Quien ha tenido
la suerte de tener buenos maestros sabe hasta qué punto es cierto que ellos le
han transmitido algo de su vida.
El “interés por
la verdad”, como él mismo explica en un libro con ese título ,
se articula en dos facetas o aspectos: el interés por conocer la verdad y el
interés por darla a conocer. Aquí me ocuparé principalmente del interés
cognoscitivo. Éste presupone la confianza en la capacidad de la razón. Dicha
confianza, a su vez, posee un doble fundamento: por un lado, la irrestricta
apertura del espíritu humano a la totalidad de lo real y, por otro, la
condición mediante la cual la realidad misma se abre camino a la razón.
Millán-Puelles poseía una conciencia fundamental –y
fundamentada– de la capacidad de la razón para conocer la verdad.
Casi toda su trayectoria intelectual puede describirse como un esfuerzo por
dilucidar y formular con toda precisión la naturaleza “reiforme” de la
subjetividad humana, tanto en su vertiente aprehensiva como volitiva.
Testimonio de ello son sus dos obras sin duda más elaboradas: La estructura
de la subjetividad (1967) y la Teoría del objeto puro (1990).
En el hombre razón y libertad se entienden desde su apertura al ser (y también
desde su peculiarísima relación con lo irreal, con el no-ser en el que consiste
la mera objetualidad).
En todo caso, lo que ahora importa subrayar es la firme
defensa que hace Millán-Puelles del valor de la razón como capacidad de verdad.
Sin caer en los excesos del racionalismo, llegó a convertirse en uno de los
principales valedores de la razón en un tiempo en que muy pocos filósofos
continúan “creyendo” en ella.
I.
No es posible entrar ahora en una descripción pormenorizada
de las tesis sostenidas en esos libros, aún insuficientemente conocidos por el
público filosófico. Pero podemos ensayar una aproximación panorámica a esa
estructura reiforme de la subjetividad humana.
La realidad, en principio, se deja conocer sin restricción
alguna. Es esto lo que en la tradición clásica queda explícitamente señalado
con la noción de verdad ontológica o trascendental, dado que el ser
cognoscible o inteligible es una característica no exclusiva de un determinado
tipo de realidad, sino que trasciende y se transmite a toda realidad,
cualquiera que sea su tipo o clase. El poder-ser-entendido no le corresponde al
ente a título de estar dotado de una particular luz o claridad esencial que lo
haga más cercano, asequible o adaptable al entendimiento humano, sino a todo
ente precisamente en tanto que ente. Es lo que la tradición aristotélica
resume en el axioma veritas supra ens fundatur: la verdad se funda en el
(ser del) ente.
Ser verdadero es algo que le conviene a todo ser, según
muestra la enseñanza escolástica, de origen tomista, sobre las propiedades
trascendentales del ser, una de las cuales es precisamente el verum.
“Ser-verdadero” es otra forma de mentar al ser (ens et verum convertuntur).
Tal condición es la que a su vez hace posible –no siempre necesario– que se
produzca una adecuada o ajustada representación de lo real en el logos
humano. Esta segunda acepción de la verdad –la verdad lógica– es sin
duda la más propia, pero al mismo tiempo derivada respecto de la primera, la
verdad “ontológica”. En ésta última se da el carácter de principal o
fundamental. Dicho de otro modo, la verdad se da formalmente (formaliter)
en el logos humano que se ajusta bien al ser, pero se da causalmente (fundamentaliter)
en la cosa, que se deja logicizar. En definitiva, en la cosa es anterior, con
prioridad de naturaleza, su dejarse conocer con verdad respecto de su ser
verdaderamente conocida por el logos humano. En efecto, el ajuste o
adecuación a la res en el que la verdad propia y formalmente consiste –adaequatio
intellectus cum re, según la conocida fórmula aristotélica– es algo que
sólo puede darse en el logos humano, que al conocer la realidad reconoce
su deuda con ella, y así se deja medir –ajustar– por ella. Esta inflexión del
conocer –la dimensión reflexiva de la verdad lógica– pone de manifiesto que el logos
humano se cumple como tal precisamente en su esencial carácter reiforme,
en su capacidad de hacerse lo conocido según el modo de la “información”, a
saber, la adquisición de la misma forma de lo conocido en tanto que conocido
–es decir, formal, no materialmente– por parte del cognoscente en tanto
que cognoscente. (No sobran aquí estas fórmulas reduplicativas).
En resumen: la verdad ontológica (verum transcendentale)
es la inteligibilidad, que se da en la cosa (ens) como su “dejarse
conocer”, estrictamente correlativa –más bien idéntica– con su ser, en tanto
que la verdad lógica es la efectiva intelección, que, como es natural, se da en
el intelecto, más no en su función meramente aprehensiva o conceptual, sino en
el acto de juzgar, cuando éste hace justicia a lo juzgado.
II.
Lo que constituye al cognoscente en cuanto tal es
precisamente la forma sustancial, la suya propia, que en el hombre es su alma
espiritual en y a través de la potencia intelectiva que le es característica.
En efecto, en el acto de conocer –acontecimiento al que no sin motivo se alude
frecuentemente con la voz “información”– la forma de lo conocido informa no
materialmente, como si de la composición hilemórfica se tratase, pero sí
realmente, como causa formal, a su vez, a la forma del cognoscente –su potencia
intelectiva, o lo que Aristóteles designaba con el nombre de nous pathetikós–
que en este caso hace el papel de causa material in qua, quedando
“conformada” a aquélla. Mas como la forma ya sea sustancial, ya accidental, es
lo ontológicamente más real de cada ente –lo más activo, si se exceptúa su actus
essendi, acto que actualiza o activa toda forma categorial, que de suyo
puede estar inactiva– la “conformación” en la que el conocimiento consiste es
del logos conforme al ón, es decir, del intelecto en el acto de
conocer respecto de la realidad en la passio de ser-conocida.
Lo que con toda pulcritud ha mostrado Millán-Puelles en su Teoría
del objeto puro es que precisamente en el caso de lo conocido en tanto
que conocido, es decir, de lo que hace de objeto justamente en la medida en
que está siendo objeto (obici) de una representación por parte de una
subjetividad finita consciente en acto, esa passio es irreal. Tan irreal
–también en el sentido de carente de relieve o relevancia real– es para la
efectiva realidad de la página que tengo delante el estar-siendo-leída-por-mí,
como real –y relevante– es para mí el efectivo estar leyéndola. Ciertamente un
libro está para ser leído, pero lo que formalmente le constituye como libro –lo
que le suministra tal forma o índole– es la legibilidad, su ser-legible, no el
de hecho estar-siendo-leído; semejante status nada efectivo le añade o quita a
su efectiva realidad. De lo contrario no serían libros los que no estuviesen
actualmente siendo leídos, lo cual es patentemente falso, toda vez que hay
muchos libros que no sólo no han sido aún leídos por nadie, sino que nunca lo
serán, y no por eso dejan de ser lo que son, a saber, libros.
―Esos libros, ¿encierran la ciencia que generalmente
se les atribuye? ―Únicamente en un sentido equívoco, pues la ciencia es
un hábito del intelecto, y sólo puede “habitar” en un sujeto dotado de una
potencia activa espiritual. Sensu stricto los libros son capaces tan
sólo de estimular la adquisición de aquélla. La lectura, por tanto, enriquece
al lector, no al libro. Análogamente es el intelecto el que se enriquece al
entender, no lo entendido en tanto que meramente entendido por un intelecto
finito. De ahí la estructura reiforme de éste. Dicha estructura garantiza que,
si hay efectivo conocimiento, el cognoscente se hace lo conocido en
tanto que conocido –no en tanto que ente–, pero se lo hace “realmente”. La
identificación entre la forma de lo conocido y la forma del cognoscente es
intencional (no material), pero a su vez es real, no en el sentido de que
desaparezca por completo la discontinuidad logos-ón (tal sería la tesis
del ontologismo, o la hipótesis inicial de Parménides, enteramente extraña a la
tradición aristotélica de la que Millán-Puelles siempre se consideró deudor),
sino en la más estricta significación de que un conocimiento real siempre lo es
de la realidad de lo conocido, no de su mera apariencia.
Por su parte, la mencionada índole reiforme del intelecto
humano viene garantizada, primaria, no exclusivamente, por la índole de ente (res)
que al propio intelecto conviene. El tipo de ser en el que el conocer consiste
es ciertamente muy peculiar, y en modo alguno coincide con la caracterización trivial
que la filosofía moderna ha hecho de la adaequatio. En palabras de
Millán-Puelles: “La adecuación de la facultad intelectiva a la realidad que le
es objeto consiste en algo más que en una copia o simple imitación de un ser
real. Cuando se acusa a la definición que aquí estamos considerando [la
definición de verdad como adaequatio intellectus ad rem] de ignorar, u
olvidar, que la actividad intelectiva es enteramente irreductible a cualquier
género de actividad reproductiva, lo único efectivamente demostrado es que se
ignora, o se olvida, que la definición tradicional de la peculiar verdad del
conocer presupone toda una teoría según la cual la única forma de conocimiento
capaz de ser verdadera es siempre un acto ejercido por una energía espiritual.
Lo producido por una energía de esta índole no lo puede ser un simple calco,
una reproducción meramente mecánica, de la realidad a la que apunta esa misma
energía en su acto de conocer. La ‘imagen’ que el entendimiento hace en sí
mismo de la realidad por él captada tiene, a su modo, vida y, justamente, vida
espiritual. Y es por completo imposible que esa imagen se encuentre en el
espíritu de tal modo que, al poseerla, éste se limite a mantener un
comportamiento pasivo –tal como ocurre cuando en un papel está grabada una
imagen–, porque el espíritu no puede comportarse como un cuerpo al que se le ha
dado una figura que reproduce o imita la de otro cuerpo”.
III.
La posibilidad de un conocimiento verdadero –es decir, de un
verdadero conocimiento, pues un conocimiento falso sería más bien un
desconocimiento de la verdadera realidad de lo conocido, es decir, más bien un
no-conocimiento– coincide exactamente, por tanto, con la existencia misma de la
potencia cognoscitiva. Ahora bien –y en esto nuevamente se advierte la
necesidad de no dejarse llevar por los iconos culturales dominantes– el que no
haya conocimiento humano que no sea verdadero no significa que la verdad sea
enteramente conocida por el hombre.
Todo verdadero filosofar implica un decir en el que lo
dicho, ni se sustrae por completo, ni por completo se contrae al decir mismo.
Algo dice; no todo: más bien poco. Es más un balbucir que un decir, sobre todo
cuando apunta a objetos de tal envergadura como el conocer, el ser, la verdad o
Dios. El alcance del decir humano es muy limitado aquí. Ya Heidegger advirtió
que la verdad es desocultamiento del ser (a-létheia, Unverborgenheit),
pero igualmente ocultación.
Pocos filósofos contemporáneos han desarrollado con tanta
intensidad como Millán-Puelles el auténtico eros filosófico, el interés
por la verdad, pero igualmente era consciente de que la verdad se deja decir de
muchas maneras, y ningún ángulo visual humano la agota por entero. El
compromiso con la verdad –buscarla realmente, es decir, un efectivo querer
encontrarla– es la seña de identidad del verdadero filósofo.
La mera mención
del término verdad suscita hoy no pocas suspicacias, y, lo que es más
curioso, precisamente entre aquellos que más a menudo se autodenominan
“intelectuales”, e incluso “filósofos”. A muchos parece que hablar de la
verdad, o afirmar estar convencido de la verdad de algo, sólo puede hacerse en
un ejercicio de prepotencia intelectual incompatible con el auténtico pathos
filosófico de quien busca sin llegar nunca a encontrar. Frente a esto es
menester dejar inequívocamente claro que una cosa es conocer la verdad de algo
–y estar seguro de que lo afirmado es absolutamente verdadero– y otra muy
distinta el “absolutismo” epistemológico de quien se considerase poseedor de la
verdad absoluta, como suele decirse irónicamente.
En este punto
hay que aclarar dos extremos.
a) En primer
término, la verdad es tan plural como el ente, si nos atenemos a la acepción
causal o fundamental (la verdad ontológica). Si la verdad es un aspecto o faz
del ente, y el ente no es único ni unívoco, la verdad correspondientemente ha
de ser plural y analógica. Tantas verdades hay como verdaderos entes. Esto no
se puede decir sin más de la verdad lógica, aun admitiendo la flexibilidad que,
sobre todo en el orden práctico, hay que reconocer a cada juicio o acercamiento
intelectual a una realidad que está por hacer. Desde luego no posee idéntico
régimen lógico un enunciado matemático y un juicio ético o político, por
ejemplo. La verdad de la ecuación 2+2=4 puede calificarse como absoluta –no,
evidentemente, como única, dado que hay otras muchas ecuaciones verdaderas– en
el sentido de que cualquier otra alternativa a la igualdad entre los dos
miembros de dicho juicio es necesariamente falsa, es decir, de modo absoluto:
tan falso es afirmar que 2+2=5 como afirmar que 2+2=50.000. Parece que esta
última (pseudo-)ecuación está mucho más lejana de la verdadera que la anterior,
pero ambas son igualmente falsas, y de modo absoluto. Ahora bien, la verdad de
un juicio práctico, toda vez que ahí la adecuación no es del intelecto a una
realidad efectiva sino a algo que está por venir, a una situación que devendrá
real como resultado de la praxis, es una verdad que no excluye como
absolutamente falsa toda alternativa. Cabe hablar de verdades prácticas
–verdaderas soluciones a problemas prácticos, por ejemplo– no sólo plurales,
sino hermenéuticamente situadas, contextualizadas, relativas al sujeto y a la
situación. Hic et nunc lo que debo hacer es esto: si es verdad dicho
enunciado, es absolutamente verdadero hic et nunc, mas quizá no es lo
que otra persona debe hacer en esa situación, o en otra, o quizá tampoco
coincide con lo que yo hubiera de hacer en otra circunstancia o en otro
momento. La unidad de la verdad, en fin, es consecuencia de la unidad del ser;
en ningún caso unicidad ni univocidad, sino más bien coherencia, no
contradicción. Lo que no cabe es que sea lo contradictorio, o que sean
simultáneamente verdaderas dos proposiciones contrarias que en el mismo sentido
se refieren a lo mismo.
b) En segundo
término, quien está realmente convencido de algo sabe bien que si eso es verdad
no lo es porque él lo diga; seguiría siendo verdad aunque él dijese lo
contrario. Por tanto, si es verdad, lo es además, e incluso a pesar
de que él lo reconozca. En consecuencia, si afirmo algo que es verdad, su
ser-verdad es por completo independiente de mi afirmación, y del reconocimiento
veritativo que a ésta acompaña siempre en forma atemática o “inobjetiva”.
Justo lo que algo tiene de real –y, por lo mismo, de verdadero en sentido
ontológico– es lo que tiene o es en forma por completo independiente del hecho
de que yo lo haga objeto de mi representación.
IV.
Como es obvio,
esta última afirmación entra directamente en colisión con la tesis general de
la inmanencia del ser a la conciencia, expuesta de forma paradigmática en el
conocido axioma de Berkeley: esse est percipi. Millán-Puelles se
confronta con ella con una claridad y limpieza extraordinarias: “Lo que el
argumento inmanentista habría de hacernos patente no es que no cabe pensar sin
que lo pensado sea objeto de pensamiento, sino esto otro: que no cabe pensar
que un objeto de pensamiento tenga su propio ser con independencia del
respectivo ser objetual ante una subjetividad consciente en acto. Y no lo
prueba porque no demuestra que la objetualidad afecte al ser de una manera
necesaria, de tal forma que el ser fuese imposible sin una relación a la
conciencia. Por carecer de esa demostración, el argumento inmanentista no pasa
de ser una de estas dos cosas: o una tautología, o una petición de principio.
Como expresa tautología, tendría esta forma u otra equivalente o parecida: no
cabe que lo pensado no sea objeto de pensamiento. Lo cual, evidentemente, no es
igual que negar que pueda pensarse algo sin pensarlo como pensado. Y como
explícita petición de principio, su enunciación puede hacerse en los siguientes
o muy similares términos: lo pensado es, por necesidad, inmanente a la
conciencia, porque lo no inmanente a la conciencia no puede ser pensado. Claro
está que esto no demuestra la imposibilidad de pensar algo cuya objetualidad no
agote su propio ser”.
No cabe negar
la verdad profunda a la que apunta el planteamiento de la inmanencia del ser en
la conciencia, toda vez que el propio Aristóteles afirma que el entendimiento
humano es, de alguna manera, todas las cosas porque todas las puede conocer, y
cuando de hecho conoce “hace suyo” lo que conoce. Es cierto que lo conocido en
tanto que conocido está en el cognoscente (en tanto que cognoscente, es
decir, en el acto de conocer). El cognoscente se hace lo conocido, lo hace suyo.
Pero eso no autoriza a decir que el ser de lo conocido –no en tanto que
conocido sino en tanto que ente– se reduzca a su ser-conocido, representado
ante una inteligencia finita. (Otro es el caso si se trata de la inteligencia
infinita).
El idealismo
considera contradictoria la afirmación de la existencia extramental, pues si es
afirmación –acto cognoscitivo– entonces es, valga decirlo, “inmanentización”.
Pero en absoluto debe excluirse que al conocer algo –ciertamente
interiorizándolo– pueda yo reconocer que eso posee otra vigencia, además
de la perceptual en mí. Afirmar la imposibilidad de conocer algo como existente
además, e incluso con independencia, de su estar-siendo-objeto de mi
representación para nada es una conclusión exigida desde la premisa de la
presencia ante mí del objeto (por tanto en mí de su representación). No es lo
mismo ser-objeto que ser. Ser sí es ser-objetivable, pero no ser-objetivado
por una subjetividad finita en el acto de la conciencia. Dicho de otro modo,
ser es ser representable por mí, pero no de hecho estar siendo ante mí
representado. Aunque ambas índoles son compatibles, lo que ante todo tiene de
real cada cosa es justamente lo que tiene de trans-objetual, de “además” y de
“a pesar” de su ser percibido por mí (obici, repraesentari, percipi).
Es sobre todo
Kant quien confunde ambas situaciones –el ser (objetivable) con el estar
(siendo objetivado)– al decir que la existencia es una categoría del
pensamiento, no algo que se me da –mejor dicho, que puede dárseme– sino algo
que yo pongo, o impongo, al objeto, constituyéndolo así, precisamente, como
objeto y, por tanto, como ser-para-mí. Digamos que para Kant la existencia no
es algo de la cosa sino de mi modo de conocer. Ahora bien, una cosa es que yo
no pueda pensar en algo sin pensarlo como existente, y otra muy distinta que la
existencia sea un rendimiento del pensar.
Por ejemplo, para Kant decir “Dios existe” equivaldría a decir cualquiera de
estas dos cosas: “Estoy pensando en Dios” (razón teórica) o “necesito Dios”
(razón práctica).
V.
Fácilmente
puede verse que la confusión no es inocente. Por el contrario, cualquiera que
entiende el sentido obvio de las afirmaciones humanas advierte que la verdad de
la proposición “Dios existe” es independiente del hecho de que sea afirmada por
el teísta, así como si fuera verdadera la contraria, “Dios no existe”, no lo
sería por efecto de la negación ateísta. La dimensión semántica del lenguaje es
bien distinta de su dimensión pragmática, y el hecho de la dicción no
predetermina el contenido de verdad de lo dicho. Husserl lo vio con claridad.
De ahí que sea contradictoria in adiecto la expresión “mi verdad” o “tu
verdad”.
Por otro lado,
si la verdad fuese tan posesivamente mía que de nadie más fuese, poco sentido
tendría compartirla dialógicamente. A su vez, poco o ningún sentido tiene el
diálogo y la discusión racional si no se los entiende como una búsqueda
cooperativa, mancomunada, de la verdad, que ciertamente se deja decir de muchas
maneras y desde muchos ángulos, sensibilidades, perspectivas. (La crisis
actual, por cierto, de la cultura del diálogo entiendo tiene mucho que ver con
el éxito cultural del relativismo).
Lo que
constituye a una afirmación como verdadera o falsa no es que sea dicha o
suscrita por mí o por ti, sino su ajuste a la realidad extramental, la justicia
que le hace al ser: reconocerlo como es. La opinión sí es subjetiva, de cada
sujeto. Eso no quiere decir que la verdad sea “objetiva”, sino que la verdad es
el ser (verdad ontológica) y el decir que le hace justicia (verdad lógica).
Nunca dejó de
reconocer Millán-Puelles su deuda con el fundador de la escuela fenomenológica
–a quien consideraba uno de sus principales maestros– en especial en lo tocante
a la crítica del relativismo. La hizo suya en formas diversas. Algunas,
sumamente didácticas, también llevaban la marca inequívoca de su fina ironía.
Veamos el argumento que con su buen humor denominaba el trabalenguas del
relativismo en dos de sus versiones, digamos, más populares.
«DIÁLOGO 1
― X:
¿No te parece, amigo Y, que los relativistas se quedan cortos cuando dicen
precisamente que todo es relativo?
― Y:
Perdona, amigo X, pero no te entiendo.
― X:
Vamos a ver: lo que quiero decir, y digo, es que si los relativistas piensan en
serio que es relativo todo, tendrán lógicamente que pensar que también es
relativo eso mismo de que todo es relativo.
― Y:
¡Ah, ya te entiendo! Y no tengo ningún inconveniente en admitir que eso de que
todo es relativo es relativo también. Para que veas que no me quedo corto.
― X:
Estás completamente equivocado. Sigues quedándote corto, a pesar de lo que
acabas de afirmar.
― Y:
¿Pero qué estás diciendo?
― X:
Lo que oyes. Porque si piensas en serio eso de que todo es relativo es relativo
también, también tendrás que pensar (si quieres seguir siendo relativista) que
a su vez es relativo que sea relativo eso de que todo es relativo, y así
sucesivamente.
― Y:
O sea: que por mucho que un relativista relativice el relativismo (y deberá
hacerlo para ser un buen relativista), siempre tendrá que volver a
relativizarlo, y, en consecuencia, nunca llegará a ser un completo relativista.
― X:
Ni más ni menos. Ahora sí que me has entendido.
DIÁLOGO 2
― Ramón de Campoamor (poeta español del siglo
XIX): “En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira / Todo es según el
color / del cristal con que se mira”.
― Yo: Si en este mundo traidor nada es verdad
ni es mentira, tampoco será verdad, ni será mentira, que nada es verdad, ni es
mentira, en este mundo traidor. Ni siquiera será verdad, ni será mentira, que
Campoamor fue el autor de estos versos. Además, ¿de qué color tendrá que ser el
cristal a través del cual puede verse que nada es verdad ni es mentira en este
mundo traidor? Porque algún color habrá de tener ese cristal, digo yo; y
entonces ese color ¿dependerá del que tenga a su vez el cristal con que cada
hombre lo mire, y así in infinitum?” .
«Mucho más cortos, pero preciosos [aquellos otros versos de
Antonio Machado]: “¿Tu verdad? / No: La verdad / Y ven conmigo a buscarla / La
tuya, guárdatela”.
― ¡Magnífico! Dejemos lo de “mi verdad”: la
verdad. (...)
―
Entonces, ¿Vd se cree en posesión de la verdad? –dicen algunos ahora–...
― Yo no me creo en posesión nada más que de mis bienes
legítimos.
― ... ¿De una verdad absoluta?
― Bueno,
al menos de alguna verdad absoluta, como por ejemplo: Es verdad absoluta que
Vd. está atribuyéndome a mí la condición de poseedor de la verdad absoluta. ¿O
es que es medio verdad, medio no verdad, que Vd. dice que yo me considero
poseedor de la verdad absoluta? ¿Es eso una verdad relativa o absoluta? ¿Es
verdad absoluta o relativa que Vd. es relativista?”.
VI.
Las cosas son
lo que son, podríamos decir sencillamente, con al menos relativa e inicial
independencia de lo que nosotros pensemos o digamos de ellas, e incluso con
relativa independencia de lo que las hagamos ser.
A no pocos
parece hoy que la inequívoca afirmación de la verdad del ser supone un atentado
contra la libertad y la autonomía humanas. Este planteamiento encuentra un
poderoso respaldo en una concepción de la libertad que la supone no sólo
enfrentada dialécticamente a la naturaleza, sino también, y en último término,
independiente de la realidad. La noción de libertad como “liberación” de la realidad
–tal como ha sido pensada y propuesta desde el kantismo– acaba perdiendo por
completo la referencia de sus propios límites. Pero igualmente acaba por no
comprenderse a sí misma, pues algo se percibe en la medida en que se perciben
sus perfiles (limes) .
Aún más, la lógica misma de una libertad desligada, sin referencia al ser
humano y su verdad, termina autoimponiéndose en la forma de afirmarse a sí
misma cada vez más a costa del ser natural humano. Sartre lo ha visto con una
peculiar lucidez. Por ejemplo, si el carácter sexuado del hombre se manifiesta
como un dato “natural”, seríamos más libres en tanto en cuanto más capaces
fuésemos de sobreponernos a él, incluso de contradecirlo y “superarlo”.
Lo que en
nuestro momento se impone de manera más urgente es justamente la actitud
contraria, la de reconocer que la verdadera libertad sólo es posible cuando
ésta se deja medir por la verdadera naturaleza de las cosas, verdad que el
hombre puede encontrar con la más inteligente de sus disposiciones, la escucha
atenta al “lenguaje de la creación” –en feliz expresión del Papa Benedicto
XVI–, lenguaje cuyo eco también el hombre puede percibir en su propia
conciencia moral.
La realidad no
es sólo lo que decidimos, hacemos o sentimos que sea, sino –y antes que ninguna
de estas cosas– lo que Dios hizo que fuese. Y sólo desde la “libre aceptación
del propio ser” cabe entender una libertad reiforme, cuyo ejercicio
enriquece.
De lo contrario será una libertad ficticia –que esclaviza al hombre a su propia
miseria moral– o, peor aún, que hace a los demás esclavos de dicha miseria.
En palabras de Juan Pablo II: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre,
es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien
van juntas o juntas perecen miserablemente”.
Una libertad
“desligada”, desvinculada del verdadero ser natural del hombre, tarde o
temprano pasa factura, y en ocasiones es alto el precio que el uso contra
naturam del albedrío humano supone. La actitud prometeica de muchos
poderosos de este mundo –sobre todo los que detentan el poder cultural–
parecerá pronta a pagar ese precio: ―“¿Nos destruyen esas decisiones?
―Pues bien, que nos destruyan. Pero, al fin y al cabo, es nuestra
decisión”.
Una versión
algo más reciente de este principio es la que alguien ha formulado así: no es
la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos.
Quizá inadvertidamente quienes así discurren muestran el dramático isomorfismo
entre su actitud y la de aquel pobre loco que esperaba ver cómo toda Alemania
se “hundía” con él.
―¿Quién
paga la factura? ―Como suele ocurrir, el más débil: los niños aún no
nacidos, los ancianos, los enfermos incurables, las mujeres maltratadas, los
hijos de familias rotas, los que no podrán formar adecuadamente su identidad
sexual por la ausencia de referentes contrastables, etc.
*
* *
Aclarar la
estructura reiforme de la inteligencia y de la libertad humanas y, en fin, la
relación de ambas con la verdad, ha sido una de las tareas filosóficas que ha
acometido Antonio Millán-Puelles con el mayor interés y con la tenacidad y
rigor que eran característicos de su trabajo especulativo.
El valor de sus
aportaciones no puede medirse en otras categorías distintas al rendimiento
propiamente cognoscitivo y heurístico: lo que ellas descubren y lo que ayudan a
descubrir. Pero me atrevo a afirmar que ese valor se acrece en un momento
cultural como el nuestro, en el que la crisis de la noción de verdad, tanto por
la insuficiente atención filosófica que concita como por el frecuente recurso a
tópicos demagógicos, amenaza con hacer encallar el pensamiento.
•- •-• -•••
•••-• José María
Barrio Maestre
VII Congreso Católicos y Vida Pública «Llamados a la Libertad» |