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Antonio Millán Puelles (1921-2005) In Memoriam
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Verdad y Ser en Antonio Millán-Puelles

por José María Barrio Maestre

Al reflexionar sobre la personalidad filosófica de Antonio Millán-Puelles no deja de destacarse, ante quienes hemos tenido la fortuna de conocerle y tratarle, su interés por la verdad.

Quien ha tenido la suerte de tener buenos maestros sabe hasta qué punto es cierto que ellos le han transmitido algo de su vida.

El “interés por la verdad”, como él mismo explica en un libro con ese título [1] , se articula en dos facetas o aspectos: el interés por conocer la verdad y el interés por darla a conocer. Aquí me ocuparé principalmente del interés cognoscitivo. Éste presupone la confianza en la capacidad de la razón. Dicha confianza, a su vez, posee un doble fundamento: por un lado, la irrestricta apertura del espíritu humano a la totalidad de lo real y, por otro, la condición mediante la cual la realidad misma se abre camino a la razón.

Millán-Puelles poseía una conciencia fundamental –y fundamentada– de la capacidad de la razón para conocer la verdad [2]. Casi toda su trayectoria intelectual puede describirse como un esfuerzo por dilucidar y formular con toda precisión la naturaleza “reiforme” de la subjetividad humana, tanto en su vertiente aprehensiva como volitiva. Testimonio de ello son sus dos obras sin duda más elaboradas: La estructura de la subjetividad (1967) y la Teoría del objeto puro (1990) [3]. En el hombre razón y libertad se entienden desde su apertura al ser (y también desde su peculiarísima relación con lo irreal, con el no-ser en el que consiste la mera objetualidad).

En todo caso, lo que ahora importa subrayar es la firme defensa que hace Millán-Puelles del valor de la razón como capacidad de verdad. Sin caer en los excesos del racionalismo, llegó a convertirse en uno de los principales valedores de la razón en un tiempo en que muy pocos filósofos continúan “creyendo” en ella.

I.

No es posible entrar ahora en una descripción pormenorizada de las tesis sostenidas en esos libros, aún insuficientemente conocidos por el público filosófico. Pero podemos ensayar una aproximación panorámica a esa estructura reiforme de la subjetividad humana.

La realidad, en principio, se deja conocer sin restricción alguna. Es esto lo que en la tradición clásica queda explícitamente señalado con la noción de verdad ontológica o trascendental, dado que el ser cognoscible o inteligible es una característica no exclusiva de un determinado tipo de realidad, sino que trasciende y se transmite a toda realidad, cualquiera que sea su tipo o clase. El poder-ser-entendido no le corresponde al ente a título de estar dotado de una particular luz o claridad esencial que lo haga más cercano, asequible o adaptable al entendimiento humano, sino a todo ente precisamente en tanto que ente. Es lo que la tradición aristotélica resume en el axioma veritas supra ens fundatur: la verdad se funda en el (ser del) ente.

Ser verdadero es algo que le conviene a todo ser, según muestra la enseñanza escolástica, de origen tomista, sobre las propiedades trascendentales del ser, una de las cuales es precisamente el verum. “Ser-verdadero” es otra forma de mentar al ser (ens et verum convertuntur). Tal condición es la que a su vez hace posible –no siempre necesario– que se produzca una adecuada o ajustada representación de lo real en el logos humano. Esta segunda acepción de la verdad –la verdad lógica– es sin duda la más propia, pero al mismo tiempo derivada respecto de la primera, la verdad “ontológica”. En ésta última se da el carácter de principal o fundamental. Dicho de otro modo, la verdad se da formalmente (formaliter) en el logos humano que se ajusta bien al ser, pero se da causalmente (fundamentaliter) en la cosa, que se deja logicizar. En definitiva, en la cosa es anterior, con prioridad de naturaleza, su dejarse conocer con verdad respecto de su ser verdaderamente conocida por el logos humano. En efecto, el ajuste o adecuación a la res en el que la verdad propia y formalmente consiste –adaequatio intellectus cum re, según la conocida fórmula aristotélica– es algo que sólo puede darse en el logos humano, que al conocer la realidad reconoce su deuda con ella, y así se deja medir –ajustar– por ella. Esta inflexión del conocer –la dimensión reflexiva de la verdad lógica– pone de manifiesto que el logos humano se cumple como tal precisamente en su esencial carácter reiforme, en su capacidad de hacerse lo conocido según el modo de la “información”, a saber, la adquisición de la misma forma de lo conocido en tanto que conocido –es decir, formal, no materialmente– por parte del cognoscente en tanto que cognoscente. (No sobran aquí estas fórmulas reduplicativas).

En resumen: la verdad ontológica (verum transcendentale) es la inteligibilidad, que se da en la cosa (ens) como su “dejarse conocer”, estrictamente correlativa –más bien idéntica– con su ser, en tanto que la verdad lógica es la efectiva intelección, que, como es natural, se da en el intelecto, más no en su función meramente aprehensiva o conceptual, sino en el acto de juzgar, cuando éste hace justicia a lo juzgado.

II.

Lo que constituye al cognoscente en cuanto tal es precisamente la forma sustancial, la suya propia, que en el hombre es su alma espiritual en y a través de la potencia intelectiva que le es característica. En efecto, en el acto de conocer –acontecimiento al que no sin motivo se alude frecuentemente con la voz “información”– la forma de lo conocido informa no materialmente, como si de la composición hilemórfica se tratase, pero sí realmente, como causa formal, a su vez, a la forma del cognoscente –su potencia intelectiva, o lo que Aristóteles designaba con el nombre de nous pathetikós– que en este caso hace el papel de causa material in qua, quedando “conformada” a aquélla. Mas como la forma ya sea sustancial, ya accidental, es lo ontológicamente más real de cada ente –lo más activo, si se exceptúa su actus essendi, acto que actualiza o activa toda forma categorial, que de suyo puede estar inactiva– la “conformación” en la que el conocimiento consiste es del logos conforme al ón, es decir, del intelecto en el acto de conocer respecto de la realidad en la passio de ser-conocida.

Lo que con toda pulcritud ha mostrado Millán-Puelles en su Teoría del objeto puro es que precisamente en el caso de lo conocido en tanto que conocido, es decir, de lo que hace de objeto justamente en la medida en que está siendo objeto (obici) de una representación por parte de una subjetividad finita consciente en acto, esa passio es irreal. Tan irreal –también en el sentido de carente de relieve o relevancia real– es para la efectiva realidad de la página que tengo delante el estar-siendo-leída-por-mí, como real –y relevante– es para mí el efectivo estar leyéndola. Ciertamente un libro está para ser leído, pero lo que formalmente le constituye como libro –lo que le suministra tal forma o índole– es la legibilidad, su ser-legible, no el de hecho estar-siendo-leído; semejante status nada efectivo le añade o quita a su efectiva realidad. De lo contrario no serían libros los que no estuviesen actualmente siendo leídos, lo cual es patentemente falso, toda vez que hay muchos libros que no sólo no han sido aún leídos por nadie, sino que nunca lo serán, y no por eso dejan de ser lo que son, a saber, libros.

―Esos libros, ¿encierran la ciencia que generalmente se les atribuye? ―Únicamente en un sentido equívoco, pues la ciencia es un hábito del intelecto, y sólo puede “habitar” en un sujeto dotado de una potencia activa espiritual. Sensu stricto los libros son capaces tan sólo de estimular la adquisición de aquélla. La lectura, por tanto, enriquece al lector, no al libro. Análogamente es el intelecto el que se enriquece al entender, no lo entendido en tanto que meramente entendido por un intelecto finito. De ahí la estructura reiforme de éste. Dicha estructura garantiza que, si hay efectivo conocimiento, el cognoscente se hace lo conocido en tanto que conocido –no en tanto que ente–, pero se lo hace “realmente”. La identificación entre la forma de lo conocido y la forma del cognoscente es intencional (no material), pero a su vez es real, no en el sentido de que desaparezca por completo la discontinuidad logos-ón (tal sería la tesis del ontologismo, o la hipótesis inicial de Parménides, enteramente extraña a la tradición aristotélica de la que Millán-Puelles siempre se consideró deudor), sino en la más estricta significación de que un conocimiento real siempre lo es de la realidad de lo conocido, no de su mera apariencia.

Por su parte, la mencionada índole reiforme del intelecto humano viene garantizada, primaria, no exclusivamente, por la índole de ente (res) que al propio intelecto conviene. El tipo de ser en el que el conocer consiste es ciertamente muy peculiar, y en modo alguno coincide con la caracterización trivial que la filosofía moderna ha hecho de la adaequatio. En palabras de Millán-Puelles: “La adecuación de la facultad intelectiva a la realidad que le es objeto consiste en algo más que en una copia o simple imitación de un ser real. Cuando se acusa a la definición que aquí estamos considerando [la definición de verdad como adaequatio intellectus ad rem] de ignorar, u olvidar, que la actividad intelectiva es enteramente irreductible a cualquier género de actividad reproductiva, lo único efectivamente demostrado es que se ignora, o se olvida, que la definición tradicional de la peculiar verdad del conocer presupone toda una teoría según la cual la única forma de conocimiento capaz de ser verdadera es siempre un acto ejercido por una energía espiritual. Lo producido por una energía de esta índole no lo puede ser un simple calco, una reproducción meramente mecánica, de la realidad a la que apunta esa misma energía en su acto de conocer. La ‘imagen’ que el entendimiento hace en sí mismo de la realidad por él captada tiene, a su modo, vida y, justamente, vida espiritual. Y es por completo imposible que esa imagen se encuentre en el espíritu de tal modo que, al poseerla, éste se limite a mantener un comportamiento pasivo –tal como ocurre cuando en un papel está grabada una imagen–, porque el espíritu no puede comportarse como un cuerpo al que se le ha dado una figura que reproduce o imita la de otro cuerpo” [4].

III.

La posibilidad de un conocimiento verdadero –es decir, de un verdadero conocimiento, pues un conocimiento falso sería más bien un desconocimiento de la verdadera realidad de lo conocido, es decir, más bien un no-conocimiento– coincide exactamente, por tanto, con la existencia misma de la potencia cognoscitiva. Ahora bien –y en esto nuevamente se advierte la necesidad de no dejarse llevar por los iconos culturales dominantes– el que no haya conocimiento humano que no sea verdadero no significa que la verdad sea enteramente conocida por el hombre.

Todo verdadero filosofar implica un decir en el que lo dicho, ni se sustrae por completo, ni por completo se contrae al decir mismo. Algo dice; no todo: más bien poco. Es más un balbucir que un decir, sobre todo cuando apunta a objetos de tal envergadura como el conocer, el ser, la verdad o Dios. El alcance del decir humano es muy limitado aquí. Ya Heidegger advirtió que la verdad es desocultamiento del ser (a-létheia, Unverborgenheit), pero igualmente ocultación.

Pocos filósofos contemporáneos han desarrollado con tanta intensidad como Millán-Puelles el auténtico eros filosófico, el interés por la verdad, pero igualmente era consciente de que la verdad se deja decir de muchas maneras, y ningún ángulo visual humano la agota por entero. El compromiso con la verdad –buscarla realmente, es decir, un efectivo querer encontrarla– es la seña de identidad del verdadero filósofo.

La mera mención del término verdad suscita hoy no pocas suspicacias, y, lo que es más curioso, precisamente entre aquellos que más a menudo se autodenominan “intelectuales”, e incluso “filósofos”. A muchos parece que hablar de la verdad, o afirmar estar convencido de la verdad de algo, sólo puede hacerse en un ejercicio de prepotencia intelectual incompatible con el auténtico pathos filosófico de quien busca sin llegar nunca a encontrar. Frente a esto es menester dejar inequívocamente claro que una cosa es conocer la verdad de algo –y estar seguro de que lo afirmado es absolutamente verdadero– y otra muy distinta el “absolutismo” epistemológico de quien se considerase poseedor de la verdad absoluta, como suele decirse irónicamente.

En este punto hay que aclarar dos extremos.

a) En primer término, la verdad es tan plural como el ente, si nos atenemos a la acepción causal o fundamental (la verdad ontológica). Si la verdad es un aspecto o faz del ente, y el ente no es único ni unívoco, la verdad correspondientemente ha de ser plural y analógica. Tantas verdades hay como verdaderos entes. Esto no se puede decir sin más de la verdad lógica, aun admitiendo la flexibilidad que, sobre todo en el orden práctico, hay que reconocer a cada juicio o acercamiento intelectual a una realidad que está por hacer. Desde luego no posee idéntico régimen lógico un enunciado matemático y un juicio ético o político, por ejemplo. La verdad de la ecuación 2+2=4 puede calificarse como absoluta –no, evidentemente, como única, dado que hay otras muchas ecuaciones verdaderas– en el sentido de que cualquier otra alternativa a la igualdad entre los dos miembros de dicho juicio es necesariamente falsa, es decir, de modo absoluto: tan falso es afirmar que 2+2=5 como afirmar que 2+2=50.000. Parece que esta última (pseudo-)ecuación está mucho más lejana de la verdadera que la anterior, pero ambas son igualmente falsas, y de modo absoluto. Ahora bien, la verdad de un juicio práctico, toda vez que ahí la adecuación no es del intelecto a una realidad efectiva sino a algo que está por venir, a una situación que devendrá real como resultado de la praxis, es una verdad que no excluye como absolutamente falsa toda alternativa. Cabe hablar de verdades prácticas –verdaderas soluciones a problemas prácticos, por ejemplo– no sólo plurales, sino hermenéuticamente situadas, contextualizadas, relativas al sujeto y a la situación. Hic et nunc lo que debo hacer es esto: si es verdad dicho enunciado, es absolutamente verdadero hic et nunc, mas quizá no es lo que otra persona debe hacer en esa situación, o en otra, o quizá tampoco coincide con lo que yo hubiera de hacer en otra circunstancia o en otro momento. La unidad de la verdad, en fin, es consecuencia de la unidad del ser; en ningún caso unicidad ni univocidad, sino más bien coherencia, no contradicción. Lo que no cabe es que sea lo contradictorio, o que sean simultáneamente verdaderas dos proposiciones contrarias que en el mismo sentido se refieren a lo mismo [5].

b) En segundo término, quien está realmente convencido de algo sabe bien que si eso es verdad no lo es porque él lo diga; seguiría siendo verdad aunque él dijese lo contrario. Por tanto, si es verdad, lo es además, e incluso a pesar de que él lo reconozca. En consecuencia, si afirmo algo que es verdad, su ser-verdad es por completo independiente de mi afirmación, y del reconocimiento veritativo que a ésta acompaña siempre en forma atemática o “inobjetiva”[6]. Justo lo que algo tiene de real –y, por lo mismo, de verdadero en sentido ontológico– es lo que tiene o es en forma por completo independiente del hecho de que yo lo haga objeto de mi representación.

IV.

Como es obvio, esta última afirmación entra directamente en colisión con la tesis general de la inmanencia del ser a la conciencia, expuesta de forma paradigmática en el conocido axioma de Berkeley: esse est percipi. Millán-Puelles se confronta con ella con una claridad y limpieza extraordinarias: “Lo que el argumento inmanentista habría de hacernos patente no es que no cabe pensar sin que lo pensado sea objeto de pensamiento, sino esto otro: que no cabe pensar que un objeto de pensamiento tenga su propio ser con independencia del respectivo ser objetual ante una subjetividad consciente en acto. Y no lo prueba porque no demuestra que la objetualidad afecte al ser de una manera necesaria, de tal forma que el ser fuese imposible sin una relación a la conciencia. Por carecer de esa demostración, el argumento inmanentista no pasa de ser una de estas dos cosas: o una tautología, o una petición de principio. Como expresa tautología, tendría esta forma u otra equivalente o parecida: no cabe que lo pensado no sea objeto de pensamiento. Lo cual, evidentemente, no es igual que negar que pueda pensarse algo sin pensarlo como pensado. Y como explícita petición de principio, su enunciación puede hacerse en los siguientes o muy similares términos: lo pensado es, por necesidad, inmanente a la conciencia, porque lo no inmanente a la conciencia no puede ser pensado. Claro está que esto no demuestra la imposibilidad de pensar algo cuya objetualidad no agote su propio ser” [7].

No cabe negar la verdad profunda a la que apunta el planteamiento de la inmanencia del ser en la conciencia, toda vez que el propio Aristóteles afirma que el entendimiento humano es, de alguna manera, todas las cosas porque todas las puede conocer, y cuando de hecho conoce “hace suyo” lo que conoce. Es cierto que lo conocido en tanto que conocido está en el cognoscente (en tanto que cognoscente, es decir, en el acto de conocer). El cognoscente se hace lo conocido, lo hace suyo. Pero eso no autoriza a decir que el ser de lo conocido –no en tanto que conocido sino en tanto que ente– se reduzca a su ser-conocido, representado ante una inteligencia finita. (Otro es el caso si se trata de la inteligencia infinita).

El idealismo considera contradictoria la afirmación de la existencia extramental, pues si es afirmación –acto cognoscitivo– entonces es, valga decirlo, “inmanentización”. Pero en absoluto debe excluirse que al conocer algo –ciertamente interiorizándolo– pueda yo reconocer que eso posee otra vigencia, además de la perceptual en mí. Afirmar la imposibilidad de conocer algo como existente además, e incluso con independencia, de su estar-siendo-objeto de mi representación para nada es una conclusión exigida desde la premisa de la presencia ante mí del objeto (por tanto en mí de su representación). No es lo mismo ser-objeto que ser. Ser sí es ser-objetivable, pero no ser-objetivado por una subjetividad finita en el acto de la conciencia. Dicho de otro modo, ser es ser representable por mí, pero no de hecho estar siendo ante mí representado. Aunque ambas índoles son compatibles, lo que ante todo tiene de real cada cosa es justamente lo que tiene de trans-objetual, de “además” y de “a pesar” de su ser percibido por mí (obici, repraesentari, percipi).

Es sobre todo Kant quien confunde ambas situaciones –el ser (objetivable) con el estar (siendo objetivado)– al decir que la existencia es una categoría del pensamiento, no algo que se me da –mejor dicho, que puede dárseme– sino algo que yo pongo, o impongo, al objeto, constituyéndolo así, precisamente, como objeto y, por tanto, como ser-para-mí. Digamos que para Kant la existencia no es algo de la cosa sino de mi modo de conocer. Ahora bien, una cosa es que yo no pueda pensar en algo sin pensarlo como existente, y otra muy distinta que la existencia sea un rendimiento del pensar [8]. Por ejemplo, para Kant decir “Dios existe” equivaldría a decir cualquiera de estas dos cosas: “Estoy pensando en Dios” (razón teórica) o “necesito Dios” (razón práctica).

V.

Fácilmente puede verse que la confusión no es inocente. Por el contrario, cualquiera que entiende el sentido obvio de las afirmaciones humanas advierte que la verdad de la proposición “Dios existe” es independiente del hecho de que sea afirmada por el teísta, así como si fuera verdadera la contraria, “Dios no existe”, no lo sería por efecto de la negación ateísta. La dimensión semántica del lenguaje es bien distinta de su dimensión pragmática, y el hecho de la dicción no predetermina el contenido de verdad de lo dicho. Husserl lo vio con claridad. De ahí que sea contradictoria in adiecto la expresión “mi verdad” o “tu verdad”.

Por otro lado, si la verdad fuese tan posesivamente mía que de nadie más fuese, poco sentido tendría compartirla dialógicamente. A su vez, poco o ningún sentido tiene el diálogo y la discusión racional si no se los entiende como una búsqueda cooperativa, mancomunada, de la verdad, que ciertamente se deja decir de muchas maneras y desde muchos ángulos, sensibilidades, perspectivas. (La crisis actual, por cierto, de la cultura del diálogo entiendo tiene mucho que ver con el éxito cultural del relativismo) [9].

Lo que constituye a una afirmación como verdadera o falsa no es que sea dicha o suscrita por mí o por ti, sino su ajuste a la realidad extramental, la justicia que le hace al ser: reconocerlo como es. La opinión sí es subjetiva, de cada sujeto. Eso no quiere decir que la verdad sea “objetiva”, sino que la verdad es el ser (verdad ontológica) y el decir que le hace justicia (verdad lógica).

Nunca dejó de reconocer Millán-Puelles su deuda con el fundador de la escuela fenomenológica –a quien consideraba uno de sus principales maestros– en especial en lo tocante a la crítica del relativismo. La hizo suya en formas diversas. Algunas, sumamente didácticas, también llevaban la marca inequívoca de su fina ironía. Veamos el argumento que con su buen humor denominaba el trabalenguas del relativismo en dos de sus versiones, digamos, más populares.

«DIÁLOGO 1

X: ¿No te parece, amigo Y, que los relativistas se quedan cortos cuando dicen precisamente que todo es relativo?

Y: Perdona, amigo X, pero no te entiendo.

X: Vamos a ver: lo que quiero decir, y digo, es que si los relativistas piensan en serio que es relativo todo, tendrán lógicamente que pensar que también es relativo eso mismo de que todo es relativo.

Y: ¡Ah, ya te entiendo! Y no tengo ningún inconveniente en admitir que eso de que todo es relativo es relativo también. Para que veas que no me quedo corto.

X: Estás completamente equivocado. Sigues quedándote corto, a pesar de lo que acabas de afirmar.

Y: ¿Pero qué estás diciendo?

X: Lo que oyes. Porque si piensas en serio eso de que todo es relativo es relativo también, también tendrás que pensar (si quieres seguir siendo relativista) que a su vez es relativo que sea relativo eso de que todo es relativo, y así sucesivamente.

Y: O sea: que por mucho que un relativista relativice el relativismo (y deberá hacerlo para ser un buen relativista), siempre tendrá que volver a relativizarlo, y, en consecuencia, nunca llegará a ser un completo relativista.

X: Ni más ni menos. Ahora sí que me has entendido.

DIÁLOGO 2

Ramón de Campoamor (poeta español del siglo XIX): “En este mundo traidor / nada es verdad ni es mentira / Todo es según el color / del cristal con que se mira”.

Yo: Si en este mundo traidor nada es verdad ni es mentira, tampoco será verdad, ni será mentira, que nada es verdad, ni es mentira, en este mundo traidor. Ni siquiera será verdad, ni será mentira, que Campoamor fue el autor de estos versos. Además, ¿de qué color tendrá que ser el cristal a través del cual puede verse que nada es verdad ni es mentira en este mundo traidor? Porque algún color habrá de tener ese cristal, digo yo; y entonces ese color ¿dependerá del que tenga a su vez el cristal con que cada hombre lo mire, y así in infinitum?” [10] .

«Mucho más cortos, pero preciosos [aquellos otros versos de Antonio Machado]: “¿Tu verdad? / No: La verdad / Y ven conmigo a buscarla / La tuya, guárdatela”.

― ¡Magnífico! Dejemos lo de “mi verdad”: la verdad. (...)

― Entonces, ¿Vd se cree en posesión de la verdad? –dicen algunos ahora–...

― Yo no me creo en posesión nada más que de mis bienes legítimos.

― ... ¿De una verdad absoluta?

― Bueno, al menos de alguna verdad absoluta, como por ejemplo: Es verdad absoluta que Vd. está atribuyéndome a mí la condición de poseedor de la verdad absoluta. ¿O es que es medio verdad, medio no verdad, que Vd. dice que yo me considero poseedor de la verdad absoluta? ¿Es eso una verdad relativa o absoluta? ¿Es verdad absoluta o relativa que Vd. es relativista?” [11].

VI.

Las cosas son lo que son, podríamos decir sencillamente, con al menos relativa e inicial independencia de lo que nosotros pensemos o digamos de ellas, e incluso con relativa independencia de lo que las hagamos ser.

A no pocos parece hoy que la inequívoca afirmación de la verdad del ser supone un atentado contra la libertad y la autonomía humanas. Este planteamiento encuentra un poderoso respaldo en una concepción de la libertad que la supone no sólo enfrentada dialécticamente a la naturaleza, sino también, y en último término, independiente de la realidad. La noción de libertad como “liberación” de la realidad –tal como ha sido pensada y propuesta desde el kantismo– acaba perdiendo por completo la referencia de sus propios límites. Pero igualmente acaba por no comprenderse a sí misma, pues algo se percibe en la medida en que se perciben sus perfiles (limes) [12] . Aún más, la lógica misma de una libertad desligada, sin referencia al ser humano y su verdad, termina autoimponiéndose en la forma de afirmarse a sí misma cada vez más a costa del ser natural humano. Sartre lo ha visto con una peculiar lucidez. Por ejemplo, si el carácter sexuado del hombre se manifiesta como un dato “natural”, seríamos más libres en tanto en cuanto más capaces fuésemos de sobreponernos a él, incluso de contradecirlo y “superarlo”.

Lo que en nuestro momento se impone de manera más urgente es justamente la actitud contraria, la de reconocer que la verdadera libertad sólo es posible cuando ésta se deja medir por la verdadera naturaleza de las cosas, verdad que el hombre puede encontrar con la más inteligente de sus disposiciones, la escucha atenta al “lenguaje de la creación” –en feliz expresión del Papa Benedicto XVI–, lenguaje cuyo eco también el hombre puede percibir en su propia conciencia moral [13].

La realidad no es sólo lo que decidimos, hacemos o sentimos que sea, sino –y antes que ninguna de estas cosas– lo que Dios hizo que fuese. Y sólo desde la “libre aceptación del propio ser” cabe entender una libertad reiforme, cuyo ejercicio enriquece [14]. De lo contrario será una libertad ficticia –que esclaviza al hombre a su propia miseria moral– o, peor aún, que hace a los demás esclavos de dicha miseria [15]. En palabras de Juan Pablo II: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente” [16].

Una libertad “desligada”, desvinculada del verdadero ser natural del hombre, tarde o temprano pasa factura, y en ocasiones es alto el precio que el uso contra naturam del albedrío humano supone. La actitud prometeica de muchos poderosos de este mundo –sobre todo los que detentan el poder cultural– parecerá pronta a pagar ese precio: ―“¿Nos destruyen esas decisiones? ―Pues bien, que nos destruyan. Pero, al fin y al cabo, es nuestra decisión”.

Una versión algo más reciente de este principio es la que alguien ha formulado así: no es la verdad la que nos hace libres, sino la libertad la que nos hace verdaderos. Quizá inadvertidamente quienes así discurren muestran el dramático isomorfismo entre su actitud y la de aquel pobre loco que esperaba ver cómo toda Alemania se “hundía” con él.

―¿Quién paga la factura? ―Como suele ocurrir, el más débil: los niños aún no nacidos, los ancianos, los enfermos incurables, las mujeres maltratadas, los hijos de familias rotas, los que no podrán formar adecuadamente su identidad sexual por la ausencia de referentes contrastables, etc.

*          *          *

Aclarar la estructura reiforme de la inteligencia y de la libertad humanas y, en fin, la relación de ambas con la verdad, ha sido una de las tareas filosóficas que ha acometido Antonio Millán-Puelles con el mayor interés y con la tenacidad y rigor que eran característicos de su trabajo especulativo.

El valor de sus aportaciones no puede medirse en otras categorías distintas al rendimiento propiamente cognoscitivo y heurístico: lo que ellas descubren y lo que ayudan a descubrir. Pero me atrevo a afirmar que ese valor se acrece en un momento cultural como el nuestro, en el que la crisis de la noción de verdad, tanto por la insuficiente atención filosófica que concita como por el frecuente recurso a tópicos demagógicos, amenaza con hacer encallar el pensamiento.

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José María Barrio Maestre



[1] Madrid, Rialp, 1997.

[2] Vid. mi trabajo (2001) “Homo capax veritatis. Un comentario acerca de la rehabilitación del concepto de verdad en el pensamiento de Antonio Millán-Puelles”, en Ibáñez-Martín, J.A. (coord.) Realidad e irrealidad. Estudios en homenaje al Profesor Millán-Puelles, pp. 47-88, Madrid, Rialp.

[3] Ambas también publicadas en la editorial Rialp, de Madrid.

[4] Léxico Filosófico, Madrid, Rialp, 1984, pp. 590-591.

[5] Se ha dicho que la verdad es sinfónica. La metáfora es buena porque refleja plásticamente cómo distintos instrumentos, voces y timbres pueden estar diciendo lo mismo.

[6] Tal reconocimiento es el que, en la teoría de los modos de la autoconciencia desarrollada por Millán-Puelles, recibe los nombres de “tautología inobjetiva”, “consectaria” o “meramente concomitante”. Vid. La estructura de la subjetividad, cit., pp. 325 y ss.

[7] Teoría del objeto puro, cit., p. 42.

[8] Quizá no del mío individual, pero sí del pensar “en general”. Kant se cura en salud postulando ese extraño sujeto que denomina “trascendental” (Ich denke überhaupt) que hace de clave de su idealismo, no en vano también llamado por él “trascendental”, que es el que realiza esa paradójica acción del “pensar puro” y cuya dinámica propia establece leyes. Subjetividad no arbitraria sino, digamos, legal y “objetiva”, una especie de estructura meramente lógica, pero al fin y al cabo subjetividad finita. Pues bien, la existencia, tal como Kant lo ve, es un resultado o rendimiento del modo que esa subjetividad tiene de objetivar, una posición del pensar puro.

[9] Me he ocupado con cierto detalle de este asunto en el artículo titulado (2003) “Tolerancia y cultura del diálogo”, Revista Española de Pedagogía, LXI:224, enero-abril, pp. 131-152, y en el libro (2003) Cerco a la ciudad. Una filosofía de la educación cívica (Madrid, Rialp).

[10] La traigo tal como apareció publicada en la hoja web www.arvo.net

[11] En esta ocasión, tomado de la transcripción de una charla a universitarios que reproduzco en este mismo número de Arbil (“El ideal universitario”).

[12] Vid. Barrio, J.M. (1999) Los límites de la libertad, Madrid, Rialp.

[13] Vid. Ratzinger, J. (2001) En el principio creó Dios, Valencia, Edicep.

[14] Vid. Millán-Puelles, A. (1994) La libre aceptación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista, Madrid, Rialp. Vid. también su libro (1995) El valor de la libertad, Madrid, Rialp.

[15] C.S. Lewis lo dice mejor: “El poder del hombre para hacer de sí mismo lo que le plazca significa el poder de algunos hombres para hacer de otros lo que les plazca”, cfr. (1990) La abolición del hombre, Madrid, Encuentro, p. 60.

[16] Encíclica Fides et ratio, n. 90.


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