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Líneas maestras del pensamiento político de Louis -Ambroise de Bonald
por
José María “kajnis” Ripoll Rodríguez
El concepto de “contra-revolución” o “anti-revolución” es un paradójicamente un producto de la misma revolución; y de ese modo la línea discursiva y metodológica del planteamiento contrarrevolucionario, al estar en directa relación con la revolución, dependerá de la comprensión, la asunción y el impacto que en cada uno de los autores el proceso revolucionario produce
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En muchas ocasiones hemos oìdo hablar de la “escuela
contrarrevolucionaria” en la cual, partiendo de la convergencia de principios
filosóficos, sociales y políticos en diferentes autores posteriores a la
revolución francesa se pretende asimismo encontrar una común línea de
pensamiento. En tal escuela vemos incluir a Joseph de Maistre, Louis de Bonald,
Edmund Burke, Vázquez de Mella, Donoso Cortés y otros; y siendo rigurosos hemos
de decir que ello en parte es así y en parte no, y debemos evitar el caer en la
trampa apriorística de tal afirmación.
Existe en todos ellos ciertamente una reacción frente al
proceso revolucionario, en un principio muy centrado en el francés como
paradigma de toda revolución, como común denominador de sus escritos y
actuaciones públicas, sin embargo, sus ambientes vitales, nacionalidad y sobre
todo el impacto que en ellos produce el proceso revolucionario así como su
relación directa o indirecta con el mismo es el que va a determinar la
dirección que seguirán en sus planteamientos.
Acercarse a la obra del Vizconde de Bonald buscando la
extensión o complementariedad de alguno de los autores antes citados puede
ocasionarnos más de una sorpresa. El concepto de “contra-revolución” o
“anti-revolución” es un paradójicamente un producto de la misma revolución; y
de ese modo la línea discursiva y metodológica del planteamiento
contrarrevolucionario, al estar en directa relación con la revolución,
dependerá como hemos señalado más arriba, de la comprensión, la asunción y el
impacto que en cada uno de los autores el proceso revolucionario produce.
Sin embargo, Bonald es un hombre de un tiempo
post-tradicional, y su obra básica,de hecho, “Teoría del poder político y religioso”
se escribe en 1796, casi inmediatamente después de la caída de la monarquía en
Francia. Para Bonald la monarquía y el régimen prerrevolucionario no son una añoranza
de pasado ni tampoco un ideal de futuro, sino más bien una situación presente a
la que retornar una vez que pasen las pasiones y el furor que dieron origen a
la barbarie revolucionaria.
Podríamos establecer una división en tres grupos de autores
estableciendo la división en cuanto a la vinculación al proceso revolucionario.
Es una división genérica, y sujeta por tanto a la imperfección, pero que nos
puede permitir, aún englobando a estos autores en una orientación común,
percibir asimismo las diferencias entre los mismos:
a) Autores contrarrevolucionarios. Aquellos que
pertenecen al mundo cultural –el católico- golpeado directamente por la
revolución y que se sitúan cronológicamente cercanos al inicio del proceso
revolucionario especialmente en Francia, con inquietudes y planteamientos
profundamente marcados por el ambiente revolucionario francés muy singularmente
por la época del Directorio ;
b) Autores antirrevolucionarios; aquellos que no
perteneciendo propiamente al mundo cultural católico –y faltando de su
especulación todo lo relativo a la revolución en el orden religioso y sus implicaciones
socio-políticas- perciben los frutos amargos de la revolución francesa y sus
funestas consecuencias para la civilización y cultura occidentales;
c) Autores tradicionalistas, aquellos que viviendo en
una sociedad post-tradicional recogen el fruto de la indagación de los autores
anteriores empleando la metodología y principios de esos primeros estudios
sobre la revolución asentándolos en los principios filosóficos y teológicos de
la sociedad cristiana occidental y proyectándolos en la situación del mundo que
les toca vivir.
Pertenecen todos ellos por su común postura crítica respecto
a la revolución francesa a la llamada “escuela contrarrevolucionaria”.
Fijémonos pues en la apasionante figura de Louis Ambroise de Bonald.
Vida y contexto del autor
Louis Gabriel Ambroise, Vizconde de Bonald, perteneció a uno
de los linajes más antiguos de Rouergue. Había nacido en el castillo de Mouna,
cerca de Millau, el 29 de octubre de 1754 y, como correspondía a su rango, fue
educado siguiendo los requisitos del antiguo régimen, ingresando muy joven en
el cuerpo de Mosqueteros del Rey, donde sentó plaza hasta su supresión en 1776.
Ningún interés había manifestado por las letras ni por la
política hasta el momento en que fue elegido alcalde de Millau, en 1787, cargo
que seguía ocupando al estallar la revolución. Bonald se mostró al principio
favorable a los planteamientos presentados en los Estados Generales de 1789,
sobre todo por lo que podían representar los cambios sociales y la aportación
de mejoras al país, asumiendo incluso el hecho de que este nuevo orden
significaría ir en detrimento de los privilegios de la nobleza a la que él
mismo pertenecía.
El año siguiente fue nombrado presidente de la
administración central del Département de Rouergue, pero debido al cariz que
iban tomando los acontecimientos, perdió el entusiasmo de los primeros días de
la revolución y no tardó en tomar la decisión de dejar el país para alistarse
en el ejército del Príncipe de Condé, que se encontraba por entonces en Heidelberg
preparando una ofensiva realista para frenar la expansión revolucionaria desde
el otro lado del Rhin.
Habiéndose establecido en Constanza, Bonald toma la pluma
por primera vez y escribe lo que habría de ser su obra más relevante, la cual
titula Teoría del poder político y religioso dentro de la sociedad civil,
demostrada por el razonamiento de la historia. El libro es publicado en
1796, pero como obra anónima. No obstante haber visto la luz esta publicación
después del golpe de estado de Termidor, por temor a represalias, o tal vez
debido a su propia inseguridad como escritor y ensayista, Bonald prefirió
mantener su nombre en la sombra, refugiándose en el anonimato. Pero, como era
previsible por su contenido, el Directorio declara la obra subversiva y secuestra
las copias.
Cabe observar que la Teoría del poder político y
religioso parece haberse escrito como si se tratara de un vivo deseo de
expresarse libremente y de poder manifestar un punto de vista propio ante los
acontecimientos que el autor estaba viviendo. La lectura del libro nos presenta
a un Bonald humanista e ilustrado, que hace una interpretación de los hechos
ocurridos en Francia asimilándolos a simples accidentes provocados por las
pasiones humanas. Considera, pues, la convulsión revolucionaria simplemente
como una agresión al orden natural y cree que todo desaparecerá cuando las
pasiones se hayan desvanecido y pueda volver a imperar la razón. Bonald trata
estos acontecimientos aplicando una visión global y generalizada que tiene más
de criterio filosófico que de instrumento político, lo que pone de manifiesto
que más que actuar como árbitro de la situación, su voluntad fue la de
transmitir una verdad universal.
Más tarde, en la época del Consulado, escribe Du divorce
(1801) y regresa a Francia para colaborar con Chateaubriand en la redacción del
Mercure, publicación de tendencia católica y monárquica. Con el
renacimiento de las facciones realistas durante los años del Imperio, su
prestigio intelectual va en aumento y en 1808 es nombrado consejero de la
universidad con el reconocimiento del propio Napoleón. No obstante, su fuerte
apego a la monarquía borbónica le impide manifestar cualquier simpatía hacia el
Emperador, por lo que declina la aceptación que se le ofrece como preceptor del
hijo de Luís Bonaparte, entonces rey de Holanda, o incluso del Rey de Roma,
heredero de Napoleón.
A la caída del Imperio, Bonald apoya la restauración de los
Borbones y es recompensado siendo designado miembro de la Académie Française.
Entre 1815 y 1822 es diputado por el Aveyron y en 1823 llega a Par de Francia.
Durante estos años toma parte del mundo de la política y la situación le brinda
poner de manifiesto sus cualidades oratorias, manifestándose en todo momento
como un gran defensor de los principios del catolicismo. Su actitud en contra
del divorcio le llevará a presentar al Parlamento una ley para su prohibición,
lo que no le impide colaborar, por el contrario, en otros aspectos considerados
entonces como progresistas, como fue la Ley de Libertad de Prensa de 1822. En
este período escribe Réflexions sur l´intérêt général de l´Europe en
1817, una obra de referencia para el estudio de la situación de Francia y de
Europa en el momento de la restauración de los Borbones en la persona de Luís
XVIII.
Pero con la revolución de 1830 las cosas vuelven a cambiar y
Bonald ya no puede aceptar la nueva situación, por lo que renuncia a su cargo
en la Cámara Alta, retirándose de la vida política y regresando a sus
posesiones de Rouergue para residir nuevamente en el castillo de Moulna, donde
tuvo lugar su fallecimiento en 1840.
Metodología bonaldiana
Bonald comienza su tratado precisando el fin
material y la metodología a emplear a lo largo de su reflexión. Es precisamente
en la introducción
donde a modo de pórtico presentará su réplica a las tesis fontales originantes
del proceso revolucionario francés: es el antídoto a Rousseau y Montesquieu y a
sus dos tesis, causa formal del nuevo orden francés desde 1789: el concepto ilustrado
de ley y legislador, y la soberanía popular expresada a través del sufragio
universal Es partiendo del análisis de la historia y de la naturaleza de las
sociedades como Bonald elabora su dictamen acerca del origen y naturaleza de la
sociedad política. Siguiendo el transcurso de la historia podemos encontrarnos como
el hombre ha tratado de erigirse en legislador de la sociedad política y
religiosa, siendo tal pretensión netamente voluntarista manifiestamente
contraria a la naturaleza de la misma sociedad; así Bonald nos da su diagnóstico
que reiterará a lo largo de todo el tratado: “yo creo posible demostrar que el
hombre no puede dar una constitución a la sociedad religiosa y política, como
no puede dar peso a los cuerpos o extensión a la materia”.
El mismo hecho de que un legislador pretenda constituir una sociedad y darle
leyes o ratificarlas sin apelar a la naturaleza de los seres sociales y a sus
relaciones mutuas lo único que supone es retrasar el esfuerzo que la misma
sociedad hace de interpretar su constitución natural.
¿Cuál es el origen de la constitución natural tanto de la
sociedad civil como de la religiosa? No se trata de algo contingente, sino
necesario; la constitución natural de una y otra sociedad proceden de la
naturaleza de los seres sociales que la componen “tan necesariamente como el
peso resulta de la naturaleza del cuerpo”
El segundo punto clave que pasa a analizar en su
introducción es el de la soberanía popular, y la búsqueda de lo que de verdad
hay en tal proposición, encarando el problema como un ejemplo de su método. En
efecto, Bonald toma tal proposición y busca su aplicación en la historia y por
la historia, deduciendo que tal proposición jamás ha tenido aplicación. Por
otra parte tal enunciado es contrario a la naturaleza tanto del concepto de
soberanía como de los seres que componen una sociedad, dado que en primer lugar
si el pueblo fuese soberano, ¿sobre quien ejercería tal soberanía? No habría
estrictamente hablando soberanía alguna. Por otra parte con respecto al
ejercicio de dicha soberanía, sólo habría dos maneras de ejercerla, o bien
lugar autodonándose leyes y ratificándolas más tarde, lo cual, como bien señala
Bonald, no ha sucedido nunca ni podrá suceder jamás, o bien, delegando el
ejercicio de tal soberanía eligiendo personas que la ejerzan en su nombre. Sin
embargo, el pueblo, dice Bonald, no nombra a nadie, más que a un grupo
convenido de personas, que a través de formas convenidas, ya sea pública o
privadamente puedan ser elegidas. Es importante el término convención, pues
indica un procedimiento contingente, esto es, que puede ser de esta manera, de
otra o no ser, no es un procedimiento necesario, esto es, ser así y no de otra
manera, concluyendo que siendo un rasgo de la verdad el ser necesario, la
supuesta soberanía popular es por lo tanto un error, que en boca de los
ilustrados adquiere la categoría de mito. Para Bonald la razón únicamente puede
rendirse ante la autoridad de la evidencia o bien ante la evidencia de la
autoridad, y al aplicar esto a la teoría contractualista de Rousseau y
Montesquieu, lo primero que descubre el análisis racional es que la
construcción social no puede hacer tabla rasa de la naturaleza social
imponiendo sobre la misma la ley del voluntarismo social. Que la suma de las
voluntades particulares pueda decidir sobre el orden natural no sólo es
evidentemente falso desde el más sucinto análisis, sino un intento absurdo que
la misma naturaleza redirige hasta el curso natural de las cosas. De ahí que
toda revolución no solo es antinatural sino absurda e inútil.
Se trata de algo más que de un ejemplo el que pone Bonald;
vemos sí, la metodología que va a emplear a lo largo de su obra, pero también
vemos que entra directamente en los mismos supuestos autodemostrados de los
teóricos liberales de la Revolución francesa. “Así pues, esta proposición
general o abstracta: la soberanía reside en el pueblo, ni ha tenido jamás ni
puede tener ninguna aplicación; por lo tanto es un error.”
En el pórtico de su obra, con un silencio elocuente, Bonald acusa al contrato
social y al espíritu de las leyes ser los responsables de la Revolución.
Asimismo nos encontramos con una de las características típicas del estilo de
Bonald, como a través de la razón intenta demostrar cómo los tópicos de la
ilustración no son más que mitos, y los supuestos fundamentos ideológicos de la
Revolución francesa son cortinas de humo que tratan de ocultar sus auténticos
orígenes que están en las pasiones desordenadas del espíritu humano.
Las leyes y la constitución de las sociedades.
Comienza Bonald su obra aclarando cuáles son los fundamentos
de las relaciones sociales, lo que él llama “leyes fundamentales” de las
sociedades. La sociedad tiene su origen en la semejanza de los seres que se
asocian a través de ciertos modos de ser llamados “relaciones”, teniendo tales
relaciones la nota distintiva de ser necesarias, no contingentes;esto es, que
son así y que no pueden ser de otra manera. Tales relaciones necesarias entre
voluntades independientes están en el origen de las leyes ,que por consiguiente
son leyes necesarias . “Las sociedades naturales religiosas y físicas son,
por consiguiente, reuniones de seres semejantes por las leyes o por las
relaciones necesarias de voluntad común, de amor recíproco, que actúan por la
fuerza teniendo como finalidad su mutua reproducción y conservación”.
La antropología bonaldiana es la antítesis del pensamiento ilustrado, la
voluntad particular busca ante todo el dominio sobre las demás voluntades de
ahí, que la sociedad en cuanto acuerdo de intereses opuestos, exige que una
voluntad general, una fuerza general y un amor general dominen sobre las
voluntades particulares en orden a la conservación y reproducción de los seres.
No es por tanto el ser humano bueno por naturaleza, y el orden social sólo se
alcanza por lo tanto cuando la voluntad particular, que busca su propio interés
se incluye en la voluntad general.
La “voluntad general” en Bonald está en directa relación con
su concepto de ley. Los seres están, los unos respecto a los otros “en
determinadas maneras de ser llamadas relaciones”,
cuando tales relaciones son necesarias, no contingentes, y por ello derivadas
de la naturaleza de los seres que componen una sociedad, a tales relaciones las
llamamos leyes. A la exteriorización de esas leyes, la llamamos voluntad
general. La voluntad general, no tiene para Bonald el sentido de Montesquieu o
Rousseau, como fruto de la soberanía popular, la suma de las voluntades particulares
que tratan de autodotarse de una legislación, sino la expresión misma de la
constitución natural de la sociedad cuando las relaciones necesarias entre los
seres sociales en orden a su conservación y reproducción se expresan
exteriormente.
Tal concepto de ley es el que actúa de criterio para distinguir
entre sociedades constituidas y sociedades no constituidas. Si
las relaciones entre los seres de una sociedad y por lo tanto sus leyes son
necesarias y derivadas de la misma naturaleza de los seres nos hallaríamos ante
una sociedad constituida. Por el contrario, cuando encontramos una sociedad en
la que los seres están entre sí en relaciones no necesarias, contrarias a la
naturaleza, sus leyes serán defectuosas y variables, característico de las
sociedades no constituidas. Las sociedades no constituidas pierden su carácter
de cuerpo social ya que no cumplen el fin propio de toda sociedad: la
conservación de los seres. Esto, que semeja tan abstracto nos lo aclara Bonald
al explicarnos el procedimiento a través del cual la naturaleza hace y
exterioriza las leyes:
“Las leyes, según Montesquieu, son las relaciones necesarias
que derivan de la naturaleza de las cosas. Yo acepto esta definición y digo:
las leyes fundamentales, las leyes políticas, las leyes civiles, interiores o
exteriores, son, pues, relaciones que derivan necesariamente de la naturaleza
de las cosas…. Según esto, la naturaleza del poder religioso y la del
poder político, son inmutables y necesarias: luego, no es necesario un poder
legislativo para hacer leyes fundamentales….La naturaleza hace pues las
leyes en una sociedad constituida, pero cómo hace las leyes?, de dos maneras:
1) Introduce en la sociedad unas costumbres que adquieren fuerza de ley. 2)
Indica a la sociedad el vicio de una ley defectuosa o incompleta por el
carácter de los desórdenes de los cuales ella está agitada…”.
Es de este modo el derecho consuetudinario la más genuina expresión del
voluntad popular, y asimismo, el entramado consuetudinario, el medio de
transmisión, lo que llamaríamos hoy “tradición” –palabra que no existe en el
vocabulario de Bonald, dado que para él la tradición es presente- el criterio
formal para detectar las leyes defectuosas o inadecuadas.
Esa voluntad general, implica un poder general, y tal poder
general precisa a su vez de una fuerza general. No son sociedades constituidas
por tanto, ni el despotismo ni la democracia. En el primer caso se da una
voluntad particular única, una poder particular único, fuerza de todos; en el
segundo caso, son muchas voluntades particulares, poder particular de muchos ,
fuerza de todos. Según Bonald, ambos sistemas concuerdan en algo: el ser
impracticables.
Poder general, fuerza general: Religión pública, poder
público y distinciones sociales, ejes de la sociedad.
El poder general se ejerce a través de la fuerza general;
aquellos encargados de ejercer la fuerza general deben distinguirse por lo
tanto de los demás miembros de la sociedad. Siendo ésta una relación necesaria,
la ley de las distinciones sociales será del mismo modo necesaria y permanente,
igual que el poder único es permanente. Por ello la ley de las distinciones sociales,
la religión pública y el poder único son los tres pilares de la sociedad civil.
Sin lo cual ninguna sociedad puede constituirse. Tanto la sociedad intelectual
o religiosa como la civil tienen un fin común: la conservación del hombre
social.
La primera tiene como cometido la represión de las
depravadas voluntades del hombre social; la segunda como compresión de sus
actos exteriores. Por consiguiente no existe sociedad civil sin la reunión de
la sociedad política y la sociedad religiosa. De modo que las afecciones tanto
de la sociedad religiosa y de la sociedad civil van a determinar la
constitución de la sociedad política, y el debilitamiento de la una siempre va
a ir en merma de la otra. “La religión es atacada, al mismo tiempo, por el
orgullo y la impiedad; el gobierno y la religión van a debilitarse a la vez;
pronto la división de poder acarrea la división del culto, y a la abolición de
todo culto público sigue inmediatamente el aniquilamiento de todo poder general”
“….. Los cortesanos son las divinidades, los verdugos son el poder, y la más
impura de las idolatrías se establece al lado del despotismo más feroz, pero la
religión nutre y tiende la mano a la monarquía que se levanta de nuevo……… el
principio de la monarquía es un principio de unidad…. Y el principio de las
sociedades no constituidas es un principio de división, de muerte, de vacío
político y religioso….. el observador puede percibir las sorprendentes
relaciones y los simultáneos progresos de ciertas opiniones políticas y de
ciertas opiniones religiosas”.
Fijémonos en este punto que es altamente importante y
genuino de Bonald. No es que los planteamientos religiosos influyan en la
constitución de una sociedad, o configuren históricamente el régimen político,
es que propiamente no existe sociedad política sin religión pública. Por eso,
la sociedad civil propiamente dicha, procedente de la alianza entre la sociedad
política y la sociedad religiosa, únicamente aparece de manera patente a partir
la Edad media.
Quizás la ausencia de presupuestos teológicos firmes en
Bonald sean el punto débil de su sistema, y parecen anunciar el positivismo; no
en vano van a influir su óptica sociológica en Durkheim y el mismo Comte, el
cual designó a la sociología bonaldiana como la característica “sociología del
orden”. No parte de un planteamiento teológico propiamente dicho, no elabora su
concepción de la sociedad religiosa desde la teología católica, sino que la interpreta
como hecho social desde sus intuiciones acerca de las leyes y las sociedades constituidas.
“…. Porque la sociedad religiosa y la sociedad política son semejantes y
tienen una constitución semejante”
Propiamente sólo la religión cristiana es sociedad
religiosa constituida, frente a las demás sociedades religiosas que no son
constituidas, dado que sólo en ella encontramos un poder general conservador,
que sería Jesucristo,
como monarca de la sociedad religiosa, una fuerza general conservadora, que
sería el clero y la gracia que a través de los sacramentos reparte entre los
miembros de esta sociedad, y las leyes fundamentales, que son derivadas de su
naturaleza de cuerpo social, ya que los seres que pertenecen a esta sociedad se
encuentran vinculados por relaciones necesarias: “Si se considera la
sociedad política como un problema al que se le busca solución, ¿Cuáles serían
los requisitos necesarios para solucionarlo? Encontrar una forma de sociedad
política o de gobierno en la que un número cualquiera de hombres físicos estén
unidos entre sí, y mantenidos en esta unión por una relación o un interés
común. ¿Cuáles serían los requisitos del problema de la sociedad intelectual?
Encontrar una forma de sociedad intelectual en la que un número cualquiera de
seres inteligentes estén unidos entre sí, y mantenidos en esta unión por un
nexo o interés común…”
Esta forma de sociedad religiosa es únicamente la religión
cristiana, que conviene también a la forma de la sociedad política, coinciden
esencialmente desde el punto de vista formal. De la misma manera que en la
sociedad civil las relaciones necesarias entre los seres sociales derivan las
leyes, lo mismo sucede con las leyes religiosas. En concreto Bonald se fija en
dos, de las que habla en abstracto: la necesidad de un mediador y la del
sacrificio de la religión pública, necesaria también para la conservación de la
sociedad civil.
Sólo en la religión cristiana se encuentran estas leyes
fundamentales, y por lo tanto, siendo la única sociedad religiosa constituida
la cristiana, sólo puede haber sociedad política constituida donde la religión
cristiana se constituya en forma de religión pública. Este planteamiento tiene
dos puntos débiles: el primero que hace depender la redención de una “relación
necesaria entre los seres sociales” así como la necesidad del sacrificio.
Propiamente tanto la revelación como la redención
precisamente se definen por el concepto teológico de la gracia, y donde hay
necesidad no puede existir la gracia. La gracia no es un resultado necesario de
relaciones entre los seres sino un don gratuito de la magnificencia de Dios.
Por otro lado, parece que la sociedad religiosa finalmente se encuentre en un
plano inferior de la sociedad civil, y orientada a la constitución de la misma.
Bonald tiene una laguna, y es que precisamente al tocar el tema religioso no
parte de una perspectiva teológica, sino sociológica, y precisamente su
tratamiento de la sociedad religiosa está en orden no a mostrar su función
social por sí misma, sino su función en orden al origen de las sociedades
constituidas.
No pretendamos encontrar en los párrafos de Bonald acerca de
las sociedades religiosas por tanto un planteamiento teológico, sino una
descripción social del cristianismo en su función constitutiva de la sociedad
civil. El hace un planteamiento parcial, en el que no pretende ahondar, considerando
que no es el objeto de su reflexión; es legítima por tanto su interpretación,
pero tratándose del hecho religioso católico, se queda corto, y si únicamente
nos quedásemos con tales párrafos de Bonald para explicar la función del
catolicismo en el orden social, sin duda, estaríamos ante una concepción
insuficiente. ¿Y que sucede entonces con el cristianismo reformado?
Aplicando el concepto de ley como exteriorización de las
relaciones necesarias entre los seres sociales, y concluye en que el cristianismo
reformado son sociedades religiosas no constituidas ya que sus iniciadores
tienen la misma pretensión de “legislar” que se observa a nivel político en el
orden republicano. Pretenden por lo tanto dotar a la sociedad religiosa de
leyes a través del voluntarismo independientemente de las relaciones necesarias
de los seres. Tal es el origen viciado de la Reforma protestante cuyos
iniciadores han pretendido establecer sus leyes en lugar de acatar aquellas
emergentes de las relaciones entre los seres sociales. Los reformadores, a
través del camino emprendido se ven abocados asimismo a pesar de ellos mismos a
formar una nueva sociedad política : “.. y es lo que ha hecho nacer ya la
república en el seno de la reforma, ya la reforma en el seno de la república”.
El germen revolucionario es el mismo que el del orden político por lo tanto, y
sus consecuencias por lo tanto acaban de una manera o de otra convergiendo.
Por otra parte, Bonald expresa un pensamiento que se
convertirá en lugar común de los tratadistas contrarrevolucionarios, que la
revolución no es un simple proceso ideológico o una mera plasmación
socio-política de una reflexión filosófica, sino ante todo un resultado del
desorden de las pasiones traspuestas al orden social, que tienen su origen en
el mismo pecado original, siendo el primer pecado el origen mismo de la
revolución y de todos sus valores: “La prohibición que se os hace, le dice,
sólo estorba vuestra libertad para impediros aspirar a la igualdad con vuestro
creador: no os moriréis, seréis como dioses, conociendo el bien y el mal; y el
sujeto seducido….. se atreve a desobedecer, es decir, sustituir al poder
general su poder particular… el hombre, poder de la sociedad, exterior,
comparte la desobediencia del sujeto, en lugar de castigarla; el amor
desordenado… gana en su corazón al amor del Ser Supremo. El orgullo había
extraviado al sujeto, la debilidad pierde al monarca… la sociedad se aleja a la
voz de su creador… de la morada de encantos en la que había vivido antes de su
desobediencia: es la primera revolución, y tiene las mismas causas que tendrán
en el porvenir todas las otras, la debilidad y el orgullo”
La sociedad constituida: Monarquía, nobleza y propiedad.
Según esto, se configura la sociedad política constituida
como monarquía real. Dado que el poder general conservador debe ser permanente
ya que procede de una naturaleza permanente, se configura en forma de monarquía
hereditaria. La fuerza social, los agentes encargados de la ejecución de la
voluntad y el poder general, aparte de la distinción social, por ser connatural
al poder general consevador, y tener sus mismas características, ha de ser
permanente y de la misma manera, hereditario.
He ahí el origen de la nobleza. Tanto la monarquía real, su
poder general conservador, el rey, y la fuerza general conservadora, la nobleza
se vinculan de manera eminentemente singular a otro concepto clave en Bonald
que hará historia y gloria en otros autores: la propiedad. Es el servicio
militar social o defensivo el fin auténtico de la nobleza, a la que Bonald no
duda en llamar “profesión social”, donde los títulos nobiliarios serían la
manera de añadir nuevas familias a tal profesión. Y cuál es el objeto de
defensa del noble: la propiedad. Pero la propiedad no ha de confundirse con la
posesión.
Es la propiedad territorial el concepto base de propiedad
para Bonald, ahora bien, el problema está en como se puede hablar de propiedad
territorial como consecuencia de la naturaleza, para todos los individuos si
los pueblos crecen y la propiedad no puede extenderse. Así pues, aquí entra el
orden de la nobleza. Según Bonald es la misma naturaleza la que ha solventado
este atranco: la naturaleza proporciona la función de cada uno en la sociedad,
así ha otorgado a unos la propiedad sin trabajo, en orden a la estabilidad y a
la protección de la misma propiedad, y a otros la propiedad con trabajo
extendiendo así la propiedad sin extender al mismo tiempo el territorio, y por
eso la propiedad siendo territorial, no es tanto el patrimonio del individuo en
cuanto tal individuo, sino en cuanto hombre social, y por eso la propiedad se
vincula tanto a la profesión social como a la familia, y la misma permanencia
de la profesión nos habla de la permanencia de la propiedad.
Tanto se vincula la propiedad a la función social que según
Bonald, originariamente hay únicamente tres propiedades y por ende sólo tres
propietarios: la religión, el rey y la nobleza y la razón es que la propiedad
exige una función social. De ahí la necesidad de la servidumbre, para asegurar
tales funciones. La conclusión de Bonald es clara: sólo la sociedad es
propietaria, dando el usufructo al rey para mejor gobernarla. ¿De dónde viene
por tanto la ruina del gobierno feudal? Pues el hacer hereditarias también las
comisiones y empleos circunstanciales por servicios ocasionales. No distinguirá
el gobierno los feudos de las comisiones y de ahí vendrán los abusos y la
decadencia del sistema feudal. Al cambiar la propiedad en cuanto propiedad de
la tierra por propiedad del capital, y por lo tanto aparecer las necesidades
expansionistas por la misma necesidad de expansión y libertad de capitales,
cuando el concepto de propiedad derivado de las relaciones sociales necesarias
entre los seres sociales –derivado de los principios republicanos- es cuando la
monarquía real comienza a desarticularse.
Citando a Montesquieu y conviniendo con el en la afirmación
“una monarquía debe tener una grandeza mediocre”
el ve en las guerras de conquista el principio desordenado propio de la
mentalidad republicana : “porque un estado no puede extenderse
desmesuradamente, nada más que dejando de ser monárquico”
“La monarquía tuvo que ser destruida, porque la
conquista y la monarquía no sabrían subsistir juntas…. Sólo las repúblicas
podrían realizar el proyecto, porque la monarquía universal no es más que el
despotismo universal supone una conquista universal y porque las repúblicas son
esencialmente conquistadoras”
Y precisamente las guerras expansivas son algo esencial de
los sistemas republicanos, pero que encuentra su fundamento último en el cambio
de propiedad de la tierra por la propiedad vinculada al capital:
“Con el fin de extender su territorio lo han hecho todo,
han desafiado a todo, lo han sufrido todo para extender su comercio; el
comercio se ha convertido en el único negocio de sus gobiernos, la única
religión de sus pueblos, el único motivo de sus querellas”
Los graves peligros sociales del régimen republicano
Bonald al exponer las consecuencias del sistema
republicano, parece que está contemplando la historia de los siglos XIX y XX de
una manera profética y sin quererlo realiza profundas predicciones que se
verificarían en épocas posteriores a las de la actividad intelectual de nuestro
pensador. Para Bonald las graves consecuencias sociales del régimen republicano
vienen dadas por la conjugación de los tres elementos ínsitos en los ideólogos
revolucionarios: la supremacía de las voluntades particualares, el cambio de la
concepción de la propiedad de la tierra por la propiedad del capital, y el juego
de intereses en las repúblicas nacientes.
Curiosamente en esta triple amenaza va a coincidir con la
denuncia que hace Alexis de Tocqueville “Los grandes bandidajes solamente
pueden darse en naciones democráticas en las que el gobierno está concentrado en
pocas manos” sobre los peligros que amenazan la supervivencia del régimen
democrático, con la diferencia de que para Bonald no son peligros extrínsecos y
correctibles, sino que tales amenazas sociales son consecuencia necesaria de la
naturaleza del régimen republicano.
“… las palabras libertad e igualdad, de las cuales
nunca se habla si no es en un pueblo donde no existe ni la una ni la otra….los
que tuvieron para ellos y para los demás el derecho de poder y de querer
tuvieron toda la libertad de la que un hombre podía disfrutar: y el resto, constituida
en un nulidad moral y física de voluntad y de poder, reclamó la igualdad a la
que todos hombres pueden aspirar…. Una distinción tan contraria a la naturaleza
del hombre fue la causa de todos los males… y como se imaginaron diferentes
medios para impedir esta división… resultaron diferentes modos de gobierno republicano.,,,
cuando todos hubieron adquirido el derecho de ejercer su propia voluntad… la
sociedad volvió al primitivo estado de sociedad salvaje… divididos a causa de
sus voluntades, e intentando hacerlas prevalecer mediante sus fuerzas naturales..”
La igualdad preconizada por los revolucionarios, para Bonald
no es más que un mito orientado pues para excitar las voluntades; es un
planteamiento que conduce a la manipulación por parte de unos pocos del resto
de la sociedad que se configura como masa. Bonald profetiza el origen del
marxismo, en donde la lucha entre las voluntades particulares se expresará
después con el nombre de “lucha de clases”; sin voluntad general, ni poder
general conservador, lo únic que resta es la fuerza de las voluntades
particulares.
Por otro lado, no deja de resultar significativo que sólo
tres años después de escribirse el tratado, en 1799, y alcanzar Napoleón el
poder, nace el banco de Francia al que en el año 1802 se le concederá la
facultad exclusiva de emitir papel moneda. Desde el análisis del origen y
desarrollo del sistema capitalista, nosotros percibimos como aquel viejo
principio “laissez faire, laissez passer” propio del capitalismo
manchesteriano, que reclamaba simplemente la libertad para el interés privado,
poco a poco irá ocupando el estado, siendo éste finalmente un fiel ejecutor de
los intereses del capital, tal sentido tiene la caida del mismo Napoleón, cuando
el capital le retira su apoyo en el momento del bloqueo económico a Inglaterra,
contrario a los intereses de la banca francesa.
El cambio de la propiedad de la tierra a la propiedad en
torno al capital y a la primacía del interés privado, que poco a poco irá
ocupando los resortes del poder político lo presiente Bonald cuando se fija en
Inglaterra. Bonald entiende que en Inglaterra existen dos poderes , una
sociedad política constituida y por otra parte una sociedad de comercio, que se
encuentra separada de la sociedad política. A la sociedad comercial compete la
actividad de imponer impuestos y colaborar con la legislación. Tal situación
tiene como consecuencia la merma de la capacidad del poder real conservador,
así el rey no tiene capacidad de decretar leyes, ni para una ni para la otra
sociedad, porque como dice Bonald : “sería de temer que por el favor de la
autoridad que le da su poder político no quisiera dominar a la sociedad
comercial…” p.91
El siglo XIX a nivel político se puede definir como el
triunfo del positivismo y la anuencia de la ley natural como entidad
configuradora de las sociedades. Sabemos que los tratadistas del positivismo
ponen la eficacia de la ley positiva en los medios coactivos, y que los
derechos que el estado “otorga” –que no son considerados por tanto como
derechos anteriores al estado- sólo pueden ser defendidos con la coacción
externa. La coacción externa es la otra cara del positivismo, ya que es el
estado el que otorga tales derechos, debe tener la misma capacidad para
retraerlos ya que el estado es la fuente y el origen mismo de la moralidad, y
es el que ha de poner los medios para hacerlos valer. Es el expansionismo y el
belicismo los medios de conservación del régimen republicano. El expansionismo
ya hemos visto más arriba por qué, por la transmutación de los valores
relativos a la propiedad. Por otra parte las sociedades no constituidas son
siempre guerreras. Es lo que anuncia Bonald para la naciente república de los
Estados Unidos ante la que muestra absoluta desconfianza:
“La República de los Estados Unidos comienza, y la
forma de gobierno que adopta es toda ella exactamente obra del hombre; en este
caso la naturaleza no sirve para nada…. No prefiere ningún culto, y
los trata a todos con la misma indiferencia, se podría decir que con el mismo
desprecio… en este caso las distinciones sociales están formalmente abolidas,
la filosofía y el orgullo han hecho la revolución y exigen su precio” Bonald
llama la atención de no dejar deslumbrarse por el hecho de la ausencia de la
violencia y la barbarie que caracterizó el nacimiento de la república en
comparación con los Estados Unidos.
Simplemente Francia destruyó con ensañamiento lo mismo que
la república de los Estados Unidos ignora y desprecia. Por otra parte, Bonald anuncia
para el desarrollo y conservación de la república de los estados unidos el
recurso a la fuerza y a la violencia, ya que en ese lugar tuvo su origen : “En
América, algunos derechos módicos sobre el té sirvieron de pretexto…. Y para
pagar esta bebida nociva algo más barata, América fue despoblada, fue
arruinada, la guerra estalló en los dos mundos, la sangre humana corrió a
borbotones, y el gran hombre, que no exponía su vida nada más que al peligro de
las indigestiones de las cenas de París, se congratulaba de los progresos del
incendio que él había provocado…”.
En definitiva, el mismo espíritu republicano francés es el
que ha dado origen a la República de los Estados Unidos, su origen se debe a la
“ambición de poder, donde la ambición ha sido siempre un pretexto..”
y pone el lugar mismo de su nacimiento en la naciente empresa capitalista : “…
es un particular que ha convertido sus fondos de tierra en billetes de banco.
Los entusiastas la creen eterna porque ha durado quince años…. “.
Su vinculación con la fuerza y el expansionismo tienen la
misma razón que la de todas las repúblicas: ausencia de voluntad general, confrontación
de voluntades particulares, destrucción del concepto natural de propiedad por
el interés privado y la primacía del capital frente a la tierra. Bonald pone la
revolución americana en relación de dependencia con la revolución francesa y es
desde tal relación donde han de precisarse las diferencias: “Francia
destruyó al hombre de cualquier edad, de cualquier sexo, de cualquier profesión,
de cualquier partido, y por cualquiera de los medios de destrucción que pueden
suministrar el arte o la naturaleza. Los Estados Unidos habían respetado la
propiedad: Francia aniquiló la propiedad misma, degollando a los propietarios.
Está hecho el corte de la destrucción y de la desgracia, está consumido, la
realeza y el rey, el culto y sus ministros, las distinciones y las personas, la
propiedad y los propietarios, el hombre, Dios mismo, Francia lo ha destruido
todo”.
Bonald intuye en el proceso revolucionario un proceso de
destrucción de esencias. Unas esencias cuyo olvido desemboca en el caos social
y el desorden cívico, ya que es el resultado del mismo desorden de las humanas
pasiones que al verse desbocadas y transplantadas al orden social, y por lo
tanto justificadas y legalizadas en forma de ideología buscan su predominio.
Solamente por tanto ante tal situación cabe la búsqueda de las esencias, la
búsqueda de la forma, es la búsqueda de los elementos últimos de la sociedad y
de la persona. Una búsqueda en la cual hay ya un descubrimiento en firme: que
el fin de la sociedad y el hombre y su fundamento mismo es el mismo: Dios; y su
medio de expresión social la constitución natural de las sociedades único medio
apto para la vida humana. Bonald así contemplará una sociedad fuertemente
jerarquizada, con cuerpos y sociedades intermedios que apelen, más que a la
positividad de la norma y del Estado, a la interpretación que esa misma
sociedad hace de si misma, de su idiosincrasia y que ve expresada en sus
tradiciones y costumbres, haciéndose por tanto inútil la necesidad de legislar
sobre lo que ya está ínsito en lo profundo de lo permanente de la vida social. Bonald
no demuestra, sino muestra de este modo el absurdo de toda revolución y lo
profundamente inconsciente que supone el caminar por esa rampa descendente y
sin retorno que es el proceso revolucionario.
Las consideraciones de Bonald sobre los efectos posibles del
efecto revolucionario, para nosotros es historia pasada y bien conocida. Su argumentación
sobre la estructura de las sociedades y sus elementos característicos debe
servirnos por lo tanto no sólo para interpretar esa revolución que desde el
siglo XIX se hace presente en todos los órdenes sino para repensarnos a
nosotros mismos en nuestra historia individual y colectiva, para caer en la
cuenta de que no es la ideología, sino la naturaleza la que abotargada por el
positivismo pugna por reordenar lo deshecho por las malas inclinaciones
humanas.
·- ·-· -····-·
José María “kajnis” Ripoll Rodríguez
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