Portada revista 22

Una nación virtual Indice de Revistas La génesis de una Grecia contemporánea

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Apuntes para una utopia.

La exposición sustancialmente negativa de la primera parte de este trabajo, no implica ciertamente que el autor niegue la existencia de cosas positivas en la realidad presente. Pero ocurre que lo negativo atañe a cuestiones esenciales. De ahí que merezca ser recalcado, no atenuándolo con una relación de logros que, efectivamente, se han dado, pero cuya constatación podría enmascarar, o neutralizar, la gravedad de los males que nos afectan.

En la segunda parte se alude, por tanto, a la necesidad de una reacción, de un replanteamiento de la escala de valores que ha acabado instalándose en la conciencia del mundo occidental; de una regeneración espiritual, en suma, que no supondría en modo alguno la destrucción de lo bueno conseguido, sino su incardinación en una realidad existencial más acorde con nuestras auténticas raíces

A medida que avanza la construcción de la Unión Europea, se van consolidando aspectos que alejan a esta entidad de las raíces espirituales que hicieron grandes y pujantes a las naciones que la componen.

Desde hace mucho tiempo se ha venido diciendo que la Europa que se construye es la Europa de los mercaderes. Así es, ciertamente. Se trata de la Europa del gran capital, de las grandes corporaciones, de las multinacionales.

Los factores económicos, puramente materiales, han sido los que han conformado la base de esta construcción. Supusieron, también, el impulso que puso en movimiento las voluntades en tal dirección. La ciega ley de la competencia, ley que nadie se atreve a discutir, exigía unas transformaciones para ponerse al nivel de Estados Unidos y Japón.

El liberalismo económico, sin freno alguno sobre todo después del derrumbamiento del régimen marxista de la Unión Soviética, ha sido la filosofía que ha regido toda la construcción europea. El resultado es que esta edificación se realiza en beneficio de las grandes corporaciones, de las multinacionales, del gran capital, puesto que el liberalismo económico ha llevado, en virtud de la ley darwinista que lo informa, al predominio de los más fuertes.

El liberalismo en su aspecto político ha derivado en una inflación democrática en todos los niveles de la sociedad, favoreciendo el igualitarismo y el relativismo en las ideas. Todo el mundo tiene derecho a dar su opinión sobre cualquier cosa, y todas las opiniones son colocadas en el mismo nivel de autoridad. Y el más hábil demagogo es quien triunfa, pues sabe halagar los impulsos de la masa, y es la masa la que decide. Esto no inquieta lo más mínimo a la clase plutocrática dominante, ya que nadie discute en la actualidad el sistema establecido.

Esto es así porque se ha conseguido generar riqueza en suficiente grado para acallar las voces de la mayoría. La distancia de fortuna que separa a la clase capitalista de la gran masa es inmensa. Pero se ha conseguido que una gran mayoría viva lo suficientemente bien para no desear ningún cambio. El sistema genera "bolsas" de pobreza que pueden llegar a afectar a un veinte o veinticinco por ciento de la población. Pero este considerable número de pobres no inquieta a los poderosos, pues no es suficiente, ni mucho menos, como para provocar ninguna convulsión revolucionaria.

Por lo tanto, el pueblo puede elegir al demagogo más hábil, más mitinero, más simpático, que no es esto algo que pueda inquietar a los amos del sistema, pues tanto si es de derechas, como de centro o de izquierdas, no ha de resultar temible para los intereses todopoderosos. Y saben que las gentes aceptan las leyes del mercado como algo fatal, imparable, inevitable, como la lluvia o el viento, y que aguantan su temor al futuro, a la falta de trabajo, consolándose con las distracciones que les ofrece la civilización del hedonismo y del consumo. Los índices demográficos bajan al mínimo, en España sobre todo, lo que señala de forma indefectible el miedo subyacente. Sin embargo, el pueblo ha sido aleccionado para aguantar su miedo y para pensar que vive en el mejor mundo de los posibles. Y se recurre a los métodos anticonceptivos y al aborto para eliminar preocupaciones. Se calculan en unos cuarenta millones los abortos efectuados al año en el mundo. No es extraño que esta civilización haya sido calificada como "civilización de muerte". Y se justifica aún más esta denominación con la extensión imparable de la eutanasia.

La famosa revolución del sesenta y ocho no sólo no varió la situación, sino que la agravó. Realmente, lo que consiguió esta revolución fue que se derrumbasen los últimos restos de la arquitectura espiritual de Occidente. El sexo libre, la promiscuidad, el abandono de la religión, fueron sus últimas consecuencias. ¿Y cómo puede todo esto preocupar al gran capital? Las masas pueden divertirse ¿por qué no? Hasta actitudes que, teóricamente, pudieran considerarse como más peligrosas, quedaron en puro gesto retórico, en pura pose estética. El símbolo quizás más perfecto de esta asimilación por el sistema de toda posible preocupación revolucionaria lo expresa el gran negocio que constituyó la venta de camisetas, carteles, etc. con la efigie impresa del "Che" Guevara.

En cuanto a la religión, la muy precaria situación en que se encuentra, después del último Concilio y del sesenta y ocho, sobre todo en Europa, supone la eliminación del último riesgo. Porque la religión es espíritu, y el materialismo siempre se ha visto perturbado por las actividades del espíritu. Es mejor que se encuentre así, arrinconada como un trasto viejo en el desván.

Paralelamente a esta decadencia religiosa y la pasiva aceptación del sistema liberal capitalista, ha surgido -o ha sido inducido mediaticamente- un tipo de pensamiento para masas que ha dado en llamarse "pensamiento único", y que consiste en la aceptación acrítica de todo el conjunto de tópicos progresistas que tienden a consolidar la situación y a alejar amenazas. Estos tópicos, este pensamiento para masas, poseen una aureola "revolucionaria" que lo hace atractivo y, por tanto, aceptable. Sobre todo en España, ya que toda la escala de valores de anteriores regímenes basados en el derecho natural ha sido declarada mala y represiva, y este pensamiento único, conculcador de todos estos valores, adquiere automáticamente la virtud por ser opuestos a los citados regímenes basados en el derecho natural, lo cual sigue siendo un gran mérito para las mentes adocenadas. Y así ocurre que la gente acepta que toda la moral sexual antiguamente enseñada era represiva, y, por tanto, mala. Se acepta, por tanto, el sexo libre y a edades tempranas, la masturbación, la homosexualidad, la legalización de las parejas de homosexuales, el aborto, etc. Criticar estas orientaciones supone ser tildado de retrógrado y reaccionario. La moral cristiana hay que entenderla, pues, al modo moderno, y no al modo antiguo y represor. Y se hacen oídos sordos a las orientaciones que llegan de Roma, que necesariamente son las de siempre. Desafiar estas orientaciones hace sentirse vagamente revolucionario al pueblo, lo cual siempre produce satisfacción. Craso error. Ese pensamiento es justamente poco revolucionario, pues no se desvía ni un milímetro de los carriles mediáticos, los cuales están al servicio del sistema.

Los crímenes de la Inquisición, la barbarie de la conquista de América, etcétera, son otros tantos tópicos que han sido establecidos con éxito en todo el mundo; pero otra vez hay que decir que, precisamente, en España es donde se aceptan con mayor fervor. Parte del pueblo español arrastra desde hace siglos un acomplejamiento que tiene rasgos psicopáticos, y este sentimiento absurdo de inferioridad se añade a los rasgos deprimentes del pensamiento único, exagerándolos.

En cuanto a la Iglesia, conviene mencionar en qué ha consistido su transformación inadecuada que, a su vez, ha sido, posiblemente, la causa más importante de su decadencia actual.

Desde siempre, aunque quizás en mayor medida desde San Agustín, la doctrina cristiana ha pivotado sobre una verdad dogmática, sin la cual se desnaturaliza, pierde vigor, y se puede decir que hasta pierde sentido. Esta verdad es el pecado original. La existencia de una desviación, y, en consecuencia, de una mancha originaria, obliga a tener una visión pesimista de la naturaleza del hombre, visión ampliamente confirmada por la historia de la Humanidad. Obliga, también, a ejercer una acción correctora de la razón sobre los instintos en orden a una moral elevada que rectifique, en alguna medida, nuestras tendencias desviadas. Explica la necesidad de una redención y, en consecuencia, el hecho de la Encarnación. Es una verdad que confiere una determinada coloración a toda la historia de la Cristiandad; y si esta tonalidad es sombría, no lo es gratuitamente, ni masoquistamente, sino por la sencilla razón de que la realidad de la naturaleza del hombre es así, sombría. El pecado original constituye una verdad que necesariamente queda confirmada por la realidad. Y esta verdad, esta realidad, obligan a comportamientos austeros, disciplinados, heroicos, pues el hombre debe luchar contra el Mal que le rodea y que está en su mismo interior.

Pero desde la Ilustración, otro tipo de pensamiento opuesto ha ido extendiéndose en los países cristianos de Occidente. Se trata de un pensamiento optimista, que cree en el hombre, en la bondad de sus impulsos, y en su capacidad para convertir el mundo en un paraíso, gracias al ejercicio de la inteligencia, que se manifiesta en los avances de la ciencia y la técnica y en el dominio de la Naturaleza. Es un pensamiento hijo de la teoría de J. J. Rousseau sobre la inocencia innata del hombre, y que ha acabado triunfante.

Este pensamiento, que rechaza la idea del pecado original, y que da rienda suelta a todos los impulsos humanos, puesto que cree en su bondad, ha tenido un efecto devastador para el cristianismo. Sobre todo, porque los mismos hombres de Iglesia han sido contaminados por él. Ha disuelto la moral cristiana, basada en la existencia del mal, y ha supuesto la caducidad de su doctrina, al suponer innecesaria la redención del hombre. Estas tendencias se acentuaron, se agudizaron, en las últimas tres o cuatro décadas.

En su afán de acomodación al mundo, la Iglesia resultó contaminada, invadida por el espíritu mundano. No hubo aggiornamento, sino sumisión. Esta fue la gran contaminación, la gran invasión, el "humo de Satanás" que tanto temía Pablo VI que acabase triunfando, y que, efectivamente, triunfó. Naturalmente, Roma nunca cedió a esta filosofía, pues hubiese sido como negarse a sí misma. La doctrina católica es inmutable por naturaleza. Pero, a los efectos prácticos, y pese a la sobrehumana labor del actual Pontífice, la situación de decadencia del catolicismo, sobre todo en Europa, persiste. No es necesario hablar de las demás confesiones cristianas, cuya situación es aún peor.

Y, de nuevo, en España esta decadencia tiene características propias, además de las generales europeas. El clero sigue siendo mayoritariamente progresista como en el resto del Continente, pero además gravita sobre él un sentimiento mezquino de temor. Teme ser tachado de reaccionario.

La consecuencia de esta situación es que la predicación religiosa se ha transformado. No se menciona el pecado original, pues esto sería mal acogido por la sociedad actual a la que conviene adaptarse, y sonaría a tiempos pasados cuya memoria hay que borrar. Para nada se menciona el sexto mandamiento, ni la moral sexual, a pesar de las instrucciones de Roma, pues se teme también una mala acogida de la gente y, una vez más, la posible acusación de reaccionarismo paraliza las voluntades. Se olvidan los dogmas, que resultan difíciles de aceptar para los oídos modernos, como el mencionado del pecado original. No se menciona el infierno, pues es tema bien desagradable, y, al parecer, los castigos en la otra vida han desaparecido. En resumen, el clero pretende ser lo más agradable y simpático a la gente, hablando reiteradamente de amor y paz y prácticamente de nada más, lo que constituye, en puridad, una tácita apostasía. El resultado es una religión desnaturalizada, que difícilmente puede llamarse católica, sin reciedumbre, descafeinada, desanimada y quejumbrosa, acompañada por una música que ha sido calificada de ratonil con mucho acierto. A las iglesias acude gente avejentada, mayormente mujeres, poquísimos jóvenes. Y es natural que a los jóvenes no les atraiga este ambiente tan poco vital y antiestético.

En resumen: la Ilustración ha acabado triunfando plenamente en la sociedad occidental, que es casi como decir el mundo entero.

El liberalismo económico, en su modalidad más extrema de capitalismo salvaje, rige en el globo, con sus secuelas de concentración de capital en pocas manos, diferencias abismales entre ricos y pobres, entre naciones ricas y pobres, creación de riqueza y creación de pobreza.

El liberalismo político, en su desarrollo también extremo, se desenvuelve en democracias inorgánicas, igualitarias, demagógicas, en las que triunfa el más hábil charlatán, de izquierdas o de derechas, sin facultades de pensador ni hombre de Estado, simple burócrata al servicio de los intereses todopoderosos.

En el aspecto sociológico, el liberalismo ha concluido en una sociedad de masas, donde impera la cultura de masas con todas sus nefastas consecuencias éticas y estéticas. La visión de Ortega y Gasset en su "Rebelión de las masas" ha alcanzado su realización más plena.

Y en el plano filosófico y religioso, las ideas roussonianas han socavado las bases de la religión y de la moral cristianas. Y el igualitarismo se ha dado la mano con el relativismo filosófico, las ideas neutralizadas por sus contrarias y la desconfianza consiguiente en el pensamiento. Sin embargo, en el ámbito popular rige lo que se ha venido en denominar "pensamiento único", que es una especie de forraje ideológico compuesto de todos los tópicos vigentes convertidos en dogmas y que el pueblo consume acríticamente.

Los valores espirituales de Occidente han sido derrotados. El materialismo ha alcanzado un predominio casi absoluto. La materia ha vencido, pues, al espíritu. El resultado es la "civilización de muerte".

Y bajo estos presupuestos, el tremendo avance de la ciencia y la técnica suponen una amenaza de aterradoras dimensiones. Pues sin el norte de la religión y la moral, los avances científicos han de seguir caminos necesariamente extraviados. Ya se habla de producción de clones humanos. Y la creación de embriones mitad humanos, mitad animales, está a la vuelta de la esquina.

A través de los años, de los decenios, de los siglos, con el predominio de determinadas orientaciones decadentes de la mente humana, ha ido gestándose este presente. Quien haya leído a C. S. Lewis (quizás el escritor más importante del siglo XX, según Julián Marías) comprobará cómo una mente despierta y consciente sentía hace cincuenta años angustiosas premoniciones de un futuro que ahora, con la aceleración de las últimas décadas, ya se ha cumplido. Compruébese leyendo, por ejemplo, "El hombre abolido" (The abolition of man, 1943) o "Esa horrenda fortaleza" (That hideous strength, 1945).

II

Un dictamen tan negativo y pesimista como el precedente puede abrumar y desmoralizar. Sobre todo, si apreciamos la naturaleza aparentemente definitiva de las realidades mencionadas. Parecería que oponerse a esta corriente es algo inútil, condenado al fracaso. Efectivamente, conseguir una inversión de una realidad ya establecida con firmeza, con fuerzas poderosísimas que cooperan a su consolidación, se presenta como algo perteneciente al reino de la utopía. De hecho, el autor de este trabajo se ha acogido a este término para componer el título.

Sin embargo, todos sabemos que las utopías han movilizado al hombre para impulsarle a las mayores hazañas. Las grandes transformaciones de la Humanidad han sido generadas por el deseo de realizar alguna utopía. En algunos casos se han producido fracasos rápidos y catastróficos, signo evidente de erróneos planteamientos. En otros, un lento declinar, muestra de que algo valioso se resistía a desaparecer.

Exponer, pues, ideas que en el momento presente puedan parecer utópicas, no es ningún error. Las ideas tienen, además, la virtud de que, a medida que van recibiendo apoyos, adquieren cada vez más peso, de la misma forma en que una pequeña bola de nieve va adquiriendo volumen a medida que baja la pendiente, hasta convertirse en una masa arrolladora. Juan Jacobo Rousseau sin duda no esperaría que sus ideas acabasen siendo tan dominantes que su nombre estuviese entre los pocos que "lo han cambiado todo", como apunta el profesor Juan Velarde Fuertes. Pero su pensamiento fue extendiéndose y penetrando de tal forma en las mentes que ha acabado por avasallarlas del todo. Lástima que se trate de un pensamiento equivocado.

Si consideramos de nuevo a la Unión Europea, centro cultural e ideológico del mundo, el cambio debería darse en el carácter mismo de su construcción, en su servidumbre absoluta al liberalismo económico sin frenos, en sus inflexibles leyes del mercado, en su entronización de la competencia como suprema norma movilizadora de voluntades, pilares darwinianos sobre los que se asienta el sistema, gran Moloch que esteriliza las vidas de los hombres, abocándolas a una lucha sin fin y, lo que es peor, sin el menor contenido trascendente; obturando, además, por todos los medios los nuevos nacimientos, ya que suponen un estorbo.

La fórmula de la que hay que partir para constituir una oposición neutralizadora de este Moloch es: la economía es para el hombre, no el hombre para la economía. Fórmula sencilla, cuya verdad toda conciencia recta habría de reconocer. Un cambio radical en la estructura del pensamiento se daría si esta fórmula fuese asimilada con todas sus consecuencias.

Sería absurdo suponer que este cambio pudiese nacer en los órganos rectores de la estructura construida, en el corazón del Moloch. Absurdo, pues sería como negar su propia esencia, como un suicidio inaceptable. La construcción se realizó no sólo siguiendo las leyes del liberalismo capitalista, sino en virtud de estas leyes, como consecuencia de las mismas. ¿Cómo podría ahora iniciarse en el entramado organizativo de Bruselas un pensamiento corrector que habría de suponer, si no su desaparición, sí una transformación que debilitaría sus poderes?

El movimiento ha de nacer y desarrollarse en cada una de las naciones que constituyen la Unión; y, naturalmente, para que fuese eficaz debería contarse con la soberanía política de estas naciones. Esta soberanía está siendo vaciada de contenido progresivamente, tanto desde ámbitos supraestatales como infraestatales; y, sin embargo, constituye la única salvaguardia contra las consecuencias nefastas, ya mencionadas, del macrocapitalismo en cada nación. Consecuencias que se tratan de justificar con el argumento de la racionalización económica.

Personas más cualificadas podrán enumerar las medidas que darían concreción a esta filosofía restrictiva. Pero, habría que rechazar desde ahora la sombra peyorativa de la palabra "proteccionismo". Sustituyámosla, sin embargo, por "protección", que expresa mejor, con mayor justicia, lo que queda dicho. Protección a los derechos individuales a contar con un trabajo, a poder contraer matrimonio y a poder tener hijos con razonables perspectivas de que puedan independizarse al llegar a la edad conveniente para ello. Nada de esto ocurre en el sistema actual, donde imperan las leyes del macrocapitalismo, destructoras del individuo.

Al posible argumento de que el desarrollo de Europa podría retardar, habría que responder que este sería el tributo que habría que pagar. Si ahora el tributo consiste en vidas humanas esterilizadas y destruidas en pro del desarrollo del gran capital, al invertirse los términos, sería el gran capital quien sufriría restricciones en favor del bienestar humano general.

Esta modificación del rumbo económico comúnmente aceptado como inevitable, favorecería, por supuesto, a la pequeña y mediana empresa y a los trabajadores, siendo su objetivo el pleno empleo seguro y estable.

El resultado sería una confederación europea de naciones soberanas, con realidades económicas no homogéneas ni equiparables, con un organismo central de expertos para asesoramiento en pro de la armonización de los distintos desarrollos, en orden siempre a la justicia social como prioridad intocable.

El liberalismo en su vertiente política también debería modificarse, lo cual redundaría igualmente en perjuicio, por lógica, de los poderes existentes. El liberalismo político ha tenido su consecuencia última en el predominio del igualitarismo, en el relativismo en las ideas, en la cultura de masas. El pueblo, convertido en masa con las facultades de discernimiento grandemente disminuidas, es proclive a dejarse arrastrar por el poder de seducción de los demagogos. Estos podrán ser de izquierdas o de derechas, pero en la actualidad estas diferencias se difuminan en la común aceptación del estado de cosas, lo que se traduce en el ejercicio de políticas prácticamente iguales. Ningún político, en la actualidad, supone el menor peligro para el sistema. La clase plutocrática queda satisfecha con esta castración del espíritu revolucionario, y se inclina muchas veces a apoyar a los inofensivos políticos de izquierdas, pues su progresismo se limita a la disolución de los valores morales y religiosos, que ellos llaman "burgueses". Esta disolución y muerte del espíritu favorece la pasividad del pueblo y, naturalmente, la posibilidad de su fácil manejo. Unas gentes abocadas a preocuparse intensamente en conseguir la satisfacción de sus necesidades materiales y que, para neutralizar la tensión extrema que esto supone, se sumergen el resto del tiempo en diversiones alienantes, sin el menor freno y sin ninguna directriz de orden ético, han de ser contempladas con benevolencia por la clase plutocrática.

La única forma de cambiar esta situación consiste en la introducción de valores aristocráticos en la democracia. Los valores del altruismo, de la austeridad, de la castidad, de la fuerza de voluntad, de los nobles y elevados fines, han de ser proyectados de nuevo en la sociedad. La poesía, el arte y la música, al ser promovidos con preferencia sobre las demás disciplinas del saber humano, han de cooperar en el enaltecimiento de estos valores. Los cuales, al calar en las distintas capas del pueblo, provocarán la aparición de individuos de elite.

No creo que sea mínimamente necesario aclarar que la aristocracia, la elite de que estoy hablando, no tiene ninguna relación con la llamada aristocracia de sangre. En demasiadas ocasiones ésta ha sido, y es, verdadera caricatura de la verdadera aristocracia, para que se la pueda tomar en serio. La única aristocracia valiosa es la aristocracia del espíritu.

Y esta nueva elite, portadora de los tradicionales valores morales, no será patrimonio de ninguna profesión o clase social, sino que surgirá de todas ellas. Tensión espiritual hacia lo trascendente, ánimo esforzado y persistencia en los propósitos son características clásicas del hombre (o la mujer, claro está) de elite. Y estas cualidades pueden darse muy bien en un trabajador manual y, por el contrario, no estar presentes en un científico. ¿Acaso podría calificarse de hombre de elite al biólogo que se aprestase a realizar embriones mitad humanos, mitad animales? Por el contrario, hombres así son claros exponentes de la cultura de masas, amoral, carente de norte.

Al desaparecer los valores aristocráticos, la sociedad actual se caracteriza por un bajo tono moral. La cultura de masas es la resultante de la "rebelión de las masas", y en esta cultura no tienen ningún papel los héroes, que han sido sustituidos por hombres comunes, demasiado comunes para el buen gusto. ¡Y cuánto payaso y mequetrefe desfila por las pantallas pequeñas y grandes!

La preservación de la sociedad del liderazgo de demagogos de bajo nivel, exigiría, quizás, la introducción de elementos de democracia orgánica en el actual sistema, pues se trataría de facilitar con las modificaciones estructurales necesarias, el acceso de las elites al poder, y dificultar el éxito de las actividades de simples ambiciosos sin ideales.

Esta elite sería auténtica aristocracia, lo cual quiere decir que estaría exenta del defecto de un aristocratismo excluyente, propio de gentes sin fuste. Antes bien, su acción y su ejemplo se proyectarían sobre el resto del pueblo, con la ambición suprema de que la masa dejase de serlo; es decir que la masa acabase convirtiéndose en conjunto de individuos. Con lo que el "pensamiento único" quedaría destruido.

Esta nueva actitud ética debería influir en las artes y, a su vez, ser estimulada por ellas. Literatura, cine, televisión, bajo el imperio de este impulso renovador, lógicamente irían abandonando la actitud actual de recrearse en las debilidades del hombre, para progresivamente exponer y promover las virtudes vigorosas. Concretamente en España, las actitudes derrotistas y acomplejadas deberían cesar.

La religión se renovaría paralelamente y su influencia sería determinante. Una ética sin religión está condenada a devaluarse. Sólo el sentido trascendente que la religión da al hombre, consolida a la ética con refuerzos definitivos.

Pero concretamente las Iglesias católicas, y más concretamente la Iglesia de España, habrán de abandonar la filosofía pacifista, pactista, de simple supervivencia, que parece que es la que impera en sus filas. A pesar de los esfuerzos del actual pontificado, no se acaba de salir de esa depresiva situación.

El nuevo movimiento habría de destruir estas tendencias derrotistas que nada tienen que ver con la verdadera religión y sí mucho con momentos coyunturales de la Historia que es necesario superar. El progresismo ha demostrado su inoperancia en orden a una revitalización del catolicismo. Pero esta superación será más fácil que surja en el seno de los laicos que en el del clero. De hecho, casi es un lugar común decir que un defecto básico de la Iglesia es el de su condición predominantemente clerical. Los nuevos vientos han de barrer el clericalismo, lo cual no ha de ser nada malo para el mismo clero. Existen ya poderosos movimientos de renovación cristiana de carácter secular, los cuales son muy celosos de su autonomía. Pero, sin duda, no se trata de sustituir al clero en sus básicas funciones eclesiales. Esto sería un absurdo, más propio de los sectores progresistas que del laicado tradicional al que me estoy refiriendo. De lo que se trata es de que el laico sea mayor de edad en el aspecto religioso, y de que, por tanto, sea tratado como adulto por el clero. De lo que se trata es de que estos laicos tradicionales influyan con su vigor para que la Iglesia cambie de estilo, cambie de estética. Los sermones ñoños y quejumbrosos deben ser abandonados, así como las canciones lánguidas, de gusto pésimo.

Deberíamos caer en la cuenta de que la religión cristiana tiene como quicio y fundamento la Encarnación divina. Algo de carácter grandioso en grado sumo, que debiera ser rodeado de la máxima pompa dentro de las limitaciones humanas. Todo lo contrario de lo que habitualmente se hace, aunque en el pasado no ocurría así. La religión no debe rebajarse al tratar de conseguir una aproximación a la cultura de masas. No debe hacer concesiones que la desnaturalicen. Por el contrario, debe ser su ambición tener un papel protagonista en la regeneración de las masas.

Los valores del dominio de sí mismo, de la austeridad, de la castidad, de la fortaleza, etcétera, tienen que ser repuestos, pues, evidentemente, han sido abolidos en la predicación. Esta consiste habitualmente en una exhortación al pacifismo que, aparte de no coincidir exactamente, en bastantes casos por lo menos, con el tradicional mensaje de paz de la Iglesia católica, resulta perturbador al convertirse en monotema. La religión católica, al quedar de esta forma mutilada, se convierte en un vago cristianismo pacifista que parece inspirado en Tolstoi. Con el agravante de que no se predica, ni mucho menos, el ascetismo que este escritor practicaba, o procuraba practicar. Y es que vivimos en una sociedad hedonista, a la cual, al parecer, hay que pagar un tributo, librándonos del lastre doctrinal que pudiera perturbarla.

Al joven no le gusta este cristianismo débil. Además, intuye algo falso, desde el punto de vista religioso, en esta postura. Algo así como el resultado de una operación de mercadotecnia; y que, para mayor inri, no ha resultado acertada; o, por lo menos, lleva tiempo quedándose desfasada.

Al joven le gustan las palabras y los hechos vigorosos; las disciplinas rigurosas; los ideales elevados; la lucha contra el error, la falsedad y el mal. Muchos se sienten humillados cuando se les induce a las prácticas sexuales y se les ofrecen preservativos con este objeto. No hay duda de que también son muchos los que sentirían personalmente llamados a cooperar si surgiera un movimiento regenerador de contenido político, filosófico y religioso, y de carácter eminentemente combativo.

Para lo cual, la doctrina del pecado original deberá ser restaurada. Se dirá que nunca fue abolida. Oficialmente, no, desde luego, pues esto no puede ocurrir. Pero, en la práctica, los mensajes pastorales, como queda dicho, prescinden de este dogma, y la base optimista en que se fundan pertenece, en justicia, al espíritu de la Ilustración y, en concreto, a Rousseau.

Y es esta doctrina del pecado original, de la naturaleza manchada y deteriorada del hombre, la que impulsa al esfuerzo, al mejoramiento de la conducta por el control de los instintos, a la disciplina y a la austeridad; y, en resumen, a lo recio y vigoroso. Todo lo contrario de las costumbres actuales, que parten de que el hombre es bueno y, en consecuencia, todos sus impulsos lo son.

Cuando se parte de esa base falsa, lo que instala es el puro darwinismo social, y ahí están los resultados.

Y, como corolario, es muy conveniente considerar los llamados "horrores del cristianismo" y compararlos con otros horrores. Si comparamos a las víctimas del fanatismo religioso cristiano, que ha existido, pues el mal está en toda naturaleza humana; si comparamos estas víctimas con la enormidad de las masas de víctimas causadas por el marxismo y el nazismo, nos daremos cuenta de evidente desproporción. Estos dos últimos movimientos fueron extremas y degeneradas consecuencias del pensamiento de la Ilustración, del hombre sin restricciones morales, librado a las leyes darwinistas, elevadas a norma suprema. El marxismo asimiló el darwinismo para la lucha de clases con vistas a la dictadura del proletariado, y el nazismo hizo lo propio en favor de la lucha de razas con la meta del predominio absoluto de la raza aria.

No hay más que recurrir a la lógica común para comprender que una doctrina restrictiva como es la cristiana ha de suavizar la conducta. Si no lo consigue del todo, y fracasa muchas veces, esto no habrá que achacarlo a la doctrina, sino a la naturaleza deteriorada del hombre.

Estas líneas generales de pensamiento podrían ser básicas en un nuevo movimiento con ideal regenerador. Por su índole, por colisionar de lleno con la realidad vigente, no es posible, hoy por hoy, pensar en términos realistas en su posible triunfo.

Pero si éste no ha de contemplarse como factible en plazo breve, lo que no resulta irreal es la posibilidad de sentar las bases con vistas a un futuro más lejano. Dado el momento histórico que vivimos, parece lógico pensar en la articulación de los ideales expuestos en un movimiento político. Tampoco resulta irreal suponer que este movimiento había de conseguir adeptos, pues lo haría atractivo su orientación hacia la justicia social, corrigiendo las leyes de un capitalismo inhumano; su promoción del hombre, desmasificándolo y orientándole con preferencia al cultivo de las ciencias del espíritu, con el fomento de las artes y las letras; su neotradicionalismo religioso, con la renovada reafirmación de los puntos doctrinales esenciales y la promoción de la función protagonista del laico en la Iglesia; su objetivo final de una Europa confederada, compuesta de naciones soberanas, cada una con su tremendo bagaje histórico, artístico y cultural, unidas en un conjunto en el que los valores del espíritu dominarían sobre el peso inerte de la materia; una unión sin parangón alguno en la Historia, que aumentaría el voltaje de la irradiación que Europa ha ejercido siempre sobre el resto del mundo.

Este movimiento, dadas sus características, no podría ser clasificado, en estricta justicia, como de derecha, izquierda o centro. Su función regeneradora de la sociedad, y por ende, del mismo sistema democrático español, lo colocarían más allá de estas consabidas denominaciones.

Aunque, naturalmente, habría de contar con que los adversarios (que los habría de tener) lo encasillaran de forma interesada para mejor desautorizarlo. Esto no debería ser motivo de acomplejamiento alguno. Cuando se está seguro de la bondad de las ideas, por importa el rótulo que les apliquen los enemigos de ellas.

No se puede negar la historia política y cultural de España, con sus luces y sus sombras, sus aciertos y deficiencias. Lo que hay que hacer es aprovechar lo bueno del pasado y desechar lo malo. De los Reyes Católicos a la Unión Europea, de Juan Luis Vives a Xavier Zubiri, de Jorge Manrique a Juan Ramón Jiménez, de Berruguete a Picasso o de Herrera a Gaudí, España ofrece un acervo de realizaciones de suficiente magnitud como para no desdeñarlo por mor de un mimetismo de lo foráneo que resulta esterilizador y enervante. Por tanto, cualquier realización futura debería contar con esta tradición, desdeñando tópicos desvalorizadores que, junto con lo malo, arrasan con todo lo bueno.

No se debe vivir aceptando el condicionante de los tópicos. Por el contrario, es necesario denunciar lo que haya de falsedad en ellos. El pueblo está capacitado para percibir el engaño de ciertas fórmulas vertidas constantemente con fines interesados.

Aunque, igualmente, tampoco debe haber ninguna servidumbre hacia los mitos, sean de la índole que sean. No hay por qué ocultar hechos, si estos son verdaderos, aunque empañen la memoria de determinadas figuras. Lo importante son las ideas, pues por muchos errores y abusos que se hayan cometido en su nombre, persisten como modelo inalterable que moviliza nuestras energías. Los hombres son imperfectos y mortales; las ideas rectas son inmutables y eternas.

La aspiración de este movimiento, desenvolviéndose en el marco democrático que exige la Historia, debería ser, a corto y medio plazo, la de influir en la política nacional, completando el conjunto de influencias que gravita en su definición y que adolece de esta ausencia.

Este movimiento no sería algo raro y aislado internacionalmente. Precisamente en Estados Unidos, que es de donde parten las corrientes, buenas o malas, que luego se extienden por todo el mundo, han empezado a surgir en la última década muchos movimientos (algunos muy poderosos en la actualidad, como Christian Coalition) que traducen la angustia de grandes capas de la sociedad ante el derrumbe de los valores cristianos que siempre han caracterizado a esta gran nación. La reacción de estos movimientos ha consistido en intervenir en la política con vistas a invertir tal estado de cosas; pues coinciden en achacar este deterioro moral a las elites afectas al macrocapitalismo, la globalización de la economía, el mundialismo y el multiculturalismo, y que son las que gobiernan el país.

El nacimiento en España de un moviminto de los rasgos señalados, no sería propiamente una antigualla, algo anacrónico, como pudieran pensar algunos irreflexivamente. Quizás fuera lo contrario: un adelantarse a los acontecimientos venideros.

IGNACIO SAN MIGUEL.


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