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Cambia una constitución abortista, tal como confirma el   organismo encargado de interpretarla a través de las Sentencias del Tribunal Constitucional de   53/1.985, de 11 de abril y de 116/1999, de 17 de junio . No permanezcas indiferente ante una   legislación tiránica

Misericordia

por Estanislao Martín

Tras mostrar como se ha ido tranformado la palabra para poder eliminar su contenido, se recuerda cual es la doctrina perenne de la Iglesia y que entiende Esta por Misericordia, estudiando todas sus dimensiones, y la importancia que se le ha dado en todo el Magisterio de la Iglesia, con especial insistencia en sus últimos documentos

La palabra misericordia hoy no goza de gran favor. No goza de él, al menos, en bastantes ambientes, incluidos algunos que se dicen cristianos. Para muchas de las personas que alguna vez han oído hablar de la misericordia, este concepto les suena, en el mejor de los supuestos, a predicación de cura viejo, a oración arcaica, tan venerable como gastada en los labios añosos de la abuela. En cualquier caso, expresión fosilizada propia de una cultura que una vez fue cristiana, hace tiempo, y que poco o nada tiene que ver con los hombres y mujeres de hoy.

Y eso suponiendo que la misericordia no incomode. Porque también ocurre que a otros les provoca hostilidad y rechazo. Nos referimos a quienes entienden la misericordia como una cosa floja, languidecente, incluso como una forma de cooperación con la injusticia. En tantísimos lugares, y en tantas ocasiones la injusticia es tan flagrante y produce situaciones tan clamorosas (hambrunas, epidemias, explotaciones de todo tipo...) que todo aquello que no sea atacarlas directamente se considera por una parte ineficaz y por otra como una forma de colaboración con la inmoralidad causante del mal. En este contexto la misericordia se entiende como un sucedáneo bienintencionado del derecho con el que algunas almas cándidas y bondadosas tratan de paliar ingenuamente los atropellos de la injusticia. Aquí es cabalmente donde la hostilidad hacia la misericordia hace su aparición: cuando se entiende no más que como una especie de connivencia con la iniquidad. Algunos santos han conocido de cerca esta crítica, lo cual no les ha desviado de su camino de santidad mientras vivían en la tierra ni les ha estorbado en ese mismo camino hacia los altares. A la beata Madre Teresa de Calcuta Dios no le ahorró esos dardos detractores.

En cambio, la palabra de Dios, válida para toda época, sigue apostando por la misericordia y haciendo bandera de ella. La quinta bienaventuranza: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” [1] se mantiene en pie frente a todo rechazo y frente a todo desprecio, inmutable a las corrientes de opinión y al decir de los hombres de cualquier generación.

1. Rastreando los pasos de un malentendido.

1.1 Diversas corrientes de pensamiento cuyas fuentes remotas habría que buscarlas en la tríada Renacimiento-Racionalismo-Ilustración y más modernamente en el positivismo y en el espectacular desarrollo tecnológico y científico, han dado a luz en Occidente un modelo de hombre que se entiende a sí mismo como autosuficiente. El hombre de la modernidad de los siglos XVIII, XIX y XX, especialmente el europeo y norteamericano, ha soñado con el mito del progreso, versión actualizada del proyecto bíblico de la torre de Babel, y se ha dejado seducir por él. El sueño ha consistido, dicho con suma simplicidad, en suponer que el desarrollo científico y técnico podía cubrir los anhelos del hombre y satisfacer el más profundo de ellos: sus ansias de ser. Es el problema del inmanentismo, según el cual el ser humano solo se debe a sí mismo. Deberse a sí mismo no es bastarse a sí mismo. El inmanentismo no proclama la abolición de la vida en sociedad porque es evidente que nos necesitamos unos a otros. Pero sí entiende que en el plano individual el sujeto es el dueño absoluto de su destino, y que reunidos en sociedad, los hombres son autosuficientes. La traducción práctica del inmanentismo es el estado de la civilización occidental en el cual nos encontramos en estos momentos. Fundamentados en el inmanentismo piensan la gran mayoría de nuestros contemporáneos que a la organización de la vida individual y social le basta con que el hombre dé de sí, lo cual significa, en consecuencia, aceptar y dar por bueno que poseemos por nosotros mismos todos los recursos y todas las fuerzas necesarias para autoabastecernos y para lograr un desarrollo completo, sin necesidad de acudir a ninguna instancia superior que no sean nuestras propias instituciones, de entre las cuales el Estado ostenta el primer rango. Como quiera que la convivencia humana ha de regularse mediante unas normas, sean estas las que el derecho imponga. El inmanentismo no reconoce más verdad que la científica, ni más moralidad que la sociológica, ni mayor autoridad que la del Estado.

1.2 Una serie de avatares históricos (cristianismo, imperialismo, capitalismo y desarrollo científico) han concurrido para que en la sociedad europea y norteamericana hayan prosperado los llamados estados del bienestar, en los cuales unas administraciones públicas poderosas en medios económicos e institucionales resuelven las tradicionales situaciones de desvalimiento: enfermedad, ancianidad, invalidez, orfandad, paro, viudedad, enajenación, etc.

En medio de un mundo así, ¿a qué viene la misericordia?, ¿qué falta hace?, ¿quién necesita de ella? Ya tenemos al Estado, el cual, tras reconocer los derechos del individuo, vela por todas sus necesidades, lo resuelve todo y lo sufraga todo. Las tradicionales obras de misericordia: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo... ¿cómo puede pensarse siquiera?, ¿acaso no son un reconocimiento implícito de que con el desnudo y el hambriento se está cometiendo injusticia? Aplíquese el derecho y désele aquello que le corresponde, pero no por misericordia, sino por justicia social. En una sociedad moderna, si algo no puede darse es la conculcación de los derechos de nadie. Asegúrense estos, al menos sobre el papel, y el Estado, o sus sustitutos, ya se encargarán de todo lo demás. ¿Para qué necesitamos los colegios de la Iglesia, sus hospitales, sus orfanatos, sus asilos? Toda la atención que el ciudadano de esta sociedad pueda precisar ya se la proporcionan los gobernantes. Incluso las vacaciones, las fiestas, las diversiones y el acceso a la cultura. Si tenemos derecho a todo ello y lo hemos pagado con nuestros impuestos, désenos. En una sociedad que vive de estos planteamientos, ¿Dios para qué?, ¿Iglesia para qué?, ¿misericordia para quién?

2. ¿Y la Iglesia qué dice?

En medio de este mundo que presume de autosuficiencia, la Iglesia, Madre y Maestra, nos ha llamado a la escucha, ha levantado la voz y nos ha dicho abiertamente que “no obstante múltiples prejuicios, ella [la misericordia] se presenta particularmente necesaria en nuestros tiempos” [2] . A nosotros hombres y mujeres de hoy la Iglesia nos ha ofrecido un documento de excepcional valor. El 30 de noviembre de 1980, festividad del apóstol San Andrés y Primer Domingo de Adviento de ese año, “El Gran Papa” Juan Pablo II hacía pública su segunda encíclica, Dives in misericordia. Toda encíclica es un documento magisterial de primer orden, pero el hecho de haber sido escrita al comienzo de un Pontificado tan extenso indica de manera inequívoca que el tema de la misericordia era prioritario para el Papa. No esconde el Pontífice que se siente apremiado y urgido a exhortar a los fieles católicos, y a todos aquellos que quieran oírle, sobre esta cuestión. Después de haber dedicado su primera encíclica a Jesucristo, Redentor de los hombres, en esta segunda nos habla especialmente del Padre. No podía ser de otro modo porque “«Dios rico en misericordia» es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre” [3] . Con estas palabras comienza esta gran encíclica, densa y a la vez luminosa, probablemente menos recordada y estudiada de lo deseable dada su importancia capital.

Radica su importancia en que viene a renovar y a explicar el papel de la misericordia en la vida de la Iglesia y en la vida del fiel católico. Sea por las causas antes apuntadas, sea por ligereza, por falta de profundización en el concepto de misericordia, o sea quizás por oposición a la Iglesia, lo cierto es que en el mundo que nos ha tocado vivir, a la misericordia no se le hace hueco. No es difícil detectar, incluso entre personas que confiesan su fe y su piedad cristiana, una toma de postura contraria a la idea de misericordia y al uso mismo de la palabra misericordia. Pero la Iglesia no puede callar, “la Iglesia debe profesar y proclamar la misericordia divina en toda su verdad, cual nos ha sido transmitida por la revelación” [4] . En toda su verdad quiere decir no solo en la liturgia o en las expresiones piadosas del vocabulario usual de los fieles cristianos. “En toda su verdad”, indica también, con el estudio y la valoración de la misericordia, con su cultivo en la oración y en los actos de caridad, en las relaciones personales y en la vida ordinaria laboral y familiar. Sabía el Santo Padre, y así lo escribió, que “es necesario que el rostro genuino de la misericordia sea siempre desvelado de nuevo” [5] . Se sintió apremiado a elevar su voz de maestro acerca de este misterio. Todo el desarrollo de la doctrina conciliar que la Iglesia ha acometido en el último tercio del siglo XX y toda la explicitación de esa doctrina por la cual la Iglesia quiere ofrecer la verdad de Dios al hombre contemporáneo, estaría incompleta sin la referencia a la misericordia. “Es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio” [6] , escribió el Papa al comienzo de Dives in misericordia, cuando justifica su publicación en el punto primero de la encíclica. “La Iglesia contemporánea es altamente consciente de que únicamente sobre la base de la misericordia de Dios podrá hacer realidad los cometidos que brotan de la doctrina del Concilio Vaticano II” [7] . Y para terminar, justamente en el último párrafo:

“Al continuar el gran cometido de actuar el Concilio Vaticano II, en el que podemos ver justamente una nueva fase de la autorrealización de la Iglesia -a medida de la época en que nos ha tocado vivir- la Iglesia misma debe guiarse por la plena conciencia de que en esta obra no le es lícito, en modo alguno, replegarse sobre sí misma. La razón de su ser es en efecto la de revelar a Dios, esto es, al Padre que nos permite «verlo» en Cristo. Por muy fuerte que pueda ser la resistencia de la historia humana; por muy marcada que sea la heterogeneidad de la civilización contemporánea; por muy grande que sea la negación de Dios en el mundo, tanto más grande debe ser la proximidad a ese misterio que, escondido desde los siglos en Dios, ha sido después realmente participado al hombre en el tiempo mediante Jesucristo” [8] .

Mas no solo es una cuestión de desarrollo doctrinal. Se trata de una urgencia de nuestra época ante los momentos particularmente difíciles por los que atraviesa el mundo. Tras haber acometido la tarea de enseñar y de haber iluminado con su palabra a lo largo de todo el documento, al final del mismo el Santo Padre vuelve a insistir en la importancia y en la necesidad de la misericordia, sabiéndose particularmente llamado “a implorarla en esta difícil, crítica fase de la historia de la Iglesia y del mundo” [9] . Barrunta momentos críticos en esta hora del devenir histórico, y como buen pastor que conoce el peligro y lo ve llegar, avisa y justifica su llamada presurosa:

“Si alguno de los contemporáneos no comparte la fe y la esperanza que me inducen, en cuanto siervo de Cristo y ministro de los misterios de Dios, a implorar en esta hora de la historia la misericordia de Dios en favor de la humanidad, que trate al menos de comprender el motivo de esta premura. Está dictada por el amor al hombre, a todo lo que es humano y que, según la intuición de gran parte de los contemporáneos, está amenazado por un peligro inmenso” [10] .

3 ¿Qué se entiende por Misericordia?

La misericordia es un fenómeno complejo fundamentado en el amor en el que se ven implicadas varias dimensiones de la persona. Para distinguirlo de otros amores, por misericordia entendemos aquel amor que se dirige al otro cuando el otro está en precario. El propio nombre de misericordia justamente significa esto: condolencia o compasión que se experimenta al poner el corazón propio en las miserias ajenas. Por ser una realidad compleja, pueden distinguirse varias dimensiones:

1. Fenómeno afectivo. En este primer acercamiento al concepto, la misericordia aparece como un fenómeno afectivo, un sentimiento de dolor provocado por el sufrimiento ajeno. Y ciertamente lo es, porque si le quitáramos su dimensión afectiva nos quedaríamos sin concepto de misericordia, lo afectivo está en el núcleo de la misericordia. Así es, toda ella está atravesada por una corriente de profundo afecto, el que lleva a conmover al ser del hombre, todo entero y desde dentro hacia afuera. Pero al tiempo, hay que añadir de inmediato, que la misericordia no es solamente un fenómeno afectivo, por mucha hondura que tenga. No sería poca cosa si no fuera nada más que un sentimiento, dada la importancia de estos en la vida humana, pero es más. Lo afectivo es afectivo porque afecta a la persona, mas como la persona es una, cuando alguien se siente afectado por algo, lo que le afecta interesa a todo el ser y le pone en acción. Por eso en la misericordia se concitan todos los rasgos fundamentales que el hombre posee por ser persona. Con la remoción del corazón, y a través de él, la misericordia activa la inteligencia y la memoria, dispone la voluntad e impele a la acción.

2. Dimensión intelectiva. La inteligencia no puede quedar fuera de nada que sea humano porque todo lo humano es humano precisamente porque hay intelección. Sin participación de la inteligencia nada es redondamente personal.

La relación de la inteligencia con la misericordia tiene dos momentos. Un primer momento para ver y un segundo para actuar. Si el intelecto siempre es intus-legere –leer dentro- la inteligencia está presente en la misericordia porque todo acto de misericordia comienza por una mirada; mirada llena de compasión y ternura, ciertamente, pero, en todo caso, mirada. Para entender de misericordia -tanto para agradecer la que se recibe como para practicarla con quien padece necesidad- hay que saber “ver” esa necesidad, que no siempre es evidente. Hacen falta “ojos misericordiosos”, como decimos cuando solicitamos la mirada de la Virgen María. Porque no está la misericordia en socorrer solo al externamente pobre, sino a todo el que es pobre, a todo aquel que padece cualquier tipo de pobreza. La pobreza no es siempre ni solamente pobreza material, miseria exterior, de pan, de agua o de vestido. Hay otras carencias interiores que no se “ven” si no se posee esa inteligencia de misericordia; otras miserias que atentan contra la dignidad humana más dañosamente que esas que son básicas. Cuando la Palabra de Dios certifica que “no solo de pan vive el hombre” [11] , el acento hay que ponerlo tanto en el pan como en el solo. Aquí surge una pregunta: ¿Cómo “ver” lo que no entra por los ojos?, ¿cómo ver lo que no se ve?, ¿cómo ver la pobreza de los hombres de una sociedad rica como la nuestra? Porque una cosa es segura, que los pobres siempre los tendremos entre nosotros [12] y parece como si a menudo costara trabajo ver que están aquí. De algún modo puede decirse que el hombre contemporáneo corriente vive de la imagen. Lo audiovisual ha adquirido carta de naturaleza, la suficiente como para constituirse en rasgo característico de nuestra cultura. Desde la invención de la cámara fotográfica en el siglo XIX, gracias a la cual se pudieron apresar las imágenes, hasta nuestros días, el influjo de la imagen ha sido creciente. Una de las características de nuestra era es la de ser la era de la imagen. A la mayoría de nuestros contemporáneos les debe costar mucho aceptar que “lo esencial es invisible a los ojos” [13] . Por eso, porque no siempre alcanzamos a ver lo que tenemos delante, vendría bien alguna señal que nos sirviera para descubrir lo esencial, lo que le va por dentro a la persona con quien tratamos. La cosa sería más fácil si hubiera algún indicador de que el otro se encuentra en estado de miseria interior, esa pobreza profunda y escondida por la cual uno sabe que tiene el corazón herido. Pues bien, ese indicador existe y es difícilmente ocultable. La prueba de que una persona sin carencias materiales es alguien necesitado de misericordia que remedie sus miserias internas son sus síntomas de infelicidad, confesados o encubiertos. La alegría es norma en el hombre, su estado natural. Hay un tipo de alegría, la alegría ontológica, que no es efecto de nada, sino que se tiene porque sí, por haber nacido humano. Esa alegría no es un plus que la persona recibe debido a sus obras, sino un rasgo del ser, un rasgo con el peso suficiente como para definirlo como tal hombre: homo gaudens [14] . Al hombre por su naturaleza racional le corresponde ser feliz [15] . Allá donde una persona padece infelicidad está precisando de misericordia, porque “la miseria se opone a la felicidad” [16] . Allá donde haya un brote –o un quiste- de infelicidad, allí es necesaria la misericordia. Otra cuestión es que el necesitado de ella lo sepa o no, lo confiese o lo calle, quiera aceptar la misericordia o la rechace, pero si hay falta de alegría, esa señal es inequívoca.

Una vez descubiertas las carencias, en un segundo momento, el concurso de la inteligencia es necesario para buscar soluciones. Porque la misericordia no se satisface con diagnosticar correctamente las situaciones de pobreza, hay que aprestarse a solucionarlas, hay que dar respuesta. Y no una respuesta cualquiera, paliativa, sino respuestas que afirmen en la alegría al necesitado de misericordia. Las formas ocultas o disimuladas de pobreza requieren soluciones creativas, mas no todo está en hacer ni en imaginar. Nuestra tendencia a la actividad es tan acusada que a menudo focalizamos toda nuestra atención en lo que debemos hacer o en lo que se nos podría ocurrir. El planteamiento no es del todo incorrecto porque como veremos a continuación, la misericordia es algo que se practica, pero con muchísima frecuencia, lo que se puede hacer es más bien poco o incluso nada. Cabe suponer que sean muchos los hombres y mujeres de buena voluntad dispuestos a hacerse esta pregunta: “¿cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?”. La pregunta es bien conocida. Está recogida en el Evangelio de San Juan [17] . A Jesús se la hicieron en Galilea, junto al lago. Y también es conocida la respuesta: “Éste es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que él ha enviado” [18] . Con esta respuesta Jesús no dice que Dios no quiere obras, pero sí dice que no quiere obras sin fe. Jesucristo puso especial empeño en dejar claro, repetidas veces, que sin fe auténtica nada es agradable al Padre, ni las oraciones [19] ni los sacrificios [20] , ni las limosnas [21] . Las obras sin fe son las que se plantean desde la mera exterioridad que es desde donde no se ve nada más que aquello que los sentidos registran. Este es el modo de actuar de los hombres sin fe, autosuficientes, pagados de sí. Su condición de seres inteligentes no les basta para ver. “Tienen ojos y no ven” [22] porque les falta la fe. Lo primero, pues, antes de “hacer” cosa alguna es mirar con ojos de fe. Sin fe no podemos emprender acciones agradables a Dios porque no podemos entender lo que Dios quiere. Esto no significa que Dios quiera fe y no obras. El evangelio contiene advertencias muy duras de Jesucristo contra los inactivos [23] , de hecho se nos juzgará según nuestras obras, y obras de misericordia [24] , peras estas sin fe son imposibles. Porque sin fe la misericordia se atraganta.

3. Misericordia y memoria. La misericordia y la memoria se relacionan a través de dos vías: una bipolar e inmediata, la primera, y otra, en la cual la relación también es directa pero no es bipolar porque sitúa a la memoria como nexo de unión entre la misericordia y la fidelidad.

Memoria y misericordia están directamente relacionadas por nuestra condición de redimidos. A todo bautizado se le ha aplicado la redención de Cristo en el sacramento del Bautismo y a partir de la edad oportuna, en el de la Penitencia. Respecto de este último, el recuerdo del abrazo de misericordia con el cual hemos sido re-creados una, dos, diez... mil veces, actúa como exigente lógico para usar de misericordia. En función del amor gratuito derramado sobre cada redimido, Dios le pide a este, con racional coherencia, que redima él, al curado que cure, al satisfecho que satisfaga. La parábola del siervo malvado [25] no deja lugar a dudas. Esta exigencia de misericordia que Dios hace no sería posible sin apelar a la memoria. Es nuestra capacidad para el recuerdo lo que nos abre la puerta de la misericordia, lo mismo para agradecer la que Dios ha tenido con nosotros como para practicarla.

Hay otro tipo de relación entre memoria y misericordia que sitúa a la memoria como mediadora entre la misericordia y la fidelidad. No hay misericordia sin fidelidad. Dentro del amplio repertorio de enseñanzas evangélicas sobre la misericordia la parábola del hijo pródigo ocupa un lugar eminente. Es la parábola-tipo acerca del amor misericordioso que el padre herido manifiesta para con el hijo frívolo a su vuelta a casa. Entre las ideas que el Papa ofrece en Dives in misericordia a propósito de esta parábola, quizá no sea la de menor trascendencia, la reflexión que hace sobre la fidelidad. Porque es precisamente la fidelidad del padre a sí mismo, la fidelidad a su propia paternidad, la que hace posible que actúe con misericordia con el hijo que ayer se desmandó y que hoy vuelve cabizbajo a pedir un puesto de jornalero. “El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella fiesta tan generosa respecto al disipador después de su vuelta” [26] . Se cumple aquí la sentencia sálmica inserta en la liturgia con la cual con la Iglesia pone en los labios del pueblo cristiano una verdad profunda y gozosa, digna de ser meditada: “la misericordia y la fidelidad se encuentran” [27] . Y dado que no puede haber fidelidad sin memoria, resalta aquí el estatus determinante de la memoria en la misericordia, tanto que la exhortación a los fieles por parte de profetas y sacerdotes para que el pueblo recuerde los beneficios que Dios ha hecho desde antiguo, es una constante en toda la Sagrada Escritura, Antiguo y Nuevo Testamento. Y no solo eso, sino oración dirigida a Dios, en la cual repetidas veces, lo mismo los miembros del pueblo de Israel como los bautizados de la Iglesia, se vuelven a Dios para recordarle su amor misericordioso para con ellos, sus elegidos. Valga como ejemplo el Salmo 24, con el cual nos dirigimos a Dios usando esta expresión: “Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas (...) acuérdate de mí con misericordia” [28] .

4. Misericordia y voluntad. En este breve recorrido por las dimensiones espirituales fundamentales del ser humano estamos viendo cómo la misericordia tiene importantes elementos de relación con todas ellas. Una nos falta, sin la cual la misericordia no pasaría de ser una entelequia; se trata de la voluntad. La misericordia no es solo algo que se siente, que sirve para ver el mal, que nos revuelve el corazón mediante el recuerdo y nos lleva a ser fieles a nosotros mismos... Participando de todo ello, la misericordia va aún más allá porque la misericordia es algo que se practica. La misericordia tiene una dimensión operativa, sin la cual no existiría, que se materializa en actos concretos: las obras de misericordia. Es la obra lo que permite hablar de misericordia y sin obras el concepto mismo de misericordia quedaría recluido a un ejercicio de razón o de memoria, o a un sentimentalismo huero e inútil.

Porque la misericordia existe mediante las obras, la misericordia puede ser mandada. Podría dar la impresión que la misericordia es algo connatural al hombre, y, por tanto, no sería preciso convertirla en precepto. Pero no es así. Para los seres con vida afectiva lo natural son los afectos, mas para practicar la misericordia la voluntad ha de decir ‘adelante’; dicho de otro modo, la compasión es necesaria, pero la sola compasión no basta, hay que querer ser misericordioso. Más todavía, como la materia de la misericordia es la miseria humana, los estados de miseria no necesariamente provocan condolencia. Ante la pobreza y la debilidad ajena, la sensibilidad reacciona con lástima pero también con indiferencia o repugnancia; el corazón del hombre no obedece a automatismos instintivos de manera unívoca. Aunque las penurias del prójimo sean palmarias, de ahí no se sigue la respuesta misericordiosa, especialmente cuando esas miserias nos afectan en primera persona de forma molesta o dolosa. En estos casos lo cabe esperar del hombre natural no es una respuesta de misericordia espontánea, sino más bien la defensiva o disuasoria. Cuando lo que se recibe de la miseria ajena son incomodidades o perjuicios, las reacciones más corrientes no están motivadas por la compasión y la misericordia, sino por el rechazo y el reclamo de justicia. Si no media la caridad cristiana, la provocación de la maldad ajena acarrea respuestas de justicia o de venganza. El hombre no tiene programadas sus reacciones de manera positiva, ni siquiera cabe asegurar que vaya a actuar de manera misericordiosa por tener un mero conocimiento teórico acerca de la misericordia. Se necesita fuerza de voluntad a fin de vencer el natural rechazo que a la sensibilidad le producen algunas miserias y también para no dejarse llevar por impulsos pasionales ante la afrenta recibida. Porque hace falta fuerza de voluntad, la misericordia también puede ser entendida como virtud [29] . Esto significa que es susceptible de educación.

Las páginas del Nuevo Testamento, especialmente el Evangelio de S. Lucas y la Carta de Santiago, rezuman por todas partes exhortaciones a la misericordia: a vivir de la que Dios ofrece y a practicar con los demás la que Dios manda. Tras haber explicado qué es la misericordia con la parábola del Buen Samaritano, el Señor le dice al maestro de la Ley que le había preguntado: “Vete y haz tú lo mismo” [30] . Y no como uno más dentro de una serie de preceptos a cumplir, sino como el reverso del único necesario: el amor a Dios por encima de todo otro mandamiento, que comporta necesariamente el amor al prójimo. De hecho, en relación con el prójimo, este es el único precepto, el de ser misericordioso. La novedad que aporta Jesucristo es justamente esta: proclamar con palabras, con signos, con su vida, con su muerte y con su resurrección que Dios es el Dios de la misericordia [31] y que las obras de misericordia llevadas a cabo serán el único código que servirá de patrón de juicio para que los hombres podamos pasar, o no, a la vida eterna [32] .

Afectos e inteligencia, memoria y voluntad, ser y obrar. Todas las dimensiones del ser humano concurren en mostrarnos a la misericordia como la más íntegra de las realidades humanas. Nada más enriquecedor para el hombre ni más personalizante que vivir la misericordia tal como Dios la ofrece. La misericordia es lo más excelso de entre los dones de Dios y está llamada a ser lo más granado de nuestra vida, lo único con lo que podemos corresponder a Dios con una respuesta que Dios acepta complacido. Es una respuesta de doble vía: directa, recibiendo y agradeciendo con cantos de alabanza su amor misericordioso –cosa que según el salmista haremos eternamente [33] - e indirecta, a través de nuestro obrar también misericordioso respecto al prójimo necesitado. Por jugar este papel excelso en la vida del hombre, la misericordia no constriñe ni humilla como a veces se entiende; antes al contrario, nos construye como hombres y como hijos de Dios. Dios. Al volcarse con la persona que acepta recibir su amor misericordioso le devuelve su dignidad perdida y le confirma en ella [34] , y, por otra parte, cuando solicita nuestra respuesta misericordiosa, sin violentar nuestra libertad, a lo que nos conduce es a poner en juego todas nuestras capacidades, porque el modo de remediar situaciones de indigencia no siempre es fácil.

Dios, al pedirnos vivir la misericordia en esta doble dimensión receptiva y operativa, nos reafirma en nuestro propio ser personal y nos acrece en él, porque no actúa contra natura, sino actualizando todas nuestras potencialidades en un proceso que va, como se ha señalado antes, de dentro –cuando nos hacemos conscientes del don de misericordia volcada sobre nosotros- hacia fuera, con la práctica del mismo don por parte nuestra. Con esta doble vivencia de la misericordia, todo el ser personal se dinamiza y se encamina hacia la plenitud. En esta perspectiva de desarrollo personal y de camino hacia la plena realización humana tienen cabida las palabras del Señor: Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia [35] , palabras que además de su sentido escatológico tienen una aplicación directa para esta vida terrena; la dicha prometida no está reservada solamente para la vida en el cielo, sino que puede gustarse ya desde ahora.

4. Saber acerca de Dios.

En cuanto realidad vivida por el hombre –y en este sentido se puede hablar de la misericordia como vivencia humana- la misericordia aparece como un fenómeno que interesa al ser y al actuar de la persona humana. En ella se dan cita, como acabamos de ver, los pilares del alma, los puntales sicológicos más importantes. Previamente a este recorrido por la afectividad, la inteligencia, la memoria, y la voluntad, recurriendo a la autoridad del Santo Padre, habíamos afirmado el valor que la Iglesia concede a la misericordia. Conviene ahora que veamos por qué, aparte de su valor sicológico, le da valor tan elevado. Nos situamos para ello en una perspectiva religiosa, mirando hacia Dios. Hasta ahora hemos considerado cómo afecta la misericordia al hombre; en este momento la perspectiva no es sicológica, sino religiosa, con la cual apuntamos al ser mismo de la misericordia, a su origen y fundamento. La Iglesia siempre ha manifestado una estima profunda por la misericordia, por eso procede preguntarse por el ser de la misericordia: ¿qué es la misericordia? ¿qué tiene la misericordia para cotizar tan alto dentro de la fe y la vida del cristiano? No se trata de volver al concepto humano de misericordia, es decir no es cuestión de explicar lo que los hombres entendemos por misericordia, sino lo que entiende Dios, o, para ser más exactos, lo que llegamos a percibir acerca de lo que Dios quiere que entendamos los hombres. Para ello, obviamente, hay que ir a la Revelación y a las enseñanzas de la Iglesia.

De entrada conviene destacar cómo la misericordia es el más sublime de los atributos divinos. De Dios es más lo que ignoramos que lo que conocemos; como “a Dios nadie le ha visto nunca” [36] , lo que no podemos decir supera, sin posibilidad de comparación, a aquello que sí podemos decir. Pues bien, de esto último, de todo lo que sí podemos decir (que es Creador, infinito, Padre, fuente del ser y de la vida, verdad y belleza infinita, etc.) hay algo que sobresale por encima de cualquier otro rasgo que el hombre atribuye a Dios. Ese rasgo es la misericordia. La misericordia es lo más sublime que se puede decir de Dios en cuanto Creador. “Es claro que en Dios, frente a todo ser creado, el atributo esencial es la misericordia” [37] . La misericordia es lo propio de Dios Creador en relación a las criaturas, tras el pecado del hombre. Así lo han afirmado teólogos de la clarividencia y la profundidad de Sto. Tomás de Aquino, el cual expresamente indica que “se señala como propio de Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de manera extraordinaria su omnipotencia” [38] . Y así lo recogen, también, las letanías de la misericordia divina: “Misericordia Divina, supremo atributo de Dios. Yo confío en Ti”. En todo caso, matiza el Papa, al hablar de la misericordia como el más sublime de los atributos y perfecciones divinas, hay que tener en cuenta que “no se trata aquí de la perfección de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la verdad íntima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo” [39] .

Antes del pecado de Adán y Eva, “vio Dios todo lo que había hecho y era muy bueno” [40] . Dios, que “es amor” [41] , amaba su obra, pero su amor era un amor de complacencia. La creación culminada en el hombre brillaba con resplandores de perfección ante su Creador. El amor infinito de Dios había puesto en marcha un cosmos armónico y feliz, en cuya cúspide, la más amada de sus criaturas, el hombre, hacía de su vida un continuo sacrifico de alabanza a su Creador. En un mundo así la misericordia no tenía hueco. No había materia para ella. Dios no dejó de amar nunca aquello que salió de sus manos, pero ese amor solo podía ser un amor complaciente. No hacía falta más, puesto que todo respondía al plan divino. Todo daba la medida al plan divino; no había misericordia, pero tampoco era necesaria; la ausencia de misericordia no era defecto en las relaciones hombre-Dios, del mismo modo que no había defecto alguno, por falta de misericordia, en las relaciones intratrinitarias. Mas he aquí que todo este orden perfecto entre la criatura y el Creador se desmorona por el pecado de los hombres; comienza la división y el caos. Se acabó la complacencia de Dios, al menos la total complacencia. ¿Y entonces qué, dejaría de amar Dios a la obra de sus dedos? Es claro que no. El Dios-amor no dejó de serlo, mas ahora este amor adquiere un sesgo especial: es el mismo amor y a la misma criatura, pero viviendo ésta en un estado de confusión y de caos. Ahora comenzamos a atisbar la calidad de ese amor, que puso en marcha toda una estrategia por parte de Dios con tal de volver a la criatura al estado de amistad con Él. Es la historia de la salvación. Si se puede hablar así, podríamos decir que el pecado de los hombres activó todo un plan de rescate por parte de Dios. “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!” [42] . No reparó Dios en medios, y así el mismo día de la caída, comenzó a desplegar todo un plan de salvación en cuya culminación, el envío del Espíritu Santo, Dios no solo nos devolvió la dignidad perdida, lo cual ya habría sido un acto de amor inconmensurable por parte suya, sino que además nos elevó a un grado de dignidad que jamás habríamos podido ni siquiera imaginar: el de ser sus hijos. “¡Pues lo somos!” [43] . Con la redención llevada a cabo por Jesucristo, los hombres no solamente hemos sido librados de la muerte eterna, no solamente se nos ha devuelto a la relación de amistad original entre la criatura y el Creador, sino que hemos sido incorporados a la familia de Dios, nos ha sentado a su mesa y nos ha prometido una herencia inmerecida: Él mismo. “Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo” [44] .

Ahora ya podemos afirmar que entender, hasta donde nos sea concedido, a Dios como misericordioso y rico en misericordia es a lo más que podemos aspirar en el conocimiento de Dios, lo cual significa, en sentido contrario, que quedarnos sin entender esto es vivir en oscuridad y en ignorancia respecto al Padre. ¿Puede pensarse en situación más triste y frustrante cuando sabemos con toda certeza que Dios ha querido ser conocido, y que precisamente “esta es la vida eterna: que te conozcan a ti único Dios Padre y al que tú has enviado: Jesucristo” [45] ?

5. Saber acerca del Hombre.

Acabamos de ver cómo la misericordia de Dios aparece con la caída del hombre. Esto significa que el amor de misericordia solo puede ser entendido en la relación Dios-hombre, y hombre caído. De aquí que pretender vislumbrar algo del misterio del amor misericordioso de Dios a los hombres, suponga entender algo de los dos extremos de esa relación: Dios y el hombre. Si el hombre está hecho a imagen y semejanza de su Creador, el mejor modo de conocer a la imagen es conocer el modelo. De tal manera que para el hombre el saber acerca de sí va unido al saber acerca de Dios. Y viceversa: la ignorancia de Dios es a su vez ignorancia del hombre. La misericordia recibida de Dios que el ser humano experimenta, le faculta a este para saber algo de Dios, hasta donde puede, y le faculta también para saber algo de sí mismo. Jesucristo no se ha limitado a revelar a Dios, sino que al hacerlo ha revelado al hombre al propio hombre. Esto ya sería mucho, pero lo asombroso de esta revelación es que Jesucristo no la ha mostrado de manera doctrinal o teórica, sino que la gran revelación del hombre al hombre se ha producido en su humanidad, y, por lo tanto, en su mismo cuerpo. Y más todavía, porque no fue en el esplendor de un cuerpo pletórico de cualidades físicas, no en un cuerpo joven y sano que rezumaba belleza y fuerza, sino en un cuerpo debilitado y escarnecido. La presentación de este cuerpo revelador de Dios y del hombre tuvo lugar en el palacio del gobernador romano unas horas antes de su muerte en la cruz. Tras la flagelación, Jesús fue conducido en un estado deplorable y atroz ante Pilato, quien lo mostró a la muchedumbre con un grito que ha pasado a la Historia: “Ecce homo”: “Aquí tenéis al hombre” [46] .

Puesto que la misericordia aparece en esa relación, el gran mensaje evangélico, la gran noticia, que Dios es rico en misericordia [47] , sirve a la vez para saber acerca de Dios y para saber acerca de nosotros mismos. Conocer al hombre en abstracto, como criatura corporeoespiritual dentro de la creación y conocer al hombre en concreto, es decir en tanto que persona individual.

5.1 En el primer aspecto, entendiendo por hombre el género humano, la misericordia de Dios le hace aparecer con todo el esplendor de su dignidad. Nadie habría soñado jamás que el valor del hombre fuera tal como se nos muestra en la Sagrada Escritura. En varios pasajes del Antiguo Testamento Dios habla de los hijos de Israel como de la niña de sus ojos [48] , pero quizá sea en el salmo 8 donde la Revelación se muestra más expresiva y diáfana: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él te cuides? Apenas inferior a un dios lo hiciste, coronándolo de gloria y esplendor; señor lo hiciste de las obras de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies” [49] . Pero será el Evangelio donde la Revelación llegue a su plenitud. Sin el aporte del Evangelio al hombre se le aprecia por lo que sabe, por lo que hace, por lo que tiene, y además por el disfrute que pueda hacer de eso que sabe, hace o tiene. Mirar al hombre al margen del Evangelio supone plantear la vida desde las posibilidades que ofrecen las propias fuerzas o los bienes de fortuna, entendidos estos en sentido amplio. Cuando estos valores se toman como valores supremos, la vida se convierte en una carrera de búsqueda de seguridad, de disfrute y de dominio nunca satisfechos; búsqueda de la fuerza para luchar contra los peligros con que le acechan la naturaleza y los otros hombres, y búsqueda de bienes para asegurarse el buen vivir. En cambio el Evangelio viene a trocar esta manera de tasar la vida. Son precisamente los pasajes de la misericordia los que nos muestran lo que el hombre significa para Dios, y de entre todos ellos, sobresalen las escenas de lo ocurrido en el Calvario. Si las cosas son como Dios las ve –y no pueden ser de otro modo, porque entonces no serían-, el valor del hombre no está en la valoración que nosotros podamos hacer de nosotros mismos, sino en la que Dios ha hecho. Y su tasación ha sido a precio de sangre. San Pedro se lo recordará así, expresamente, a los primeros cristianos [50] . En el monte Calvario se inaugura un modo absolutamente nuevo de entender al hombre, su valor infinito y de su dignidad sublime. Aquí nació una cultura nueva, la cultura cristiana, que ha dado a luz un modo nuevo y distinto de pensar y entender al hombre. Con el paso del tiempo este nuevo saber se ha ido depurando, explicitando y ha cuajado en la visión personalista cristiana, que con distintos avatares históricos ha llegado hasta nuestros días y se ha hecho fuerte justamente a lo largo del último siglo, precisamente el siglo en el cual ha recibido ataques más demoledores. El valor de la persona humana, su dignidad única e insuperable por ninguna otra criatura de este mundo, su bondad y su belleza intrínsecas, etc., son principios de sabiduría humana que no han aparecido por generación espontánea; se las debemos a la cultura cristiana. Ni uno solo de los pensadores precristianos que destilaron ideas preciosas sobre el hombre, pudo albergar la idea de que la verdad sobre el ser humano se nos mostraría desde el más indigno de los patíbulos usados en la Antigüedad: la cruz. Y lo mismo cabe decir de los antropólogos actuales. Su caudal de conocimientos sobre el viviente racional constituyen una valiosa colección de datos con los cuales los hombres podemos ensayar sobre nuestros intereses, costumbres, comportamientos, etc., pero a la vez se muestran incapaces de elucidar los interrogantes definitivos sobre este ser que somos nosotros mismos.

5.2 El segundo aspecto, el que hace referencia al hombre entendido como cada persona individual, también tiene en la misericordia de Dios su hontanar de conocimiento acerca de sí mismo. El “conócete a ti mismo”, tan estimado por muchos como principio de sabiduría que la filosofía de la Antigüedad nos ha legado, de algún modo patina ante el Evangelio. De los labios de Cristo nunca salió ni esa ni ninguna otra recomendación parecida. Eso no significa que el Hijo de Dios rechazara el autoconocimiento en el hombre. Al revés, hay datos suficientes como para afianzarse, razonablemente, en la idea de que Dios quiere que el hombre se conozca a sí mismo [51] . Mas no por la vía de la sabiduría humana. Jesús no dijo nunca “investígate”, o “cree en ti”. Antes bien, cabe pensar lo contrario, porque lo que sí pidió a sus discípulos durante la Cena Pascual es que creyeran en el Padre y que creyeran también en Él [52] . Y en ese mismo contexto, momentos antes del comienzo de su pasión, se mostró complacido de que los suyos le hubieran conocido a él como enviado del Padre [53] . Con ello nos está indicando el camino: más que “conócete”, lo que Jesús viene a decir es “conóceme” y “conócele” –a Dios Padre-. Con mayor claridad aún podemos comprobar esto mismo en el pasaje en que Jesús le anuncia a Pedro su Primado dentro de la Iglesia. Cuando Pedro, ante la pregunta del Maestro: “¿y vosotros quién decís que soy yo?” [54] , ha sido capaz –con la inspiración de lo alto- de reconocer a Jesús como el Hijo de Dios vivo, el Señor le responde: “Y ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” [55] . Es en la relación hombre-Dios, al entrar en diálogo con Jesús cuando Simón, el hijo de Jonás, se entera de quién es y de su destino. Él sabía de sí mismo que era Simón el pescador, un galileo observante de la Ley mosaica [56] , pero no tenía la menor idea de que iba a ser Pedro, y de que tendría una misión que ni siquiera había podido imaginar: ser fundamento y cabeza del Nuevo Israel, la Iglesia.

Uno sabe de sí mismo cuando es amado y lo sabe de parte de quien el amor le llega. Sin noticia de amor recibido, el conocimiento de sí se vuelve imposible y quimérico. La pregunta para saber sobre uno mismo hay que hacérsela a la persona de quien se recibe amor, porque solo quien ama puede dar razón del ser amado. Quien ama conoce y cuanto más ama, mejor conoce. Esto es así porque el amor no se queda en la cáscara de la persona, en sus aspectos más superficiales; el amor se dirige al ser, penetra hasta donde puede del interior del otro y vuelve trayendo consigo una noticia gozosa: el amado es así. La pregunta para saber de uno mismo hay que hacérsela al amante porque el amante al amar se zambulle en el otro, participa de lo que el otro es, de lo que el otro lleva por dentro, es decir, de su intimidad. Solo a él se le puede pedir que informe sobre uno mismo, solo a él se le puede decir: “Tú que me amas, dime cómo soy”. Y a más pureza de amor, mejor respuesta.

De las respuestas humanas es mucho lo que cabe esperar, pero la respuesta definitiva es la de Dios. Definitiva y definitoria, porque es respuesta que nos define, y al definirnos nos identifica. Los grandes amores humanos (paterno y materno, esponsal, filial, fraterno, etc.) tienen una valía inconmensurable. Sin ellos la vida se torna desgarrada, hosca y hostil. Su necesidad es evidente, pero no son amores definitivos, porque pueden faltar y, aunque sea deficitariamente, en alguna medida, pueden ser suplidos. Pero el amor de Dios no puede ni faltar ni ser suplido. El amor de Dios es literalmente esencial y, por tanto, imprescindible. El amor de Dios es el que nos hace ser. Dios nos da el ser, nos sostiene y nos acrece en él, porque “en Él vivimos, nos movemos y existimos” [57] . Es un amor original, constituyente, de sostenimiento y definitivo. Cabe preguntarnos por qué nos ama Dios, pero la respuesta desde Dios no puede ser otra que porque sí. Porque “Dios es amor”, porque respecto del hombre –si se admite la expresión- no puede hacer otra cosa. Se ha obligado a ello y lo ha hecho por pura liberalidad, es decir, por pura misericordia, y así ha querido darse a conocer. “Dios que «es amor» no puede revelarse de otro modo si no es como misericordia” [58] . Nuevamente hay que volver la mirada al Calvario. Porque en la cruz no solo ha sido amado y redimido el género humano, sino cada hombre en particular, cada persona. San Pablo lo expresará con una expresión bien conocida: “Me amó y se entregó a sí mismo por mí” [59] . ¿Podemos aportar alguna prueba de que esto es así? Sin fe no hay prueba que resista, ni en este punto de la fe ni en ningún otro. Ahora bien, a la luz de la fe, que nos lleva a aceptar la Revelación de Dios tal como nos ha sido transmitida por la Iglesia, la prueba es incontestable. Si volvemos nuevamente a San Pablo vemos que sí existe tal prueba: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” [60] .

6. Cadena de signos a lo largo del pontificado de Juan Pablo II.

El 22 de noviembre de 1981, el Papa Juan Pablo II hizo su primera salida de Roma tras el atentado del 13 de mayo de ese mismo año. El Papa peregrinó al santuario de Collevalenza, en la Umbría italiana, para celebrar la solemnidad de Cristo Rey, último domingo del tiempo ordinario con la que se cierra el año litúrgico. Collevalenza es uno de los santuarios dedicados al culto y propagación del amor misericordioso de Dios. En esa visita, durante la alocución del rezo del ángelus, el Gran Papa habló de sí mismo y de su ministerio con palabras que tal vez no hayan recibido toda la atención que merecen, y quizá por ello permanezcan desconocidas para muchos fieles católicos, a pesar de constituir una revelación personal profunda que el Gran Papa hacía de su ministerio y de su misión como primer pastor de la Iglesia Católica. Juan Pablo II decía así:

“Hace un año publiqué la encíclica «Dives in misericordia». Con este motivo llego hoy al santuario del Amor Misericordioso. Con mi presencia deseo reafirmar, de algún modo, el mensaje de dicha encíclica. Deseo leerlo y transmitirlo de nuevo.

Desde el principio de mi ministerio en la sede de San Pedro en Roma, hice de este mensaje mi tarea primordial. La Providencia me lo ha asignado ante la situación actual del hombre, de la Iglesia y del mundo. Podría decirse también que, precisamente esta situación me ha llevado a hacerme cargo de este mensaje como mi tarea ante Dios” [61] .

El Gran Papa conocía de primera mano las revelaciones particulares que el Señor había hecho a sor Faustina Kowalska, la religiosa a quien la Providencia Divina ha confiado la reactualización y divulgación para los hombres de esta época del mensaje central del Nuevo Testamento: que Dios es misericordioso y que arde en deseos de ejercer su misericordia con los pecadores. Tan de primera mano conocía Juan Pablo II los escritos de esta religiosa, que en 1968, siendo arzobispo de Cracovia, firmó la clausura de la fase diocesana del proceso de canonización de sor Faustina, proceso que culminaría años más tarde como Sumo Pontífice, en Roma. El segundo Domingo de la Pascua de 1993 (18 de abril de ese año) tuvo lugar su beatificación y el 30 de abril de 2000, otra vez segundo Domingo de Pascua, era canonizada.

Habían transcurrido dos años de la beatificación de sor Faustina, cuando en 1995, Juan Pablo II dispuso la celebración de la fiesta de la Divina Misericordia en el II Domingo de Pascua para las diócesis polacas y tras la canonización en 2000 la extendió a toda la Iglesia. Dos años después, en 2002, la Sagrada Penitenciaría, concede por expreso deseo del Santo Padre, indulgencia plenaria a todos los fieles que en esta fiesta asistan a la celebración de la Eucaristía, se confiesen sacramentalmente y recen por las intenciones del Papa.

Una pregunta es obligada: ¿por qué esa insistencia en el II Domingo de Pascua? La respuesta se debe a una razón única: porque en sus revelaciones a la santa polaca, el Señor pidió que ese día se dedicara a esta fiesta.

Un paso más tuvo lugar también en 2002. A mediados de agosto, Juan Pablo II viajaba por última vez a Polonia para celebrar la dedicación del Santuario de la Divina Misericordia, construido al lado del convento donde vivió Santa Faustina. De su homilía extraemos el párrafo siguiente:

“¡Cuánta necesidad de la Misericordia de Dios tiene el mundo de hoy! En todos los continentes, desde lo más profundo del sufrimiento humano parece elevarse la invocación de la misericordia (...) Es necesaria la Misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termine en el resplandor de la verdad. Por eso hoy, en este santuario, quiero consagrar solemnemente el mundo a la Misericordia divina, y lo hago con el deseo ardiente de que el mensaje del amor misericordioso de Dios proclamado aquí a través de Santa Faustina llegue a todos los habitantes de la Tierra y llene los corazones de esperanza” [62] .

Y por fin, llegado el año 2005, recién estrenada la noche del sábado 2 de abril, (litúrgicamente ya II Domingo de Pascua de este año) víspera de la fiesta de la Divina Misericordia, el Gran Papa entregaba su alma a Dios.

Toda una cadena de fechas, de coincidencias y de signos. ¿Casualidad? Desde la fe no, rotundamente no. Providencia de Dios que envuelve la vida del hombre y que le acompaña y se hace presente hasta en los mínimos detalles. Toque de atención de Cristo que se expresa a través de su vicario en la Tierra. Llamada de Dios Padre que quiere que su misericordia sea conocida y acogida por todos los hombres. Y llamada urgente, ha insistido el Papa una y otra vez siempre que ha hablado de este asunto. Llamada de Dios que en este caso no es susurro sino grito. Un grito que ciertamente no es nuevo, sino prolongación ininterrumpida en la historia y sostenida por el Espíritu Santo de aquel otro grito que Jesucristo lanzó en la fiesta de las Tiendas según narra el Evangelio de San Juan. “El último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: «Si alguno tiene sed, que venga a mí, y beberá el que cree en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva.»” [63] .

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Estanislao Martín

 



[1] Mt 5, 7.

[2] Dives in misericordia, 13.

[3] Ibidem, 1.

[4] Ibid, 13.

[5] Ibid., 6.

[6] Ibid., 1.

[7] Ibid, 13.

[8] Ibid., 15.

[9] Idem.

[10] Idem.

[11] Mt 4,4.

[12] Cfr. Jn 12, 8.

[13] SAINT EXUPÉRY, A. de (197710) El principito, p. 87 (Madrid, Alianza-Emecé)

[14] Tomando como base el «optimismo real», Víctor García Hoz justifica una antropología pedagógica del homo gaudens, “caracterizado por la capacidad de encontrar alegría en cualquier situación, relación o actividad”. Introducción general a una pedagogía de la persona, p. 59. Madrid, Rialp, 1993. Volumen nº 1 del Tratado de Educación Personalizada.

[15] Cfr. STO. TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, I, c. 21, a. 4.

[16] Idem.

[17] Jn 6, 28.

[18] 29.

[19] Cf. Mt 15, 7-8.

[20] Cf. Mt 9, 13.

[21] Cf Mc 12, 41-44.

[22] Sal 115, 5.

[23] Véase por ejemplo, la parábola de los talentos en Mt 25, 14-30.

[24] Cf Mt 25, 31-46.

[25] Cf Mt 18, 23-35.

[26] Dives in misericordia, 6.

[27] Sal 84, 11.

[28] Sal 24, 6-7.

[29] “Si por misericordia se entiende un hábito para que se compadezca razonablemente, nada prohíbe que la misericordia así entendida sea virtud”. Suma de Teología, I-II, c. 59, a. 1; II-II, c. 30, a. 3.

[30] Lc 10, 37.

[31] Cfr. Dives in misericordia, 3.

[32] Cfr. Mt 25, 31-46.

[33] Cfr. Salmo 89, 2.

[34] Cfr. Dives in misericordia¸ 6.

[35] Mt 5, 7.

[36] I Jn, 4, 12.

[37] Nota explicativa de la Suma de Teología. II-II, c. 21, a. 2, sol. Edición de la BAC, tomo III, p. 195. Madrid, 1990.

[38] Suma de Teología, II-II, c. 30, a. 4, sol.

[39] Dives in misericordia, 13.

[40] Gen 1, 31.

[41] I Jn 4, 8.

[42] Exultet de la Vigilia Pascual.

[43] I Jn 3, 1.

[44] Jn 17, 24.

[45] Jn 17, 3.

[46] Jn 19, 5

[47] Cfr. Ef 2, 4.

[48] Cfr. Dt 32, 10; Sal 17, 8; Zac 2, 12.

[49] Sal 8, 5-7.

[50] Cfr. I Pe 1, 18.

[51] Como ejemplo autorizado del valor que en la tradición católica se concede al conocimiento de sí mismo citamos a Sta. Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia, en cuyos escritos este tema es reiterativo.

[52] Cfr. Jn 14, 1.

[53] Cfr. Jn 17, 7;8;25.

[54] Mt 16, 15.

[55] Ibidem, 18.

[56] Cfr. Act 10, 14.

[57] Act 17, 28.

[58] Dives in misericordia, 13.

[59] Gal 2, 20.

[60] Rom 5, 8.

[61] Tomado de Internet. http://www.collevalenza.it/Dottrina/Dottrina_GPII04.htm

[62] JUAN PABLO II. Homilía en la Misa de dedicación del santuario de la Misericordia Divina. Cracovia, 17-8-2002. Tomado de la revista Palabra, octubre 2002. DP-127, página 144.

[63] Jn 7, 37-38.


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