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Sobre el sofisma que se crea sobre el ideal de la Igualdad
por
Javier Diéguez
La igualdad democrática es un torpe remedo de la genuina justicia. Es un disparate aplicar los criterios de la justicia conmutativa a cuestiones que, en realidad, corresponden al ámbito de la justicia social o distributiva
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La
democracia es un régimen político que se basa en la igualdad ante la ley de
todos los ciudadanos. La democracia pone fin, de esta forma, a cualquier
privilegio que favorezca a un individuo o grupo social en detrimento de los
demás. La igualdad política de todos los ciudadanos es el fundamento de toda
igualdad social. Sólo un régimen que acepte y establezca un estado de igualdad
absoluta entre todos los ciudadanos puede calificarse como democrático y, por
ende, justo.
Todos
los sofismas inducen a engaño precisamente en virtud de la parte de verdad que
contienen. En este caso la justicia es más aparente que real, porque la gran
virtud del igualitarismo reside en “salvar las apariencias”. De acuerdo
con la inmortal fórmula ciceroniana, la justicia no es sino “constans et
perpetua voluntas ius suum cuique tribuere”. El igualitarismo democrático
remite a una proporción meramente aritmética, mientras que otorgar a cada uno
su derecho, lo que en justicia le corresponde, exige un análisis más cercano a
la proporción geométrica. Usando el célebre apotegma de Maritain, podríamos
decir: Distinguir para unir. He aquí la clave de la justicia
distributiva.
En
efecto, los beneficios y las cargas sociales deben distribuirse atendiendo al
mérito y a la necesidad, pero evidentemente no podemos realizar cómputos
homogéneos entre unas y otras magnitudes. La vida, en cualquiera de sus
estadios, supone organización, es decir, diferenciación funcional. Sólo en el
reino mineral puede hablarse de una composición homogénea, pero a cambio de la
ausencia total de vida.
La
vida en sociedad requiere justicia, no sólo igualdad. La igualdad supone una
aplicación de la justicia para supuestos en los que existe una identidad de
razón. Cuando esa identidad no concurre, la igualdad es injusta, arbitraria y,
aunque lo niegue, está imponiendo a toda la comunidad la carga de una serie de
privilegios irracionales. Las leyes privadas o especiales – estatutos o privilegios
– se justificaban históricamente en el desempeño de una función particularmente
relacionada con el bien común. Extender un determinado régimen jurídico a una
situación en la que no concurre la identidad de razón supone otorgar un
privilegio absolutamente injustificado a quienes se encuentran en dicha
situación.
Esta
perversa interpretación lleva a extender el régimen jurídico propio de la
familia – matri- munus: oficio o función de madre – a la mera
convivencia en un mismo espacio físico de dos personas, incluso del
mismo sexo. No acaba ahí el despropósito, sino que dado que es evidente que en
ambos supuestos no se reúnen las condiciones para poder desarrollar
correctamente la función de procreación y de educación de los nuevos miembros
de la comunidad, se perpetra el crimen de entregar a dichas parejas –
¡¡¡ muy apropiado, por cierto, el término zoológico ¡¡¡ - a aquellos niños que
han tenido la desgracia de perder a sus progenitores naturales por razones de
muerte o negligencia de estos en el ejercicio de la patria potestad.
Lo
mismo sucede en otros órdenes de la sociedad. La igualdad política desemboca
fatalmente en la constitución de una casta de privilegiados: los tribunos del
pueblo. Fuera del habeas corpus y de otras garantías como la inmunidad
parlamentaria, nuestros ilustres próceres ostentan esta representación como un
auténtico privilegio que les permite acceder a cargos y prebendas en plena
igualdad con el resto de los ciudadanos que, en cambio, debemos concurrir a los
correspondientes procedimientos selectivos para ocupar cualquier magistratura
pública.
Finalmente,
los beneficios sociales se acumulan a favor de quienes ejercen un cargo o
función pública. Se trata, en definitiva, de una nueva perversión del sentido
de la justicia, puesto que tener encomendada la tutela del bien común no
implica en modo alguno tener que beneficiarse de las condiciones de trabajo que
el progreso social plantea para el alivio de los problemas que se producen en
las relaciones de trabajo propias de la sociedad civil. Con el paso del tiempo,
la injusticia se consuma con la destrucción de toda iniciativa social que
presente, en la práctica, un funcionamiento más eficiente en relación con el
bien común, sobre la base de que el aparato burocrático del Estado resulta más social
por más político.
El
fin del buen gobierno, sin embargo, no es una sociedad igualitaria, sino una
sociedad justa, que recompense convenientemente el servicio al bien común,
imponiendo deberes cualificados a quienes cuenten con mayor capacidad y
acudiendo en auxilio de quienes no puedan hacer eficaz su propio esfuerzo.
El
derecho de cada uno es el reverso de su deber. La condición de supervivencia de
cualquier sociedad es que la autoridad que la rige no se limite a repartir derechos,
sino a distribuir en la adecuada proporción las cargas y los beneficios
sociales. La proporción adecuada es la que guarda relación con el bien común,
que atiende al bien de todos y cada uno de los miembros de la comunidad
respetando las exigencias provenientes de la propia naturaleza del ser humano,
y constituye, por esta razón, el fundamento de la Legitimidad en el ejercicio
del poder político.
La
igualdad democrática es un torpe remedo de la genuina justicia. Es un disparate
aplicar los criterios de la justicia conmutativa a cuestiones que, en realidad,
corresponden al ámbito de la justicia social o distributiva. Sin embargo, esto
es lo que hace el liberalismo desde hace más de dos siglos, y a quien lo
impugna se le tacha de reaccionario. Un mínimo análisis de la cuestión lleva a
conclusiones diametralmente opuestas: son los demócratas los que se enfeudan a
una recua de ínfulas y privilegios antisociales con los que logran satisfacer
egoísmos inconfesables. ·- ·-· -···
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Javier Diéguez
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