La historia contemporánea
de la manipulación del consenso comenzó con la invención por la revolución
francesa de
La fuerza del socialismo
siempre se ha debido a la propaganda más que a sus presunciones de cientificidad. Se le puede aplicar sin reservas lo que dice
impíamente Carlos Semprún, con alguna exageración al
aplicarlo a la izquierda en general: «Si
la izquierda dijera la verdad no existiría». Hoy, el socialismo es una
ideología de la primera mitad del siglo XIX que ya no significa nada. Agonizante
desde hacía tiempo, le asestó un golpe mortal la caída del Muro de Berlín el
Para rellenar el hueco de
su periclitada ideología mecanicista pseudocientífica,
se ha hecho portavoz de la contracultura anarquizante y de las bioideologías —la de la salud, la feminista, la ecologista,
etc.—. Naturalmente, contribuyen a su supervivencia como superstición los
intereses creados, el dominio que tiene de la cultura y la colaboración de sus
rivales políticos, atraídos por sus prácticas: la política socializante crea
muchos cargos y empleos, proporciona beneficios y subvenciones, facilita
múltiples negocios más o menos legales. Todo ello a cargo del súbdito
contribuyente. El socialprogresismo es una fórmula
vacía, que comparten todos los partidos a la derecha y a la izquierda del
consenso, para que vivan bastantes a costa del resto, hubiera dicho Bastiat. Para conseguirlo, es esencial la falsificación del
consenso social presentándolo como consenso político: el de la sociedad
política, como si ésta fuese la sociedad total.
En España, el agotado
consenso socialdemócrata instaurado en 1978 para sustituir la Dictadura
personal de Franco por la impersonal de los partidos, intenta perpetuarse.
Atendiendo a los hechos, se puede afirmar que se propone fundar una nueva
Sociedad, un nuevo Estado, y una nueva Nación. A tal fin, se aventura ahora a
la aniquilación definitiva del éthos tradicional,
Es muy expresiva de esta
intención fundacional la necrofílica ley de
El objetivo de la Memoria
es ilusorio. Evaporadas las ilusiones,
3. La Monarquía y el
despotismo del consenso no se instauraron simultáneamente. La «transición»
debiera reducirse al breve período entre el fallecimiento de Franco y la
aprobación de
El gobierno socialista se
contradice continuamente, es manifiestamente incompetente, se produce con
zafiedad, y su presidente miente tanto que da que pensar que si sabe lo que
hace no sabe lo que dice. No es más que el vocero y el don Tancredo de su
partido, decidido a conservar el poder a toda costa.-El espectáculo que dio con
ocasión del atentado del 30 de diciembre pasado con su decisión de continuar el
<(proceso de paz», prueba muchas cosas, entre ellas la complicidad del partido
socialista entero, no sólo del Sr. Rodríguez Zapatero, con ETA, evidenciada con
la práctica puesta en libertad de Juana. Su único argumento es la antipolítica concepción socialista de la paz: la
Efectivamente, que el
presidente del gobierno cuente con el apoyo incondicional de su partido,
confirma muchas cosas sobre este amasijo de intereses; una es su inmoralidad,
al no repugnarle pactar con el terrorismo, una variante del crimen organizado;
otra, que el adjetivo «español» de sus siglas nunca ha sido más que un cebo y
en ocasiones una coartada: basta repasar su historia; la tercera, que su
compromiso con la delincuencia es total. Retrospectivamente, en la historia de
las continuidades, el mayor problema político español en el siglo xx ha sido esta versión aborigen del socialismo. Sin él,
seguramente ni los separatismos ni el comunismo ni la crisis moral de la Nación
hubieran ido tan lejos. Donoso Cortés avisó que el país del socialismo es
España. ¿Seguirá siendo el problema del siglo xxi?
Ahora bien, en contra de lo
que afirman sus críticos y adversarios haciendo de la Constitución un fetiche,
el partido socialista no se aparta de la Constitución.
La ambigua «Constitución
del consenso» en el vocabulario oficioso puede satisfacer todas las apetencias.
Ya en el preámbulo afirma claramente la intención de «establecer una sociedad
democrática avanzada». Lo de avanzada evoca en el lenguaje leninista y
socialista la marcha hacia la utopía de la sociedad totalitaria de
En fin, la Constitución
erige abstractamente un nuevo Estado sobre «España» como el nombre geográfico
de un solar parcelado en Autonomías. El consenso, aprovechando el suceso
terrorista del
El desorientado Partido
Popular, que a estas alturas debiera saber ya lo que pasa si de verdad le interesa,
probablemente no, y decirlo si lo sabe —no lo diría—, afirma que se ha roto el
consenso, pide a gritos su recuperación y, por supuesto, atenerse a
Las elecciones no tienen
más finalidad que decidir a quién le corresponde dirigir el consenso, cuya voluntad,
que pretende ser la del pueblo, se manifiesta y decide en las Cortes. Estas son
el foro del consenso, que autoriza por ejemplo al gobierno que negocie con el
terrorismo. Y el consenso está dirigido en este momento por el Partido
Socialista, aunque se responsabilice a su vocero, el Sr. Rodríguez Zapatero, de
todo lo que no les gusta a los populares, acusándosele incluso de traición,
como si fuese el chivo expiatorio del Partido Socialista. En fin, el socialismo
puede aliarse legítimamente con los nacionalistas independentistas, que son
constitucionalmente parte del consenso por lo que tienen perfecto derecho a
influir en su dirección y administración. Si el Partido Socialista comparte sus
ideas básicas es una feliz coincidencia.
Lo menos claro ha sido el
papel de ETA. ¿Por qué no se ha acabado con esta banda en tantos años?
Objetivamente, es obvio que el terrorismo etarra
mantiene una situación tensa, de inseguridad, y difunde la sensación de miedo
en
El terrorismo le ha servido
al consenso para designar un enemigo interior, desviando las miradas del propio
consenso, y convencer a casi todo el mundo de sus virtudes. Ahora, tras haber
reconocido como iustus hostis
implícitamente al terrorismo islámico y explícita aunque oblicuamente con
Por lo demás, lo de la
Memoria tampoco es muy novedoso. Siguiendo el método marxista, se ha sometido a
revisión toda la historia de España a lo largo de la transición, inventando en
parte una nueva, en la que destacan las supercherías de los separatistas. Oficialmente,
ya se duda que España sea una Nación, palabra que, según el Sr. Rodríguez
Zapatero en nombre del Partido Socialista, no se sabe bien qué significa. Es
cierto que el socialismo siempre ha despreciado a las naciones. Ahora bien,
tampoco en este caso se aparta un ápice del consenso ni de la Carta otorgada
bautizada como Constitución, que articula el juego entre los partidos.
Pues, sin perjuicio del artículo 2.°, no habla para nada de la Nación española
como una realidad histórica, salvo quizá la vaga alusión de pasada del
preámbulo. Juego impolítico, pues difícilmente cabe hablar de política en sus
justos términos cuando la política, con la libertad política secuestrada por el
consenso, se circunscribe a las querellas entre sus integrantes sobre el reparto
del botín (1). La «política» no tiene más objetivo que dirimir quién gana las
elecciones, los mejores puestos, y obtener cierta legitimidad.
La Nación española asistió
como convidada de piedra al espectáculo del parto constitucional y, a
continuación, a la política desarrollada por el consenso, en la que el rito
periódico de las elecciones y la fiesta de la Constitución recuerdan su origen,
como los mitos fundacionales en las sociedades primitivas. A nadie se le
ocurrió invitarla a ejercer la libertad política designando unas Cortes
constituyentes que elaborasen el documento. El poder dio por bueno que la
representaban los partidos políticos recientemente constituidos. Una chapuza
desde el punto de vista del derecho constitucional de la que nadie se acuerda,
o nadie quiere recordar, que, como el poder ha estado siempre en manos del
consenso, ha funcionado.
Pues fueron los
representantes de los partidos y algunos nombrados por el rey, depositario del
poder de la dictadura y de la libertad politica, los
que decidieron «constituir» el pleonástico ((Estado social y democrático de
Derecho». Es posible que la Nación ni siquiera anhelase una Constitución, igual
que tampoco estaba interesada en las Autonomías, salvo los entonces muy
minoritarios grupos nacionalistas y quienes esperasen obtener beneficios
particulares.
Lo único que le interesaba
al pueblo, a
En definitiva, a juzgar por
lo que ha sido hasta ahora la película de la transición, la Constitución
reglamenta el consenso entre los partidos imponiéndolo sobre los intereses, los
sentimientos y la voluntad de la Nación, disfrazado de expresión de esta última
en aras de
Se incluyó en el consenso a
los nacionalistas, separatistas in pectore, sin
reparos ni la menor prudencia, con los máximos honores. Y todo el proceso de la
transición ha estado condicionado en gran parte por nacionalistas —el «victimismo» de que hablan algunos— y comunistas, unos y
otros enemigos, más que adversarios, de la Nación española. Los nacionalistas,
porque sus intereses particulares se contraponen a los de la Nación, y los
comunistas, por ser enemigos por definición de cualquier nación, porque funde
las clases. Se presumía que el partido socialista, anticomunista y
antimonárquico en el exilio, era españolista de acuerdo con sus siglas. Pero el
partido socialista renovado en Suresnes prescindió
sin dudarlo de los antiguos socialistas o los fagocitó utilizándolos como
piezas decorativas. Y desde el primer momento dejó sentir su gran influencia e
importancia, tanto por el apoyo externo de la todopoderosa socialdemocracja
europea, como por la plusvalía que le otorgaba el dogma de que para que se
asentase la Monarquía era preciso que ese partido gobernase con ella. Esto,
unido a las ilusiones que suscita la demagogia socialista, impulsó un aluvión de
adhesiones al partido, casi inexistente en el momento de
La Constitución del
consenso incluye y menciona los partidos como si fuesen órganos del Estado
(art. 5) igual que los sindicatos (art. 6), aunque estos últimos no son
teóricamente verticales sino horizontales, dentro de la tendencia de la
Constitución al corporativismo. En consecuencia, unos y otros son financiados
por las arcas del Estado, es decir obligatoriamente por el contribuyente, como
tales órganos estatales. Entre todos formaron el Consenso que sustituyó al
Movimiento. El «glorioso» Movimiento Nacional hacía de partido único, aunque en
la práctica nunca lo fue; agrupaba gentes variadas, siendo en cierto modo una
cámara de resonancia del gobierno, más propagandística que otra cosa. Sólo
tenía el poder residual que le dejaba el gobierno dictatorial; algo así como la
influencia de una útil clientela distinguida. Se notaba menos su presencia en
la vida corriente que la de los actuales partidos. Seguramente fueron más
importantes las Cortes.
En contraste, su heredero, la entelequia del Consenso, situada en ninguna parte
concreta, pues no se atiene a ninguna fórmula jurídica, pero al que todos se
remiten, viene a ser algo así como el poder espiritual abstracto de la
Restauración brotado de
Al Estado de partido único,
en la medida en que lo era el Movimiento, que se movía bastante poco, le
sucedió, pues, el Estado de los Partidos, modelo «democrático» de Estado
despótico que se había afincado en Europa al calor de la guerra fría. Los
partidos —de hecho sus jefes (2) no
sólo se arrogaron constitucionalmente la representación de la Nación —de la
voluntad popular» (art. 6)— sino que, en virtud de la ley electoral ad hoc que establece el sistema proporcional (con listas
cerradas para más seguridad), se convirtieron en los administradores del
consenso. En las Cortes ostentan el poder legislativo y el poder legislativo
nombra al ejecutivo, mientras la representación se reduce a que los electores
eligen representantes que luego actúan como si fuesen delegados, es decir, con
poder omnímodo, de la «voluntad general», del pueblo homogeneizado. Es decir,
sólo representan su propia voluntad y, de hecho, la de los jefes de los
partidos.
8. Montesquieu confundió el despotismo con la tiranía y la identificación entre
ambas formas de gobierno ha lastrado el pensamiento político y jurídico. El
despotismo, igual que la dictadura, modifica las leyes cuando le conviene;
mientras, se atiene a ellas y las hace respetar. En la tiranía, las leyes son
en el mejor caso orientaciones sobre la voluntad del poder que, bien de
«derecho», mediante normas o leyes ambiguas, le permiten campar libremente; o
bien se transgreden sin el menor escrúpulo cuando se
cree conveniente; o bien se actúa de hecho al margen de las leyes sin
consecuencias jurídicas. En los regímenes despóticos, la creación del derecho
está al albur del poder; pero, en principio, existe formalmente seguridad
jurídica y materialmente mientras no se cambian. Es lo que sucede en las
dictaduras, si bien habría que distinguir entre las dictaduras comisarías, que
sólo aspiran a defender o conservar la sociedad, y las revolucionarias, que
aspiran a cambiarla a su medida. La divisoria entre esta última especie de
dictaduras y las tiranías suele ser bastante dudosa. Pues la permanente
inseguridad jurídica constituye una característica de los regímenes tiránicos.
La dictadura se convierte en tiraníá cuando prevalece
la incertidumbre, pues aunque existan leyes su aplicación es incierta. Ahora
bien, en todo caso, para que el despotismo se convierta en tiranía basta
formalmente que el poder judicial pase a depender del poder político.
Tomó la iniciativa al
respecto el más caracterizado de todos ellos, el socialista, al llegar al
gobierno, sometiendo legalmente al Consejo General del Poder Judicial del art.
122, 2 y 3. Fue incluso más lejos, mediante una sabia forma de reclutamiento de
los jueces, que, aparte de devaluar su crédito, aseguraba su mayor dependencia
del consenso. Formalmente, los tres poderes tradicionales quedaron bien trabados
en la unidad del consenso frente a la unidad de
En suma, constitucionalmente, una abstracta dictadura colectiva de los partidos
sustituyó a la dictadura personal del general Franco mediante el artilugio del consenso
presidido por el rey, y el Movimiento se reprodujo a través del otro artilugio
de las Autonomías —((El Estado» (no la Nación), ((se organiza territorialmente
en...» (art. 137)—, si bien en Cataluña y el País Vasco se privilegió a los
respectivos partidos nacionalistas: aquí se renunció de hecho a la soberanía
estatal, dejando a los súbditos del Estado al arbitrio de esos partidos,
protegidos por otra parte por la ley electoral como si fuesen representantes de
la Nación española como un todo. Pero el consenso va a más y ya no se conforma
con el poder dictatorial. Todo indica que se dispone a convertirse en una
tiranía. Quizá es a esto a lo único que se resiste instintivamente el Partido
Popular, que se conformaría con que el régimen no tras- pasara los límites de
la dictadura.
Pero ¿qué es el consenso?
Hablar de consenso en el
orden político equivale a falsificar la realidad, es decir, la verdad, ya que
la realidad y la verdad son lo mismo. En el siglo xvm,
decía Hume al criticar el contractualismo político:
«en las pocas ocasiones en que puede parecer que ha habido consenso, es por lo
común tan irregular, limitado o teñido de fraude o violencia que su autoridad
no puede ser mucha». Luego se han perfeccionado los mecanismos del consenso.
La fórmula del consenso
entre los partidos usurpa el consenso natural, espontáneo, histórico, en
definitiva, social, que constituye las sociedades. Crea una sociedad política
superpuesta a la sociedad real, que se reserva las decisiones políticas. Pues
el auténtico consenso es propio del espacio prepolítico
o antepolítico. Sólo existe una Sociedad u orden
social cuando prevalece en ella el consenso sobre el disenso, y el orden
político —modernamente el Estado— únicamente se justifica si protege el
consenso social. Ortega reiteró en su Meditación de Europa lo dicho por Hume contra el contractualismo: la sociedad, la vida
colectiva, no se constituye por un acuerdo de voluntades conscientes o
interesadas —por ejemplo las de los partidos— como si fuese una asociación
mercantil, sino que preexiste al acuerdo. En su inconcluso El hombre y la
gente, lo explicó bastante bien siguiendo a Comte
y Tocqueville.
Lo propio del orden
político es el compromiso. Decía Simmel del
compromiso que es uno de los más grandes inventos de
El consenso social consiste
en el acuerdo, conformidad o coincidencia espontánea o inconsciente, o sea no
artificial sino natural, consolidada por los siglos, entre los miembros de
La existencia de las
sociedades y de las naciones, siendo estas últimas las formas particulares de
la sociedad europea, descansa en esa coincidencia básica o consentimiento
colectivo no reglado ni contractual, acerca de la religión, la moral, el
derecho, la economía, la cultura, la política, la estética, etc., en fin, sobre
el sentido de las instituciones, la conducta, las actividades, y los fines
colectivos. En las ideas y creencias que constituyen las sociedades. Las
creencias, en la que simplemente se está, decía Ortega, hacen de un grupo
humano lo que llamaban Comte o Tocqueville un estado
social o de sociedad, unificado por las ideas fuertes o ideas-madres del
consenso. El consenso, regido por el sentido común, acerca a las sociedades a
ser comunitarias, en Europa y Occidente naciones, en virtud de una solidaridad
colectiva, fruto de la libertad natural o política. Es lo que las diferencia de
la mera co-existencia propia del rebaño
o la manada, y de la tiranía, en la que no existe ninguna clase de libertad,
pues la libertad primaria es la libertad de con-vivir, la libertad política.
Cierto que la coexistencia puede llegar a generar con el transcurso del tiempo
consenso y convivencia. Pero el auténtico consenso y la verdadera convivencia
humanos descansan en
Un grupo social existe,
pues, como tal grupo, Nación en Europa, cuando hay consenso, bastando que
prevalezca sobre el no menos natural disenso fruto de la misma libertad
política. Y su orden político, para contrarrestar o impedir que prevalezca el
disenso, la anarquía, se asienta en este’ consenso previo: coincidiendo en lo
esencial, el consenso, la verdad histórica del orden social, lo demás es
superficial, cuestión de opinión y la finalidad del orden político consiste precisamente
en garantizar ese modo de con-vivir, bien distinto de la coexistenCia
impuesta por una voluntad política (como, por ejemplos en el caso de
Normalmente, las formas de trato, de educación, lo que llamaba Durkheim la «contrainte
social», la presión del éthos social,
arbitra las posibles discrepancias. Sólo si éstas llegan a ser conflictivas en
el sentido de irresolubles, aparece el derecho para restablecer el equilibrio
y, si éste no basta, el poder político, que protege al derecho. La teoría del
conflicto social, .frecuentemente mal interpretada por la ideología, estudia
aquellos conflictos que se dan en el seno de las sociedades, en el espacio prepolítiCO. La del conflicto político los que se dan en su
superficie.
La vida social se rige por
la tradiciones, especialmente las concernientes a
El juez no es un poder ni
tiene poder, Al juez se le reconoce la capacidad de saber interpretar y
declarar la verdad del Derecho conforme al consenso: las tradiciones, los usos,
las costumbres, las forma de trato del grupo, en definitiva, según su éthos. Politizar la autoridad judicial,
unificarla con los poderes legislativo y ejecutivo, en último análisis
someterla al ejecutivo, no sólo es, pues, una arbitrariedad sino una
falsificación de la realidad, que deja inerme a la sociedad al despojarla del
Derecho, a pesar de que la Constitución afirme que «la justicia emana del
pueblo». El Derecho le pertenece al pueblo, no al gobierno ni al Estado. De ahí
la falsedad del Estado de Derecho, el famoso Rechsstaat,
en tanto dueño y productor del Derecho. Así, si se politiza el nombramiento
y la conducta de los jueces, la sociedad queda al arbitrio de la voluntad
política desapareciendo el Derecho. Es lo que caracteriza a los pseudoregímenes tiránicos.
Sin embargo, la politización de la autoridad
judicial es una necesidad de la lógica del consenso. Seguramente lo más grave
que está pasando en la revolucionaria empresa fundacional acometida por el
consenso en España con el pretexto de la «modernización», es la sumisión de la
autoridad judicial al poder político y a su ideología rupturista
en tanto fundacional de un nuevo éthos, de
una nueva Sociedad, de una nueva Nación, de un nuevo Estado, aunque no se sepa
en qué van a consistir.
En rigor, lo único moderno de la modernización que
lleva a cabo el consenso es su artificialismo, que desintegra la Sociedad,
amortiza la Nación, corrompe el Gobierno y despolitiza el Estado. Para
modernizar, no es necesario destruir el consenso ni su espíritu, el éthos que da unidad a
El consenso no pertenece, pues, al orden político.
El orden político depende de la opinión sobre el bien común, o, si se prefiere
-no es lo mismo pero la mentalidad totalitaria imprerante
desprecia la idea de bien común, dificil de entender
para el modo de pensamiento artificialista-, sobre el
interés generl, pues todo se ha reducido a intereses.
Lo propio del orden político es que los partidos
discutan acerca de la metodología que cada uno juzga más adecuada para
perseguirlo, somentiendo sus respectivos puntos de vista a
El orden político presupone, pues, la existencia de
un consenso en la sociedad al que debe atenerse, y no por cierto a lo que
implica disenso; al menos en principio, salvo que el disenso responda a la
necesidad de reformas que, sin minar el consenso social, la sociedead,
adecuen el ethos de la Nación al nivel de los tiempos
(3). El consenso está excluido, pues, de la política por ser su presupuesto.
Esta debiera limitarse a respetarlo, y a producirse de acuerdo con él, con el
pueblo suele decirse. No contra el consenso o contra el pueblo según las
conveniencias, o los caprichos, de
Da lo mismo decir que la
sociedad es hechura del consenso o el consenso la esencia de lo social. Pero si
no hay consenso tampoco hay sociedad, reduciéndose la política a imponer
coactivamente, con mayor o menor sutileza, la unidad del grupo. Mantener la
unidad es el objeto principal de lo Político, pero mediante la convicción, que
suscita el sentimiento de la obligación política. Mandar, decía Ortega, no es
simplemente convencer ni simplemente obligar, sino una exquisita mixtura de
ambas cosas. En contraste, el «consenso político)> es una unidad natural
entre los oligarcas que conspiran eternamente contra la soberanía de
La política monopoliza el consenso para someter a la
sociedad a los caprichos del orden político mediante el orden público. El orden
público es un concepto más extenso que el de razón de Estado. Lo inventó
Napoleón para superar coactivamente el desgarramiento de
La destrucción del éthos de las naciones, suplantando su
verdad-realidad histórica producto de la convivencia por la opinión que se
presenta como dominante, constituye el objetivo necesario de la política
totalitaria característica de la tirarila
contemporánea disfrazada de democrática, brillantemente analizada por
Tocqueville. La política, la actividad en el orden político, es el ámbito de la
vida colectiva o social regido por la opinión, por la concurrencia de
opiniones. La política totalitaria hace de sus opiniones —de su ideología,
«democrática» en tanto se presenta como omnicomprensiva—
la fuente de la verdad, de la verdad social, en último análisis, de la
realidad, de la realidad social.
Su variedad hoy corriente es la política correcta, más suave en las formas, más
intelectual —de ahí el gran papel de la propaganda— que la política violenta y
oportunista de los llamados Estados Totalitarios. Se basa en el control de la
formación de la opinión por parte de los partidos comprometidos en el consenso,
codificándola como una especie de pensamiento único. Este sustituye la variedad
(concepto que implica cualidad) de las opiniones por la pluralidad (concepto
que implica cantidad) de disquisiciones sobre el consenso. La política del
consenso totalitario no es, pues, óbice para las discrepancias entre los
partidos consensuados, siempre que no se vea afectado lo esencial del consenso
político: el control del poder y de la sociedad por minorías agrupadas oligárquicamente.
El consenso político deviene así el centro de todo, el auténtico centro. De ahí
la disputa permanente dentro de la oligarquía de los partidos, de cara a la
opinión pública, sobre quien representa mejor el consenso, el centro. Tal
disputa es el origen del «centrismo» político. Mientras las discrepancias no
sean sustantivas, son muy útiles para mantener la ficción coram
populum de la existencia de libertades, empezando
por la libertad política. Y la Constitución regla las posibilidades y los
límites de la discrepancia en el seno de
A tenor de las
consecuencias, esto es en esencia lo que se instituyó con la Carta-Constitución
de 1978: un consenso oligárquico que separa la sociedad política de la gran
sociedad de
En su conjunto, la transición no ha sido más que unaconspiración permanente contra el consenso natural que
constituye
Utilizando el Estado, con el pretexto psico-sociológico de la modernización y el aggiornamento (en el reciente sentido
clerical), el consenso político ha hecho lo posible por destruir las
tradiciones, los usos, las costumbres, los hábitos, las instituciones, los
símbolos, enraizados en la historia a fin de imponer su propio «éthos» o falta de éthos
en tanto éste parece ser nihilista. En la plenitud de su poder, intenta imponer
como una suerte de religión civil la religión laicista, incapaz de apuntalar un
éthos capaz de resistir al oportunismo
de la voluntad de poder. El consenso evoluciona hacia un totalitarismo basado
en el engaño y la manipulación permanente de
En ello han participado y participan todos los
partidos del consenso por acción y omisión: ninguno de ellos es menos nihilista
que el otro, aunque puedan ser ocasionalmente más cautelosos en atención a los
votos. Así, si la derécha del consenso parece más
moderada en relación con el éthos, débese a que se apoya en los votos más sensibles a la
naturaleza del éthos español, a los que
el consenso, al que le conviene tenerlos contenidos o cautivos, no deja otra
alternativa para expresarse. El voto es la eucaristía del consenso político y
podría ser muy peligroso que tomasen conciencia por contagio de la realidad
efectiva los votantes de los demás partidos, incluidos los nacionalistas, pues
se vendría abajo la mentira oligárquica del consenso. De ahí que el consenso,
aunque sea de izquierda, necesite una derecha que cubra las apariencias. Y, por
supuesto, ocurriría lo mismo si el consenso fuese derechista.
La política de
desnacionalización-desespañolización llevada a cabo
por el consenso a lo largo de treinta años ha sido bastante eficaz, aunque no
es seguro que sea muy profunda, limitándose a anestesiar la conciencia de
formar una nación. Al efecto, como si lo español sólo pudiese ser franquista,
produce, por ejemplo, una específica leyenda negra del franquismo, que enlaza
con la leyenda negra de la historia de España (cuyo auge interno debe mucho a
los «regeneracionistas»), entre cuyos delitos incluye su insistencia en la
unidad nacional. El éxito aparente ha sido tal, que, para mantener una mínima
cohesión que sirva de referencia, el parasitario Partido Popular creyó
necesario proponer como sustitutivo del sentimiento nacional el patriotismo
constitucional. Patriotismo vinculado a un papel, cuya interpretación natural
según la letra de la Constitución aplicándole el sentido común, ni siquiera se
ha respetado en la práctica, dicho sea de paso, cuando no le ha convenido al
consenso.
El mencionado artículo 2
todavía vigente de
El despotismo del consenso
al lenguaje. Como no hay más verdad que la del consenso político, se hace con
las palabras lo que conviene, forzando la semántica lo que haga falta o
cambiándola. El consenso, que tiene a su servicio a la mayoría de los
periodistas —muchos inconscientemente por su incultura— y medios de
comunicación, impone el lenguaje del mismo modo que la señora o señorita
Salgado impone como «leyes» sus prejuicios y opiniones particulares sobre las
costumbres y los y las feministas reclaman a la Academia de la Lengua que
modifique el lenguaje natural que consideran « sexista»; a lo que es pensable,
dado el deterioro de las instituciones, que asienta la Academia tergiversando
melifluamente lo que haya que tergiversar. Lo de la neolengua
de Orwell es muy importante para entender la política
y la realidad española regidas por el consenso. La tiranía encubierta, más que
despotismo, del consenso establecido no tiene pudor, límites, ni rubor, pues la
Nación, bien por sentirse inerme, bien por estar muy debilitada moralmente,
acepta todo y ya no cree en nada. Ni en sí misma ni siquiera en el régimen
establecido.
Se discutió mucho en el
caso del Estatut, cuando los
nacionalistas catalanes decidieron pasar de ser «nacionalidad» a ser nación
siguiendo la lógica implícita en aquella palabra y haciéndola prevalecer sobre
la mención inmediata en el texto constitucional a la Nación española. Pero a
continuación, ni siquiera el Partido Popular, el más agreste en este asunto por
consideración a sus votos, ha sentido escrúpulos porque se cite a Andalucía
como realidad nacional en el preámbulo de su Estatuto en tramitación. Resulta
que ahí es inocua. Puede serlo de momento; el diluvio no importa si es
15. Los partidos se reparten la piel de toro echándola a suertes como los
pedazos de una túnica. El espectáculo de la lucha del consenso oligárquico
contra la realidad y el espíritu de
Y a la verdad, nadie se
resiste y se opone con vigor. Impera
La función social de las
instituciones consiste en acomodar las conductas a la cultura preservándolas de
los avatares temporales. Mas,, en su mayoría, o colaboran con el consenso o se
inhiben de su lucha contra la cultura nacional o están desorientadas. Así,
cabría esperar independencia y fortaleza de la Iglesia, custodia de la Verdad
—((la verdad os hará libres»— y por su naturaleza un contramundo
en el mundo, frente a la labor de zapa del consenso. Después de todo el éthos de
También lo estuvo la
Iglesia universal tras la muerte de Pío XII en un momento en que la intensa
propaganda comunista y socialista estaban imponiendo casi como un dogma la
creencia en que, dada la solidez de
Al entrar así la Iglesia en
el juego del milenarismo social-. demócrata, la política vaticana temporalista de salvar lo que se pudiese en vista de las
circunstancias, dio el espaldarazo a la gnosis socialdemócrata como signo de
los tiempos y el consenso dirigido por la socialdemocracia se afincó en toda
Europa. La gnósis penetró en
Juan Pablo II enterró
La Iglesia española, no sin
muchas excepciones particulares amortiguadas por el «colectivismo» en que puede
convertirse la colegialidad de los obispos en una
Conferencia Episcopal, vio con simpatía, que algunos podrían juzgar
acomodaticia, la construcción del consenso político según la gnósis socialdemócrata. La política es accidental, pero ha
asistido bastante impasible a la destrucción sistemática del éthos nacional, que es mucho más grave.
Prospera la gnosis —socialismo, progresismo, cientificismo, laicismo, bioideologías, sincretismos pseudoecuménicos,
New Age, etc.—
que confunde a los cristianos y, sobre todo, a las nuevas generaciones
maleducadas y deformadas por el consenso. La increencia,
más grave que el ateísmo, se expande alentada por los poderes públicos y
culturales y las iglesias están cada vez más vacías. ¿Es el signo de los
tiempos o el resultado de que el ateísmo y el modo de pensamiento ideológico,
en definitiva la cultura de la gnosis, no encuentran una clara y decidida
oposición?
Es un hecho que la Iglesia
española, temerosa de parecer un poder, o quizá más de que la oposición
cultural le acuse de serlo, ha perdido la auctoritas
que le pertenece legítimamente, tanto por su naturaleza como por la
tradición, la nacional y la del éthos europeo,
ininteligible sin el cristianismo y
La Iglesia no sólo albergó
en su seno, y sigue albergándolos, a religiosos «progresistas». Mas el
nacionalismo
Suponiendo que pasase algo,
espiritualmente no se perdería nada, yio poco que se
perdiese materialmente, lo compensaría de sobra la clarificación de muchas
cosas, empezando por
¿Qué podría hacer
Cronos devora a sus hijos.
Las construcciones políticas no son eternas. Están sometidas a la caducidad de
los tiempos. La auténtica política es por eso la política del escepticismo,
como
Dalmacio NEGRO PAVÓN
(1) El reparto del botín,
que incluye los votos, nada tiene que ver con
(2) En la práctica, los demás
miembros de los partidos están sometidos al mandato imperativo aunque la
Constitución lo prohíbe expresamente: «Los miembros de las Cortes Generales no
estarán ligados por mandato imperativo» (art. 67, 2). Pues sólo tienen libertad
de voto cuando los jefes de los partidos lo autorizan expresamente, por lo que
hay que suponer que este apartado constitucional está derogado en la práctica
sin que se haya modificado la Carta, que sería lo procedente.
(3) La política
conservadora privilegia el consenso; la política revolucionaria y el
revolucionarismo progresista, el disenso; la auténtica política liberal
descansa en el consenso, aceptando del disenso únicamente lo que puede
perfeccionar la libertad política actualizando la tradición en tanto tradición
creadora.