambiguo término de “no falseada” en lo referente a la competencia; lo que aplicado, de una forma laxa, podría llevarnos a conflictos a la hora de abordar algunos de los aspectos de la política sanitaria o educativa.

Neoliberalismo porque la tesis de caminar hacia la liberalización en trabajo, servicios y mercado está muy marcada en el Tratado. Así, el artículo 33, facilita el que “los Estados miembros se declaren dispuestos a proceder a una liberación de los servicios más amplia que la exigida en virtud de las leyes marco europeas adoptadas, si su situación económica general y la del sector afectado se lo permiten”

Modelo económico y modelo de relaciones laborales que va a contribuir a incrementar los procesos de deslocalización: primero hacia el Este de Europa y después hacia los espacios preferentes, porque no se tendrá en cuenta, y no se puede establecer gravamen alguno, la diferencia existente entre los mercados de trabajo dentro de la Unión, los regímenes de protección social y las jornadas laborales, al igual que no se tiene presente la competencia desleal para industrias tradicionales (por ejemplo el mueble o el textil) que supone el mantener la marca europea y la producción, en régimen de explotación, en el Tercer Mundo o en las futuras áreas preferenciales. Realidades que esperan, como señalamos más arriba, los redactores del texto para que aceleren los procesos de reducción de los marcos de protección social y del mercado laboral, pues el Tratado rehuye la idea de trabajar por la armonización laboral y social.

El Tratado Constitucional limita la soberanía económica de los Estados. Lo hace a través de un Banco Central Europeo de escaso control, con una autonomía excesiva y con importantes capacidades de intervención (“En los ámbitos que entren dentro de sus atribuciones, se consultará al Banco Central Europeo sobre todo proyecto de acto de la Unión y sobre todo proyecto de normativa a escala nacional; el Banco podrá emitir dictámenes”, artículo 30.5). Lo hace subordinando las economías a las orientaciones de la Unión. Lo hace buscando la proscripción de las empresas públicas (“Los Estados miembros no tomarán ni mantendrán respecto a las empresas públicas y aquellas a las que concedan derechos especiales, ninguna medida contraria a las disposiciones de la Unión”). Lo hace prohibiendo, en gran parte, las ayudas estatales. Lo hace limitando la soberanía en materia agraria o industrial. Lo hace limitando las grandes inversiones públicas. Lo hace obligando al control del gasto social.

Otra Europa, otra Constitución.

Un estudio mucho más profundo y detallado del Tratado Constitucional abriría, seguramente, nuevos interrogantes, nuevas preguntas sobre los objetivos reales y el futuro del proceso de integración y convergencia europea. Probablemente, este análisis, no haría otra cosa que incrementar las razones y los argumentos para oponerse al “Tratado por el que se establece una Constitución Europea”. Se podría llegar a afirmar que la resultante final de una aplicación, tan incierta como poco definida, en vez de traernos más Europa, nos situaría en un marco menos fiel a la identidad europea y al respeto a la soberanía de las identidades nacionales que la conforman.

Como españoles, como europeos, no podemos renunciar al sueño europeo; no podemos conformarnos, bajo la incomprensible excusa de que no existe alternativa posible, con los estrechos límites de un texto que se fundamenta en lo instrumental y margina lo cultural; un texto que no hace sino diluir los fundamentos de la identidad europea en un vacío concepto cívico de ciudadanía, como resultado del proceso de ir marginando todos y cada uno de los valores que han caracterizado la cultura, la civilización y los usos europeos.

Europa, el proceso de construcción e integración europea, no se paralizará por el resultado adverso del refrendo del Tratado Constitucional; un resultado contrario al Tratado no pondrá fin a la Unión, sino que abrirá, en el seno de la misma, un necesario proceso de revisión y reflexión. Lo que vamos a decidir es, simplemente, si suscribimos, si nos sentimos identificados con un modelo determinado de Europa.

Ese modelo de Europa, dibujado en el Tratado Constitucional, supondrá un detrimento constante de la capacidad de decisión de las naciones, haciéndonos cada vez más dependientes de estructuras lejanas. Una Europa que no se cimentará en los valores cristianos. Una Europa en la que España, como muchos otros países, tendrá poco que contar a la hora de las grandes decisiones. La Europa de la Eurocracia, donde los factores económicos, los grandes intereses, continuarán pesando de forma decisoria.

Nosotros creemos posible otra Europa, otro Tratado Constitucional, cimentada en la cooperación entre iguales, en la puesta en común de espacios de soberanía (Política Exterior, Seguridad, Defensa, Justicia); que diseñe una Europa asentada sobre sus valores, cimentada en sus raíces cristianas, con identidad propia.

Nosotros creemos que Europa se merece otra Carta Magna que recoja Valores y Principios inspirados en la Ley Natural y la Moral Objetiva, que no vuelva la espalda a sus raíces cristianas; que edifique la Europa de la colaboración y la cooperación, que no conlleve la desintegración de las identidades patrias; que haga posible una Europa garante de derechos sociales. En esta línea, no podemos, no queremos asumir la viabilidad de una política de mínimos sustentada en el mal menor, pues tenemos la obligación de buscar el bien posible.

Por todas estas razones, debemos oponernos al Tratado Constitucional.

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Francisco Torres García

 

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