|
Tres lugares comunes de las leyendas negras
Se pretende denigrar la hispanidad como medio para atacar su fundamento filosófico: un Estado basado en el Derecho público Cristiano
Introducción
La conmemoración del Quinto Centenario reavivó, como era
previsible, el empecinado odio anticatólico y antihispanista de
vieja y conocida data. Y tanto odio alimenta la injuria, ciega a
la justicia y obnubila el orden de la razón, según bien lo
explicara Santo Tomás en olvidada enseñanza. De resultas, la
verdad queda adulterada y oculta, y se expanden con fuerza el
resentimiento y la mentira. No es sólo, pues, una insuficiencia
histórica o científica la que explica la cantidad de imposturas
lanzadas al ruedo. Es un odium fidei alimentado en el rencor
ideológico. Un desamor fatal contra todo lo que lleve el signo
de la Cruz y de la Espada.
Bastaría aceptar y comprender este oculto móvil para desechar,
sin más, las falacias que se propagan nuevamente, aquí y allá.
Pero un poder inmenso e interesado les ha dado difusión y
cabida, y hoy se presentan como argumentos serios de corte
académico. No hay nada de eso. Y a poco que se analizan los
lugares comunes más repetidos contra la acción de España en
América, quedan a la vista su inconsistencia y su debilidad.
Veámoslo brevemente en las tres imputaciones infaltables
enrostradas por las izquierdas
El despojo de la tierra
Se dice en primer lugar, que España se apropió de las tierras
indígenas en un acto típico de rapacidad imperialista.
Llama la atención que, contraviniendo las tesis leninistas, se
haga surgir al Imperialismo a fines del siglo XV. Y sorprende
asimismo el celo manifestado en la defensa de la propiedad
privada individual. Pero el marxismo nos tiene acostumbrados a
estas contradicciones y sobre todo, a su apelación a la
conciencia cristiana para obtener solidaridades. Porque, en
efecto, sin la apelación a la conciencia cristiana que
entiende la propiedad privada como un derecho inherente de las
criaturas, y sólo ante el cual el presunto despojo sería
reprobable ¿a qué viene tanto afán privatista y
posesionista? No hay respuesta.
La verdad es que antes de la llegada de los españoles, los
indios concretos y singulares no eran dueños de ninguna tierra,
sino empleados gratuitos y castigados de un Estado idolatrizado y
de unos caciques despóticos tenidos por divinidades supremas.
Carentes de cualquier legislación que regulase sus derechos
laborales, el abuso y la explotación eran la norma, y el saqueo
y el despojo las prácticas habituales. Impuestos, cargas,
retribuciones forzadas, exacciones virulentas y pesados tributos,
fueron moneda corriente en las relaciones indígenas previas a la
llegada de los españoles. El más fuerte sometía al más débil
y lo atenazaba con escarmientos y represalias. Ni los más
indigentes quedaban exceptuados, y solían llevar como estigmas
de su triste condición, mutilaciones evidentes y distintivos
oprobiosos. Una "justicia" claramente discriminatoria,
distinguía entre pudientes y esclavos en desmedro de los
últimos y no son éstos, datos entresacados de las crónicas
hispanas, sino de las protestas del mismo Carlos Marx en sus
estudios sobre "Formaciones Económicas Precapitalistas y
Acumulación Originaria del Capital". Y de comentaristas
insospechados de hispanofilia como Eric Hobsbawn, Roberto
Oliveros Maqueo o Pierre Chaunu.
La verdad es también, que los principales dueños de la tierra
que encontraron los españoles mayas, incas y aztecas
lo eran a expensas de otros dueños a quienes habían invadido y
desplazado. Y que fue ésta la razón por la que una parte
considerable de tribus aborígenes carios, tlaxaltecas,
cempoaltecas, zapotecas, otomíes, cañarís, huancas,
etcétera se aliaron naturalmente con los conquistadores,
procurando su protección y el consecuente resarcimiento.
Y la verdad, al fin, es que sólo a partir de la Conquista, los
indios conocieron el sentido personal de la propiedad privada y
la defensa jurídica de sus obligaciones y derechos. Es España
la que se plantea la cuestión de los justos títulos, con
autoexigencias tan sólidas que ponen en tela de juicio la misma
autoridad del Monarca y del Pontífice. Es España -con ese
maestro admirable del Derecho de Gentes que se llamó Francisco
de Vitoria la que funda la posesión territorial en las
más altas razones de bien común y de concordia social, la que
insiste una y otra vez en la protección que se le debe a los
nativos en tanto súbditos, la que garantiza y promueve un
reparto equitativo de precios, la que atiende sobre abusos y
querellas, la que no dudó en sancionar duramente a sus mismos
funcionarios descarriados, y la que distinguió entre posesión
como hecho y propiedad como derecho, porque sabía que era cosa
muy distinta fundar una ciudad en el desierto y hacerla propia,
que entrar a saco a un granero particular. Por eso, sólo hubo
repartimientos en tierras despobladas y encomiendas "en las
heredades de los indios". Porque pese a tantas fábulas
indoctas, la encomienda fue la gran institución para la custodia
de la propiedad y de los derechos de los nativos. Bien lo ha
demostrado hace ya tiempo Silvio Zavala, en un estudio
exhaustivo, que no encargó ninguna "internacional
reaccionaria", sino la Fundación Judía Guggenheim, con
sede en Nueva York. Y bien queda probado en infinidad de
documentos que sólo son desconocidos para los artífices de las
leyendas negras.
Por la encomienda, el indio poseía tierras particulares y
colectivas sin que pudieran arrebatárselas impunemente. Por la
encomienda organizaba su propio gobierno local y regional, bajo
un régimen de tributos que distinguía ingresos y condiciones, y
que no llegaban al Rey que renunciaba a ellos sino a
los Conquistadores. A quienes no les significó ningún
enriquecimiento descontrolado y si en cambio, bastantes dolores
de cabeza, como surgen de los testimonios de Antonio de Mendoza o
de Cristóbal Alvarez de Carvajal y de innumerables jueces de
audiencias. Como bien ha notado el mismo Ramón Carande en
"Carlos V y sus banqueros", eran tan férrea la
protección a los indios y tan grande la incertidumbre económica
para los encomenderos, que América no fue una colonia de
repoblación para que todos vinieran a enriquecerse fácilmente.
Pues una empresa difícil y esforzada, con luces y sombras, con
probos y pícaros, pero con un testimonio que hasta hoy no han
podido tumbar las monsergas indigenistas: el de la gratitud de
los naturales. Gratitud que quien tenga la honestidad de
constatar y de seguir en sus expresiones artísticas, religiosas
y culturales, no podrá dejar de reconocer objetivamente
No es España la que despoja a los indios de sus tierras. Es
España la que les inculca el derecho de propiedad, la que les
restituye sus heredades asaltadas por los poderosos y
sanguinarios estados tribales, la que los guarda bajo una
justicia humana y divina, la que los pone en paridad de
condiciones con sus propios hijos, e incluso en mejores
condiciones que muchos campesinos y proletarios europeos Y esto
también ha sido reconocido por historiógrafos no hispanistas.
Es España, en definitiva, la que rehabilita la potestad India a
sus dominios, y si se estudia el cómo y el cuándo esta potestad
se debilita y vulnera, no se encontrará detrás a la conquista
ni a la evangelización ni al descubrimiento, sino a las
administraciones liberales y masónicas que traicionaron el
sentido misional de aquella gesta gloriosa. No se encontrará a
los Reyes Católicos, ni a Carlos V, ni a Felipe II. Ni a los
conquistadores, ni a los encomenderos, ni a los adelantados, ni a
los frailes. Sino a los enmandilados Borbones iluministas y a sus
epígonos, que vienen desarraigando a América y reduciéndola a
la colonia que no fue nunca en tiempos del Imperio Hispánico.
La sed de Oro
Se dice, en segundo lugar, que la llegada y la presencia
hispánica no tuvo otro fin superior al fin económico;
concretamente, al propósito de quedarse con los metales
preciosos americanos.
Y aquí el marxismo vuelve a brindarnos otra aporía. Porque sí
nosotros plantamos la existencia de móviles superiores, somos
acusados de angelistas, pero si ellos ven sólo ángeles caídos
adoradores de Mammon se escandalizan con rubor de querubines. Si
la economía determina a la historia y la lucha de clases y de
intereses es su motor interno ; si los hombres no son más que
elaboraciones químicas transmutadas, puestos para el disfrute
terreno, sin premios ni castigos ulteriores, ¿a qué viene esta
nueva apelación a la filantropía y a la caridad entre naciones.
Unicamente la conciencia cristiana puede reprobar coherentemente
y reprueba semejantes tropelías. Pero la queja no cabe en
nombre del materialismo dialéctico. La admitimos con fuerza
mirando el tiempo sub specie aeternitatis. Carece de sentido en
el historicismo sub lumine oppresiones. Es reproche y protesta si
sabemos al hombre "portador de valores eternos" u homo
viator, como decían los Padres. Es fría e irreprochable lógica
si no cesamos de concebirlo como homo acconomicus.
Pero aclaremos un poco mejor las cosas.
Digamos ante todo que no hay razón para ocultar los propósitos
económicos de la conquista española. No solo porque existieron
sino porque fueron lícitos. El fin de la ganancia en una empresa
en la que se ha invertido y arriesgado y trabajado
incansablemente, no está reñido con la moral cristiana ni con
el orden natural de las operaciones. Lo malo es, justamente,
cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las
naciones anteponen las razones finaneleras a cualquier otra, las
exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con
métodos viles para obtener riquezas materiales. Pero éstas son,
nada menos, las enseñanzas y las prevenciones continuas de la
Iglesia Católica en España. Por eso se repudiaban y se
amonestaban las prácticas agiotistas y usureras, el préstamo a
interés, la "cría del dinero", las ganancias
malhabidas. Por eso, se instaba a compensaciones y reparaciones
postreras que tuvieron lugar en infinidad de casos; y
por eso, sobre todo, se discriminaban las actividades bursátiles
y financieras como sospechosas de anticatolicismo. No somos
nosotros quienes lo notamos. Son los historiógrafos
materialistas quienes han lanzado esta formidable y certera
"acusación": ni España ni los países católicos
fueron capaces de fomentar el capitalismo por sus prejuiclos
antiprotestantes y antirabínicos. La ética calvinista y
judaica, en cambio, habría conducido como en tantas partes, a la
prosperidad y al desarrollo, si Austrias y Ausburgos hubiesen
dejado de lado sus hábitos medievales y ultramontanos.
De lo que viene a resultar una nueva contradicción. España
sería muy mala porque llamándose católica buscaba el oro y la
plata. Pero sería después más mala por causa de su catolicismo
que la inhabilitó para volverse próspera y la condujo a una
decadencia irremisible.
Tal es, en síntesis, lo que vino a decirnos Hamilton pese
a sí mismo hacia 1926, con su tesis sobre "el Tesoro
Americano y el florecimiento del Capitalismo". Y después de
él, corroborándolo o rectificándolo parcialmente, autores como
Vilar, Simiand, Braudel, Nef, Hobsbawn, Mouesnier o el citado
Carande. El oro y la plata salidos de América (nunca se dice que
en pago a mercancías, productos y estructuras que llegaban de la
Península) no sirvieron para enriquecer a España, sino para
integrar el circuito capitalista europeo, usufructuado
principalmente por Gran Bretaña.
Los fabricantes de leyendas negras, que vuelven y revuelven
constantemente sobre la sed de oro como fin determinante de la
Conquista, deberían explicar, también, por que España llega,
permanece y se instala no solo en zonas de explotación minera,
sino en territorios inhóspitos y agrestes. Porque no se
abandonó rápidamente la empresa si recién en la segunda mitad
del siglo XVI se descubren las minas más ricas, como las de
Potosí, Zacatecas o Guanajuato. Por qué la condición de los
indígenas americanos era notablemente superior a la del
proletariado europeo esclavizado por el capitalismo, como lo han
reconocido observadores nada hispanistas como Humboldt o Dobb, o
Chaunu, o el mercader inglés Nehry Hawks, condenado al destierro
por la Inquisición en 1751 y reacio por cierto a las loas
españolistas. Por qué pudo decir Bravo Duarte que toda América
fue beneficiada por la Minería, y no así la Corona Española.
Por qué, en síntesis y no vemos argumento de mayor
sentido común y por ende de mayor robustez metafísica, si
sólo contaba el oro, no es únicamente un mercado negrero o una
enorme plaza financiera lo que ha quedado como testimonio de la
acción de España en América, sino un conglomerado de naciones
ricas en Fe y en Espíritu. El efecto contiene y muestra la
causa: éste es el argumento decisivo. Por eso, no escribimos
estas líneas desde una Cartago sudamericana amparada en Moloch y
Baal, sino desde la Ciudad nombrada de la Santísima Trinidad y
Puerto de Santa María de los Buenos Aires, por las voces
egregias de sus héroes fundadores.
El genocidio indigena
Se dice, finalmente, en consonancia con lo anterior, que la
Conquista caracterizada por el saqueo y el robo
produjo un genocidio aborigen, condenable en nombre de las
sempiternas leyes de la humanidad que rigen los destinos de las
naciones civilizadas.
Pero tales leyes, al parecer, no cuentan en dos casos a la hora
de evaluar los crímenes masivos cometidos por los indlos
dominantes sobre los dominados, antes de la llegada de los
españoles; ni a la hora de evaluar las purgas stalinistas o las
iniciativas multhussianas de las potencias liberales. De ambos
casos, el primero es realmente curloso. Porque es tan inocultable
la evidencia, que los mismos autores indigenistas no pueden
callarla. Sólo en un día del año 1487 se sacrificaron 2.000
jóvenes inaugurando el gran templo azteca del que da cuenta el
códice indio Telleriano-Remensis. 250.000 víctimas anuales es
el número que trae para el siglo XV Jan Gehorsam en su articulo
"Hambre divina de los aztecas". Veinte mil, en sólo
dos años de construcción de la gran pirámide de
Huitzilopochtli, apunta Von Hagen, incontables los tragados por
las llamadas guerras floridas y el canibalismo, según cuenta
Halcro Ferguson, y hasta el mismísimo Jacques Soustelle reconoce
que la hecatombe demográfica era tal que si no hubiesen llegado
los españoles el holocausto hubiese sido inevitable. Pero,
¿qué dicen estos constatadores inevitables de estadísticas
mortuorias prehispánicas? Algo muy sencillo: se trataba de
espíritus trascendentes que cumplían así con sus liturgias y
ritos arcaicos. Son sacrificios de "una belleza
bárbara" nos consolará Vaillant. "No debemos tratar
de explicar esta actitud en términos morales", nos
tranquiliza Von Hagen y el teólogo Enrique Dussel hará su
lectura liberacionista y cósmica para que todos nos aggiornemos.
Está claro: si matan los españoles son verdugos insaciables
cebados en las Cruzadas y en la lucha contra el moro, si matan
los indios, son dulces y sencillas ovejas lascasianas que
expresaban la belleza bárbara de sus ritos telúricos. Si mata
España es genocidio; si matan los indios se llama "amenaza
de desequilibrio demográfico".
La verdad es que España no planeó ni ejecutó ningún plan
genocida; el derrumbe de la población indígena y que
nadie niega no está ligado a los enfrentamientos bélicos
con los conquistadores, sino a una variedad de causas, entre las
que sobresale la del contagio microbiano. La verdad es que la
acusación homicidica como causal de despoblación, no resiste
las investigaciones serias de autores como Nicolás Sánchez
Albornoz, José Luis Moreno, Angel Rosemblat o Rolando Mellafé,
que no pertenecen precisamente a escuelas hispanófilas. La
verdad es que "los indios de América", dice Pierre
Chaunu, "no sucumbieron bajo los golpes de las espadas de
acero de Toledo, sino bajo el choque microbiano y viral",.
la verdad ¡cuántas veces habrá que reiterarlo en estos
tiempos! es que se manejan cifras con una ligereza
frívola, sin los análisis cualitativos básicos, ni los
recaudos elementales de las disciplinas estadísticas ligadas a
la historia. La verdad incluso para decirlo todo es
que hasta las mitas, los repartimientos y las encomiendas, lejos
de ser causa de despoblación, son antídotos que se aplican para
evitarla. Porque aquí no estamos negando que la demografía
indígena padeció circunstancialmente una baja. Estamos negando,
sí, y enfáticamente, que tal merma haya sido producida por un
plan genocida.
Es más si se compara con la América anglosajona, donde los
pocos indios que quedan no proceden de las zonas por ellos
colonizados -¿donde están los índlos de Nueva Inglaterra?-
sino los habitantes de los territorios comprados a España o
usurpados a Méjico.
Ni despojo de territorios, ni sed de oro, ni matanzas en masa. Un
encuentro providencial de dos mundos. Encuentro en el que, al
margen de todos los aspectos traumáticos que gusten recalcarse,
uno de esos mundos, el Viejo, gloriosamente encarnado por la
Hispanidad, tuvo el enorme mérito de traerle al otro nociones
que no conocía sobre la dignidad de la criatura hecha a imagen y
semejanza del Creador. Esas nociones, patrimonio de la
Cristiandad difundidas por sabios eminentes, no fueron letra
muerta ni objeto de violación constante.
Fueron el verdadero programa de vida, el genuino plan salvífico
por el que la Hispanidad luchó en tres siglos largos de
descubrimiento, evangelización y civilización abnegados.
Y si la espada, como quería Peguy, tuvo que ser muchas veces la
que midió con sangre el espacio sobre el cual el arado pudiese
después abrir el surco; y si la guerra justa tuvo que ser el
preludio del canto de la paz, y el paso implacable de los
guerreros de Cristo el doloroso medio necesario para esparcir el
Agua del Bautismo, no se hacia otra cosa más que ratificar lo
que anunciaba el apóstol: sin efusión de sangre no hay
redención ninguna.
La Hispanidad de Isabel y de Fernando no llegó a estas tierras
con el morbo del crimen y el sadismo del atropello. No se llegó
para hacer víctimas, sino para ofrecernos, en medio de las
peores idolatrías, a la Víctima Inmolada, que desde el trono de
la Cruz reina sobre los pueblos de este lado y del otro del
oceano temible. *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterlos de buena fe y
citando su origen.