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Guerra Civil y Represión: El combate por la Memoria
por
Ángel David Martín Rubio
Desde un primer momento, las pérdidas humanas que dejó tras de sí la Guerra Civil española, y más en concreto las víctimas causadas por la represión, sirvieron de arma arrojadiza para los dos bandos. Un millón de muertos fue la cifra redonda invocada por todos al tiempo que se magnificaba lo ocurrido en el bando contrario, negando o justificando los excesos propios.
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Hace ya algunos años que se
ha convertido en tópico la afirmación de que no tenemos cifras exactas de las
víctimas de la guerra civil. Ahora bien, si al hablar de cifras exactas
buscamos una precisión matemática, está claro que no puede haberlas ni de éste
ni de cualquier otro fenómeno demográfico del pasado, menos aún de los que van
acompañados de una alteración de las circunstancias ordinarias como es un
conflicto bélico:
«La cuestión
demográfica de la época de la guerra civil ha de ser forzosamente abordada con
materiales escasos, dudosos y, prácticamente irremplazables o corregibles. En
consecuencia, cabe reconocer, de entrada, que sólo es posible alcanzar
conclusiones aproximativas, jamás definitivas. No obstante, no cabe duda de que
incluso las más escasas y las más imperfectas estadísticas demográficas suelen
ser siempre las menos malas de las estadísticas de cualquier tipo. Renunciar al
uso, prudente y reflexivo, de los datos demográficos es, pues, en general, sólo
una muestra de excesivo puritanismo o de incompetencia».
Aunque se pueda tener la
impresión de un cierto baile de cifras al recordar los valores numéricos
que se han propuesto, no se puede reducir todo a una sucesión inconexa de
hipótesis a cual más peregrina. A un lado y otro del camino quedan los que han
dado números insostenibles sin más base que el cálculo arbitrario o el
exabrupto motivado por prejuicios ideológicos pero hay unos jalones en el
estudio que han permitido avanzar en la dirección correcta. Las referencias
básicas son una temprana investigación acerca de las repercusiones demográficas
de la guerra civil del Doctor Villar Salinas y la aportación de Ramón
Salas Larrázabal
a mediados de la década de los setenta.
El paso del tiempo y el
cambio político operado en España por estos años hubieran hecho posible, junto
a una más serena reflexión, la profundización en el análisis de ciertos
aspectos deformados por años de propaganda a favor de cualquiera de los dos
bandos. El resultado fue muy distinto: mientras en los ámbitos de la vida
política tuvo lugar un interesado olvido, en la historiografía sobre la Guerra
Civil tuvimos que sufrir una nueva invasión de naturaleza ideológica que
hablaba de la represión para minimizar y justificar lo ocurrido en zona
revolucionaria y presentaba con lentes deformadas (y de aumento) lo ocurrido en
zona nacional. Así se han creado y difundido los que podemos
llamar mitos de la represión, es decir, formulaciones con algún
fundamento en una realidad que ha sido deformada y que sirven para sostener un
determinado sentimiento o conducta, en este caso la reivindicación del
bando frentepopulista cuyo hundimiento tuvo lugar primero en el terreno moral y
después en el militar. Las vinculaciones existentes entre los promotores de la recuperación
de la memoria histórica y el neo-reopublicanismo de la extrema
izquierda hacen innecesario incidir con más detalle en lo que decimos.
Estos
mitos pretenden caracterizar la represión en la Guerra Civil española
con unas notas que sintetizamos en los siguientes enunciados prescindiendo de
citas porque pueden encontrarse dispersos en las obras de varios autores:
1. En
relación con la cronología:
-La represión republicana a partir de los
seis primeros meses careció de importancia, la franquista actuó
ininterrumpidamente durante toda la guerra y no finalizó después.
2. En
relación con la procedencia de las víctimas
-En zona republicana, las detenciones y
asesinatos se dirigieron hacia la aristocracia y la burguesía que ejercían el
poder económico, y hacia el clero, militares y políticos no integrados en el
Frente Popular.
-En zona nacional ocurriría lo contrario:
los perseguidos serían los representantes de los sectores sociales y políticos
que habían puesto en cuestión el denominado “orden tradicional” mediante el reformismo
de la etapa republicana: obreros y burguesía de izquierdas. En ambos casos la
violencia sería expresión de una guerra de clases.
3. En
relación con las responsabilidades y los procedimientos empleados para llevar a
cabo la represión:
-En zona republicana la represión fue
consecuencia de la ausencia de autoridad, la impotencia y el propio caos
revolucionario que la rebelión había provocado; en zona rebelde, responde a una
voluntad política que es auspiciada desde el propio poder del Estado.
-Los franquistas incluían en su estrategia
fusilamientos en masa como medio de asegurarse el terreno e impedir cualquier
reacción de la población sojuzgada por el terror. En la zona republicana no se
habría usado este tipo de represión como estrategia o método de guerra.
Todo ello lleva a hablar de
diferencias cualitativas entre lo ocurrido en ambas zonas,
diferencias que sitúan a la represión franquista —siempre según el mito— muy
por encima de la republicana no solo en lo que a las cifras se refiere sino en
una valoración presuntamente ética. Esta interpretación revela con toda crudeza
los prejuicios ideológicos en que se sustenta cuando se llega a afirmar que:
« La represión
ejercida por jornaleros y campesinos, por trabajadores y obreros y también por
la aplicación de la ley entonces vigente era para defender los avances sociales
y políticos de uno de los países con más injusticia social de Europa. Los
muchos errores que indudablemente se cometían, pretendían defender una nueva
sociedad. Más libre y más justa. La represión de los sublevados y de sus
seguidores era para defender una sociedad de privilegios».
Parece que aquí se ha
tocado con brutal sinceridad el fondo del problema y que muy poco se ha
avanzado en tantos años: mientras se justifiquen los crímenes cometidos por las
ideas que decían defender los verdugos nos moveremos en una argumentación en la
que no parece legítimo entrar. Con razón se ha dicho que «estas
frases renuevan el tono bélico, aunque mencionen “errores”, bien comprensibles
dadas las circunstancias. De ahí a gritar “¡Bien por la represión contra los
opresores!” no media ni un paso, pues la conclusión está implícita».
Aunque el trabajo de otra
generación de historiadores va situando las cosas en su sitio y dibujando un
panorama menos apasionado y condicionado por presupuestos ideológicos, la
tendencia que venimos describiendo se ha acentuado en los últimos años. Agitados de nuevo los fantasmas de la Guerra Civil en las campañas
electorales de 1993 y 1996, la izquierda española ha sostenido desde entonces
la unilateral revisión de lo ocurrido bajo el señuelo de la memoria
histórica.
Primero
fue la reivindicación de las Brigadas Internacionales como héroes de la
libertad, luego se planteaba en el Parlamento español una descalificación del 18
de julio —considerado como un golpe militar fascista— y el 20 de
noviembre de 2002, con desconcertante unanimidad, se aprobaba una declaración
de condena del franquismo. Acuerdos más recientes han seguido en la
misma línea anacrónica y, como fondo, la exhumación de restos que siempre
pertenecen a víctimas causadas por el bando vencedor. Como si no hubieran
pasado casi setenta años desde el inicio de la guerra civil y treinta desde la
muerte del Caudillo, de manera artificial se ha vuelto a colocar sobre el
tapete de la actualidad una cuestión que, desde hace ya mucho tiempo, solamente
ocupaba un lugar en la mesa de los historiadores y en los más entrañables
recuerdos familiares.
Al
servicio de esta campaña se ponen algunos libros recientemente publicados que
proporcionan una cobertura seudo-histórica, artículos de prensa o
revistas de divulgación, programas de televisión,
páginas en internet, asociaciones para la recuperación de la memoria
histórica, congresos... todo ello con un discurso sorprendentemente
uniforme y financiado en buena parte con dinero público. Solo
por citar un caso, a través de los enlaces de una de las páginas web
dedicadas a la memoria histórica se accede a la de Unidad Cívica por la República donde
se ofrece un modelo de moción para aquellos grupos políticos municipales
interesados en llevar a sus plenos la moción “Por la recuperación de la memoria
histórica de los republicanos”. Con métodos así no debe sorprender la repetición
de los mismos argumentos. Algo semejante ocurre con la reiteración de
intrascendentes monografías de ámbito local o provincial que se limitan a
encorsetar los datos de que se dispone bajo el mismo patrón metodológico e
intrepretativo.
El
discurso de los promotores de la recuperación de la memoria histórica recurre,
por tanto, a una argumentación basada en tópicos y lugares comunes que se
repite de acuerdo a formularios pre-establecidos, que está al servicio de una
intencionalidad política y que no tendría mayor repercusión a no ser por el
verdadero monopolio con que las instituciones oficiales intentan someter toda
voz discordante. La subordinación de algunas Universidades a estos
planteamientos provoca lamentables episodios de pobreza intelectual, deterioro
moral y agresividad militante como los que se vieron en el Simposio sobre la
Memoria Histórica de los sucesos de 1936 en Badajoz, celebrado en los días
17 y 18 de noviembre de 2004.
Lo más
penoso de todo es que para articular esta campaña se enarbole como bandera el
legítimo interés de algunas personas por conocer dónde reposan los restos de
sus familiares o los recuerdos de quienes eran niños en 1936 y cuyos
testimonios se airean sin someter a previa y elemental crítica y sin invitarles
a contrastarlos con los de otros supervivientes para que así, esos mismos
testigos sean conscientes de lo que ocurrió en España y no se limiten a airear
sus dramas personales. Se olvida así, que muchos familiares de los asesinados
por los frentepopulistas tampoco saben dónde fueron enterrados sus caídos:
basta recordar lo ocurrido en las poblaciones aragonesas de Quinto y Belchite,
ocupadas por el Ejército Popular en el verano de 1937, y muchos de cuyos
vecinos o defensores fueron inmediatamente fusilados sin que se sepa dónde
fueron enterrados. Algo semejante cabría decir de tantos de los que fueron
sacados de las checas y cárceles que abundaban en la retaguardia
revolucionaria: aparte de los casos más conocidos de Madrid y Barcelona, en
varios lugares de La Mancha se conservan pozos atestados con los cadáveres que
dejaban a su paso los defensores de la República y que hasta ahora no han sido
exhumados.
Pero las fosas de la memoria son para ellos solo un pretexto: la
reiterada parcialidad con que se asume una cuestión tan largamente debatida
excusa de más demostración acerca de su verdadera intención.
Por
encima del oportunismo de esta campaña, no deja de resultar sintomático que,
transcurridos tantos años, se siga poniendo en cuestión el verdadero
significado de la Guerra Civil y del régimen nacido de ella. Pero dicho balance
sólo será posible si se acepta como punto de partida un reconocimiento leal de
lo que ocurrió en España antes y después del 18 de julio de 1936. Un análisis
para el que ofrecemos a continuación algunos elementos.
Aunque el conflicto bélico
durase algo menos de tres años —el tiempo que transcurre entre julio de 1936 y
abril de 1939— podría decirse que a lo largo de un espacio de tiempo mucho más
largo, España vivió una situación de verdadera guerra civil en la cual se
distinguen tres períodos.
1. Con propiedad, todo se
inicia con la implantación de la República fuera de todo cauce constitucional y
como consecuencia de un acto de fuerza disimulado bajo apariencias legales. La
primera etapa estuvo marcada por el movimiento antidemocrático de 1934, cuando el
Partido Socialista y los separatistas catalanes se sublevaron contra la
voluntad mayoritaria de la nación que se había expresado en las elecciones de
noviembre de 1933, las únicas que se llevaron a cabo con una cierta normalidad
en el panorama convulso de la Segunda República. El intento revolucionario
fracasó pero en Cataluña, sobre todo en Asturias y en algunos lugares más se
produjeron los mismos asesinatos, saqueos, incendios y tormentos repetidos en
1936 en mucha mayor proporción. Sofocada la revuelta con las armas quedó de
manifiesto la incapacidad de los más altos poderes para responder al atentado
sufrido y, mientras la propaganda izquierdista clamaba contra una represión que
no había sufrido después de lo de Octubre, sus mismos organizadores se
preparaban para un segundo y definitivo asalto al poder que tendría lugar
después de las elecciones de febrero de 1936.
El proceso que llevó al
Frente Popular desde un ajustado resultado electoral a redondear una mayoría en
las Cámaras tuvo su culminación con la ilegal destitución del Presidente de la
República y su sustitución por Manuel Azaña. Durante los meses que transcurren
entre febrero y julio de 1936 se asiste al desmantelamiento del Estado de
Derecho con manifestaciones como la amnistía otorgada por decreto-ley, la
obligación de readmitir a los despedidos por su participación en actos de
violencia político-social, el restablecimiento al frente de la Generalidad de
Cataluña de los que habían protagonizado el golpe de 1934, las expropiaciones
anticonstitucionales, el retorno a las arbitrariedades de los jurados mixtos,
las coacciones al poder judicial... Al tiempo, actuaban con toda impunidad los
activistas del Frente Popular protagonizando hechos que, una y otra vez, fueron
denunciados en el Parlamento sin recibir otra respuesta que amenazas como las
proferidas contra Calvo Sotelo. No había ninguna razón para no pensar que, en
poco tiempo, los objetivos de la revolución de Octubre se habían de alcanzar
haciendo ahora un uso combinado de la acción directa y de los cauces
legales. Así lo pedían los socialistas:
«Si el estado de
alarma no puede someter a las derechas, venga, cuanto antes, la dictadura del
Frente Popular. Es la consecuencia lógica e histórica del discurso de Gil
Robles. Dictadura por dictadura, la de las izquierdas ¿No quiere el Gobierno?
Pues sustitúyale un Gobierno dictatorial de izquierdas [...] ¿No quiere la paz civil? Pues sea la guerra civil a fondo [...] Todo menos el retorno de las derechas.
Octubre fue su última carta y no la volveremos a jugar más».
El asesinato de Calvo
Sotelo fue visto por muchos como la prueba de que «sólo existía en España,
con la apariencia fingida de un Estado civilizado y normal, autoridades y
justicia al servicio de la violencia y del crimen». En una línea
semejante se mueve la siguiente argumentación de Luis Suárez con la que
coincidimos plenamente:
«Comparar el
asesinato del teniente Castillo con el del líder de la oposición tratando de
justificar la segunda, parece incorrecto. En primer término porque la venganza
nunca es un valor positivo. La muerte de Castillo carece de justificación y
correspondía al Gobierno, la policía y los tribunales detener, juzgar y
castigar a los culpables. Era una más en la cadena de violencias que Gil Robles
denunciara y constituía negligencia e incapacidad del Gobierno el que no se
corrigieran debidamente. Pero el asesinato del jefe de la oposición tenía todas
las características de un crimen de Estado, ejecutado por policías de uniforme,
que empleaban su poder oficial con alevosía y nocturnidad. Un Estado que
consentía tales cosas y no quería o no podía castigarles había perdido, sin
duda, toda legitimidad: cualquier ciudadano podía ser impunemente asesinado.
Éste es un dato histórico».
2. Lo que comienza en julio
de 1936 no es sino la segunda fase de un proceso que se había iniciado con
anterioridad. Cualquier análisis que ignore lo hasta aquí expuesto carece de
rigor para explicar lo que ocurre cuando lo que quedaba de la Segunda
República, del Estado constituido en 1931, cayó por tierra como consecuencia de
una doble acción: la de los militares sublevados y la de los revolucionarios
armados por decisión del Gobierno. Es lo que lleva a hablar de la completa implosión política de un sistema (Stanley G.
Payne).
Desde
ese momento, España quedaba dividida geográficamente en dos zonas. En una de
ellas siguió adelante una revolución protagonizada de forma relativamente
autónoma por socialistas, anarquistas y comunistas, grupos que en los meses
siguientes iban a protagonizar una pugna interna por la hegemonía que desembocó
en el predominio del comunismo de obediencia soviética. Dicha revolución supuso
una transformación radical aunque se dejaran en pie algunos elementos de la
fachada de la Segunda República que favorecían el respaldo internacional. Como
reconocería el propio Azaña en sus Memorias de guerra la democracia que había se acabó porque el sistema imperante desde
entonces era una revolución que sólo produjo desorden. Enfrente, no ya
de la República sino de la revolución, los sublevados iban a compaginar el
esfuerzo de guerra con la construcción de un nuevo Estado. Desaparecida
la legalidad, los dos bandos hicieron uso de la represión para someter al
adversario que sobrevivía en la propia retaguardia.
Ya hemos apuntado como para
algunos historiadores hubo en la España de la Guerra Civil dos formas de
represión. Una, la de la retaguardia frentepopulista, habría sido fruto de la
acción revolucionaria incontrolada, consecuencia del vacío de poder inicial
provocado por la sublevación, llevada a cabo a pesar de unos gobernantes
empeñados en salvar la vida de sus oponentes (aunque solo fuera con
declaraciones verbales de impotencia), episódica, reducida en el espacio y en
el tiempo... si no fuera por que sabemos que causó decenas de miles de víctimashabría que pensar que no existió, tal vez
que fue un mito de la propaganda franquista.
La otra represión, la del
bando nacional y la de posguerra, habría tenido carácter institucional, fue una
represión de Estado según el modelo nazi, duró unos 15 años en los que nadie
movió un dedo para salvar a un enemigo y, estuvo dirigida siempre contra
inocentes campesinos y trabajadores, víctimas de represalias políticas.
Realmente han tenido trabajo toda una serie de historiadores filofranquistas
empeñados en ocultar cifras y en negar la verdad hasta que han visto la luz rigurosos
análisis en los que sistemáticamente se corrigen al alza las cifras de la
represión nacional y a la baja las de la frentepopulista.
Frente a tanto maniqueísmo
resultan esclarecedoras unas palabras que aparecieron en una obra publicada por
la Editora Nacional cuando gobernaba en España el vencedor de la Guerra
Civil:
«El Gobierno se
creía justificado lamentando los hechos. Sus contrarios con negarlos. Sin lugar
a dudas, la responsabilidad de lo que sucedía en uno y otro campo era
colectiva, recaía y recae sobre todos los españoles y se compendia en los
dirigentes de ambos bandos, bien por acción o bien por omisión, pues la omisión
era consentimiento cuando no complacencia. La vida humana había dejado de ser
respetable y respetada».
En efecto, somos muchos los
que sostenemos que no puede afirmarse que la crueldad fuera patrimonio de uno
de los dos bandos y que tampoco se puede descargar en ninguno de ellos toda la
responsabilidad por lo que sucedió en España a partir de 1936. En líneas
generales, sí ocurrió lo mismo: en las dos zonas hubo represión, represión irregular
y represión controlada, en ambas faltaron mecanismos de defensa y en
ambas se negaron al opositor todos sus derechos, en ocasiones hasta el más
elemental, el de la vida. Más tarde, superada la explosión de odio, miedo y
venganza de los primeros meses, hubo en las dos zonas un intento serio de que
la represión discurriera por cauces legales todo lo precarios que se quiera
pero que, sin duda, ahorraron sangre. Por último, a los vencedores les fue
posible una exigencia de responsabilidades terminada la guerra que es la que
acaba por desequilibrar la balanza de las cifras.
Naturalmente eso no
significa que en cada zona la represión no tuviera unos caracteres propios y
que no exista entre ambas una diferencia sustancial. En zona republicana la
represión fue de manera predominante el resultado del «procedimiento
jurídicamente inconstitucional y moralmente incalificable, del armamento del
pueblo, creación de Tribunales Populares y proclamación de la anarquía
revolucionaria, hechos equivalentes a “patente de corso” otorgada por la
convalidación de los [...] miles de asesinatos cometidos, cuya
responsabilidad recae plenamente sobre los que los instigaron, consintieron y
dejaron sin castigo».
En zona nacional y en la posguerra la represión fue de manera predominante
el resultado de una exigencia de responsabilidades por comportamientos durante
el período de control revolucionario de los que se derivaban consecuencias
penales. Podrán señalarse algunas excepciones a estas dos reglas generales pero
difícilmente se podrá discutir que caracterizan a grandes rasgos lo sucedido y
explican la diferencia en las cifras entre las provincias que estuvieron
sometidas al proceso revolucionario y aquellas que permanecieron desde el
principio de la guerra en zona nacional.
Las diferencias
sustanciales entre lo ocurrido en dos lugares que se han impuesto sobre todos
los demás y se han convertido en símbolo de la represión en ambos bandos (Badajoz
y Paracuellos del Jarama) pueden convertir a estos lugares en un símbolo
de lo que fue la represión, no porque sirvan para repartir las
responsabilidades entre ambos contendientes por igual sino porque definen bien
los caracteres generales de lo ocurrido en cada una de las zonas en que quedó
dividida España. Con posterioridad a la ocupación de Badajoz por los sublevados
fueron fusilados varios centenares de personas entre agosto y diciembre de 1936,
las represalias siguieron a un período de control revolucionario y afectaron,
de manera predominante, a los responsables de dicha movilización y de las
alteraciones que se habían producido durante el período anterior. En
Paracuellos los muertos se cuentan por varios miles en apenas un mes, en esa
impresionante nómina se encuentran personas de relieve intelectual y político,
militares, sacerdotes y religiosos. Todos ellos tienen algo en común: se
encontraban en las cárceles, en muchos casos desde el comienzo de la guerra,
sin que en ninguno de los casos se pueda hablar de una depuración de
responsabilidades penales.
3. El último período de la
situación de guerra civil a que nos referíamos al principio de este capítulo es
el inmediatamente posterior al enfrentamiento armado, la posguerra, cuyas
urgencias primordiales fueron mantener a España en neutralidad, consolidar las
bases del Estado nuevo, rehacer la economía y conciliar la exigencia de
responsabilidades con una progresiva política de incorporación de los vencidos
a una misma convivencia dentro de la nación.
La represión no acabó con la guerra. Conociendo lo que había ocurrido
en los años anteriores es difícil pensar que pudiera haber terminado:
«Una guerra civil
deja un formidable reguero de pasiones colectivas a las que no resulta fácil
poner coto. Hablemos con entera claridad: cada medida de Gobierno hacia la
liberación de los vencidos era vista con desagrado profundo por enormes
sectores de opinión. Naturalmente que esa opinión no surgía de la integridad
del ámbito nacional, sino de la enorme porción triunfante. Creer que al final
de una contienda como la nuestra se restaura automáticamente la convivencia y
que las gentes piden a voz en grito medidas liberales sería incurrir en el
pensamiento tópico y abstracto, ajeno a la realidad, no siempre apacible, de la
Historia, tan al uso al enfocar los problemas políticos».
Como no podía ser menos, la
retórica de los promotores de la memoria histórica se ha volcado con
toda su artillería sobre lo ocurrido en la posguerra olvidando y silenciando
que después de la guerra se juzgaba en un buen número de casos por delitos
concretos así como toda la obra que se llevó a cabo en paralelo para la
reintegración de los vencidos en la vida civil y que se puede dar por
finalizada en 1945, seis años después de terminada la guerra. El siguiente
balance es, a mi juicio, irrebatible y da por zanjada la cuestión:
«Esta retórica
recuerda a la de la campaña de 1935 sobre la represión en Asturias, falsa en un
porcentaje elevadísimo, como hemos visto, pero que forjó el espíritu del terror
de 1936. y, desde luego, desafía a la experiencia y a la estadística. Aunque
hubo una durísima represión en los primeros años de posguerra, en la que
debieron de caer responsables de crímenes junto con inocentes, ni de lejos
existió tal exterminio de clase o no de clase. La inmensa mayoría de quienes
lucharon a favor del Frente Popular (más de 1.500.000 hombres), de quienes lo
votaron en las elecciones (4.600.000) o vivieron en su zona (14 millones) ni
fueron fusilados ni se exiliaron; se reintegraron pronto en la sociedad y
rehicieron sus vidas, dentro de las penurias que en aquellos años afectaron a
casi todos los españoles. Esto es tan obvio que resulta increíble leer a estas
alturas semejantes diatribas, quizás pensadas para “envenenar”, en expresión de
Besteiro, a jóvenes que no vivieron la guerra ni el franquismo».
Impermeables a cualquiera
de estos planteamientos seguirán aquellos que pretenden justificar la represión llevada a cabo por los revolucionarios descargando la
responsabilidad sobre los otros. Al servicio de esta tesis previa se ha
puesto una producción historiográfica más abultada en su número que en su
calidad y en la que todo se somete a los métodos típicos de la propaganda en la
selección de los temas y el tratamiento de los argumentos, en los títulos y las
ilustraciones y en el empleo de un lenguaje brutal,
a-científico y plagado de descalificaciones personales.
Resulta difícilmente
previsible qué ocurrirá en los años venideros. Lo más lógico sería que esta
oleada se desvaneciera en su propia esterilidad pero el absoluto control
ideológico de la Universidad estatal, el dirigismo de la política de
publicaciones y el verdadero terrorismo intelectual que se practica en España
con los disidentes
hace previsible la proliferación de una intrascendente historiografía de ámbito
regional y local inspirada en el mito y convierte en un reto la capacidad de
supervivencia de los pocos intentos de mantener una postura independiente y crítica
frente a lo que Ricardo de la Cierva —con su habilidad para el calificativo— ha
llamado la Marea Roja. Naturalmente, la dificultad de una tarea no
implica la dimisión de ella sobre todo cuando se tiene la
convicción de que es importante contribuir a salvar la memoria de
los que vivieron la Guerra Civil, de los que nacimos en la España en paz y de
las generaciones más recientes que están sufriendo la tentación de destruir el
patrimonio recibido.
Unos y otros podríamos cobijar los recuerdos y el
estudio de nuestro pasado bajo esa hermosa Cruz que se levantó tras la victoria
en el centro de España, no lejos de El Escorial. Una Cruz para todos los que
murieron por España. Una Cruz que nació como monumento de verdad, de
reconciliación y de unidad.
·- ·-· -······-· Ángel David Martín Rubio
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