Pautas generales educativas.
Padres, Estado e Iglesia.
Los padres son “los primeros y
principales educadores de sus propios hijos” (Juan Pablo II, 1994:16,8). El
deber, que constituye grave obligación, de los padres de educar virtuosamente a
los hijos, forma parte de sus obligaciones insustituibles e inalienables
(Gravissimum educationis, 1965:3,1,2; Juan Pablo II, 1981:36,1,2). Cumple a los
padres inculcar a los hijos “los valores esenciales de la vida humana” y “una
justa libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo
y austero, convencidos de que `el hombre vale más por lo que es que por lo que
tiene´” (Juan Pablo II, 1981:37,1). Deben adquirir los hijos el sentido de la
justicia que les conduzca al respeto de la dignidad humana y a que predomine en
ellos la generosidad en el servicio y el sacrificio hacia los demás (Juan Pablo
II, 1981:37,2). Los padres deben educarles para el amor como donación de sí
mismos; por ello la educación sexual debe ofrecerse clara y delicadamente, y
enlazada con los principios morales (Juan Pablo II, 1981:37,3,4,7; Pío XI,
1929:41,2). Es por tanto irrenunciable la educación en la virtud de la castidad
que implica un aprendizaje del dominio de sí y supone una necesaria preparación
para lograr la madurez gradual de la personalidad (Juan Pablo II, 1981:37,5.39,1,
2003:92,1).
El Estado comparte la tarea
educativa en virtud del principio de acción subsidiaria de la autoridad
(Gravissimum educationis, 1965:3,2; Pío XI, 1929:22,3,4), debiendo respetar en
todo momento “los derechos innatos” de la Iglesia y de la propia familia a la
educación cristiana (Pío XI, 1929:24,3), y promover una educación integral de
la persona humana, incluida la formación religiosa y moral (Gravissimum
educationis, 1965:7,1), pues la denominada escuela neutra o laica, prohibida a
los niños católicos (Pío XI, 1929:48), y que siempre está ideologizada por
poderosas corrientes inmanentistas (León XIII:1884:15) y es confesionalmente
anticatólica, limita y cercena las posibilidades educativas de desarrollo y
perfección del educando y de sus posibilidades morales, ocultando la dimensión
central de la realidad personal (Pío XI, 1929:36.38). Por el contrario,
la escuela
católica (…) educa a sus alumnos para conseguir eficazmente el bien de la
ciudad terrestre y los prepara para servir a la difusión del Reino de Dios, a
fin de que con el ejercicio de una vida ejemplar y apostólica sean como el
fermento salvador de la comunidad humana (…) [Por ello los padres tienen] “la
obligación de confiar sus hijos (…) a las escuelas católicas, de sostenerlas
con todas sus fuerzas, y de colaborar con ellas” (Gravissimum educationis,
1965:7,3.8,4).
De ahí que la ausencia de
religión en el matrimonio y de la pérdida de estabilidad de la alianza conyugal
reporte múltiples calamidades sobre las familias y sobre las sociedades y se
malogra la educación de los hijos (Gutiérrez García, 2001:173; León XIII,
1880:15,16,17; Pío XI, 1929:39). Es por ello, como bien apunta Gutiérrez García
(2001:194) que
Los gobiernos
incumplen su misión educativa, cuando se ponen al servicio dócil de ideologías,
que de manera abierta o en forma encubierta predeterminan los contenidos de la
enseñanza o canalizan la educación por derroteros contrarios al correcto
sentido real del hombre y a los deseos de las familias. Es el educativo uno de
los sectores, en que se padece en la actualidad el desvío de ciertos Estados en
lo que respecta a su alta misión subsidiaria de la comunidad civil.
La misión educativa de la Iglesia
tiene un papel específico a ejecutar. Debe
vigilar toda
la educación de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o
privada, no sólo en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino
también en toda otra disciplina y en todo plan cualquiera, en cuanto se refiere
a la religión y a la moral (…) para preservar a sus hijos de los graves
peligros de todo veneno doctrinal y moral. Además, esta vigilancia de la
Iglesia (…) reporta eficaz auxilio al orden y al bienestar (…) manteniendo a la
juventud alejada de aquel veneno moral, que en esa edad inexperta y tornadiza
suele tener más fácil entrada y pasar más rápidamente a la práctica. Pues sin
una recta formación religiosa y moral –como sabiamente advierte León XIII- toda
la cultura de las almas será malsana: los jóvenes, no habituados al respeto de
Dios, no podrán soportar norma alguna de honesto vivir, y sin ánimo para negar
nada a sus deseos, fácilmente se verán inducidos a trastornar los Estados.
(Pío XI, 1929:13,2,3)
En idéntica línea señala
Gutiérrez García (2001:195,196) que:
La Iglesia
tiene exclusiva competencia en lo que concierne a “las verdades de fe y de la
moral reveladas, e indirectamente y sin exclusividad todas las disciplinas y
enseñanzas humanas, tanto en el desarrollo de las distintas materias, como en
cuanto al juicio autorizado sobre el contenido de la enseñanza, respecto de su
conformidad o disconformidad con la educación cristiana. Este derecho, que es
deber (…) posee una extraordinaria eficacia inmunizadora contra el error.
Persigue igualmente la madurez
total de la persona humana y que el bautizado gradualmente vaya intimando con
Dios y contribuya con su vida “al crecimiento del Cuerpo de Cristo”
(Gravissimum educationis, 1965:2; Juan Pablo II, 1994:39,2; Pío XI, 1929:11).
La perfección educativa.
El hombre “está llamado a vivir
en la verdad y el amor” y a realizarse en plenitud mediante “la entrega sincera
de sí mismo” (Juan Pablo II, 1988:7,12.7,14, 1994:16,1). De ahí que la
verdadera educación consiste en obtener lo mejor de uno mismo, que pasa
ineludiblemente por el propio y auténtico conocimiento y dominio, que
indefectiblemente camina en paralelo, en concomitancia directa, al conocimiento
de Dios, pues como afirma San Agustín “Dios es más interior a mi mismo que yo
mismo”. Por ello “no puede existir educación completa y perfecta si la
educación no es cristiana” (Pío XI, 1929:5) ya que “la educación (…) abarca a
todo el hombre, individual y socialmente, en el orden de la naturaleza y en el
de la gracia” (Pío XI, 1929:9,5). El hombre está hecho a imagen y semejanza de
Dios (Gen. 1, 26-27) e inferimos por tanto como correlato la necesidad que
para conocerse a uno mismo haya que buscar la profundidad del conocimiento y
del amor de Dios. Juan Pablo II (1994:19,10) expresa con claridad que “la
fuente más rica para el conocimiento del cuerpo es el Verbo hecho carne. Cristo
revela el hombre al hombre”. El hombre se convierte en un extraño a si mismo si
no conoce a Dios.
La familia cumple una misión
insustituible e irremplazable cual es la de promover los altos valores
espirituales y morales, y es el lugar más apropiado y eficaz para culminar el
proceso de madurez personal (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:960-962) en
su cuádruple expresión física, psicológica, espiritual y afectiva.
La “fase de la autoeducación” llega cuando el hombre posee un grado de madurez
psicofísica tal que puede tomar opciones responsables acorde con la recta razón
(Consejo Pontificio para la Familia, 2004:663-666), y se vincula siempre con
esa primera etapa educativa en que se han creado las “raíces existenciales”
(Juan Pablo II, 1994:16,9,10).
Por ello la importancia vital y
existencial de formar integralmente al educando en este primer periodo
educativo. Declara en este sentido el Sagrado Concilio que “los niños y
adolescentes tienen derecho a que se les estimule a apreciar con recta
conciencia los valores morales y a aceptarlos con adhesión personal y también a
que se les estimule a conocer y amar más a Dios” (Gravissimum educationis,
1965:1,3). En el campo de la educación religiosa, “la familia es insustituible”
(Juan Pablo II, 1994:16,13). Deben los padres introducir a los hijos
progresivamente en el descubrimiento del misterio de Dios y en la oración (Juan
Pablo II, 1994:60,1,2). Es más, hay obligación “a ser exigentes con ellos en lo
que atañe a su crecimiento espiritual. Se les debe indicar el camino de la
santidad, estimulándolos a tomar decisiones comprometidas en el seguimiento a
Jesús, fortalecidos por una vida sacramental intensa” (Juan Pablo II, 2003:62,2).
Se deben celebrar los Sacramentos “con el máximo esmero y poniendo las
condiciones apropiadas” (Juan Pablo II, 2003:74). Insiste Juan Pablo II (2003:75,76,78,79)
para experimentar “la alegría de una verdadera liberación (…) sin encerrarse en
su [la] propia miseria”, en la confesión de los pecados personal con absolución
individual, en la imperiosa necesidad de la oración personal, de incentivar
continuamente la “fe en la presencia real y permanente del Señor en el
Sacramento del altar”, y en el rezo del Santo Rosario.
Pero esta necesaria y debida
influencia educativa familiar se ve minada por el ataque directo contra la
misma institución familiar por parte de los enemigos de la familia. Nos
encontramos frente a una verdadera guerra con una auténtica planificación
estratégica, táctica y operativa. Se quiere “deconstruir” la familia (Consejo
Pontificio para la Familia, 2004:583), diluir los derechos, deberes,
obligaciones y responsabilidades de los padres; se quiere, violando el justo
principio de subsidiaridad, subsumir mundialmente, -pues previamente se ha
eliminado la plena soberanía nacional incluso en el ámbito educativo
transvasándola a organismos supranacionales dependientes de la ONU-, la
competencia de enseñanza en todos los ámbitos,
sin cortapisas, para reducir al hombre mediante una educación desnaturalizada y
radicalmente inmanentista de pretensiones mesiánicas, en un simple consumidor
ególatra, “esclavo de su ciego orgullo y de sus desordenadas pasiones” (Pío XI,
1929:39), preocupado y ocupado en su búsqueda de bienestar (Juan Pablo II,
1995:23,1) y autosatisfacción instintiva por pulsiones.
Enemigos de primer orden contrarios
a la familia y a su tarea educativa: positivismo jurídico y dirigismo cultural.
Influencia negativa de la televisión.
Fuerzas poderosas ancladas en el
inmanentismo antropocéntrico tratan de subvertir el orden natural y social
establecido por la ley natural. Son organismos internacionales políticos y
económicos los promotores visibles de esta guerra imperialista no convencional
contra la civilización cristiana, y que persigue la instauración de un nuevo
orden mundial totalitario y uniformador (Schooyans, 2002). La imposición del
positivismo jurídico y la acción deletérea del dirigismo cultural de los medios
de comunicación son los instrumentos elegidos para difundir una nueva
mentalidad decadente, mendaz y rupturista.
El positivismo jurídico conforma
mentalidades erróneas en torno a “valores” nuevos que niegan los antiguos. Al
consagrar comportamientos contra naturam como “derecho” legalmente
constituido y jurídicamente defendido, el rechazo social disminuye en porción
muy alta, pues la ley crea mentalidad, crea hábitos, los desarrolla, cimienta y
los arraiga.
El dirigismo cultural
teledirigido a la degradación humana y cultural
conduce inexorablemente a la decadencia moral:
desorientación en la juventud (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:661,1022;
Juan Pablo II. 1995:21,1), aumento de la corrupción política, crímenes,
divorcios
o violencia doméstica
entre otras lacras sociales. En este sentido escribe Gutiérrez García
(2001:173),
La DSI
defiende contra viento y marea el valor natural y las realidades sustantivas
del matrimonio, y advierte que los daños que se siguen de la morfología
teratológica y de la desordenante ordenación jurídica del matrimonio que se ha
introducido, provocarán una decadencia sin paralelo en la historia (…) La
decadencia moral señala el ocaso de las culturas y de las civilizaciones.
Podrán los pueblos neopaganos mantener, por un tiempo, cierto vigor material en
el desarrollo de los bienes temporales, pero no pueden esquivar el derrumbe,
hoy día sumamente acelerado, de los valores humanos permanentes.
Se hace continua chacota,
solapada o directamente, de los “valores permanentes” instaurando de facto
en las conciencias una antropología sin Dios. Es un dirigismo impuesto por
poderosos grupos y que busca manipular para sus fines de predominio político y
económico.
Se ataca deliberadamente con saña
y con alevosía a la Religión Católica, precisamente por aquellos que pregonan
hipócritamente los derechos humanos, derechos “hijos de la opción
irracionalista (…) que se han afirmado gradualmente con la consolidación de la
denominada tradición `laica´” (Castellano, 2004:87, enero-febrero) y la igualdad
o igualitarismo demagógico; por ser una religión organizada con una Iglesia
jerárquica y que proporciona a las personas, y a la sociedad en conjunto, los
medios necesarios para ser libres.
Dentro de los medios de
comunicación social, la televisión ejerce un dominio casi omnipresente y
avasallador. Está determinando un mundo nuevo, una cultura nueva, un hombre
nuevo,
no carente de graves riesgos (Consejo Pontificio para la Familia,
2004:1017-1018). Con frecuencia los medios de comunicación “cómplices de esta
conjura” (Juan Pablo II, 1995:17,2) promueven, constata Juan Pablo II
(2004:3,2), “causas contrarias al matrimonio y a la familia, perjudican al bien
común de la sociedad”, al subordinarse “muchas veces tan sólo al incentivo de
las malas pasiones y a la codicia de sórdidas ganancias” (Pío XI, 1929:56).
La televisión fomenta una vida
aburguesada, sedentaria, pues es una actividad pasiva que no requiere esfuerzo,
como el afrontar la lectura de un libro, o la práctica de algún deporte. Cuando
la televisión está encendida el diálogo familiar decrece. Mengua igualmente la
capacidad intelectual, que se manifiesta en apatía, desinterés, tedio.
Es por ello que Juan Pablo II
(2004:5,2) consciente de este peligro, escribe que
los padres
también deben reglamentar el uso de los medios de comunicación en el hogar.
Esto implica planificar y programar el uso de los dichos medios, limitando
estrictamente el tiempo que los niños les dedican, haciendo del entretenimiento
una experiencia familiar, prohibiendo algunos medios de comunicación y
excluyéndolos periódicamente todos para dejar espacio a otras actividades
familiares. Sobre todo, los padres deben dar buen ejemplo a los niños, haciendo
un uso ponderado y selectivo de dichos medios.
Enemigos ideológicos y
demoledores del orden social de la familia.
Siempre promotores directos del
positivismo jurídico y del dirigismo cultural, y a su vez amparados,
auspiciados y en connivencia con los mismos, los autores del siniestro plan de
dominación programada de la humanidad
se apoyan, en orquestada tramoya confabulatoria, en poderosos enemigos, creados
por ellos mismos, que pugnan por la destrucción de la familia, y que podemos
clasificarlos en dos grupos: enemigos ideológicos, como son la Masonería, el
Marxismo y el Liberalismo; y enemigos demoledores del orden social, conexos con
los anteriores en cuanto que éstos desde el poder legislan permisivamente el
divorcio (Pío XI, 1930:19,1), el aborto (Pío XI, 1930:23; Juan Pablo II, 1995:11,1.14,3.59,2,
2003:95,2), la pornografía (Juan Pablo II, 1981:24,2), la eutanasia (Juan Pablo
II, 1995:66,3, 2003:95,3) o el mismo infanticidio (Juan Pablo II, 1995:14,3).
La Masonería y los poderes
ocultos ligados a ella buscan afanosamente la destrucción de la familia, puesto
que no reconoce ni la idea de un Ser Supremo, de una religión divina que guíe a
la persona humana, ni la de un ente o institución que se encuentre por encima
de la propia persona. Ya Gregorio XVI (Mirari vos, 1832) señala la Masonería
como “la principal causa de todas las calamidades de la tierra y de los reinos”
y como el “sumidero impuro de todas las sectas anteriores”. Leon XIII en la
Humanum Genus (1884) incluye a la Masonería en la ciudad de Satanás, que
trabaja por su reinado, con la desobediencia y la guerra a Dios, a Jesucristo y
a su Iglesia. Persigue con odio implacable a la Iglesia, al clero y a la
enseñanza cristiana. Niega las verdades más fundamentales conocidas por la
razón natural como la existencia de Dios, espiritualidad e inmortalidad del
alma.
El Marxismo se opone a la familia
por ser ésta una institución conservadora, burguesa y por estimar que los
primeros lazos del individuo se establecen con una institución supra-familiar
como es el Estado, que es dueño de todo, el partido o la clase social. Violando
el principio de subsidiaridad se atribuye funciones educativas que corresponden
a los padres. Esta concepción colectivista radical supedita a la familia y a la
persona a una estructura social impersonal como la clase social, el partido o
el Estado. En la práctica es la pura despersonalización del individuo
(Gutiérrez García, 2001:306). Al postular un pragmatismo político de carácter totalitario,
difuminando las nociones morales con fundamento ontológico de bien y mal (Calderón
Bouchet, 2004:441, mayo-junio-julio), y un igualitarismo irrestricto (Calderón
Bouchet, 2004:437, mayo-junio-julio), de suyo tiende a fomentar en la praxis resentimiento
contra lo bueno, la excelencia, y rara vez permite que el talento aflore.
El marxismo ideológico en época
presente, en los lugares donde no se ha impuesto política y militarmente, lejos
de extinguirse, se ha transformado eclosionando intelectual, social y
culturalmente en una conjunción de variopintas ideologías y movimientos que se
manifiestan políticamente en varias formas. Dos peligrosas tendencias
provenientes del marxismo, y asumidas, sustentadas e impuestas ideológica y educativamente
por agencias de la ONU están determinando decisivamente la construcción
axiológica de la sociedad: multiculturalismo e ideología de género. Es la
ideología de género, conocida también por “perspectiva de género” o por
“feminismo de género” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:578), la que
desnaturaliza radicalmente la familia (Consejo Pontificio para la Familia,
2004:584-586).
Ya en el “Manifiesto del partido
comunista” Marx y Engels proponían “abolir la familia”, y por ende el
matrimonio monógamo por ser una forma de “propiedad” y la principal fuente de
opresión para la mujer. La pretendida abolición se traducía en una radical evolución
igualitaria que llevase a la asunción de nuevos roles familiares (Calderón
Bouchet, 2004:439, mayo-junio-julio). Derivado, subrogado o en connivencia con
el marxismo, el feminismo radical muta la lucha de clases por la lucha de
género.
Son los condicionamientos culturales “tradicionales” los que oprimen a la
mujer. En este sentido predican “nuevos derechos” producto “del racionalismo
político-jurídico” (Castellano, 2004:91, enero-febrero) que “liberen” a la
sociedad de las “construcciones sociales” opresivas para la mujer y que “liberen”
a la propia mujer de la opresión sufrida por el hombre dominador. Los “nuevos
derechos humanos”
fundados “en sí mismos (como el imperativo categórico de Kant)” (Wagner de
Reyna, 2004:82, enero-febrero) y promovidos, cuando no impuestos por los
organismos internacionales bajo amenazas de retirada de ayuda financiera a los
gobiernos (Juan Pablo II, 1995:16,3), pasan por los “derechos sexuales y reproductivos”,
que esconden políticas de reducción poblacional, y aquí está incluido el aborto
legal sin restricciones enfocado como un problema de la salud de la mujer
(Consejo Pontificio para la Familia, 2004:586-588,717,1027), métodos
anticonceptivos incluida la esterilización, también en el marco de las “políticas
de derechos a la salud reproductiva”, el libertinaje familiar sexual sin
consecuencias penales, otorgar a las prostitutas y prostitutos la categoría de
profesionales en paridad con cualquier otra profesión, facilidades para el
divorcio unilateral o la legalidad y el mismo fomento de las uniones
homosexuales con equiparación jurídica al matrimonio; la colectivización de las
funciones y de las tareas domésticas, la educación enfocada al género como eje
transversal o cuotas profesionales de género.
Lo que subyace en el fondo no es otra cosa que la pretensión satánica de
destrucción de la Religión, del orden natural y de la familia, principales
baluartes de personalización que posee la sociedad.
Los promotores de esta ideología de
género sostienen que el género lleva dentro de sí clase, y la clase conlleva
desigualdad. Para superar esta desigualdad han creado ex nihilo una
teoría en la que afirman que el género, al contrario del sexo, no es definido
ni está determinado biológicamente, sino que es una construcción artificiosa de
la antropología social y cultural. El género no viene de nacimiento, es algo
que se va haciendo en la sociedad y puede aprenderse, y por tanto cambiarse. Las
implicaciones son manifiestas y pasan por la abolición total de toda distinción
entre hombres y mujeres. Si el género no viene por naturaleza y no pertenece al
sexo respectivo, una persona con sexo masculino podría adoptar un género
femenino y una persona con sexo femenino podría adquirir un género masculino. La
misma atracción heterosexual o el instinto materno tampoco son naturales, son
aprendidas y se pueden cambiar. El matrimonio monógamo no es lo natural, habría
otras opciones igualmente válidas, incluida la zoofilia.
Los rasgos propios de la masculinidad y de la feminidad no serían más que
“roles de géneros socialmente construidos” (Consejo Pontificio para la Familia,
2004:581-583), adherencias culturales arraigadas en tradiciones o costumbres
(Consejo Pontificio para la Familia, 2004:795). Todo es “socialmente construido”
y debe ser “deconstruido” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:796) para
“liberarse” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:803) de la opresión.
La ideología de género “es el núcleo de la nueva gnosis, y quien se adhiere a ella no está obligado a seguir ninguna
norma de conducta moral” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:795), de ahí
que los ideólogos de género pongan especial énfasis, en pensamiento que dimana
del marxismo (Calderón Bouchet, 2004:446, mayo-junio-julio), en sostener que la
religión como invento humano opresivo debe ser “deconstruida” (Consejo
Pontificio para la Familia, 2004:588,589). El ataque a la Iglesia Católica y al
Vaticano es frontal y furibundo por su defensa del matrimonio (León XIII,
1880:3.7; Juan Pablo II, 1981:3,3; Pío XI, 1930:3.11,6), la familia (Juan Pablo
II, 1981, 1995:6,2), la sexualidad verdadera (Juan Pablo II, 1981:11,5,6,7.32,4,5,6,
2003:90,1) y el respeto y defensa de la vida humana (Juan Pablo II, 1981:30,5,6,
1995:3,3.5,4.39,2).
Especial gravedad por sus
nefandas y nefastas consecuencias dañinas en la identidad de los niños y los
jóvenes tiene la implementación transversal cultural y educativa de esta
ideología de género en textos escolares, en programas sociales y en el diseño
de las políticas públicas. Esta corrosiva implementación cultural y educativa,
programada y ejecutada metódicamente, está siendo subrepticiamente infiltrada,
difundida e integrada en la totalidad de la sociedad por los medios de
comunicación social y las agencias de publicidad. El fin, el mentado: crear una
nueva sociedad aborregada, adocenada y pusilánime, una nueva familia
desnaturalizada, un nuevo hombre deshumanizado, una nueva educación radicalmente
inmanentista y una nueva cultura dominante y homogeneizante.
Frente a esta preconizada disolución
antinatural de las diferencias de sexo e igualdad absoluta entre hombres y
mujeres, nosotros sostenemos, afirmando la plena igualdad en dignidad (Juan
Pablo II, 1981:22,3.23,2, 1988:6,4.13,13.29,2, 2003:43,1; Pío XI:1930:10,2) y
en fines últimos (Juan Pablo II, 1988:4,1.7,4, 1995:2,1), que es “erróneo y
pernicioso a la educación cristiana (…) el método llamado de la coeducación”
(Pío XI, 1929:42); y “el derecho inalienable de una educación que responda al
propio fin, al propio carácter; al diferente sexo, y que sea conforme a la
cultura y a las tradiciones patrias” (Gravissimum educationis, 1965:1,1), así
como “una Antropología diferencial que tenga en cuenta que el ser humano
es radicalmente hombre o mujer” (Goñi Zubieta, 1999:13). Vázquez Vega
(2003:76-96) en cuadros esquemáticos muestra que somos “radicalmente
distintos”, que aunque “nos parecemos mucho, lo cierto es que es mucho más en
lo que no nos parecemos que en lo que sí nos parecemos”. Sucesivamente Vázquez
Vega desglosa las diferencias genéticas ente mujer y hombre (2003:76), las fisiológicas
(2003:77-80), las neurológicas (2003:80,81), las diferencias en los sentidos
(2003:82), en la salud (2003:82,83), en el aprendizaje (2003:84,85), en la
educación (2003:85,86), en la psicología (2003:86-92), en el trabajo
(2003:92,93,94), y en el sexo (2003:95,96). Esta diferencia entre los sexos,
por designio divino, es armónicamente complementaria, y ambos están llamados a
realizar, en la diferencia, la construcción de la ciudad de Dios en el propio
camino de santidad.
El liberalismo, coincidente con
el marxismo en su raíz materialista, es otro enemigo de la familia pues
enfatiza la omnímoda libertad del individuo con entera independencia de Dios y
de encauzar esa libertad hacia el bien según la ley natural (Juan Pablo II,
1995:19,5). Para el liberalismo los actos humanos no deben estar sometidos a
ningún tipo de coacción y el único límite es el orden público. La no coacción
externa, interna, física, moral o psicológica conlleva que la posición de los
padres como formadores de los hijos quede drásticamente limitada, pues acaba
disolviendo la autoridad paterna, ya que no se debería “influenciar al niño, ni
mucho menos forzarle, sino negociar con él situándolo en una posición de igualdad
respecto al adulto” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:662).
No “se puede discutir todo, en
todos los aspectos. Una familia no es una democracia, como tampoco lo es la
escuela” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:1018). Los padres tienen el
grave deber de buscar el bien de los hijos, y ese bien tiene un contenido
doctrinal y moral objetivo, que el relativismo ético inherente al propio
liberalismo no reconoce (Juan Pablo II, 1995:20,1,2.70,1). Frente a la renuncia
paterna a su misión educadora, afirmamos que “la educación se basa, en primer
lugar, en una cierta concepción de la existencia [que hay que imbuir al
educando] y en numerosas exigencias que se deben proponer a la conciencia del
niño” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:1024). Es por ello que el
liberalismo al negar la absoluta y universal soberanía de Dios sobre este mundo
y la afirmación de un orden natural inviolable, actúa corrosivamente en las
familias (Juan Pablo II, 1995:20,1), desvirtuando tanto las verdades objetivas
como las normas morales inmutables (Juan Pablo II, 1995:21,1), que son la
garantía para la persona humana de auténtica y plena libertad
y referencia nuclear en el proceso de personalización familiar que está llamado
“a situar a cada uno de los nuevos miembros de la familia en el camino de la
plenitud humana y cristiana” (Consejo Pontificio para la Familia, 2004:961); desintegra
la familia al no contribuir a cimentar la familia en el orden natural
inviolable, que no considera, y la deja expuesta al arbitrio de una moral
independiente destructora de la persona, abandonada a la violencia de las
pasiones y a condicionamientos abiertos, sibilinamente presentados, u ocultos.
Sentencia Juan Pablo II
(1995:22,4) que “en realidad, viviendo `como si Dios no existiera´, el hombre
pierde no sólo el misterio de Dios, sino también el del mundo y el de su propio
ser”.
En la Exhortación Apostólica
Postsinodal Ecclesia in Europa, Juan Pablo II (2003:7,1,2.8,1,2,3.9,1,2.10,1.68,1)
en mirada panorámica y sumaria de la presente realidad europea, transida de
liberalismo, denuncia las consecuencias, que colegimos fundamentalmente frutos
del relativismo ético inherente a la democracia liberal (Juan Pablo II,
1995:70,1), de oscurecer la verdadera realidad ontológica de la persona:
hombres y
mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza (…) pérdida
de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de
agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa (…) lento y progresivo avance
del laicismo (…) el vacío interior que atenaza a muchas personas y la pérdida
del sentido de la vida (…) dramático descenso de la natalidad, la disminución
de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, la resistencia, cuando no
el rechazo, a tomar decisiones definitivas de vida incluso en el matrimonio. Se
está dando una fragmentación de la existencia; prevalece una sensación
de soledad; se multiplican las divisiones y las contraposiciones (…) grave
fenómeno de las crisis familiares y el deterioro del concepto mismo de familia
(…) el egocentrismo que encierra en sí mismos a personas y los grupos, el
crecimiento de una indiferencia ética general y una búsqueda obsesiva de los
propios intereses y privilegios (…) Junto con la difusión del individualismo,
se nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal (…) En
la raíz de la pérdida de esperanza está el intento de hacer
prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha
llevado a considerar al hombre como “el centro absoluto de la realidad, haciéndolo
ocupar falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace
a Dios, sino que es Dios el que hace al hombre. El olvido de Dios condujo al
abandono del hombre”, por lo que, “no es extraño que en este contexto se haya
abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la
filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y
hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria”. La
cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del
hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera (…) De esta cultura
forma parte también un agnosticismo religioso cada vez más difuso, vinculado a
un relativismo moral y jurídico más profundo, que hunde sus raíces en la
pérdida de la verdad del hombre como fundamento de los derechos inalienables de
cada uno (…) el hombre (…) se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido
por la ciencia y la técnica, con las diversas formas de mesianismo, con la
felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria
y artificial de las sustancias estupefacientes, con ciertas modalidades del
milenarismo, con el atractivo de filosofías orientales, con la búsqueda de
formas esotéricas de espiritualidad o con las grandes corrientes del New Age
(…) Hay fenómenos claros de fuga hacia el espiritualismo, el sincretismo
religioso y esotérico, una búsqueda de acontecimientos extraordinarios a todo
coste, hasta llegar a opciones descarriadas, como la adhesión a sectas
peligrosas o a experiencias pseudoreligiosas.
El triunfo
del relativismo ético
lo apunta Lipovetsky (1994:57,81)
Ya nada en
absoluto obliga ni siquiera alienta a los hombres a consagrarse a cualquier
ideal superior, el deber no es ya una opción libre (…) La sociedad democrática
inaugural ha sido la edad de oro de los deberes hacia uno mismo. Desde el siglo
XVIII, el proceso de laicización de la moral ha estado poniendo sobre un
pedestal el ideal de dignidad inalienable del hombre y los deberes respecto de
uno mismo que lo acompañan. Kant fue el primero que logró dar excepcional
brillantez a la exposición de los deberes hacia uno mismo liberados de
cualquier religión.
Así dañado el hombre moralmente, muerto
espiritualmente sin la vida en gracia de Dios, carece de suficiente fuerza de
voluntad para decidirse por el bien y va oscureciendo su inteligencia, dominada
por instintos, pasiones y vicios, para apostar radicalmente por el bien común.
El pecado repercute socialmente con influencia degradante y acción destructiva
(Gutiérrez García, 1992:142). Con razón escribía Ortega (1998:129,135) que
hoy asistimos
al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley,
por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos (...)
Como las masas, por definición, no deben ni pueden dirigir su propia
existencia, y menos regentar la sociedad, quiere decirse que Europa sufre ahora
la más grave crisis que a pueblos, naciones, culturas cabe padecer. (…) Su
fisonomía y sus consecuencias son conocidas. También se conoce su nombre. Se
llama rebelión de las masas.
Obligación imperativa de
plantear batalla por el Reinado Social de Cristo.
“Instaurare Omnia in Christo”,
lema de Pontificado que San Pío X toma de su predecesor León XIII (1880:1), es
nuestra obligación y deber como milites de Cristo. No podemos sólo
adoptar barreras defensivas, aunque el infierno desencadenado vaya encima, hay
que contraatacar. Nuestra obligación es combatir usque ad mortem con las
armas de Dios por el Reinado Social de Cristo en todos los órdenes (Ousset,
1972:354,369).
Los frutos sobrenaturales de la
gracia de Dios en el hombre, pues lo perfecciona humana y moralmente, aporta efectos
benéficos a la toda sociedad, paz social y decidida orientación al bien común.
León XIII (1880:2) enseña que
La religión cristiana
ha favorecido y fomentado en absoluto todas aquellas cosas que en la sociedad
civil son consideradas como útiles, y hasta tal punto que, como dice San
Agustín, aun cuando hubiera nacido exclusivamente para administrar y aumentar
los bienes y comodidades de la vida terrena, no parece que hubiera podido ella
misma aportar más en orden a una vida buena y feliz.
Urge formarse doctrinalmente, “inducir
a las muchedumbres a que se instruyan con todo esmero en lo tocante a la
religión” (León XIII:1884:30), para denunciar y procurar “con todo ahínco
extirpar esta asquerosa peste que va serpeando por todas las venas de la
sociedad” (León XIII:1884:28), y procurando “arrancar a los masones” y a
cuantos secuaces edifican el reino de las tinieblas “su máscara, para que sean
conocidos tales cuales son”, porque “para
evitar los engaños del enemigo, es menester antes descubrirlos, y ayuda mucho
mostrar a los incautos sus argucias (…) mencionar tales iniquidades (Pío XI,
1930:17,2), y queden a la luz “las malas artes de semejantes
sociedades para halagar y atraer, la perversidad de sus opiniones y lo criminal
de sus hechos” (León XIII:1884:29), pues
“por el bien y salvación de las almas no podemos pasarlas en silencio” (Pío XI,
1930:17,2).
A nosotros nos toca “defender la
gloria de Dios y la salvación de los prójimos: ante tales fines en el combate,
no ha de faltaros ni el valor ni la fuerza” (León XIII:1884:28), pues sólo fortes
in proelio fiunt. Debemos trabajar “para que todos los hombres conozcan
bien y amen a la Iglesia; porque cuanto mayor fuere este conocimiento y este
amor, tanto mayor [será el carisma de discernimiento que tengamos y tanto
mayor] será así la repugnancia con que se mire a las sociedades secretas [y sus
planes maléficos] como el empeño en rehuirlas [y destruirlas extirpándolas de
la sociedad]” (León XIII:1884:30,2).
Los padres deben poner especial
cuidado en la educación de sus hijos, imbuyéndoles “la conciencia de la
primacía de los valores morales” y la comprensión del “sentido último de la
vida y de sus valores fundamentales” (Juan Pablo II, 1981:8,2, 1995:71,1), y
sentencia taxativamente Leon XIII (1884,34,2):
nunca, por más
que hiciereis, creáis haber hecho bastante en el preservar a la adolescencia de
aquellas escuelas y aquellos maestros, en los que pueda temerse el aliento
pestilente de las sectas. Exhortad a los padres, a los directores espirituales,
a los párrocos para que insistan, al enseñar la doctrina cristiana, en avisar oportunamente
a sus hijos y alumnos sobre la perversidad de estas sociedades, y a que
aprendan desde luego a precaverse de las fraudulentas y varias artes que sus
propagadores suelen emplear para enredar a los hombres. Y aun no harían mal,
los que preparan a los niños para recibir bien la primera Comunión, en
persuadirles que se propongan y se comprometan a no ligarse nunca con sociedad
alguna sin decirlo antes a sus padres o sin consultarlo con su confesor o con
su párroco.
Los padres deben buscar ayuda “recíproca
(…) en orden a la formación y perfección, mayor cada día, del hombre interior,
(…) por su mutua unión de vida crezcan (…) en la virtud (…) y en la verdadera
caridad para con Dios y con el prójimo” (Pío XI, 1930:9,6); también apoyo en la
Iglesia y en otras familias cristianas para su crecimiento espiritual y sana
instrucción y fortalecimiento de sus hijos, pues paralelamente las fuerzas
visibles y ocultas del mal “préstanse mutuo auxilio sus sectarios, todos unidos
en nefando contubernio y por comunes ocultos designios, y unos a otros se
animan para todo malvado atrevimiento” (Leon XIII, 1884,35,2), para “pervertir
las inteligencias, corromper los corazones, ridiculizar la castidad matrimonial
y enaltecer los vicios más inmundos” (Pío XI, 1930:40,1). Es por ello que,
continúa León XIII (1884,35,2),
Tan fiero
asalto pide igual defensa, es a saber, que todos los buenos se unan en
amplísima coalición de obras y oraciones. Les pedimos, pues, por un lado que,
estrechando las filas, firmes y a una, resistan contra los ímpetus cada día más
violentos de los sectarios; por otro, que levanten a Dios las manos y le
supliquen con grandes gemidos, para alcanzar que florezca con nuevo vigor la
religión cristiana; que goce la Iglesia de la necesaria libertad; que vuelvan a
la buena senda los descarriados; y que, al fin, abran paso a la verdad los
errores y los vicios a la virtud.
Sólo en “la fidelidad” a “la alianza con la Sabiduría divina (…) las familias
de hoy estarán en condiciones de influir positivamente en la construcción de un
mundo más justo y más fraterno” (Juan Pablo II, 1981:8,5) fieles a su “misión
de custodiar, revelar y comunicar el amor” (Juan Pablo II, 1981:17,2). El
combate que se nos abre es eminentemente espiritual. Por eso la exigencia de
plantear la batalla armados con los méritos e intercesión de la Virgen María
Madre de Dios,
pues ya en su
misma Concepción purísima venció a Satanás, [y] sea Ella quien se muestre
poderosa contra las nefandas sectas, en las que claramente se ve revivir la
soberbia contumaz del demonio junto con una indómita perfidia y simulación
(León XIII, 1884,36).
Todo ello unido a la intercesión protectora
de San Miguel, “el debelador de los enemigos infernales”, de San José, así como
de San Pedro y San Pablo, “sembradores e invictos defensores de la fe
cristiana”, y de “la perseverante oración de todos, para que el Señor acuda
oportuno y benigno en auxilio del género humano” (León XIII, 1884,36) es camino
de plenitud de vida en la tierra y de gloria en el cielo.
·- ·-· -····-·
José Martín Brocos Fernández
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el botellón a edades tempranas, la afición a los
móviles, ver programas de adultos, ir a discotecas antes de tiempo, ponerse
ropa que no corresponde a su edad, las niñas que se pintan a los 11 años. Todo
son manifestaciones de una misma realidad. Estamos asistiendo a algo muy
problemático: la reducción de la infancia.
La conspiración mundial se está llevando a cabo sutilmente bajo un disfraz de
“nuevos derechos humanos”, siempre esclavizantes de la persona e impuestos por
“organismos que muestran con una evidencia cada vez mayor que se consideran suministradores
de derechos que deben ser globales según un diseño de gobierno mundial”
(Ottonello 2004:796, noviembre-diciembre), de adquisición de nuevas
“libertades” desligadas del fundamento metafísico de la persona, de igualdad,
que supone la dictadura totalitaria de minorías, y de “fraternidad” universal,
que enmascara una globalización imperativa y totalitaria en todas las parcelas
de la vida social. En la trastienda oscura de este verdadero proceso
revolucionario está una poderosa potencia, extraordinaria, que maneja en última
instancia los hilos del poder oculto en el mundo (Ousset, 1972:184-189). Su
fin: la dominación mundial política y económica, y para ello es preciso imbuir
constantemente una espiritualidad inmanente que transforme a las personas en
siervos, en zombis ambulantes; y acabar con la Iglesia Católica (León XIII:1884:20,1).
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