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Oleo de Padró. Museo Marítimo de Barcelona
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Soldados catalanes en defensa de su Patria para liberar Cuba de una guerra inspirada por las logias (*) (**) al servicio de una potencia extranjera emergente

Educación para la ciudadanía

por Estanislao Martín Rincón.

Supongamos que el Gobierno propusiera, por ejemplo, una educación para la españolía, para el parentesco, para la amistad, para la hombría, para la profesionalidad, para el europeísmo... ¿Sería chocante, no? Pues bien, si así fuera, esas extrañas materias serían dignas de una mayor confianza inicial que esta “educación para la ciudadanía” con la que se nos amenaza; habría que tener hacia ellas menos reservas porque sus nombres encierran menos peligro y por eso inspirarían una desconfianza menor. El peligro se esconde en la palabra “ciudadanía”. Y es un peligro real porque alberga una carga ideológica inicua

Si acaba de cuajar la reforma educativa que proyecta llevar a cabo la actual administración, este será el peregrino título de un área de enseñanza obligatoria que estará presente en los programas de un curso de Primaria y varios de Secundaria. ¿Cuál va a ser el contenido de esta nueva asignatura? No se sabe, y para el caso poco importa, basta con el nombre para barruntar que no aportará nada positivo a nuestros muchachos.

¿Hay demanda social?, ¿lo ha pedido alguien?, ¿lo reclaman los padres o los educadores profesionales? No.

Respuesta: cero. Ningún colectivo, que se sepa, está ansioso esperando que sus hijos o alumnos reciban esta nueva educación para la ciudadanía. Se nos viene con el cuento de que se pretende que los chavales sean instruidos para vivir en una sociedad cambiante y plural, tolerante, no sexista, de ciudadanos activos, que es necesario que conozcan sus derechos y sus deberes, y que aprendan a ejercerlos y a cumplirlos, bla, bla, bla... Gaitas. Nada de nada. Una filfa. Puro engaño, palabra. Y si no al tiempo (Dios no lo quiera).

Puestos a imaginar, supongamos que el Gobierno propusiera, por ejemplo, una educación para la españolía, para el parentesco, para la amistad, para la hombría, para la profesionalidad, para el europeísmo... ¿Sería chocante, no? Pues bien, si así fuera, esas extrañas materias serían dignas de una mayor confianza inicial que esta “educación para la ciudadanía” con la que se nos amenaza; habría que tener hacia ellas menos reservas porque sus nombres encierran menos peligro y por eso inspirarían una desconfianza menor.

El peligro se esconde en la palabra “ciudadanía”. Y es un peligro real porque alberga una carga ideológica inicua.

El meollo está en que el concepto de “ciudadanía” que se maneja, rechina con el concepto de “persona” y le rebaja. No son conceptos opuestos, pero el primero puede asfixiar al segundo.

La condición de ciudadano surge de formar parte de una sociedad o de un Estado. La ciudadanía pertenece al poder de la autoridad constituida, lo controla cada Estado, que se reserva el derecho a concederlo o no, como es patente en el ejemplo de extranjeros que deciden hacer su vida en otro país.

Entender a los que viven en un territorio o en una sociedad no más que como ciudadanos, significa que la última palabra sobre nuestro destino está en manos del Estado.

Ya se ve que es un concepto totalitario, y una barbaridad. Aceptar que lo más importante para el Estado es que seamos ciudadanos, es dejarle que nos degrade en nuestra condición de personas, que es algo que está a años-luz de ser ciudadano. No hay comparación entre ser persona y ser ciudadano.

La primera propiedad de los seres personales es justamente nuestro ser propio, el no deber la propiedad del ser que poseemos a ningún otro semejante, ni siquiera a nuestros progenitores. “El alma solo es de Dios”, dejó escrito el gran Lope de Vega.

Vernos como personas es vernos como lo que somos: seres espirituales, libres, dotados de conciencia, ese recinto sagrado que, en último extremo, solo debe responder ante Dios.

Esto nos constituye en dueños de nosotros mismos, seres de una dignidad altísima porque sí, por ser personas, no por haber nacido ni por vivir en España, en Japón o en Senegal.

El poder sobre la ciudadanía lo posee el Estado, y está bien que sea así, pero no sobre la condición de persona.

Cualquier Estado es competente para calificar a sus nacionales en términos de buenos y malos ciudadanos, ejemplares o réprobos, etc. Puede hacerlo y, de hecho, lo hace cuando encarcela a los que delinquen y reconoce méritos a quienes a su juicio lo merecen, concediendo premios y honores. Como tiene atribuciones para ejercer esa potestad, la ejerce y punto. Pero lo que tiene ningún Estado es el poder de calificar a las personas, porque ahí sus competencias no llegan.

Entonces, ¿qué?, ¿hay que oponerse a educar para la ciudadanía? Si esa educación fuera auxiliar de la educación de la persona, no; si lo que se pretende es suplantarla, entonces sí.

La educación es algo tan decisivo para la vida que si aceptamos la ciudadanía como primer objetivo, estamos permitiendo que se nos considere y se nos trate en función de la ciudadanía.

Urge que tengamos excelentes ciudadanos, es verdad, pero estos no se consiguen por esa vía que se propone, sino formando personas virtuosas e íntegras. Si se hiciera, lo demás vendría dado: buenos padres y madres, buenos profesionales, buenos vecinos... Hasta buenos ciudadanos.

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Estanislao Martín Rincón.


VII Congreso Católicos y Vida Pública
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«Llamados a la Libertad»

 

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