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La guerra de los mundos, cien años después.
La sociedad había progresado mucho materialmente, pero no creando una sociedad igualitaria ni solidaria.
Hace cien años, en 1898, Herbert George
Wells publicó en Londres su memorable novela La guerra de los
mundos. Cuando este libro vio la luz se vivía las postrimerías
de un siglo que había sido muy fecundo en descubrimientos
científicos y desarrollos técnicos. Ya se había consolidado la
revolución industrial en las naciones más desarrolladas, con
todas sus consecuencias: la aparición de una sociedad de
consumo; acortamiento de distancia por el desarrollo del
ferrocarril, los barcos de vapor y el telégrafo; desigualdad
social una burguesía industrial enriquecida, frente al
proletariado que vivía explotado por un sistema liberal a
ultranza; necesidad de apertura de nuevos mercados aún por la
fuerza. Por todas estas circunstancias se llegó a una
globalización de la política internacional. Las naciones
pugnaban en una carrera sin cuartel de ambición por conseguir la
máxima extensión colonial. En esa sociedad orgullosa de sí
misma, el ejército era la espina dorsal sobre la que se
vertebraba toda la estructura nacional. Los países se veían los
unos a los otros como enemigos, prestos a entrar en combate. Los
únicos derechos nacionales reconocidos eran los de aquellos que
poseían una milicia capaz de defenderlos. Así países abiertos
como Polonia a lo largo de su ajetreada historia han tenido que
soportar innumerables repartos territoriales sin contar con el
pueblo polaco, acordados exclusivamente entre sus militaristas
vecinos: el Imperio Ruso (y también como Unión Soviética),
Prusia (y también como Alemania) y el Imperio Austrohúngaro. A
la sombra de este principio, la ley de la selva, los países
africanos y asiáticos fueron presa de las naciones
económicamente más pujantes: Gran Bretaña, Francia, Alemania,
Bélgica y al que más tarde se sumó Japón que como prueba de
la asimilación de la cultura occidental apoyó, como en las
naciones europeas, una política que fomentaba el militarismo, el
nacionalismo fanático, el racismo, el odio y el desprecio hacia
las víctimas de este despiadado imperialismo. En otros casos se
invocaba incluso a razones metafísicas como la doctrina del
Destino manifiesto mantenida en los EE.UU. en el siglo XIX
durante su expansión territorial hacia la costa del Pacífico,
que justificaba cualquier acción, sea la que fuere, encaminada a
aumentar su influencia sobre cualquier parte de todo el
continente norteamericano, porque estaba predestinado a ello,
mostrando un sentimiento hacia la población autóctona que se
puede resumir en la terrible y tristemente conocida frase
"el mejor indio es el indio muerto". Su autor, el
general Custer, es tomado aún hoy como héroe nacional y
mitificado innumerables veces por la industria cinematográfica.
Ciertamente la sociedad había progresado mucho materialmente,
pero no creando una sociedad igualitaria ni solidaria. La
burguesía europea creía en el progreso, en la técnica,
confiaba en la ciencia y en la sociedad que había creado a su
imagen, sin preocuparse en la justicia social, solo miraba una
cara de la moneda. Frente a este aparente buen orden en que se
vivía en las ciudades europeas, las mentes más sensibles
lanzaron su voz de alerta, las mismas voces que pocos años
después llamarían a la sensatez, frente a la conciencia popular
que por odio y sentimiento revancha apoyaba la barbarie que
supondría la Primera Guerra Mundial. Una de estas personas
sería Wells que mediante artículos periodísticos y conferencia
intentaba crear una sociedad más justa. Propugnaba un sistema
político que estuviera a medio camino entre el capitalismo que
él conoció y el socialismo, que corrigiera los excesos en un
sentido como en otro, de hecho llegaría a entrevistarse tanto
con Stalin como con Roosevelt. Wells fue un profundo defensor de
los derechos humanos y nacionales. Apoyó la Sociedad de
Naciones, como único garante posible de la convivencia pacifica
entre naciones y también como el único foro válido de
resolución de contenciosos internacionales.
Su trayectoria literaria se puede dividir en varios periodos, el
primero como escritor de novelas de fantasía, de ciencia -
ficción o de anticipación, de donde proceden sus títulos más
conocidos "La máquina del tiempo" (1895), "La
isla del doctor Moreau" (1896), "El hombre
invisible" (1897) y "La guerra de los mundos"
(1898) donde utiliza la fantasía como fábula del mundo que
vivía para realizar una crítica social, que enmarca su
transición hacia el siguiente periodo, adscribiéndose a la
tradición de Dickens, dominado por el realismo narrativo y una
crítica más directa hacia la sociedad como en "Kips,
historia de un alma simple" (1905). En su novela "Ann
Veronica" (1909) se anticipa a lo que serían los
movimientos feministas de liberación de la mujer del siglo XX.
El siguiente periodo se caracteriza por publicar obras de
carácter enciclopédico, pero siempre centrado en la sociedad,
en el devenir de la historia, y el futuro de la humanidad,
"El perfil de la historia" (1919), "La
conspiración abierta" (1922). Murió al poco de terminar la
Segunda Guerra Mundial, sin que los horrores cometidos por los
estados le hicieran desesperar de su intento de crear un mundo
mejor, más justo y solidario, no obstante sus últimos escritos
"El destino del homo sapiens" (1939), "La mente a
la orilla del abismo" (1945) están teñidos de pesimismo
ante su impotencia frente una humanidad que por ambición y odio
se destruye a si misma.
"La guerra de los mundos" no fue la primera vez que se
abordó en literatura la existencia de seres extraterrestres,
pero sí desde un nuevo punto de vista, pues anteriormente el
tema era tratado por los escritores de la arrogante era
industrial como encuentros con otras civilizaciones más
primitivas. Pues para muchos era impensable otra tecnología más
avanzada que la disponible por la sociedad finisecular, así por
ejemplo el director de la oficina de patentes de Nueva York
solicitó en 1899 la clausura del servicio que dirigía,
aduciendo la sencilla razón de que "ya estaba inventado
todo lo que podía inventarse". Evidentemente esta no era la
opinión de una persona de la imaginación de Wells, no solo para
idear premoniciones como las vertidas en esta novela -como las
naves espaciales, el rayo láser, la guerra química o la
organización de ayuda internacional ante desastres en gran
escala-, sino que utiliza la fantasía para plasmar su
concepción del colonialismo.
En aquella época Londres estaba inmerso en la era victoriana,
vivía su momento de máximo apogeo, era la capital del mayor
imperio colonial que jamás conoció la Tierra, treinta millones
de kilómetros cuadrados, un quinto de la superficie terrestre
del planeta con zonas tan extensas como Canadá, la India,
Australia y, en &AACUTEfrica, desde Egipto hasta Sudáfrica.
En Londres, el colonialismo era considerado un acto de
patriotismo beneficioso para Inglaterra e incluso para los
países conquistados, pues les acercaba al progreso, a la
civilización, al orden británico y al cristianismo. Wells no
compartía esta visión idílica y pueril del colonialismo, por
eso en esta novela presenta a la civilización marciana
técnicamente muy superior a la humana, la conquista a la tierra
se puede identificar como una conquista de un territorio cuyo
moradores viven en el paleolítico. Londres, la orgullosa cabeza
del imperio británico, sucumbe rápidamente sin que el
ejército, ni la ciencia o el ingenio humano pueda hacer nada
para frenar el avance enemigo. Cuando todo está perdido ya,
cuando Inglaterra se convierte de hecho en colonia de Marte, los
marcianos quedan aniquilados víctimas de los microorganismos,
los seres más diminutos de nuestro planeta. Donde la técnica y
la estrategia humana fallaron, vencieron estos seres cuya
existencia pasa desapercibida. Era una auténtica lección de
humildad ante una época dominada por el triunfalismo de la
técnica. Por todos estos factores, esta novela fue un golpe
contra la mentalidad de sus coetáneos, ya que presenta al
colonialismo no desde la prepotencia del ejercito vencedor, sino
visto desde la sociedad que se ve conquistada, sus valores y su
propia autoestima aniquilados. De todas formas el optimismo de
Wells queda patente en el hecho de que duró poco tiempo la
invasión marciana, tan sólo quince días, mientras que los
problemas coloniales perduran aún, en nuestro tiempo, después
incluso de la expulsión de la administración extranjera, pues
para poder dominar un país inmenso es táctica común de los
invasores hacer irreconciliables las distintas etnias, culturas o
religiones con el fin de que no se unan contra el enemigo común,
tras la descolonización, una vez que no existe este invasor, la
semilla del odio sembrada provoca innumerables guerras y
matanzas.
En la propia novela Wells escribe acerca de la brutal conquista
por parte de los marcianos: "Antes de juzgarlos con excesiva
severidad debemos recordar que nuestra propia especie ha
destruido completa y bárbaramente no tan sólo a especies
animales, como el bisonte y el dodo, sino razas humanas
culturalmente inferiores. Los tasmanienses, a despecho de su
figura humana, fueron enteramente borrados de la existencia en
una guerra exterminadora de cincuenta años, que emprendieron los
inmigrantes europeos. ¿Somos tan grandes apóstoles de
misericordia que tengamos derecho a quejarnos porque los
marcianos combatieran con ese mismo espíritu?"
El estilo literario de Wells es muy realista, aunque describiese
situaciones muy imaginativa en sus novelas, las presenta de forma
muy creíble. Ahí radica su éxito, el lector se ve transportado
al mundo donde lo fantástico convive con lo cotidiano. En la
noche del 30 de octubre de 1938, cuando el mundo temblaba por la
ambición insaciable de un dictador, Orson Welles realizó una
adaptación radiofónica de esta novela que causó una ola de
terror en Estados Unidos por creerse millones de radioyentes que
se trataba de una conquista marciana real en New Jersey. Varios
sicólogos aprovecharon este pánico colectivo para estudiar el
comportamiento humano en tales casos. A pesar de la divulgación
que se dio a este hecho, se escribieron libros, se realizó una
película, no fue suficiente porque de nuevo se repitieron las
escenas de terror el 14 de Febrero de 1949 cuando se radió una
versión similar en Quito (Ecuador). El 25 de junio de 1958 se
repitió la misma transmisión, esta vez desde Lisboa, con el
mismo pánico por parte de los radioescuchas no advertidos. La
policía ordenó la suspensión de la emisión debido al colapso
telefónico de llamadas de personas aterrorizadas a los
responsables del orden público y a las redacciones de los
periódicos. Todo estos hechos demuestran el gran poder expresivo
del autor y del relato en particular.
Entre los lectores que esta novela cautivó figura Robert
Hutchings Goddard (1882-1954) que leyó la obra de Wells a los
dieciséis años y esto sería para él un hecho crucial en su
vida. Le despertó su imaginación y dedicó toda sus energías
en hacer realidad ese sueño juvenil, que tuvo una tarde de
verano subido a un cerezo, de construir un aparato capaz de
viajar a Marte. Hoy se le considera pionero de la astronáutica,
construyó cohetes que se autorregulaban para evitar desvíos en
su trayectorias, consiguiendo alcanzar alturas hasta entonces
inalcanzables. Demostró la posibilidad de los viajes a través
del vacío interplanetario, propuso cohetes de varias etapas para
alcanzar alturas máximas.
Marte es el planeta rojo, el dios de guerra. Tiene una tenue
atmósfera. Aunque carece de océanos sí posee casquetes polares
de hielo carbónico. Todos los astrónomos están de acuerdo en
asegurar que después de la Tierra es el mundo del Sistema Solar
que mejor se adapta a que exista vida tal y como nosotros la
conocemos. En 1877, cuando el planeta realizaba una de sus
máximas aproximaciones periódicas a la Tierra, Asaph Hall
descubrió sus dos pequeños satélites y Giovani V. Schiaparelli
anunció que había descubierto líneas que atravesaban el
planeta, a las que denominó canales. En aquella época se
estaban abriendo canales para la navegación en todo el mundo
(apertura del canal de Illinois y Michigan en 1848, que conecta
Chicago y Nueva York con la cuenca del Mississippí, el canal de
Caledonia en 1849 que atraviesa Escocia a través del lago Ness,
el canal de Corinto en 1893 entre el mar Egeo y el Jónico, el
canal de Suez en 1869, inicio de las obras del canal de Panamá
en 1897) por lo que se estimuló a la imaginación popular y
científica en suponer que esas líneas se trataban de obra de
ingeniería marciana. Todo los observatorios intentaban
escudriñar el planeta para descubrir indicios de civilización.
Uno de estos asiduos observadores de Marte sería Percival Lowell
quien construyó en 1894 un observatorio con el fin exclusivo de
analizar Marte, aunque desde allí realizó notables
descubrimientos en el movimiento de los otros planetas. A
principios del siglo XX este astrónomo lanzó una audaz teoría
según la cual una civilización avanzada construyó la red de
canales en un intento desesperado de obtener agua de los
casquetes polares para abastecer a las sedientas ciudades de la
zona ecuatorial en un planeta que se estaba desertizando. Más
tarde, la fiebre marciana terminó cuando se abandonó la idea de
los canales al comprobarse que se trataba de un error óptico de
observación.
Tras los análisis efectuados por las sondas espaciales parecía
que estaba cerrado el tema de la vida en Marte, pues si bien es
imposible demostrar que no existe vida en aquel planeta, sí al
menos se consideraba como muy improbable. No obstante confirmaron
parcialmente la hipótesis de Lowell al verificar que ciertamente
el planeta se desertizó, pues en tiempos pretéritos estaba
lleno de cauces fluviales, aunque no guardan relación alguna con
los supuestos canales. Sin embargo hace dos años, en vísperas
del centenario de la novela de Wells, se reabrió de nuevo de
nuevo la polémica de la vida marciana tras el hallazgo de
glóbulos de carbonato encontrados en un meteorito procedente de
Marte, similares a los microfósiles de las nanobacterias
terrestres.
Es evidente que en progreso científico no hemos avanzado lo
suficiente para poder responder a los interrogantes que ya
teníamos planteados hace cien años. Ahora cabe preguntarse si
hemos progresado social y humanamente lo suficiente y eso es
responsabilidad de cada uno de los que formamos la sociedad. Una
responsabilidad para vivir en un mundo más abierto, más
solidario, más tolerante, sin discriminaciones, sin odios a
países extranjeros y sobretodo un mundo más unido, sin
invasiones ni guerras.
Miguel Herrero Uceda *
"ARBIL,
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