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Cara al mañana, que nos promete...
Esta democracia, por desgracia, no se basa en lo que se sabe de cierto, sino en la Opinión de los votantes: la famosa batalla entre "sofía" y "doxá", anterior a Sócrates.
El gran problema de la humanidad,
obligada por constitución a vivir en comunidad, pero sin los
mecanismos automáticos de hormigas y abejas, ha sido siempre
como atenuar la fuerza del poder para que este no caiga en la
injusticia y la corrupción. Ya vivieron esto los atenienses (que
tenían una democracia asamblearia) con Alcibíades y otros, pero
tuvieron la suerte de los cuarenta años de Pericles, cuyo cargo
oficial fue siempre el de Estrategós Autokrator.
Los romanos, escarmentados por sus reyes, crearon el consulado:
dos presidentes del gobierno, a las órdenes del Senado,
contrarrestándose. Y, para casos extremos, la dictadura,
perfectamente legal en la Roma republicana. El problema era el
mismo: el que tiene poder, lo usa y lo suele sufrir el pueblo.
Cuando los liberales, amparados por el pensamiento indemostrado
de Rousseau, empiezan a extender que las masas, las mayorías, no
se equivocan, porque hay un «algo» que les impide errar, se
recrea la democracia antigua, con esclavitud incluida, en la
Revolución de los Estados Unidos o 13 Colonias. Pero esta
democracia ya no es asamblearia, sino representativa. Y no de
todos: de los propietarios. Los Franceses les siguen poco
después, con la misma base liberal, tampoco con una democracia
plebiscitaria. No son lo mismo -dice y ahora dicen también- una
ciudad estado que una nación enorme.
Eran los problemas del Siglo XVIII: las ideas, las noticias, las
propagandas viajaban en diligencia y en velero. No era posible
reunir a los ciudadanos y que cada uno de ellos se representara.
Porque todas estas ideas de elegir «representantes» de la
voluntad de los ciudadanos pasan por dos graves faltas de
lógica: mi Voluntad (que es intransferible, como mi Inteligencia
y mi Memoria) no puede ser representada por nadie más que por
mí. El segundo punto es que, desde el principio, son los
partidos, los que tratan de convencer al ciudadano de unas ideas,
en lugar de recoger las del ciudadano y aplicarlas desde el
gobierno.
En estos momentos hay algunos rasgos de democracia real en las
formas de Suiza, que resuelve la validez de algunas leyes por
referéndum. Las otras democracias siguen permitiendo que los
partidos substituyan las ideas de cada ciudadano y evitando la
representación directa del interesado. Pero ya no es el tiempo
de las diligencias de los veleros, sino de los telegramas, de los
internets, de los teléfonos. Si se hacen encuestas a través de
estos medios modernos, ¿por qué no otras cosas?
Es forzoso reconocer que la democracia liberal, con más de dos
siglos a sus espaldas, mejoró al permitir votar a todos los
hombres y no sólo a los propietarios y, luego, a todas las
mujeres, aunque empeoró al crear Internacionales para las cuatro
o cinco «ideas bendecidas por el sistema». En cualquier caso,
esa democracia se ha vuelto sinónimo de inmovilismo: es el mejor
método para elegir gobiernos, y así debe seguir para siempre.
Esto, además de una ingenuidad que niega el cambio natural, es
una mentira.
El siguiente paso de la democracia, como el siguiente paso de la
economía justa, es librarse de los intermediarios. Y hoy, con
una sencilla tarjeta como las de los bancos, o con un lector para
los D.N.I., o con Internet y una clave personal, es posible votar
al instante. Y es posible elegir a los futuros miembros del
gobierno por su nombre y apellidos y no en el bloque de un
partido. Es posible substituir un Parlamento por los votos
individuales de todos los ciudadanos, que aprobarán o
rechazarán cada una de las leyes presentadas, en una asamblea
electrónica que garantiza la representación verdadera de los
hombres.
Si es posible, si con ello se abre un nuevo camino para que el
hombre sea de verdad el sistema, ¿por qué no se lleva a cabo?
Porque este pensamiento no es desconocido ni nuevo por completo y
porque esta democracia, por desgracia, no se basa en lo que se
sabe de cierto, sino en la Opinión de los votantes: la famosa
batalla entre "sofía" y "doxá", anterior a
Sócrates.
Si es posible, insisto, y parece que traería mayor libertad al
ciudadano y mejor control del poder (que siempre es peligroso),
¿por qué no se lleva a cabo? Sólo hay una explicación: nadie
quiere representar a los hombres y mujeres de una nación sino
conducirlos. No quedan ya verdaderos demócratas sino una clase
política profesional que, dicho en términos marxistas, es la
clase explotadora, la que se nos lleva hasta el cincuenta por
cien de nuestro trabajo y no permitirá, por sus intereses
particulares, que nada cambie.
Arturo Robsy *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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