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El reyno de Indias.
Análisis filosófico e histórico de las ideas que rompieron la unidad hispanoamericana y la concepción acertada
La primera falsificación en nuestra
común historia hispanoamericana ha sido la mutilación de
nuestro mapa, esto es, la omisión del enfoque geopolítico: la
visión integral y conjunta de las Américas -el antiguo Reyno de
Indias-, fragmentado desde el siglo pasado en multitud incontable
de repúblicas, en diversa medida artificiales y pretendidamente
«soberanas».
El «Reyno de Indias» con todo, no es el producto de la
imaginación calenturienta de ningún nostálgico historiador.
Establecido por Don Carlos I de Castilla por Real Cédula de 1519
(ratificada por Ordenanza de Felipe II de 1573) tuvo vigencia
jurídica en la Recopilación de las Leyes de Indias de 1682 (Ley
I, Título I, Libro III) y en la Novísima Recopilación de 1805
(Ley VIII, Libro III, Título V) y efectivo imperio político
hasta su funesta desintegración en las guerras civiles
decimonónicas.
Desintegración expresamente prevista como posible por el
emperador Carlos V, y a la cual conjuró durante tres centurias
con cláusulas fundacionales como ésta: "Y porque es
nuestra voluntad y lo hemos prometido y jurado que siempre
permanezcan unidas para su mayor perpetuidad y firmeza,
prohibimos la enajenación de ellas. Y mandamos que en ningún
tiempo puedan ser separadas de nuestra Real Corona de Castilla,
desunidas ni divididas en todo o en parte, ni a favor de ninguna
persona. Y considerando la fidelidad de nuestros vasallos y los
trabajos que los descubridores y pobladores pasaron en su
descubrimiento y población para que tengan mayor certeza y
confianza de que siempre estarán y permanecerán unidas a
nuestra Real Corona, prometemos y damos nuestra fe y palabra real
por Nos y por los Reyes, nuestros sucesores, de que para siempre
jamás no serán enajenadas ni apartadas, ni en todo, ni en
parte... por ninguna causa o razón o a favor de ninguna persona
y si Nos o nuestros sucesores hiciéramos alguna donación o
enajenación contra lo susodicho sea nula y por tal lo
declaramos...".
Fernando VII, cautivo de Napoleón en Bayona, quebrantó -más o
menos forzadamente- dicha solemne prohibición. De ahí toman
origen nuestros males a partir de 1808.
Mas, la nulidad insalvable con que Carlos I fulminara cualquier
eventual enajenación y fractura, constituyó, sin embargo, la
fuente de nuestro legitimismo fernandista.
Volvamos, pues, la mirada inquisidora a aquel fecundo pasado
común que, pese a las fronteras antojadizas que subsiguieron a
las guerras de emancipación, pervive en este presente también
radicalmente común, que prepara y anuncia (para bien o para mal
de nuestros pueblos) un futuro también común.
El primer sofisma de la historiografía liberal -en que tantos
antiliberales han caído- ha sido la fabricación masiva de
nuestras campanudas «historias nacionales»: no hay ni puede
haber -más que como enfoques parciales pero complementarios-
v.g., una historia argentina, o peruana, o colombiana, etc.
Tampoco ha habido en sentido estricto «historias virreynales».
Los antiguos virreynatos americanos no engendraron naciones, ni
su fraccionamiento afectó a la integridad de la nación o Estado
subsiguiente.
Téngase presente que esos virreynatos o capitanías generales no
fueron sino divisiones administrativas, y no políticas, del
Reyno de Indias. Este punto capital de la cuestión ha sido poco
atendido por nuestros historiadores y constitucionalistas.
El titular de la «soberanía» era (valga la aparente
perogrullada) el «Soberano» e, institucionalmente, la Corona,
encarnada en él.
Producida la secesión, las divisiones territoriales virreynales
(o capitanías y reales audiencias) no sucedieron políticamente
a la Corona ni, consiguientemente, la heredaron territorialmente.
De suyo, y dada su indivisa naturaleza política, la Corona no
admite «sucesores».
Aconteció, sin embargo (y en general), que las nuevas
autoridades, al tiempo de la secesión, asumieron «de hecho» el
dominio (más o menos efectivo) sobre aquellas regiones sobre las
cuales ejercían nominalmente su acción de gobierno.
Los conflictos limítrofes subsiguientes sólo podían tener
algún sentido jurisdiccional en el marco integrador del Imperio.
Convertidos en falsos enfrentamientos «nacionales» beneficiaron
únicamente a las potencias anglosajonas dominantes.
En líneas generales puede argüirse que la posesión (principio
del derecho privado recogido por el derecho internacional
público) vale o fija títulos, salvo el caso de flagrante
despojo o usurpación manifiesta de una anterior, real y
pacífica posesión jurídica y política (como es el ejemplo
paradigmático de nuestras Islas Malvinas, ocupadas violentamente
por el Reino Unido en 1833).
La posesión efectiva estableció, ordinariamente, los alcances
«soberanos» de los nuevos Estados surgidos de la
fragmentación.
La no posesión, en cambio, engendró derechos, que llamaré «en
expectativa», mantenidos, en tanto que tales, hasta una
determinada y concluyente apropiación (sin perjuicio de los
reclamos del opositor), tal como, v.g., aconteció con la llegada
del Estado chileno trasandino a las bocas del Magallanes o la
incorporación, a fines del s. XIX, de la Patagonia austral por
parte del Estado argentino cisandino.
Esta es la realidad histórica comprobable en cada situación
concreta y, sin perjuicio naturalmente, de las singularidades
específicas de cada una de ellas.
La fragmentación
del reyno de Indias
La «secesión de la secesión», asimismo, se explica, no por
difusos motivos legales, jurídicos o sociológicos, sino por
razones de política internacional vinculadas al equilibrio entre
las potencias, como es el caso típico de la República Oriental
del Uruguay, garantizada en 1830 por Gran Bretaña como artera
división política del estuario del Plata, ambicionado por el
Imperio del Brasil.
Por lo expuesto, cabe calificar -al menos en tanto que principio-
como falacia o ficción legal a la regla enunciada en la
cláusula «uti possidetis iuris» (poseeréis como de derecho
poseías).
Los Estados americanos, sucesores presuntos de sus espacios
verreynales (o capitanías), no poseyeron (ni, por consiguiente,
continuaron poseyendo) lo que jamás antes habían poseído.
El único posesor (planteada en estos términos ambiguos la
cuestión) había sido la Corona, esto es, el Rey. La posesión
legítima lo era del Reyno de Indias en su totalidad nominal
inajenable (pese a que, en oportunidades circunstanciales y
parciales -como lo sucedido v.g., con la Florida- aquella
prudente cláusula carolina hubiese sido violada).
No es menester, por ello, acudir a un recurso retórico para
explicar la posterior viabilidad de los Estados americanos y de
sus variadas dificultades geopolíticas. Todas ellas se explican,
sin más, en el «statu quo» internacional emergente, que es uno
de los sabios criterios de política clásica que da sustento
actual a la defensa de nuestros Estados locales o «nacionales»
frente a la globalización espúrea que los amenaza. Pero, cuya
mejor y más eficaz defensa -quede ya dicho- está constituida
por la progresiva (pero ininterrumpida) integración en torno a
la Corona, principio institucional capaz, por su misma naturaleza
supraestadual o supranacional, de fijar pautas comunes de
verdadera política exterior frente a los modernos imperialismos
que nos acosan, a salvo siempre (y con protección más adecuada)
todas las particularidades regionales (o «nacionales») que
tengan valor intrínseco de sobrevivencia o perduración.
Al principiar el s. XIX (1810) los americanos éramos españoles,
no en función de sujetos de la «nación española»
(pretensión absurda de las Cortes de Cádiz de 1812), sino en
calidad de miembros de una de las Españas plurales: las Españas
atlánticas, súbditos, por ende, de un mismo y único Soberano,
a título específico y jurídico de Rey de Castilla.
Crisis ideológica
La invasión napoleónica a la península y los trágicos y
oscuros sucesos de Bayona, que conllevan a la usurpación y
sustitución dinástica, constituyen el detonante de la crisis
ideológica incubada desde la segunda mitad del s. XVIII y
claramente manifestada durante el mediocre reinado de Carlos IV.
El «despotismo ministerial» de los Borbones no impidió (antes
fomentó) la difusión del virus iluminista que afectó
marcadamente a un sector importante de la clase dirigente en la
España peninsular y en América.
La corrupción intelectual (que es la más grave de las
corrupciones porque -como afirma Santo Tomás- no tiene en sí
misma remedio) que produce la Ilustración engendra en la esfera
política el Liberalismo: etiqueta genérica que incluye la más
variada gama de errores teológicos y filosóficos: subjetivismo,
individualismo, naturalismo, racionalismo, jansenismo, estatismo,
etc.
La causa eficiente de todas estas desviaciones doctrinales (que,
en su orden, se presentan como tesis o principios -más bien
dogmas- políticos) pertenece al plano contemplativo: es la
inmanencia cognoscitiva, que se sistematiza con Descartes (s.
XVIII) y desemboca en el idealismo absoluto alemán (Hegel, s.
XIX), quintaesencia del iluminismo y fuente común de los
panteísmos políticos del s. XX (fascismo, nacional socialismo y
socialismo marxista), contra los cuales se alzó doctrinalmente
la tradición, tanto en la pluma de sus más caracterizados
expositores, cuanto por la acción de su dirigencia delegada
cuando aquellos totalitarismos paganos se cebaron en la carne de
la España peninsular, como también -recordémoslo- se habían
cebado en el Austria católica de Dollfus, el canciller mártir
del nazismo.
Porque, si como nos lo enseñó el Padre Sardá y Salvany el
«liberalismo es pecado», el «nazismo es un crimen».
El contenido racionalista de la inmanencia cartesiana se origina,
a su vez, en el conceptualismo racionalista de la escolástica
tardía y, particularmente, en la negación de los co-principios
reales del ser: esencia y existencia, tal como aparecen
formulados en Francisco Suarez.
El Dieciocho es un siglo de contienda doctrinal entre las
tendencias centralizantes de los Borbones (que da lugar, entre
otros males, al regalismo) y las corrientes escolásticas
dominadas, bien por los principios de un tomismo rígido, bien
por los postulados suarecianos (en aquellas aulas regenteadas por
la Compañía de Jesús).
En ese concreto contexto de enervamiento intelectual ha de
valorarse la difusión de las doctrinas iluministas que llegaban
de Francia.
El drama vital de los pueblos íberoamericanos lo constituyó la
circunstancia de que la disolución del orden monárquico
legítimo coincidiera con la penetración del veneno liberal
(triunfante en la revolución francesa).
Empero, aquel mortífero veneno no alcanzó a la población
común (las gentes), ni afectó con igual virulencia a las clases
dirigentes (nobleza y clero), lo cual explica la recia y decidida
reacción popular (en la Península y en América) contra el
invasor francés revolucionario, manifestada en el movimiento
juntista.
Al producirse el lamentable divorcio entre los estamentos
populares y las clases jerárquicas (fenómeno que, por ningún
motivo, se debe generalizar ya que se manifestó muy
variablemente), éstas, al disociarse de su base popular, se
«ideologizarán» y oscilarán, pendularmente, desde las
«derechas reaccionarias» hasta las «izquierdas subversivas»,
sin abandonar jamás el campo de las burguesías «ilustradas»,
común a ambas.
El pueblo, convertido en «masa», desvinculado de sus líderes
naturales y más o menos sometido por instinto de supervivencia a
los caudillos locales, conservará (en un proceso de degradación
paulatino) los valores centrales y esenciales del Antiguo
Régimen, los cuales quedarán marginados del ordenamiento legal
que subsigue o sustituye al ordenamiento normativo indiano (Leyes
de Indias y legislación castellana supletoria).
Tal el sino trágico de Martín Fierro.
Nace así la correlación entre «pueblos reales» y «ficciones
estatales» que todavía hoy dibuja al mapa íberoamericano.
A esas «ficciones legales», recogidas por las constituciones
«de papel» (Alberdi), debemos oponerle nuestra constitución
natural, clamando -al estilo del franciscano Castañeda en el
anárquico Buenos Ayres de 1820-: «Por Castilla somos gente»; y
no merced a ningún mito liberal o sajón.
La descripción efectuada no afecta sólo al s. XIX o a la
primera mitad del s. XX. Es todavía hoy más actual que nunca,
como lo atestiguan las minorías revolucionarias de Cuba,
Chiapas, Nicaragua, o la Ciudad Autónoma de Buenos Aires: un
mismo origen burgués y universitario, en muchos casos de
educación católica, en disenso abismal con el orden concreto de
las cosas: punto central de las ideologías utópicas.
No hallo yo diferencia alguna entre los ideólogos del ayer (un
Miranda, un Monteagudo, un Castelli) y los infinitos Mirandas,
Monteagudos o Castellis de hoy, que han invertebrado a la
nación, convirtiéndola en una «sociedad en estado
deliberativo».
Tampoco veo diferencias entre los militares de cabezas confusas
del pasado (al modo de los Lavalles) y estas Fuerzas Armadas del
presente, dislocadas de sus funciones específicas.
Ni la hay tampoco entre los mercantilistas y parásitos de los
gobiernos del siglo anterior y los hodiernos Rivadavias al
servicio de los «holdings» financieros del planeta.
Asimismo, el prototipo del liberal español comecuras y
desarraigado (que tan perfectamente encarna el intuitivo y
desprolijo Domingo Faustino Sarmiento) se repite en nuestros
días en infinidad de mediocres imitadores que, con aquél,
continúan vociferando que «la raza española es incapaz de
comprender el gobierno de los hombres libres». ¡Oh supina
ignorancia de la historia! ¡Oh desdén inaudito de la propia y
libérrima identidad!
Guerras civiles
La crisis política e ideológica del s. XIX sumerge a las
Españas en guerras civiles irresolubles que se prolongan con
diversa intensidad y características, a lo largo del s. XX.
La presión metafísica del Antiguo Régimen llega vitalmente
hasta nuestros días y contra ella se empecinan todas las
corrientes de la Revolución.
Aquel orden de la tradición (combatido ferozmente a lo largo de
siglo y medio) es la torre evangélica edificada sobre dura roca
(Mt, 7, 24-27), que se asienta sobre los pilares ontológicos e
inconmovibles de la naturaleza, la historia y la experiencia, a
diferencia de la endeble construcción revolucionaria establecida
sobre las movedizas arenas de las utopías, las abstracciones y
las ideologías.
Aquellas «guerras civiles» de la Revolución (en visión que ya
nos brindara en 1922 Marius André) desembocan en la
«independencia» de los principales núcleos revolucionarios. Al
margen de la voluntad específica de éstos para separarse (no
siempre claramente comprendida en los niveles populares como es
el caso elocuente de Méjico y el Alto Perú), la continuidad
monárquica se tornó inviable por diversas situaciones
históricas, condicionadas siempre por el tono ideológico
impreso por el liberalismo:
I) En primer lugar, el zanjón divisorio socavado por las Cortes
de Cádiz al decretar la unificación de la «Nación
española», haciendo tabla rasa de la organización
institucional existente y ahondando la separación entre
«españoles peninsulares» y «españoles americanos».
«Golpe de estado institucional» le llamó (con agudeza) Felipe
Ferreiro y suministró los motivos «legales» que justificaron
el comienzo de la, impropiamente, llamada «guerra de
emancipación».
1812 es precisamente el año en que el enigmático San Martín da
principio de ejecución al plan general de sublevación, que o
bien se inspiró o bien es el mismo que el plan escocés
Maitland, hallado y publicado por Rodolfo Terragno.
II) La incomprensión de Fernando VII con relación al verdadero
significado de las Juntas formadas en América en su nombre.
Incomprensión fatal que, dadas las características tornadizas
del monarca, era difícilmente superable.
III) En este mismo plano el retorno de Fernando VII a las
prácticas abusivas del «despotismo ministerial» no facilitó,
para nada, la comprensión y posible solución del conflicto
americano.
IV) Ha de notarse que, cualquiera sea el nombre, aún impreciso,
que los redactores del Manifiesto de los Persas (1814) se dieron
a sí mismos («absolutistas») queda siempre bien en claro (de
la acabada lectura de todo el Documento) que no se propiciaba la
vuelta al estado anterior al diluvio de 1808, sino la progresiva
y remozada restauración del régimen institucional abandonado
por los Borbones.
V) El predominio intelectual de los liberales durante el decenio
de 1810-1820 (no obstante el gobierno absoluto instaurado por el
Rey en consonancia con las exigencias del Congreso de Viena)
generó una atmósfera de duplicidad, principalmente en el
ambiente militar, con referencia a los sucesos americanos. En el
interior de dicha duplicidad (en algunos casos verdaderos actos
de traición y felonía) ha de verse la mano de la Logia
(masónica), en gran medida documentada por la moderna
historiografía.
VI) En este orden nótese que casi todos los militares que luchan
en América, y de manera particular los más sobresalientes, son
militares españoles. Y más concretamente aún: son militares
del ejército español; se han formado en España, han luchado en
España, primero contra los británicos, luego contra los
franceses. Sólo un anacronismo (verdadero dislate) hará de
ellos ciudadanos «venezolanos» o «argentinos», como son los
casos emblemáticos de Bolivar y de San Martín.
VII) Estos militares «españoles» se enfrentan a otros
militares «españoles», en ocasiones con ejércitos cuya base
popular combate nominalmente a favor del Rey.
VIII) El «Ejército», como institución de naturaleza política
y pretoriana, aparece en las Españas después del vendaval
napoleónico. No existe como tal en el Antiguo Régimen.
Sus jefes se contaminaron al contacto con los oficiales
británicos y, casi sin excepción, fueron captados por las
logias durante el transcurso de la guerra anglo-española contra
Napoleón.
Esto explica claramente la naturaleza liberal congénita del
Ejército metropolitano y de sus hijuelas americanas, naturaleza
que nunca logró superar y que va, desde un Maroto, Espartero o
Serrano. O bien, desde las crónicas y fracasadas intervenciones
golpistas de siglo y medio hasta la novedosa actividad
antinarcótica de los ejércitos hispanoamericanos.
IX) ¿Qué diferencias sicológicas se podrán encontrar entre
los «generales», «generalísimos» o «mariscales» que, sin
solución de continuidad, «se pronuncian» en la Metrópoli y en
América a lo largo del siglo XIX? Todos ellos, en mayor o en
menor medida, son el prototipo del militarote liberal, prepotente
y sabelotodo... y en muchas oportunidades... también masón,
marionetas burlescas en manos del imperialismo yanki.
¡Qué lejos estamos de Don Gonzalo Fernández de Córdoba, el
Gran Capitán!
X) Dije alguna vez que el estallido de la Corona provocó el
«caudillismo» y es esto tan verdadero que las «democracias
latinoamericanas» (para desesperación de los
constitucionalistas liberales) jamás han logrado superar esa
impronta de cuna que sus ejércitos «libertadores» les han
impreso en los albores de la «emancipación» del «Amo
español», convirtiendo a la unidad plurisecular y fecunda de la
monarquía católica en el coto de caza de las Naciones
anglosajonas.
Incomprensión
fatal
Aquel malentendido trágico entre el Rey y su pueblo (en 1814)
impulsó a éste a prescindir de aquél para poder salvaguardar
los otros objetivos del trilema tradicional. Ahora, ya sin el
Rey, defender y conservar a Dios y a la Patria. Esfuerzo heroico
de todos los Pueblos Americanos hasta este hoy de apostasía
sincretista y mimética.
Esfuerzo en gran medida vano, porque la desunión que subsiguió
a la ausencia del Rey -eje común de la compleja organización
institucional hispánica- hizo cruda verdad la profecía de
nuestro Martín Fierro:
"Los hermanos sean unidos
porque esa es la ley primera;
tengan unión verdadera,
en cualquier tiempo que sea,
porque si entre ellos pelean
los devoran los de ajuera".
Así, pues, más allá de las planificaciones específicamente
militares y del plan global de interferencia británica (veta
ésta abierta a la avidez de los investigadores) la guerra de
independencia, tal como se presentó, fue una «cuestión de
hecho», fruto, en primera instancia, de la catástrofe de la
monarquía española en Bayona y que abrió el cauce a las
guerras intestinas que llenan tan dolorosamente todo el siglo XIX
hispanoamericano y que constituyen la razón principal de la
crónica inestabilidad de las repúblicas surgidas en su
consecuencia, como tantas veces lo he destacado.
La excepción del Brasil, salvado de la balcanización general
merced al sistema monárquico, es un ejemplo notorio de la
seriedad del desastre mejicano (devorado por los poderosos
E.E.U.U.); o centroamericano (cuya partición instigó la misma
potencia); o sudamericano: campo de acción propicio de la Gran
Bretaña, principalmente en el estratégico Cono Sur.
Esta afirmación de carácter institucional en nada modifica la
apreciación política que merezca la proclividad británica de
los Braganza en su conflicto geopolítico con la Confederación
Argentina y el Estado Oriental y las simpatías de estirpe que
sintamos por los «gaúchos» separatistas del Rio Grande do Sul,
cuya segregación -con todo- Rosas se negó a reconocer en razón
del «statu quo» europeo al que tenían acceso los Braganza.
"En América española -señala Griffin- la abolición de la
monarquía significó una ruptura mucho mayor con el pasado que
en el caso de los Estados Unidos, o más claramente aún, en el
caso del Brasil. En los tiempos coloniales el rey había sido no
sólo la incuestionable fuente de toda la secular autoridad,
había sido también el Ungido del Señor... La consumación de
la Independencia y la adopción de la forma republicana de
gobierno (la monarquía hecha en el país probó ser ilusoria)
significaba que había una crisis total del Estado. Los primeros
gobiernos republicanos carecían totalmente de la clase de
sanción moral que la monarquía española había gozado. Se
mantuvieron muchas de las leyes coloniales y los procedimientos,
pero el Estado se halló en muchos casos acéfalo y el mito de la
soberanía popular no fue efectivo..." (Charles Griffin, El
período nacional en la historia del nuevo mundo, cit. por Ots
Capdequi en El Estado español en Indias, p. 184).
Los caudillos
"Hemos arado en el mar", diría Simón Bolívar en su
lecho de muerte. No fue menester esperar una generación. El
fracaso estruendoso fue visible para sus mismos protagonistas.
De cada militar intrépido nacería un caudillo o, muchas veces,
un «caudillejo». El proceso americano es funcionalmente
análogo al proceso peninsular, como que brotan de un mismo
conflicto generador.
En España advendrá por imperio militar el trienio liberal
(1821-1823) y desde 1833 hasta 1923 (e incluso 1936 ya que el
golpe de estado republicano inicial sólo se convirtió en
Alzamiento merced al concurso activo de la Comunión
Tradicionalista, preparada por Fal Conde y el Gral. Sanjurjo con
las masas carlistas manifestándose en Pamplona) la
ininterrumpida intervención del Ejército en los asuntos
políticos del Estado; no en vano el modelo español de
«pronunciamiento» inspirará a los imitadores americanos.
(Basta pensar, entre nosotros, en el famoso «pronunciamiento»
de Urquiza en 1852, tan decantado como cosa original por los
historiadores nativos).
En América cada «caudillejo» administrará su propio feudo y,
con una visión mezquina de la totalidad, fomentará una ilusoria
«soberanía nacional» que sólo se opondrá a los hermanos
comunes de la gran confraternidad hispanoamericana, pero jamás a
los verdaderos garantes del desencuentro: los Estados
anglosajones.
Excepción gloriosa es, en ese marco de rivalidad, estrechez y
anarquía, la extraordinaria figura de Don Juan Manuel de Rosas
(el Hernandarias del siglo XIX), uno de los pocos verdaderos
caudillos americanos que enfrentó (y enfrentó con éxito) al
Reino Unido y a la Francia revolucionaria coaligados, incluso en
un marco de incomprensión por parte de sus colegas federales que
le eran más próximos.
En Juan Manuel jamás se eclipsó el sentido geopolítico (y aún
dinástico) de la antigua totalidad, pero político realista y
clásico como fue, claramente advirtió que el carácter casi
irreversible del proceso desintegrador únicamente se podía
contener salvando -en cuanto de él dependía- el espacio
geográfico instalado por el genio previsor de Carlos III
(inspirado por Ceballos) en la gigantesca Cuenca hidrográfica
del Plata.
No hay en Juan Manuel gestos «nacionalistas», ni
reivindicaciones «patrioteras» o «virreynalistas». Su manejo
de los conflictos con los unitarios de Montevideo, con el
Paraguay y con el Alto Perú (Bolivia) es una prueba cabal de lo
que digo.
En todos los casos se percibe un notorio sentido de empirismo
político, ubicado en el cuadro concreto del «status quo» ya
entonces instalado.
También su programa de «conquista del desierto», es una clara
señal de que difícilmente se podía reclamar como propio
aquello sobre lo cual no se ejercía señorío.
"Ingenieros -recordaba Julio Irazuzta- tergiversaba sobre
los detalles, pero no se equivocaba sobre el conjunto, al
considerar la época de Rosas como una restauración del antiguo
régimen" (Vida política de Juan Manuel de Rosas, T.I, p.
28).
Ese estilo convocador americanista (y ese fue el lenguaje
publicista y común de la época) es el mismo que reconocerá en
un inesperado y glorioso 2 de Abril de 1982, fecha que las
generaciones futuras de la siega (porque la siega advendrá
cuando la mies fecunde) tendrán como hito demarcador del
resurgir integral y magnífico de la América española.
En Don Juan Manuel se encarna el Restaurador de las Leyes, en
aquel Buenos Ayres de la década de 1820 desquiciado por la
anarquía y por el estado declinante y terrorista (recuérdese
tan sólo el fusilamiento del gobernador legal Manuel Dorrego), a
que le habían sometido los Varela, los Del Carril, los Agüero,
la logia liberal -unitaria en general-, antepasados perfectos de
los autores del «estatutejo» que reniega del nombre trinitario
de la ciudad a la que pretende regir y cuyo «código de
convivencia» (como si la solidaria fundación de Don Juan de
Garay fuese un anónimo consorcio) es la hechura exacta del
«soviet» que la tiraniza.
Es la crisis ideológica de principios del XIX y el desprestigio
personal del monarca (que arrastra en su eclipse a la misma
Corona) lo que da, valga la paradoja, «estabilidad» a las
guerras civiles que ambas causas, simultáneamente, desencadenan,
suscitando el recurrente surgimiento de «caudillos populares» o
«caudillos elitistas» (un Facundo Quiroga o un Juan Lavalle).
En rigor de verdad, el fenómeno no era absolutamente nuevo en
América. Recordemos las «guerras civiles» libradas durante el
s. XVI por los diversos conquistadores (remitámonos, por
ejemplo, a la espantosa lucha entre pizarristas y almagristas en
el Perú).
Aquel desorden de guerreros ambiciosos (aunque en su estilo -que
es el estilo de aquel formidable siglo- generosos y leales)
renace, a modo de enfermedad congénita, en ese malhadado siglo
XIX.
El juntismo
Pero así como el solo prestigio institucional de la lejana
(geográficamente lejana) Corona bastó para someter a aquellos
ariscos combatientes del XVI, del mismo modo la inacción
incomprensible del Soberano (por los motivos antes someramente
expuestos) dará ocasión a que la independencia de hecho
alcanzada por el cautiverio de aquél deviniera (o se
convirtiera) en declaraciones formales de independencia, como la
muy concreta del Congreso reunido en Tucumán que la declaró en
1816 respecto de todas las «Provincias de Sudamérica» (y no
como aquí se usa celebrar: la de la, entonces inexistente,
«República Argentina»).
Incomprensible inacción o injustificada incomprensión del Rey
Fernando VII, que no aprovechó la corriente de afecto, confianza
y devoción que un siglo [XVI y XVII] de Austrias meticulosos (a
la cabeza Felipe II) y otro [XVIII] de Borbones administradores
(prolijos burócratas; con Carlos III como modelo) habían
establecido entre el Monarca (rey de Indias a fuer de Rey
castellano) y sus más que leales vasallos indianos. Extremo de
continuidad institucional que hizo de aquel Reyno, el Reyno de
Indias, un ámbito común (ahora que se suspira por la
integración) de floreciente vida espiritual, cultural,
artística, social, económica.
Fue la Corona la que contuvo (sin un solo soldado, como lo
recordaba siempre don Felipe Ferreiro) los gérmenes
disgregadores que -como ya lo noté- al doble conjuro de la
incapacidad real (un Carlos IV dominado por el siniestro Godoy y
un voluble Fernando VII) se desbordarán inconteniblemente a
partir de 1812, fecha verdaderamente clave en razón de la
nefasta Constitución liberal española que fijó las bases de la
disolución final de un Imperio.
1810 representa todavía el esfuerzo legitimista (más o menos
sincero según los personajes) por encauzar en la persona del Rey
cautivo ese pandemonium de fuerzas atomizantes que subsistieron
siempre al socaire de rivalidades de campanario (muchas veces
-v.g. Buenos Ayres y Montevideo- de carácter casi puramente
económico).
Las juntas de 1810 constituyen el último esfuerzo común por
salvaguardar la integridad de la Monarquía, y si bien el
sometimiento a la lejana Corona (ahora espiritual e
institucionalmente lejana) progresivamente se debilitó, empero,
el sentimiento instintivo de la población (enfeudado -por
ausencia de su único verdadero protector: el Rey- a sus
minorías burguesas) conservó durante décadas la nostalgia de
la unidad perdida; y americanos, a secas, fuimos los que
habitamos las tres Américas -desde la California al Cabo de
Hornos- hasta que la nación anglosajona que despojara
territorialmente a Méjico, nos despojara, quizás para siempre,
de nuestro gentilicio, convirtiéndonos en americanos de segunda
categoría.
La primacía de la Corona garantizó -a lo largo de tres siglos-
la continuidad institucional, la unidad política y la totalidad
territorial.
Los infortunados conflictos europeos, y no la lenta maduración
de algún grupo revolucionario, produjo lo que Chiaramonte
adecuadamente llamó el "brusco estallido de la
independencia". Ella no es fruto de una deliberada y previa
proposición doctrinaria: ni la acción ideológica de la
Ilustración (que es la tesis de nuestra historiografía
liberal), ni el nunca bien documentado influjo del Padre Suárez
(que es la posición de G. Furlong) ni, tampoco, el resultado de
los estudios escolásticos con fuente en Santo Tomás (original
enfoque de Enrique De Gandía).
Los sucesos americanos de 1810 no responden a pautas filosóficas
ni teoréticas; obedecen, más bien, -como lo vengo notando- a
una determinada situación fáctica de corte político y
pragmático.
El Juntismo es inexplicable fuera del contexto de la Ley de Siete
Partidas como ya, lúcidamente, lo advirtiera Juan Bautista
Alberdi, y dentro de este marco legal (por ende, en Mayo no hay
en Buenos Ayres, propiamente hablando, ninguna revolución) las
Juntas de España y las Juntas americanas respondieron
analógicamente a una misma coyuntura: un legitimismo fernandista
en oposición al carácter intruso de los Napoleónidas (José
I).
El día en que, particularmente los argentinos, dejemos de
«ideologizar» a Mayo, encontraremos las raíces comunes de
nuestra identidad íberoamericana compartida.
El ya citado Chiaramonte nos ilustrará, en un párrafo conciso,
acerca de la condición nacional tal como, en verdad y fuera de
todo anacronismo, se vivía y se trasuntaba al alborear el s.
XIX: "Sin embargo, el único sentimiento nacional presente
en los hombres de la época es el sentimiento nacional español,
mientras que el patriotismo «argentino» tan invocado en las
páginas del «Telégrafo Mercantil» designa uno de los tantos
particularismos existentes en América hispana y coexistentes con
el más amplio sentimiento de la nacionalidad española. Pues la
voz «argentina»... denomina sólo a Buenos Aires y el
territorio cercano a ella, así como «argentinos» se aplica a
los criollos y españoles que viven allí, con excepción de las
castas..." (Chiaramonte José C., La Ilustración en el Río
de la Plata, p. 19).
La democracia caudillista que emerge de la anarquía desatada a
consecuencia de la Independencia se enmarca en la esfera del
municipio feudal indiano, tal como, en la práctica, se
desenvolvió en América, una vez efectuado el traspaso legal por
Castilla.
Este crecimiento ha sido sagazmente analizado, entre nosotros,
por el insigne historiador José María Rosa.
En su ya clásico Del Municipio indiano a la Provincia argentina
apunta: "Los municipios indianos del s. XVI y XVII no se
asemejan a los españoles del mismo tiempo. En cambio, y mucho, a
las «cibdades» de la Castilla medieval con sus milicias
combativas, caudillos conductores de la hueste, alcaldes elegidos
por el común, distribuyendo justicia según los usos lugareños
y regimientos de vecinos que administran la ciudad por voluntad
de sus convecinos. En una palabra la «república» de los
vetustos fueros del s. XI al XIV resurge en Indias. Debió
producirse este salto atrás por la semejanza de la conquista de
Indias con la reconquista española. Los pobladores del XVI, como
sus bisabuelos del XI, llegaban a tierras lejanas a asentar en
lugares peligrosos que exigían el ejercicio constante de las
armas. La ciudad indiana tuvo necesariamente que ser una
ciudadela dispuesta para el combate, como lo había sido la
castellana de otros siglos: la poblaban guerreros y la gobernaban
capitanes. Los fundadores del Nuevo Mundo como los del mundo
viejo, ganaban a punta de espada el derecho a manejar su bastión
avanzado de la cristiandad. La misma ley histórica que creara a
la libertad foral de las «cibdades» castellanas dio nacimiento
a la autonomía de las ciudades Indianas. Milicia y caudillo
fueron en las unas como en las otras, la realidad de la
conquista..." (p. 16/17).
En el mismo sentido se expide Ots Capdequi al expresar que
"En las nuevas ciudades de Indias estas mismas instituciones
municipales, caducas en la Metrópoli, cobraron savia joven en un
mundo de características sociales y económicas tan distintas, y
jugaron un papel importantísimo en la vida pública de los
nuevos territorios descubiertos...", y si bien decayeron con
las tendencias centralizadoras de la Corona, con todo, el mismo
autor acota que "... Es necesario llegar a los años
precursores de la independencia para que los cabildos municipales
vuelvan a recobrar su perdida significación, haciéndose
intérpretes de los anhelos generales de la ciudad..." (El
Estado español en Indias, p. 61/62).
Empero, aquel fenómeno tan peculiar -milicia y caudillo-(que
dejará hasta el día de hoy una huella indeleble en la realidad
institucional americana) se consolida durante los siglos
subsiguientes adquiriendo estabilidad en razón de que, así como
en Castilla predominó el Rey por sobre un Juan de Padilla,
también en América predominó la Corona, hasta que el
desgraciado suceso de Bayona reanimó las adormecidas fuerzas
centrífugas.
Este caudillismo indómito, sólo sofrenado por la autoridad
moral y el prestigio político de la Corona, atizado por las
potencias sajonas dominantes, marcará el derrotero de las más
diversas repúblicas «coloniales» en que, precipitada y
desordenadamente, se fragmentó al antiguo y exuberante Reyno de
Indias.
El ocaso de la
cristiandad
El proceso, con todo (y ya lo dije antes), es en gran medida
semejante al desarrollado en la España metropolitana
postfernandina, bien que en ella la inmediación de la Corona
(usurpada en la línea Isabelina-Alfonsina) contuviera, más en
la apariencia que en los hechos, el fantasma de la
desintegración.
El ejemplo más característico de ello lo brinda la caótica
situación atravesada por la península en la década de 1870
(expatriación de Isabel II, golpe de estado, dictadura del Gral.
Serrano, anarquía callejera, efímero reinado de Amadeo I,
primera república, federalismos y cantonalismo, etc.).
El esfuerzo heroico del carlismo de esa época (1872/1876), con
Carlos VII, aunque fracasase ante la pretendida «restauración»
de Sagunto, puso las bases del relativo «orden» que los
Alfonsos (XII y XIII) intentaron imponer, mediante la alternancia
partidocrática de liberales y conservadores. «Orden» que,
naturalmente, no impidió el desarrollo paulatino de la
revolución (que explotaría en la gran contienda civil de 1936)
y la disolución o decadencia final de España en el plano
internacional.
Declinación de la Hispanidad toda, que también arrastró a
América, sometida a las políticas humillantes y
desestructurantes de Washington y que va, desde los despojos
brutales del viejo virreynato de Méjico hasta la inicua guerra
petrolífera entre bolivianos y paraguayos.
Líneas disolventes que emanaban (y emanan) de la «Casa Blanca»
(tan adecuadamente estudiadas por nuestro Carlos Ibarguren en su
siempre recomendable obra De Monroe a la buena vecindad) y que
sólo tuvieron como freno las corrientes geo-políticas y
geo-económicas del Reino Unido con su influjo hegemónico y
decisivo en el Cono Sur continental (ABC): Brasil, Argentina,
Uruguay y Chile.
Apogeo del espejismo de una «América blanca» al sur del Río
Bravo (una de las tantas zonceras criollas inventariadas por el
impagable Arturo Jauretche) consolidada en una minoritaria clase
dirigente rioplatense, ociosa y frívola, mimetizada con los
cánones «culturales» de Londres y París y divorciada de la
realidad sociológica de las masas nativas.
Lejos estamos de aquellos años (fines del s. XVIII) en que
"La América española -al decir de José María Rosa-
había llegado a lo que es hoy el desiderátum de las naciones: a
bastarse a sí misma, a la autarquía. ¿La causa? El monopolio
español: el tan mentado, tan desprestigiado monopolio
español... (que) produjo... sobre todo industrialmente, la
autonomía de América..." (Defensa y pérdida de nuestra
independencia económica, p. 12/13).
Tres ejes coordinados marcan así el nacimiento y configuración
de ese terrible «complejo de inferioridad» que constituye, por
así decirlo, el anticarácter sacramental de toda la
«tilinguería latinoamericana» de izquierdas y derechas (y más
aún de las primeras que de las segundas, máxime si son
revolucionarias):
A) La usurpación dinástica, que se inicia con Isabel II y que
con esta infausta soberana marcará también su propio
bastardismo biológico. Usurpación consentida por la entente de
las potencias europeas revolucionarias y por la presión
indirecta de Gran Bretaña, decisiva también a la hora de
comprender los fracasos militares del carlismo.
B) La presencia masónica (política, militar y financiera) de
los E.E.U.U. en todas las cuestiones «latinoamericanas», no
dominadas desde Londres. Evóquese a Méjico, Nicaragua, Panamá,
Santo Domingo, etc.
Sólo esto: no hay Plutarco Calles en Méjico (anticlericalismo,
indigenismo, socialismo), sin la acción disolvente y directa de
la Masonería norteamericana. No hay canal de Panamá sin el
ataque letal a la integridad territorial de la Nueva Granada.
C) La acción directiva del Reino Unido, económicamente
determinante en la destrucción del Paraguay, la instalación de
una oligarquía anglófila chilena y el dominio económico
exclusivo en el estuario del Plata (Uruguay y Argentina).
A este respecto señala Pedro de Paoli: "Socialmente
(hablando) las masas populares con la independencia política...
salieron perdiendo. Las oligarquías criollas que enseguida
surgieron en cada república se mostraron más despiadadas y
explotadoras que la española, indolente y pacífica, al par que
celosa guardiana del poderío español, lo que constituía una
valla para la intromisión inglesa en América, intromisión
siempre nefasta al pueblo latinoamericano..." (Sarmiento,
Ed. Theoria, p. 71).
Dominio económico que se mantiene indiscutido hasta la crisis
mundial de 1945 y que ahora se resuelve en las redes globalizadas
de las potencias financieras, pero con un dominio geopolítico,
todavía hoy intocado, en el Atlántico Sur, con su fundamental
proyección hacia la Antártida.
La España del 98 que cae de rodillas ante el coloso sajón del
Norte es también la España americana.
No sin dolor insólito la espada que la hunde y la desangra se
clava -precisamente-, no en Navarra, no en Galicia, no en
Castilla, no en Cataluña, no en Canarias, sino en nuestra
mágica Cuba, en nuestro Puerto Rico borinqueño, en nuestras
lejanas (pero jamás olvidadas) Filipinas hispánicas.
El mensaje
tradicional
Es el único verdadero cuerpo de las Españas vivientes el que se
conmueve y sacude. Es ese antiguo y delicado cuerpo mestizo
decapitado por la revolución. Es una España (son unas
Españas), invertebrada (Ortega) la que emerge de aquellas
contiendas civiles que llenan el s. XIX y parte del XX.
Y, por esto mismo, el mensaje tradicional es tan americano como
español, es -si se quiere- más americano que español, porque
la fractura de América sólo podrá superarse alguna vez por la
voz convocante de aquella Corona que le dio ser y vida.
Sólo el legitimismo político vio lo esencial del integral
problema hispanoamericano: sin Rey legítimo no habrá verdadera
restauración.
Sin la legitimidad que brota del orden divino y natural jamás
España recuperará su vocación evangélica: ser instrumento
providencial en la edificación de la Cristiandad temporal.
Esta es la única integración a la que aspiramos: la paz de
Cristo en el Reino de Cristo.
Cualquier otra integración que no se apoye en esta piedra
angular, camufla y prepara el imperio despótico y plebeyo del
Anticristo.
Ya San Pío X alertaba en su encíclica E Supremi Apostolatus de
1903 que el "Hijo de perdición (de que habla San Pablo)
parece ya encontrarse entre nosotros".
Y, sin duda alguna que -haya o no nacido ya físicamente- el
clima intelectual y moral que le precederá y le acompañará
durante todo su perversísimo reinado hállase instalado en el
planeta, difundido, sin posibilidad de disenso alguno, por los
medios masivos de comunicación social, puestos todos (casi sin
excepción) a su satánico servicio.
La herejía del Anticristo -descrita por San Pablo en la 2da.
Carta a los Tesalonicenses (cap. II)- no es otra que la
adoración idolátrica del Hombre "Hasta sentarse en el
templo de Dios mostrándose como si fuera Dios" (2,4).
Tiempo en que, como gravemente profetiza San Pablo, "Los
hombres no podrán sufrir la sana doctrina, sino que, teniendo
una comezón extrema de oír, recurrirán a una caterva de
maestros (que los adularán) según sus propias concupiscencias.
Cerrarán sus oídos a la verdad y los aplicarán a las
fábulas" (II Tim. 4, 3-5).
Empero, el Papa santo nos infunde coraje al recordarnos que
"(más) cerca está la derrota cuando el hombre, alucinado
por la esperanza del triunfo, se levanta con mayor audacia".
También Juan Pablo II en Dominum et Vivificantem rescata la
"Dimensión esjatológica" -son palabras suyas- que
caracteriza dirigidas al nuevo milenio, suspirando con el
Espíritu y la Esposa (Apoc. 22,17) «¡Ven, Señor Jesús!»:
"Oración que se orienta hacia un momento concreto de la
historia en el que se pone de relieve la «plenitud de los
tiempos» marcada por el año dos mil".
Así, pues, en esta babel sincretista y veleidosamente ecuménica
(que canaliza -con todos sus viejos errores y nuevas necedades-
la «new age»), será menester clamar, una vez más, y clamarlo
-si Dios nos auxiliara- hasta el supremo homenaje del martirio,
que sólo Cristo Jesús es el único Señor de los milenios, que
sólo Él es el único Mediador entre el Padre y los hombres, que
fuera de Él absolutamente "Ningún Nombre se nos ha dado
bajo el cielo mediante el cual podamos ser salvados" (Act.
4,12).
En esta «feria de todas la religiones» (según la gráfica
imagen de Jacques Ploncard D'Assac), la única, la casta, la
virginal Esposa del Cordero ha sido colocada en el serrallo vil
donde yacen las concubinas, degradada por la traición de sus
legítimos custodios.
"Cristo, virgen en su Carne -atesta San Jerónimo- es
monógamo en su espíritu, ya que ha desposado una sola
Iglesia".
El «pluralismo» -que es de suyo un mal (pasible a lo sumo de
ser tolerado por fuerza mayor)- se nos propone oficialmente como
un bien.
Pluralismo monista, por lo demás, negación rotunda de toda
genuina pluralidad metafísica.
Ese «pluralismo» religioso y doctrinal, al cual -por ahora con
violencia moral- se nos presiona a entrar, tiene sólo un nombre
en la terminología teológica: apostasía. Las Santas Escrituras
llaman a la perversión de la «viña escogida», a la idolatría
de la Esposa: "Fornicar con los reyes de la tierra".
Este lenguaje, que parece duro, es, sin embargo, el lenguaje del
Espíritu Santo.
Restauración de la
cristiandad
Una sola cosa es, por lo tanto, necesaria. Sólo una nos urge, de
manera particular a los laicos: la restauración política de la
Cristiandad temporal. En ella, con todos los defectos propios de
las obras humanas, salvan los hombres fácilmente sus almas.
Con todo, a esta altura de la decadencia, esa restauración ha de
tener por meta principal la formación doctrinal de las
inteligencias. Lo propio de la inteligencia es «ordenar», y
donde el orden intelectual está ausente suenan a falsete los
gritos de guerra.
"Hubo un tiempo (expresa León XIII en Inmortale Dei) en que
la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella
época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud
divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en
la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y
relaciones de la sociedad... organizado de este modo el Estado
produjo bienes superiores a toda esperanza...".
¿Y qué produce, en cambio, el Estado de las apostasías?
En la fidelísima Cuba, cuarenta años de revolución han dejado
la escalofriante estadística de 32% de católicos nominales. Y
este es, justamente, el modelo que se nos propone desde la
«teología de la liberación». He ahí el espejo grato al
«socialismo cristiano», infiltrado hoy en gran parte de la
Iglesia Católica.
Ahora bien, ¿cuál es la realidad en nuestras sociedades
sometidas al predominio de la «economía liberal de mercado»?
La respuesta es desoladora.
Aquí también ha soplado el vendaval de la Revolución, y no el
soplo santificador del Espíritu Santo.
En esta sociedad de consumo masivo -donde la visita dominical al
«shopping» ha suplantado a la misa dominical-, ¿cuál es la
formación doctrinal que reciben nuestros pueblos?
Capitalistas en sus economías (perversamente capitalistas en sus
modernas burguesías apátridas, insensibles al clamor de los
pobres), han sido, no obstante, intelectualmente captados por el
marxismo. Un marxismo que, renunciando a alcanzar sus utópicos y
descabellados objetivos económicos, ha vestido la toga de
Gramsci y, con sus métodos sutiles y capciosos de penetración,
domina ahora toda la dimensión «cultural» de nuestras patrias,
particularmente de sus clases consumistas y dirigentes.
Los más pobres son todavía en nuestros días (treinta años
después de la ola de «cheguevarismo») víctimas propiciatorias
de una minoría de intelectualoides disfrazados de capitanes.
Méjico no necesita a los «Comandantes Marcos», le alcanzan y
sobran los corajudos Cristeros de Cristo Rey, en cuyas carnes
mordió con fiereza el «terrorismo de Estado», herencia, la
más espantosa, de la Revolución francesa, aplicado por primera
vez contra los humildes campesinos católicos de La Vendée.
En nuestro suelo es el mismo Juan Pablo II quien nos propone como
primer beato «argentino» a un mártir de la Cruzada española
(Héctor Valdivieso Sáez); paradoja apostólica que nuestras
clases dirigentes -huérfanas del «sense of humour» divino y
acartonadas en su solemnidad sarmientina- han sido incapaces de
percibir y saborear.
Es urgente, es imperioso, es imprescindible, que restauremos la
Cristiandad. Desde lo doctrinal, desde lo político, desde lo
jurídico, desde lo moral, desde lo económico, desde lo
cultural.
Restaurar la Cristiandad es principiar por enseñar el catecismo.
Así se construyó la Cristiandad europea durante la Edad oscura
(Belloc). Así la edificó España en América. Sólo así
lograremos reconquistarla.
Los padres en sus hogares, los maestros en sus aulas, los
comunicadores sociales en sus medios gráficos, radiofónicos y
televisivos, los sacerdotes en sus homilías, los médicos en sus
hospitales, los jueces en sus sentencias, los políticos en sus
magistraturas, los legisladores en sus leyes, los militares en
sus funciones, los catequistas en sus clases, los escritores en
sus libros, los artistas en sus expresiones de arte, todos sin
excepción, han de enseñar la «santa doctrina». La de siempre.
Aquella que se contiene en el brevísimo «Astete» que
construyó y consolidó el Reyno de Indias.
También lo han de predicar los tradicionalistas, mas en las
trincheras donde se libran los combates de verdad y no en la
curialesca refutación a los maniqueos de cartón.
(Curiosamente, la Junta porteña de 1810 imponía a los niños y
jóvenes la enseñanza del catecismo con la obra «Tratado de las
obligaciones del hombre», no de los «derechos humanos». Como
lo advertía San Antonio María Claret en el siglo pasado:
"El mundo está saturado de sociología y falto de
catecismo").
Es una obra de justicia, pero también de misericordia:
"Enseñar al que no sabe". Y el hombre de nuestros
centros bursátiles, de nuestros parlamentos deliberativos, de
nuestros mercados globalizados, de nuestros medios informáticos,
de nuestras «discoteques» y hoteles de lujo, de nuestras
instituciones profanas y vacías no sabe que:
"La ciencia más acabada
es que el hombre en gracia acabe,
pues al fin de la jornada,
aquél que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada".
Nosotros bien podemos gritar también a los poderes públicos:
"¡Déjennos hacer la experiencia de la Cristiandad!".
Esa Cristiandad que se expresa en el Santuario neogótico de
Luján, erigido como voto de protesta nacional contra la
legislación antirreligiosa de la generación de 1880. Allí, en
las vidrieras de una de sus naves laterales encuéntranse,
proclamando la factibilidad de la magna empresa, las imágenes de
los emperadores Constantino y Carlomagno, principales forjadores
de una Europa cristiana.
(Delicada presencia, por lo demás, de la Francia católica y
legitimista en nuestras pampas americanas, intencionalmente
querida por el ejecutor de aquella Obra imponente: el Padre
Salvaire).
La encarnación de
la corona
Ahora bien, la monarquía tradiciónal es la «representación
física de la tradición» es la forma natural de la sociedad
hispanoamericana, entendiendo por forma la insuperable
definición que nos dejara Leonardo Castellani: "La
estructura esencial de cada cosa".
Esa representación física se opone a todo el aparataje
abstracto, normativista y subjetivo de las ideologías utópicas
de la Revolución, cualquiera sea su signo ideológico.
Es una suerte de encarnación de lo político que sostiene y
modela a toda la organización social del mismo modo analógico
en que la Encarnación del Verbo alcanza y santifica el orden
completo de las cosas creadas.
La primacía de la
contemplación
Aquella «amathía» señalada por Platón, esa «indocilidad»
congénita de la Revolución ante el orden misterioso del ser,
ese «no querer ver» y, consiguientemente, ese «no querer
someterse» ante la divina Presencia, que el orden natural y la
Revelación nos manifiestan, constituye la característica
ceguera y obstinación del hombre contemporáneo.
No se superará, ciertamente, con el retorno al conceptualismo
escolástico de los s. XVII y XVIII, antecedente universitario
del racionalismo posterior.
No. La filosofía cristiana debe retornar a la contemplación
fecunda y gozosa que jamás debió abandonar, la que brota del
«corazón» pascaliano, aquella «thélesis» helénica,
iluminada por Santo Tomás de Aquino (ajeno al amargo sabor de
las fórmulas secas) y que su genio metafísico sintetizara en la
expresión: "Voluntas ut intellectus".
Este es el bravo desafío para nuestros jóvenes discípulos: no
más la repetición monocorde y automática de conceptos ajenos,
sino la búsqueda constante y luminosa de la verdad, del bien, de
la belleza, que conlleva a la «theoría» o visión rutilante
del Creador y de sus creaturas.
En estas horas de tinieblas digamos también nosotros con la voz
de la Iglesia (Vísperas de los miércoles): "Expelle noctem
cordium" (arroja la noche de nuestros corazones) y, con el
Himno de Pentecostés: "Infunde amorem cordibus"
(infunde en ellos el fuego sagrado de tu amor), porque
únicamente donde sopla el Espíritu de Dios, alienta allí la
verdadera libertad: "Ubi Spiritus Domini, ibi libertas"
(Lec. VI, II Dom. de Adviento).
Abandonemos, entonces (en la certera fórmula del cardenal
Newman) "La prisión de nuestros propios razonamientos"
y, solidarios entre sí, seamos los testigos animosos del ser,
aplicándonos el consejo patrístico: "En lo necesario
unidad, en lo opinable libertad, en todo la caridad" (In
necesariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas).
Este es el modo natural y sobrenatural de proponer y explicar el
tradicionalismo a los oídos americanos: porque aquella
monarquía legítima, que es la síntesis de nuestra verdad, de
nuestro bien y de nuestra belleza específicos (la cosmovisión
americana que nos propusiera el gran maestro Nimio de Anquín, o
bien Carlos Alberto Disandro, príncipe de humanistas, y
también, recientemente, el profesor Caturelli), porque esa
institución raigal (que no es adorno sino sustancia) estuvo en
nuestro pasado común, configurándolo y constituyéndonos en el
ser, y deberá estar en nuestro futuro, si hemos de conservar, en
la era de las globalizaciones, nuestra propia identidad, sin caer
en los alienantes espejismos de las imitaciones.
Seamos hoy, entonces, lo que fuimos. Aseguremos de este modo,
nuestro futuro singular.
Nos hemos dejado seducir por las ideologías. También en
nuestras filas ha penetrado el enemigo dialéctico. A diferencia
del exquisito poema de Kavafis «los bárbaros han llegado» y se
han instalado en el interior de la Ciudad.
Con mi voz se alza esta noche la voz de la tradición que no
muere.
Esta trágica centuria que ya fenece ha contemplado: dos guerras
de exterminio a escala mundial, el furor antirreligioso más
diabólico en Méjico y en España (décadas de 1920 y 1930), la
persecución sistemática en las naciones del ahora disuelto
bloque soviético, los campos de concentración, los bombardeos
atómicos, las guerras subversivas, el terrorismo político, las
masacres colectivas, la flamante agresión informática, la
marginación de poblaciones enteras, el genocidio legal del
aborto, la promoción mediática de las más inconcebibles
perversiones morales, el monopolio planetario de la información
y, por ende, la uniformización de las conciencias.
Ninguna de las causas filosóficas y teológicas que
desencadenaron estos siniestros ha sido removida; antes bien, son
objeto, ya no de loa, sino de idolátrico culto. Una vez más se
cumple aquella sentencia mellana: "Levantaron monumentos a
las premisas y cadalsos a las consecuencias".
Conclusión: la
resurrección de las Españas
El siglo XXI adviene en medio de los más sombríos pronósticos.
La euforia filantrópica que lo acompaña es la prueba cabal y
contundente de nuestro humano pesimismo.
De semejante modo comenzó, cronológicamente -embriagado en las
bacanales delirantes del progreso indefinido-, el que ahora
concluye; hasta que la debacle del 14' colocó en el centro de la
catástrofe a los, hasta entonces, despreciados profetas del
dolor: Donoso Cortés, Kierkergaard y León Bloy.
También ahora, quizás, aparezcamos como una voz disonante en el
concierto de «las visiones falsas y seductoras» (2,14), a que
alude Jeremías en sus Lamentaciones.
Nuestro mensaje, sin embargo, nace desde la Esperanza
sobrenatural y se apoya en el triunfo definitivo de la Cruz:
"Per crucem ad lucem".
En el único que es, que era y que ya viene. "Mirad que
vengo pronto" (Apoc. 22,21).
En este orden, que es el orden vital, el siglo XXI nos pertenece.
La tradición no es, por lo tanto, una ensoñación, no es una
ilusión óptica, ni un fantasma nostálgico que surge del
olvido.
Tampoco es -como me propuse mostrar- una cuestión exclusivamente
«española».
Entendemos nuestro tradicionalismo como un planteo pendiente de
nuestra común historia íberoamericana. El nuestro es un
tradicionalismo americanista, ajeno por completo a los viejos
debates y cuyos derroteros contingentes son solamente conocidos
por Dios.
Mas, la tradición no es un lujo, un no sé qué de esteticismo
decadente o de romántica mirada detenida en el ayer.
La tradición es un constitutivo esencial de nuestra naturaleza
humana y si de ella nos despojáramos -según la bravía
expresión de Vázquez de Mella- restaría únicamente un ser
mutilado, privado y desnudo de toda su propia, específica e
insustituible identidad existencial.
De modo tal que no miramos a la historia por nostalgia, sino por
necesidad.
Los "Mil cachorros sueltos del león español", que
Rubén Darío cantaba en su "Oda a Roosvelt", en la
medida en que juntos vuelvan a ser «el león español»,
enfrentarán seguros el milenio que viene.
Unidos en Cristo o
dominados.
En cinco siglos sólo la Corona institucional, encarnada en el
Rey, ha sido en América el eje común de la unidad.
Sepamos ver en esto el servicio insustituible que la historia,
«magistra vitae» (maestra de la vida), nos ofrece.
Las ideologías empecinadas en falsificarla nos han arrebatado
nuestra antigua condición de hijos legítimos, "Y si hijos,
también herederos", parafraseando el lenguaje paulino.
"Somos una nación mistificada", repetía siempre
nuestro Leonardo Castellani. He aquí el origen de todos nuestros
males.
Carlos Obligado describe, en su delicado poema Patria, el
desarrollo de esta mistificación. Aquello que el poeta profiere
de su tierra argentina, si vale para ella, es porque vale primero
para toda la América hispana:
"Tal se te finge en tácita conjura,
siempre a tu Dios y a tu pasado extraña,
siempre como te urde y desfigura
diabólica y masónica patraña,
jamás sincera, entera y verdadera:
¡fundada en Cristo por misión de España!"
Dr. Ricardo Fraga..
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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