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Comunidades verdaderas

por Gonzalo Rojas

Fueron los DC quienes agotaron el sentido de la bella palabra “comunidad”, dotándola de caracteres compulsivos y mesiánicos. Había que ser comunitario y, si se vivía en comunidad, Chile entero sería una patria joven. Y obligándonos a salvarnos por esa vía, desfiguraron la belleza y la fuerza de una realidad necesaria, aunque no suficiente.

Desarraigo, soledad, no tengo con quién, me acompaño solo, me botaron, indiferencia, suicidio: expresiones frecuentes que señalan el estado de muchas personas, en la que antes fue la amigable sociedad chilena.

Pero basta que uno se ponga a hablar de comunidad, para que lo acusen de demo, para que el momio viejo sienta una picazón inmanejable y termine sentenciando: mejor es que cada uno se rasque con sus uñas, mejor es que cada palo aguante su vela. Y así estamos, descuerándonos unos a otros y agarrándonos a palos o asfixiándonos con las velas, todo en el nombre de la sacrosanta libertad individual.

Es cierto que fueron los DC quienes agotaron el sentido de la bella palabra “comunidad”, dotándola de caracteres compulsivos y mesiánicos. Había que ser comunitario y, si se vivía en comunidad, Chile entero sería una patria joven. Y obligándonos a salvarnos por esa vía, desfiguraron la belleza y la fuerza de una realidad necesaria, aunque no suficiente.

Me da lo mismo que me tachen de demo, porque no lo soy; pero no me da lo mismo que me califiquen o no de comunitarista, porque sí lo soy. ¿Y usted podría negarse a serlo después de leer esta magnífica definición de Francis O’Malley, señero profesor en la Universidad de Notre Dame?: “Una comunidad es una solidaridad practicada de modo no forzado ni dirigido, no oficial ni ceremoniosa, sino propia de quienes realizan el mismo trabajo y están en la misma situación, lo que los lleva a ayudarse con prontitud en los esfuerzos mutuos de creaciones intelectuales; esta actitud, que implica simpatía y un sentido del parentesco, es esencial.”

Las palabras de O’Malley valen para la universidad y la empresa, las compañías de teatro y de bomberos, el club deportivo y el grupo pastoral, el partido político y las damas de rojo; sirven para todo aquello que Jaime Guzmán llamaba con acierto simple, “lo intermedio”, es decir, el mundo de nuestras voluntarias vinculaciones con los demás, el mundo de las comunidades donde estamos por decisión propia y al que no pertenecemos para alcanzar salvación alguna, que ésta sólo viene de lo Alto.

Menotti (a pesar de sus desviaciones comunistas) hablaba siempre de las pequeñas sociedades dentro de una cancha de fútbol e incluso del propio partido comunista italiano no estaría nada de mal rescatar su lema de mediados de los 80: renueva tu carnet y trae otro compañero. Es que ahí están las dos claves de un correcto comunitarismo: la escala humana (lo pequeño) y el afán de incorporar a otros que puedan aprovechar las iniciativas ya existentes.

Muchísimos chilenos pertenecemos a tres o cuatro asociaciones voluntarias, a tres o cuatro gremios, a tres o cuatro referentes, todos de diversas naturalezas: deportivos, culturales, políticos, comerciales, religiosos, recreativos, profesionales… Pero, ¿asistimos con periodicidad? ¿pagamos las cuotas? ¿queremos dirigirlos? ¿cuánto tiempo semanal dedicamos a su consolidación y desarrollo? ¿invitamos a nuevos miembros? ¿somos conscientes de que aquéllos son, en gran medida, los ambientes para hacer el bien?

Y si alguien contesta positivamente todas las preguntas anteriores, que sepa que entonces queda una más por delante: ¿Y en qué nueva iniciativa comunitaria está usted pensando? Porque en Chile ya no se resiste tanto desarraigo, tanta soledad, tanta indiferencia, tanto abandono.

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Gonzalo Rojas

 

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