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"Ven y cuentalo"
Este es un relato auténtico, extraído de mis vivencias personales. Como es obvio he ocultado los nombres reales de sus protagonistas, incluyendo el mío
Después de pasar tres años en la
Academia General Básica de Suboficiales, llegó la hora de
solicitar destino. En el examen de ingreso había obtenido un muy
buen número de promoción, pero a largo de esos tres años y
debido en gran parte a mi carácter independiente, fui perdiendo
puestos de manera que cuando me entregaron el despacho de
Sargento en la gran explanada de la Academia en Talarn (Lérida),
había descendido de tal manera en el escalafón que cuando me
tocó elegir vacante, prácticamente todos los buenos destinos
habían sido ya cogidos. Solicité, pues, con carácter
"voluntario" un destino en las Vascongadas. El II Grupo
del Regimiento de Artillería de Campaña nº25, sito en el
término de Munguía (Vizcaya), podría muy bien haber seguido
sin mí, pero hacia allí se encaminaron mis pasos en agosto de
1981.
Por ese entonces el régimen de atentados de ETA con resultado de
muerte era casi diario. Cuando me presenté al Jefe del II Grupo,
hacía poco que acababan de asesinar al Tcol. Fermín Romero
Rotaeche. La mayor parte de las víctimas eran gente de uniforme,
todavía no les había dado por matar políticos, por lo que,
después de cada muerte no había manifestaciones ni tampoco
voluntad seria de acabar con el problema terrorista, ya que, al
fin y al cabo, se trataba de ciudadanos de "tercera"
categoría: militares, guardias y policías.
Tuve que aprender sobre la marcha y de un modo práctico
técnicas de autoprotección, que en la Academia Militar no se
habían tomado la molestia de enseñarme. Salía muy poco al
principio, haciendo mucha vida de cuartel, pero poco a poco fui
perdiendo el miedo. Por Munguía era impensable para nosotros
salir, debido a que podíamos ser fácilmente localizados en una
población pequeña; así que las más de las veces me iba a
Bilbao.
A los tres meses de llegar allí, habiendo perdido el recelo
inicial, mi compañero G y yo decidimos alquilar en Basurto un
piso. Fuimos los únicos que le echamos valor a la vida, ya que
el resto del personal vivía, en su mayoría, recluido en la
residencia militar. Nunca fuimos conscientes del gran peligro que
corríamos, solo ahora me doy cuenta de que, por mucho que
intentáramos ir de incógnito, la vecindad circundante sabía
perfectamente quiénes éramos y a qué nos dedicábamos.
Por aquellos días me compré mi primer arma, un revólver
calibre 38 especial de 4 pulgadas. JZ, el armero de la calle R,
fue el que me lo vendió. Esté era un auténtico Vasco, y a la
vez español, que lo uno no quita lo otro, y me aconsejó este
tipo de arma por su gran calibre y poder de parada. Los pequeños
calibres, aunque hagan blanco, no impiden que el objetivo sobre
el que se ha hecho fuego finalice la agresión emprendida contra
nuestra persona.
Además de las obligaciones propias de mi empleo, instruía y me
instruía en el manejo de material de artillería de campaña y
como jefe de pieza (Obús de 105/26 Naval Reinosa) en la 1ª
Batería del II Grupo. Además, al estar en posesión del título
de Artificiero, se me asignaban periódicamente servicios
especiales de desactivación y/o destrucción de artefactos
explosivos que solían aparecer con gran frecuencia en zonas
rurales o, incluso en la periferia de Bilbao; por haber tenido
este sector una gran concentración de fuego artillero y de
aviación durante nuestra última y fratricida guerra.
El desplazamiento diario de ida y vuelta desde Bilbao hasta el
acuartelamiento se hacía en un autobús militar pintado de verde
con matrícula ET (Ejército de Tierra), y obedecía
invariablemente a tres únicos itinerarios impuestos por el mando
y elegidos de forma aleatoria. Estos itinerarios eran, a saber:
uno principal con origen en Bilbao dirección aeropuerto de
Sondika hasta Derio, allí se torcía a la izquierda hasta
Munguía, y una vez atravesado el pueblo, cuatro kilómetros más
por la carretera de Guernica hasta la zona de Soietxe, sitio
exacto de la ubicación de nuestro acuartelamiento.
Los otros dos itinerarios alternativos eran algo más
complicados. Uno, en dirección norte, daba un gran rodeo por la
ribera derecha de la Ría y por la costa, pasando por Algorta,
Sopelana, zona de Lemóniz hasta Munguía. El otro, en dirección
este, por la autopista A-8 hasta Galdácano, en donde nos
desviábamos por la N-637 que se abandonaba en un par de
kilómetros para dirigirnos a Larrabetzu, de allí a Fika,
Ergoien y, por fin, Soietxe, sin pasar por la ratonera de
Munguía.
Durante mi estancia en Vizcaya, y para minimizar mi aprensión,
trataba de convencerme a mí mismo de que mi existencia era ajena
a todo aquello, que contra mí no podían tener nada, de la misma
manera que yo no tenía nada contra ellos, pero me equivocaba.
Aquella mañana de verano siempre la tendré presente y no creo
que la olvide jamás. Por ser el mes de julio, la mitad del
personal se encontraba de permiso disfrutando las vacaciones de
verano; motivo por el que el autobús iba relativamente vacío.
Cinco minutos antes de las ocho de la mañana subí a aquel
ataúd verde. El mando no quería ni oír hablar de camuflajes,
ni de matrículas falsas ni de nada por el estilo. El que tenía
que decidirlo se sentaba cada mañana cómodamente en un despacho
en Burgos o en Madrid.
Me gustaba viajar en los asientos de delante, pero aquella
mañana, cuando me subí al vehículo en Basurto, el Brigada M,
que viajaba en la parte trasera me invitó a sentarme con él
para charlar un rato. Aquel cambio de sitio me salvó la vida.
Para ese día se eligió el itinerario principal. También se
establecía un horario aleatorio de llegadas y salidas del
cuartel, pero sólo fluctuaba en un estrecho margen horario, de
hora u hora y media.
Como de ordinario, había amanecido un día plomizo con nubes
bajas y una molesta llovizna que, mezclada con el barro de la
carretera, ensuciaba los cristales del transporte.
Al pasar por Sondika recuerdo que mantenía una amena
conversación con M; este, como buen gallego era una excelente
compañía y un gran compañero. Al llegar a Derio, antes de
girar a la izquierda hacia Munguía por la BI-631, miré hacia
atrás a través de los embarrados cristales del autobús. El
vehículo de escolta, un jeep viasa, se había alejado de
nosotros algo más de lo normal. Una vez entramos en la carretera
de Munguía, otro coche se cruzó en el camino del jeep de
escolta, al mando de R, Sargento bisoño como yo. Súbitamente
los cristales del vehículo estallaron al unísono.
Instintivamente me vi arrojado cuerpo a tierra sobre el suelo del
pasillo. Multitud de proyectiles atravesaban la carrocería como
si fuera mantequilla. Mis manos y mi camisa estaban empapadas de
sangre. Junto mi cara, en el suelo, la cara del Capitán H, al
que le brotaba un caño de sangre de un agujero en la cabeza, y
al que creí agonizante. Más adelante, sentado en el suelo, el
Teniente L trataba de taparse con las manos el trozo de cara que
le faltaba, y del que igualmente manaban chorros de sangre a
borbotones. Pensé también en mí, y pensé lo peor, pues hay
ciertas heridas de bala que cuando se producen no son dolorosas
ni se notan hasta bien pasado un tiempo. Afortunadamente para mí
toda aquella sangre en mi uniforme no era mía. El conductor del
autobús, un soldado de reemplazo, estaba petrificado, pero
había tenido el acierto de abrir las puertas del vehículo. M y
yo, que estábamos ilesos, reptamos hasta la puerta de atrás, y
con el arma en la mano salimos a la carretera. En cuanto
respondimos al fuego, nuestros atacantes cesaron en el suyo
abandonando su asentamiento para huir por su vía de escape con
un coche que habían robado aquella mañana a punta de pistola.
Durante la persecución, R, el sargento de la escolta, se unió a
M y a mí. Cuando volvimos al lugar del atentado el espectáculo
seguía siendo dantesco. Afortunadamente no había ningún
muerto, tan sólo dos heridos de cierta gravedad y algunos
contusos leves.
Los autobuses-reclamo pintados de verde y con la matrícula ET
continuaron prestando servicio de transporte, y a los pocos meses
se repitió un atentado contra el mismo, de resultas del cual
murió el Teniente de Infantería Enríquez Criado y el cocinero
del acuartelamiento, nuestro entrañable "Morrosko".
Y tal como lo viví lo cuento.
Bgda. de Artª Armando Blanco Alvarado *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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