Si habla un animador o un candidato o un artista o un destacado deportista, lógicamente el país calla, para oír sus apasionantes planteamientos; pero si es un intelectual, la descalificación fluye fácil: se estima que dirá sólo banalidades, generalidades, que citará autores extraños y que así demostrará una vez más que estos tipos viven en wonderland (y uno que otro, en Truman show). Incluso, se afirma que uno de estos intelectuales se ha permitido la impertinencia de interpelar a la candidata que muestra en su frente la unción de las encuestas. ¡Qué desubicación! Pero todos sabemos que si la incómoda y sofisticada pregunta a la Bachelet la hubieran hecho Paulsen, Guillén o la Consuelo Saavedra, se la habría defendido como una manifestación del legítimo ejercicio del derecho de información (fuero periodístico, lo llama un amigo). Desgraciadamente, como el atrevimiento corrió por cuenta de un intelectual, de esos tipos que molestan publicando libros, el escándalo se hizo sobremesa y la sobremesa devino en un nuevo rechazo generalizado a estos patanes, a estos ociosos que se hacen llamar intelectuales. ¿Su pecado? Opinar. Hacerlo después de años de reconocida trayectoria universitaria, habiendo leído cientos y miles de libros quizás, habiendo destinado muchas horas a pensarlos y explicarlos, a relacionarlos y contradecirlos, habiendo escrito ellos sus propias obras (que obviamente leen otros tipejos como ellos), gozando de tiempo para conversar y discutir con sus colegas, habiendo cultivado el escepticismo y la duda para llegar a las verdades, habiéndose expuesto a la ironía y a la descalificación de sus pares menos nobles, en fin, habiendo dedicado ya media vida a enseñar a los mejores alumnos, mientras refinaban sus inteligencias superiores, pecado fundamental en la democracia igualizante. Afortunadamente, estos tipos todavía existen en Chile, por pocos que sean; pero también es perceptible un tufo ambiente que alerta sobre un empeño de reemplazarlos por otro tipo de actores: los opinólogos. (En esta categoría desechable están los que no han hecho nada de lo anterior, pero alcanzan notoriedad porque llegaron a ser jefes de prensa de un canal, o directores de escuelas de gobierno, o rectores de universidades empresariales o entrenadores de equipos futbolísticos universitarios, oS) La disyuntiva es clara: O cuidamos la opinión intelectual o terminaremos en manos de gorditos de mente y cuerpo, iniciados en Coelho, atentos a Baily y devotos del canal Infinito. En Chile, la capa es delgada y casi está en extinción: la conforman Carlos Peña y Jorge Peña, Javier Couso y Patricio Navia, Joaquín García Huidobro, Gonzalo Vial y Pedro Gandolfo, Fernando Villegas y Héctor Soto, José Joaquín Brunner, Alfredo Jocelyn-Holt y Faride Zerán, Oscar Godoy y Eugenio Tironi, Agustín Squella y Cristián Gazmuri, Carla Cordua y Jorge Edwards, David Gallagher y Arturo Fontaine, Carlos Hunneus y Jaime Antúnez, Javier Couso y un servidor (aquellos injustamente olvidados, comprended al autor: el despiste es señal de intelectualidad). Somos los ensayistas, los que tratamos de mirar desde y hacia, por y para, con y contra. Somos los de las preposiciones. Otros se dedican sólo a las proposiciones. Allá ellos. •- •-• -••• •••-• Gonzalo Rojas Sánchez
VII Congreso Católicos y Vida Pública «Llamados a la Libertad» |