El estreno de la película “El Reino de los Cielos” simboliza muy bien un cambio cualitativo en la ofensiva mediática anticristiana. En la postmodernidad el mensaje anticristiano no se transmite mediante argumentaciones dirigidas al pensamiento, sino que se desliza como pretexto de tropezones de cultura en los entretenimientos de masa, y se dirige en realidad a generar un pozo de aversiones, principalmente afectivas. No estaría de más recordar que la cruenta persecución de la revolución francesa fue precedida, un par de décadas antes, por una oleada de novelas en los que se hacía a los conventos escenario de abominaciones sin cuento. Cuando triunfaron los ilustrados revolucionarios, los grandes sacrificios de los sacerdotes refractarios fueron todavía superados proporcionalmente por la fidelidad de los regulares, y todavía más entre las religiosas. Pero si sus martirios desmintieron la propaganda de la corrupción, hipocresía y opresión de los conventos, sí supusieron la demostración de lo eficaz que había sido la misma en generar el ambiente que no se detuvo en consumar la persecución cruenta. Tal reflexión debiera sugerirnos la cuestión de si cierto género de novelas y ahora de películas no prepara sutilmente los espíritus para unas medidas persecutorias de alcance final imprevisible. Todavía hace dos años de tal tarea de envenenamiento anticristiano so capa de ficción se ocupaban novelas de ventas millonarias, como “El Código Da Vinci” y las demás que han aparecido en su estela sobre secretos y conspiraciones eclesiásticas. Pero su momento pasará en breve: la catequesis anticristiana se exhibe ya descaradamente en películas de muy alto presupuesto, y pronto prescindirá de requerir lectura ninguna, ni aun de novelas. Si en 2004 “El rey Arturo” fue una muestra incipiente de la historia-ficción más aberrante en pantalla grande y clave anticristiana (vid. la crítica publicada en www.Hispanidad.com de fecha 1-IX-04), “El Reino de los Cielos” de Riddley Scott constituye ya la madurez del género. Y por si fuera poco, si la finalidad de la película es antirreligiosa, y especialmente anticristiana, y para ello se toman cuantas libertades históricas hacen falta, nos encontramos con una superproducción que tampoco puede entusiasmar a un espectador por motivos meramente fílmicos: la corrección política es aburrida. Hay muchas formas de narrar una historia. Y la elección que hace el director del prisma y del entorno constituye ya la primera tendenciosidad de su mensaje. En “El Reino de los Cielos” se ha escogido, deliberadamente, el momento en que los cruzados mostraron mayor cúmulo de defectos: la crisis del Reino de Jerusalem que llevó a su destrucción por Saladino en la batalla de Hattin, para dejarnos una impresión subconsciente de las cruzadas en su conjunto; conjunto el de las Cruzadas que puede presentar gestas y personajes verdaderamente generosos y brillantes. Fechas, nombres y lugares de la película recuerdan suficientemente a los de aquella historia de fines del siglo XII, pero convenientemente distorsionados para que el espectador extraiga la moraleja que el director quiere. Así, ciertamente, un Balián de Ibelin, después de Hattin, dirigió durante diez días la defensa de Jerusalem hasta capitular honrosamente frente a Saladino, pero era un noble, hijo legítimo, nacido, casado y muerto en Tierra Santa: todo ello muy diferente del protagonista de esta película que usurpa su nombre y personalidad. Podríamos extendernos mucho sobre detalles históricos falseados o hábilmente deformados. Valgan algunos. La primera falacia va con los primeros metros de película, para marcar el tono. Apenas hecha la oscuridad un letrero en la pantalla afirma que en el siglo XII Europa estaba sumida en la represión (sic), y en la pobreza y que por eso la gente emigraba a Tierra Santa en busca de riquezas. Sin embargo el siglo XII conoció una gran expansión demográfica y económica de Europa y en ningún momento existió un movimiento de colonización de Tierra Santa, sólo peregrinaciones o refuerzos temporales, de cuya exigüidad se quejaron siempre los cristianos de los reinos latinos. Pero si la falacia de los textos es más concretable, la que dejan las imágenes, inasible, es mucho más peligrosa. No puede ser ignorancia, sino mala intención, que se nos presente el Calvario como una ladera pelada en pleno siglo XII. Desde los tiempos de Santa Elena (siglo IV) hubo templos cristianos en el Santo Sepulcro, y los cruzados erigieron inmediatamente de apoderarse de Jerusalem el complejo monumental que hoy se conserva. Cuando el protagonista pregunta por el lugar donde murió Cristo (¡que era el centro religioso y político del Reino, su perla y razón de ser!), y medita sobre un pedregal solitario, se está negando a los cruzados su tarea constructiva (la inmensa mayoría de los monumentos cristianos de la Tierra Santa de hoy provienen de la época cruzada) y su capacidad artística y, muy sutilmente, se insinúa la disociación entre Cristo y su memoria, semiolvidados por y la Iglesia y los cruzados, de espaldas hasta a su recuerdo físico. En esa misma línea, los cruzados se mueven en unos edificios civiles de estilo morisco (imágenes rodadas en Sevilla), con lo que se sugiere la superioridad cultural árabe, pero trastocando el hecho de que la arquitectura cristiana de los reinos cruzados no fue, como en España de influencia islámica. La incomprensión de la psicología de los nobles cristianos es evidente con sólo conceder a aquellos la racionalidad; pero lo que se pretende sin duda es presentarlos como repugnantes. En la película, el señor del Krak de los Moabitas elude el salir a cubrir la retirada de los lugareños al interior del castillo ante la llegada del enemigo musulmán. De ese modo, por contraste, se luce inverosímilmente el protagonista que es el único que presenta batalla para proteger “al pueblo” ¡cargando con los escudos colgados a la espalda! Sin embargo, los señores medievales cuidaban de proteger a su campesinos no sólo por su deber de caballeros cristianos, que alguno se creería, sino al menos por simple interés: toda la riqueza de los nobles la constituían sus tierras y los que las cultivaban , generando sus rentas. Riddley Scott, buscando siempre hacer del conjunto de los cruzados unos desalmados, los convierte en desalmados tan crueles y estúpidos que no pasan de malvados de parodia. Y no puede uno por menos de reírse cuando se ve al noble señor, que lo es de rebote y recién llegado, tener la ocurrencia de excavar pozos para procurarse agua, en lo que no habían caído ni los lugareños ni los anteriores señores. Pero, claro, se trata de que él mismo, como un dictador populista (cosa que algunos confunden con ser demócrata), participe en la excavación con sus propias manos. El precio que el señorío paga por ello es que cada vez que arrivan a él extraños armados (¡por fortuna siempre amigos!) penetran hasta el corazón mismo del feudo sin alarma y sin que existan dispositivos de defensa por si no lo hubieran sido. Los nobles no realizaban trabajos serviles porque prestaban continua protección armada en tiempos ciertamente muy belicosos. Pero todos estos errores históricos o de ambientación están al servicio de tesis religiosas. La principal, enunciada en el discurso más solemne de la película, es que todas las religiones son básicamente iguales, que la disputa por la diferencia de Fe o por la posesión de Jerusalem no tiene sentido, y que lo que importa cuidar es de las personas, es decir: de salvar su vida: móvil de supervivencia que explica la resistencia primero y la capitulación después de Jerusalem. Por otra parte, la coexistencia, ¿o la alianza? de civilizaciones era el ideal que los cruzados debían haber aceptado, puesto que la verdad de su Mesías o de su Profeta, la razonabilidad de un código moral u otro, o la agresividad y la reacción son cuestiones que no se plantean siquiera. Junto a esas tesis se observa una presentación sistemáticamente desfavorable de lo cristiano y un paralelo ocultamiento de aspectos poco laudables de los musulmanes. La primera escena marca la pauta: el entierro en pleno descampado de una desdichada mujer. ¿Por qué? Porque se suicidó por haber perdido a un hijo y la intolerante Iglesia niega el camposanto a los suicidas. Teniendo en cuenta la altísima mortalidad infantil de la época, y la rareza del suicidio en el medievo, el caso es ya inverosímil. ¿Y quién la entierra? No su amante viudo, sino el que resulta ser el cura del lugar. ¿Quién rechaza presidir su entierro en el cementerio se encarga con sus propias manos de enterrarla justo en el camino? Todavía más inverosímil. ¿Por qué quiere el director esa neuva inverosimilitud? Pues para que el que caiga en la tentación de saquear el cadáver sea el clérigo. Y así el espectador, que presencia tan impactante vileza, cobre una animadversión ante personaje tan repelente... y su gremio. Que esa finalidad no me la invento lo prueba que, sin excepción, cuantas nuevas veces aparecen clérigos en la película es para profesar intolerancia, egoísmo, superstición o cobardía. Veamos si no a los predicadores de Mesina, repitiendo como una salmodia que matar infieles no es pecado sino la vía de la salvación. ¡Pues no! Lo que la Iglesia predicó fue que la defensa de la Fe, y de Tierra Santa una vez liberada, eran una obra buena, y que los sufrimientos padecidos por ella se aplicaban como penitencia propiciatoria de indulgencias. Es la casuística musulmana la que no reconoce como ‘mártir’ sino al que muere por su fe, sólo tras haber derramado sangre enemiga. Prosiguiendo en esa línea, se nos muestra varias veces la oración de los musulmanes, y en cambio ninguna de los cristianos, que no se encomiendan a Dios ni siquiera al entrar en batalla ¡inadmisible, incluso históricamente! En realidad los cruzados que se nos muestran no son nunca cristianos: a ninguno se le ve manifestar devoción cristiana, ni aun justificar desde los postulados de la época la guerra contra el infiel. Son sólo belicistas obtusos que sin embargo reciben sin sorpresa ni oposición el discurso del protagonista en Jerusalem que niega todas sus creencias y posturas históricas. Riddley Scott cree que los europeos de entonces eran anímicamente iguales a los occidentales de hoy, sociológicamente cristianos cuando no incrédulos militantes: está falseando la historia, no tanto para hacerla aceptable a los espectadores como para reforzar en ellos tales comportamientos. A la única figura cristiana respetable del guión, al rey Balduino IV, que sobrellevó su lepra con heroísmo cristiano, se le niega su prestigio militar. El que había vencido a campo abierto y en gran inferioridad a Saladino en Mont Gisard también le forzó a retirar su ejército en varias ocasiones, incluso ya al borde de la muerte, pero sin que mediara nunca un parlamento equívoco. Pues a ese valiente y caballeroso rey se le presenta sugiriendo al protagonista que elimine al marido de su hermana para desposarla. Claro que a su sucesor, Guido de Lusignan, se le presenta asesinando por propia mano, delante de la corte reunida, nada menos que a un parlamentario enemigo ¿cabe algo más aberrante? Frente a semejantes invenciones, de Saladino se ocultan ciertos ‘pequeños’ detalles para magnificar una caballerosidad que ciertamente existió: así, que los cristianos de Jerusalem pudieron dejarla libremente porque permitió que se pagara un rescate colectivo por ellos, o que los caballeros de las órdenes militares capturados en Hattin fueron asesinados a sangre fría (algunos dicen que fueron repartidos entre ciertos musulmanes para que cada cual determinase su género de muerte). Más aún, se inventa a un Saladino en la Jerusalem conquistada recogiendo del suelo y reponiendo una cruz enjoyada, oportunamente abandonada en la evacuación y olvidada por los saqueadores. ¿Creerá alguien al ver esa película que no ya Bin Laden, sino el más moderado de los inmigrantes musulmanes, va a reponer de pie lo que para ellos es un ídolo? ¿Y el protagonista? En él está siempre la clave de la historia, y también lo está de que “El Reino de los Cielos” no sea una buena película. El protagonista, siendo agnóstico (para los que digan que en la Edad Media no hubo milagros), se integra por la fuerza de las circunstancias entre los cruzados, se mantiene permanentemente al margen de los móviles de éstos, ya fueran religiosos o terrenos, y retorna (inverosimilitud final) a su lugar natal renunciando a su condición de noble, pero sustituyendo a su anterior esposa con la Princesa Sibila –en realidad Reina-, que también abdica de su posición... y abandona a su esposo; eso sí el plebeyo por elección posee caballos con que pasear a la tarde él y su esposa ¿quién se acuerda entonces de la pobreza, la ‘represión’ y las muy reales restricciones de clase del siglo XII? Con tan demagógico final Riddley Scott nos muestra el final feliz que negó a Russell Crowe en “Gladiator”. Ahora bien, el personaje de “Gladiator” era mucho más humano y comprensible que éste, aquel era un pagano estoico, piadoso, amante de su familia y necesitado de venganza. Este Balian cinematográfico no manifiesta grandes pasiones, ni el espectador se explica en qué creencias se apoya su distanciada rectitud incorruptible. Y como nuestro protagonista no se implica íntimamente en la lucha colectiva de sus contemporáneos nos encontramos ante una película bélica sin épica, y como tampoco evoluciona moralmente de su escepticismo desencantado a lo largo de su periplo, tampoco hay drama. La película, así, es un espectáculo apabullante, pero sin historia central, vacía y decepcionante. En el fondo “El Reino de los Cielos” contiene una tesis: pretende establecer que las creencias son equiparablemente nefastas y que la mejor posición moral y humana es el cristianismo sin Cristo, la elevada moral sin por qué de la que es ejemplo nuestro personaje. La Iglesia histórica no sólo es innecesaria como depositaria del mensaje de Cristo (que no es sólo enseñanza, sino sobre todo Redención y Salvación), sino opuesta a Él. Los católicos tenemos el deber de defender la verdad de la historia y de nuestra Fe. Advertir a nuestros hermanos de que no paguen entradas para someterse a tal manipulación. Reclamar que haya asesores cristianos, como lo ha habido musulmán, en películas que aborden nuestras creencias e historia. Y fortalecer nuestra Fe, sin aceptar que nos creen escrúpulos indebidos: ¡los cruzados de verdad eran cristianos! Ni malvados irremisibles, ni santos agnósticos. Las Cruzadas, histórica y moralmente tienen una explicación y una justificación cristianas, y conviene a todos los católicos conocerlas. Dos libros españoles contemporáneos pueden servir de introducción al respecto: como resumen académico Las Cruzadas, de Carlos Ayala Martínez (Sílex, 2004), y como divulgación y defensa polémica Ocho siglos de cruzadas, de Luis María Sandoval (Criterio, 2001) •- •-• -••• •••-• Carlos Salazar
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