|
Democracia y Poder
Lo que garantiza la libertad civil no es que el poder en sí se desnaturalice, sino que la estructura política general de un país asegure el equilibrio justo entre los derechos del ciudadano y las funciones necesarias del poder.
En una época en la que el tono político
es fundamentalmente democrático, tiende a ser mal visto
cualquier gesto al que se pueda llamar autoritario. El
autoritarismo suena mal, evoca en las gentes limitaciones a la
libertad, acumulación del poder, personalismo... A fuerza de
hablar de democracia, se ha llegado a pensar algunas veces que
ésta no tiene nada que ver con la autoridad.
Sin embargo, las mismas gentes que abonan la democracia y
censuran el autoritarismo tropiezan a diario con actos de
autoridad emanados de la decisión de una voluntad política.
Entonces se produce una doble reacción: por una parte, se piensa
que el sistema en el que se vive no es auténticamente
democrático; por otra, se elude la búsqueda de mejores
condiciones para una democracia sincera. En el fondo de esta
actitud late una decepción vital ante la política, como un
sutil desencanto, desde el cual se juzga, se critica, se piensa
y, en definitiva, se vive.
¿Sucede acaso que, efectivamente, la democracia ideal podría
existir en un total divorcio de las decisiones de autoridad
personales e intransferibles? Por lo menos, eso creía el antiguo
Estado liberal. El liberalismo pensaba que toda intervención
ejecutiva en la vida social era, en cierto modo, una corruptela
de la naturaleza política. Pronto se vio que ni las cosas eran
así, ni podían en modo alguno ser así. Se cayó en la cuenta
de que la intervención del Estado en la vida colectiva, no sólo
no era atentatoria contra la libertad, sino que, en algunos
casos, era la garantía de posibilidad de la democracia.
El poder público tiene su propia naturaleza; está hecho de
autoridad, de capacidad ejecutiva, de posibilidad de decisión y
de responsabilidad. Y esto es válido para cualquier sistema
político. Lo que garantiza la libertad civil no es que el poder
en sí se desnaturalice, sino que la estructura política general
de un país asegure el equilibrio justo entre los derechos del
ciudadano y las funciones necesarias del poder. Pero resulta
claro que para esto es necesario que exista de antemano una
estabilidad entre las clases, entre los sectores sociales de una
comunidad. Mal negocio sería dedicarse con empeño a poner
barreras que limitasen cada vez más al Estado, sin haber
conseguido una elemental homogeneidad social, es decir, una
nivelación aproximada entre las clases. Sin esa operación
previa, limitar al Estado no es salvaguardar la democracia, sino
dejar indemne a la sociedad en manos de unos pocos poderosos.
Hasta la fecha, el único medio que se conoce para limitar los
privilegios y los abusos es la presencia activa de un Estado
social.
Claro que esto tiene sus peligros, en especial el de caer en el
totalitarismo. Pero, para eliminar ese riesgo se conocen medios,
existen vías de solución. Por ejemplo, vertebración orgánica
de la sociedad, la opinión pública, la capacidad asociativa, el
sindicalismo, la existencia de Instituciones de Derecho, de leyes
que se respetan... Todo ello puede fortalecer a una sociedad
hasta el punto de evitarle caer, de cerca o de lejos; en
cualquier forma de absolutismo.
La sociedad crece y se democratiza sin necesidad de que el Estado
prescinda de sus responsabilidades; por su parte, el Estado se
autolimita ante la democracia sin desnaturalizar para nada el
ejercicio de la autoridad. Porque está ya fuera de duda que la
democracia sólo puede suscitarse al amparo de un horizonte de
orden y autoridad. La sociedad necesita del Estado para saber a
dónde va, cómo ordenarse; el Estado no podrá deslizarse a
ningún exceso autoritario si se ordena la sociedad
orgánicamente, desarrollando sus resortes de participación y
expresión, como garantía de la libertad colectiva.
Por eso, resulta ocioso identificar, sin más, autoridad con
totalitarismo. Por democrático que sea un sistema, siempre
mantiene un resto de capacidades decisorias, precisamente
aquellas de las que dependen las más trascendentales medidas.
Esto lo reconocen hoy todos los países del mundo, sea la que
fuere su forma de gobierno. A la vez, todos los Estados saben de
sus limitaciones necesarias ante el hecho del desarrollo social.
En esa relación sociedad-Estado se están alcanzando, de hecho,
por encima de distingos formales, niveles de homogeneidad a
escala universal.
E. M. *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.