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Apuntes para una utopia.
La
exposición sustancialmente negativa de la primera parte de este
trabajo, no implica ciertamente que el autor niegue la existencia
de cosas positivas en la realidad presente. Pero ocurre que lo
negativo atañe a cuestiones esenciales. De ahí que merezca ser
recalcado, no atenuándolo con una relación de logros que,
efectivamente, se han dado, pero cuya constatación podría
enmascarar, o neutralizar, la gravedad de los males que nos
afectan.
En la segunda parte se alude, por tanto, a la necesidad de una
reacción, de un replanteamiento de la escala de valores que ha
acabado instalándose en la conciencia del mundo occidental; de
una regeneración espiritual, en suma, que no supondría en modo
alguno la destrucción de lo bueno conseguido, sino su
incardinación en una realidad existencial más acorde con
nuestras auténticas raíces
A medida que avanza la construcción de la
Unión Europea, se van consolidando aspectos que alejan a esta
entidad de las raíces espirituales que hicieron grandes y
pujantes a las naciones que la componen.
Desde hace mucho tiempo se ha venido diciendo que la Europa que
se construye es la Europa de los mercaderes. Así es,
ciertamente. Se trata de la Europa del gran capital, de las
grandes corporaciones, de las multinacionales.
Los factores económicos, puramente materiales, han sido los que
han conformado la base de esta construcción. Supusieron,
también, el impulso que puso en movimiento las voluntades en tal
dirección. La ciega ley de la competencia, ley que nadie se
atreve a discutir, exigía unas transformaciones para ponerse al
nivel de Estados Unidos y Japón.
El liberalismo económico, sin freno alguno sobre todo después
del derrumbamiento del régimen marxista de la Unión Soviética,
ha sido la filosofía que ha regido toda la construcción
europea. El resultado es que esta edificación se realiza en
beneficio de las grandes corporaciones, de las multinacionales,
del gran capital, puesto que el liberalismo económico ha
llevado, en virtud de la ley darwinista que lo informa, al
predominio de los más fuertes.
El liberalismo en su aspecto político ha derivado en una
inflación democrática en todos los niveles de la sociedad,
favoreciendo el igualitarismo y el relativismo en las ideas. Todo
el mundo tiene derecho a dar su opinión sobre cualquier cosa, y
todas las opiniones son colocadas en el mismo nivel de autoridad.
Y el más hábil demagogo es quien triunfa, pues sabe halagar los
impulsos de la masa, y es la masa la que decide. Esto no inquieta
lo más mínimo a la clase plutocrática dominante, ya que nadie
discute en la actualidad el sistema establecido.
Esto es así porque se ha conseguido generar riqueza en
suficiente grado para acallar las voces de la mayoría. La
distancia de fortuna que separa a la clase capitalista de la gran
masa es inmensa. Pero se ha conseguido que una gran mayoría viva
lo suficientemente bien para no desear ningún cambio. El sistema
genera "bolsas" de pobreza que pueden llegar a afectar
a un veinte o veinticinco por ciento de la población. Pero este
considerable número de pobres no inquieta a los poderosos, pues
no es suficiente, ni mucho menos, como para provocar ninguna
convulsión revolucionaria.
Por lo tanto, el pueblo puede elegir al demagogo más hábil,
más mitinero, más simpático, que no es esto algo que pueda
inquietar a los amos del sistema, pues tanto si es de derechas,
como de centro o de izquierdas, no ha de resultar temible para
los intereses todopoderosos. Y saben que las gentes aceptan las
leyes del mercado como algo fatal, imparable, inevitable, como la
lluvia o el viento, y que aguantan su temor al futuro, a la falta
de trabajo, consolándose con las distracciones que les ofrece la
civilización del hedonismo y del consumo. Los índices
demográficos bajan al mínimo, en España sobre todo, lo que
señala de forma indefectible el miedo subyacente. Sin embargo,
el pueblo ha sido aleccionado para aguantar su miedo y para
pensar que vive en el mejor mundo de los posibles. Y se recurre a
los métodos anticonceptivos y al aborto para eliminar
preocupaciones. Se calculan en unos cuarenta millones los abortos
efectuados al año en el mundo. No es extraño que esta
civilización haya sido calificada como "civilización de
muerte". Y se justifica aún más esta denominación con la
extensión imparable de la eutanasia.
La famosa revolución del sesenta y ocho no sólo no varió la
situación, sino que la agravó. Realmente, lo que consiguió
esta revolución fue que se derrumbasen los últimos restos de la
arquitectura espiritual de Occidente. El sexo libre, la
promiscuidad, el abandono de la religión, fueron sus últimas
consecuencias. ¿Y cómo puede todo esto preocupar al gran
capital? Las masas pueden divertirse ¿por qué no? Hasta
actitudes que, teóricamente, pudieran considerarse como más
peligrosas, quedaron en puro gesto retórico, en pura pose
estética. El símbolo quizás más perfecto de esta asimilación
por el sistema de toda posible preocupación revolucionaria lo
expresa el gran negocio que constituyó la venta de camisetas,
carteles, etc. con la efigie impresa del "Che" Guevara.
En cuanto a la religión, la muy precaria situación en que se
encuentra, después del último Concilio y del sesenta y ocho,
sobre todo en Europa, supone la eliminación del último riesgo.
Porque la religión es espíritu, y el materialismo siempre se ha
visto perturbado por las actividades del espíritu. Es mejor que
se encuentre así, arrinconada como un trasto viejo en el
desván.
Paralelamente a esta decadencia religiosa y la pasiva aceptación
del sistema liberal capitalista, ha surgido -o ha sido inducido
mediaticamente- un tipo de pensamiento para masas que ha dado en
llamarse "pensamiento único", y que consiste en la
aceptación acrítica de todo el conjunto de tópicos
progresistas que tienden a consolidar la situación y a alejar
amenazas. Estos tópicos, este pensamiento para masas, poseen una
aureola "revolucionaria" que lo hace atractivo y, por
tanto, aceptable. Sobre todo en España, ya que toda la escala de
valores de anteriores regímenes basados en el derecho natural ha
sido declarada mala y represiva, y este pensamiento único,
conculcador de todos estos valores, adquiere automáticamente la
virtud por ser opuestos a los citados regímenes basados en el
derecho natural, lo cual sigue siendo un gran mérito para las
mentes adocenadas. Y así ocurre que la gente acepta que toda la
moral sexual antiguamente enseñada era represiva, y, por tanto,
mala. Se acepta, por tanto, el sexo libre y a edades tempranas,
la masturbación, la homosexualidad, la legalización de las
parejas de homosexuales, el aborto, etc. Criticar estas
orientaciones supone ser tildado de retrógrado y reaccionario.
La moral cristiana hay que entenderla, pues, al modo moderno, y
no al modo antiguo y represor. Y se hacen oídos sordos a las
orientaciones que llegan de Roma, que necesariamente son las de
siempre. Desafiar estas orientaciones hace sentirse vagamente
revolucionario al pueblo, lo cual siempre produce satisfacción.
Craso error. Ese pensamiento es justamente poco revolucionario,
pues no se desvía ni un milímetro de los carriles mediáticos,
los cuales están al servicio del sistema.
Los crímenes de la Inquisición, la barbarie de la conquista de
América, etcétera, son otros tantos tópicos que han sido
establecidos con éxito en todo el mundo; pero otra vez hay que
decir que, precisamente, en España es donde se aceptan con mayor
fervor. Parte del pueblo español arrastra desde hace siglos un
acomplejamiento que tiene rasgos psicopáticos, y este
sentimiento absurdo de inferioridad se añade a los rasgos
deprimentes del pensamiento único, exagerándolos.
En cuanto a la Iglesia, conviene mencionar en qué ha consistido
su transformación inadecuada que, a su vez, ha sido,
posiblemente, la causa más importante de su decadencia actual.
Desde siempre, aunque quizás en mayor medida desde San Agustín,
la doctrina cristiana ha pivotado sobre una verdad dogmática,
sin la cual se desnaturaliza, pierde vigor, y se puede decir que
hasta pierde sentido. Esta verdad es el pecado original. La
existencia de una desviación, y, en consecuencia, de una mancha
originaria, obliga a tener una visión pesimista de la naturaleza
del hombre, visión ampliamente confirmada por la historia de la
Humanidad. Obliga, también, a ejercer una acción correctora de
la razón sobre los instintos en orden a una moral elevada que
rectifique, en alguna medida, nuestras tendencias desviadas.
Explica la necesidad de una redención y, en consecuencia, el
hecho de la Encarnación. Es una verdad que confiere una
determinada coloración a toda la historia de la Cristiandad; y
si esta tonalidad es sombría, no lo es gratuitamente, ni
masoquistamente, sino por la sencilla razón de que la realidad
de la naturaleza del hombre es así, sombría. El pecado original
constituye una verdad que necesariamente queda confirmada por la
realidad. Y esta verdad, esta realidad, obligan a comportamientos
austeros, disciplinados, heroicos, pues el hombre debe luchar
contra el Mal que le rodea y que está en su mismo interior.
Pero desde la Ilustración, otro tipo de pensamiento opuesto ha
ido extendiéndose en los países cristianos de Occidente. Se
trata de un pensamiento optimista, que cree en el hombre, en la
bondad de sus impulsos, y en su capacidad para convertir el mundo
en un paraíso, gracias al ejercicio de la inteligencia, que se
manifiesta en los avances de la ciencia y la técnica y en el
dominio de la Naturaleza. Es un pensamiento hijo de la teoría de
J. J. Rousseau sobre la inocencia innata del hombre, y que ha
acabado triunfante.
Este pensamiento, que rechaza la idea del pecado original, y que
da rienda suelta a todos los impulsos humanos, puesto que cree en
su bondad, ha tenido un efecto devastador para el cristianismo.
Sobre todo, porque los mismos hombres de Iglesia han sido
contaminados por él. Ha disuelto la moral cristiana, basada en
la existencia del mal, y ha supuesto la caducidad de su doctrina,
al suponer innecesaria la redención del hombre. Estas tendencias
se acentuaron, se agudizaron, en las últimas tres o cuatro
décadas.
En su afán de acomodación al mundo, la Iglesia resultó
contaminada, invadida por el espíritu mundano. No hubo
aggiornamento, sino sumisión. Esta fue la gran contaminación,
la gran invasión, el "humo de Satanás" que tanto
temía Pablo VI que acabase triunfando, y que, efectivamente,
triunfó. Naturalmente, Roma nunca cedió a esta filosofía, pues
hubiese sido como negarse a sí misma. La doctrina católica es
inmutable por naturaleza. Pero, a los efectos prácticos, y pese
a la sobrehumana labor del actual Pontífice, la situación de
decadencia del catolicismo, sobre todo en Europa, persiste. No es
necesario hablar de las demás confesiones cristianas, cuya
situación es aún peor.
Y, de nuevo, en España esta decadencia tiene características
propias, además de las generales europeas. El clero sigue siendo
mayoritariamente progresista como en el resto del Continente,
pero además gravita sobre él un sentimiento mezquino de temor.
Teme ser tachado de reaccionario.
La consecuencia de esta situación es que la predicación
religiosa se ha transformado. No se menciona el pecado original,
pues esto sería mal acogido por la sociedad actual a la que
conviene adaptarse, y sonaría a tiempos pasados cuya memoria hay
que borrar. Para nada se menciona el sexto mandamiento, ni la
moral sexual, a pesar de las instrucciones de Roma, pues se teme
también una mala acogida de la gente y, una vez más, la posible
acusación de reaccionarismo paraliza las voluntades. Se olvidan
los dogmas, que resultan difíciles de aceptar para los oídos
modernos, como el mencionado del pecado original. No se menciona
el infierno, pues es tema bien desagradable, y, al parecer, los
castigos en la otra vida han desaparecido. En resumen, el clero
pretende ser lo más agradable y simpático a la gente, hablando
reiteradamente de amor y paz y prácticamente de nada más, lo
que constituye, en puridad, una tácita apostasía. El resultado
es una religión desnaturalizada, que difícilmente puede
llamarse católica, sin reciedumbre, descafeinada, desanimada y
quejumbrosa, acompañada por una música que ha sido calificada
de ratonil con mucho acierto. A las iglesias acude gente
avejentada, mayormente mujeres, poquísimos jóvenes. Y es
natural que a los jóvenes no les atraiga este ambiente tan poco
vital y antiestético.
En resumen: la Ilustración ha acabado triunfando plenamente en
la sociedad occidental, que es casi como decir el mundo entero.
El liberalismo económico, en su modalidad más extrema de
capitalismo salvaje, rige en el globo, con sus secuelas de
concentración de capital en pocas manos, diferencias abismales
entre ricos y pobres, entre naciones ricas y pobres, creación de
riqueza y creación de pobreza.
El liberalismo político, en su desarrollo también extremo, se
desenvuelve en democracias inorgánicas, igualitarias,
demagógicas, en las que triunfa el más hábil charlatán, de
izquierdas o de derechas, sin facultades de pensador ni hombre de
Estado, simple burócrata al servicio de los intereses
todopoderosos.
En el aspecto sociológico, el liberalismo ha concluido en una
sociedad de masas, donde impera la cultura de masas con todas sus
nefastas consecuencias éticas y estéticas. La visión de Ortega
y Gasset en su "Rebelión de las masas" ha alcanzado su
realización más plena.
Y en el plano filosófico y religioso, las ideas roussonianas han
socavado las bases de la religión y de la moral cristianas. Y el
igualitarismo se ha dado la mano con el relativismo filosófico,
las ideas neutralizadas por sus contrarias y la desconfianza
consiguiente en el pensamiento. Sin embargo, en el ámbito
popular rige lo que se ha venido en denominar "pensamiento
único", que es una especie de forraje ideológico compuesto
de todos los tópicos vigentes convertidos en dogmas y que el
pueblo consume acríticamente.
Los valores espirituales de Occidente han sido derrotados. El
materialismo ha alcanzado un predominio casi absoluto. La materia
ha vencido, pues, al espíritu. El resultado es la
"civilización de muerte".
Y bajo estos presupuestos, el tremendo avance de la ciencia y la
técnica suponen una amenaza de aterradoras dimensiones. Pues sin
el norte de la religión y la moral, los avances científicos han
de seguir caminos necesariamente extraviados. Ya se habla de
producción de clones humanos. Y la creación de embriones mitad
humanos, mitad animales, está a la vuelta de la esquina.
A través de los años, de los decenios, de los siglos, con el
predominio de determinadas orientaciones decadentes de la mente
humana, ha ido gestándose este presente. Quien haya leído a C.
S. Lewis (quizás el escritor más importante del siglo XX,
según Julián Marías) comprobará cómo una mente despierta y
consciente sentía hace cincuenta años angustiosas premoniciones
de un futuro que ahora, con la aceleración de las últimas
décadas, ya se ha cumplido. Compruébese leyendo, por ejemplo,
"El hombre abolido" (The abolition of man, 1943) o
"Esa horrenda fortaleza" (That hideous strength, 1945).
II
Un dictamen tan negativo y pesimista como el precedente puede
abrumar y desmoralizar. Sobre todo, si apreciamos la naturaleza
aparentemente definitiva de las realidades mencionadas.
Parecería que oponerse a esta corriente es algo inútil,
condenado al fracaso. Efectivamente, conseguir una inversión de
una realidad ya establecida con firmeza, con fuerzas
poderosísimas que cooperan a su consolidación, se presenta como
algo perteneciente al reino de la utopía. De hecho, el autor de
este trabajo se ha acogido a este término para componer el
título.
Sin embargo, todos sabemos que las utopías han movilizado al
hombre para impulsarle a las mayores hazañas. Las grandes
transformaciones de la Humanidad han sido generadas por el deseo
de realizar alguna utopía. En algunos casos se han producido
fracasos rápidos y catastróficos, signo evidente de erróneos
planteamientos. En otros, un lento declinar, muestra de que algo
valioso se resistía a desaparecer.
Exponer, pues, ideas que en el momento presente puedan parecer
utópicas, no es ningún error. Las ideas tienen, además, la
virtud de que, a medida que van recibiendo apoyos, adquieren cada
vez más peso, de la misma forma en que una pequeña bola de
nieve va adquiriendo volumen a medida que baja la pendiente,
hasta convertirse en una masa arrolladora. Juan Jacobo Rousseau
sin duda no esperaría que sus ideas acabasen siendo tan
dominantes que su nombre estuviese entre los pocos que "lo
han cambiado todo", como apunta el profesor Juan Velarde
Fuertes. Pero su pensamiento fue extendiéndose y penetrando de
tal forma en las mentes que ha acabado por avasallarlas del todo.
Lástima que se trate de un pensamiento equivocado.
Si consideramos de nuevo a la Unión Europea, centro cultural e
ideológico del mundo, el cambio debería darse en el carácter
mismo de su construcción, en su servidumbre absoluta al
liberalismo económico sin frenos, en sus inflexibles leyes del
mercado, en su entronización de la competencia como suprema
norma movilizadora de voluntades, pilares darwinianos sobre los
que se asienta el sistema, gran Moloch que esteriliza las vidas
de los hombres, abocándolas a una lucha sin fin y, lo que es
peor, sin el menor contenido trascendente; obturando, además,
por todos los medios los nuevos nacimientos, ya que suponen un
estorbo.
La fórmula de la que hay que partir para constituir una
oposición neutralizadora de este Moloch es: la economía es para
el hombre, no el hombre para la economía. Fórmula sencilla,
cuya verdad toda conciencia recta habría de reconocer. Un cambio
radical en la estructura del pensamiento se daría si esta
fórmula fuese asimilada con todas sus consecuencias.
Sería absurdo suponer que este cambio pudiese nacer en los
órganos rectores de la estructura construida, en el corazón del
Moloch. Absurdo, pues sería como negar su propia esencia, como
un suicidio inaceptable. La construcción se realizó no sólo
siguiendo las leyes del liberalismo capitalista, sino en virtud
de estas leyes, como consecuencia de las mismas. ¿Cómo podría
ahora iniciarse en el entramado organizativo de Bruselas un
pensamiento corrector que habría de suponer, si no su
desaparición, sí una transformación que debilitaría sus
poderes?
El movimiento ha de nacer y desarrollarse en cada una de las
naciones que constituyen la Unión; y, naturalmente, para que
fuese eficaz debería contarse con la soberanía política de
estas naciones. Esta soberanía está siendo vaciada de contenido
progresivamente, tanto desde ámbitos supraestatales como
infraestatales; y, sin embargo, constituye la única salvaguardia
contra las consecuencias nefastas, ya mencionadas, del
macrocapitalismo en cada nación. Consecuencias que se tratan de
justificar con el argumento de la racionalización económica.
Personas más cualificadas podrán enumerar las medidas que
darían concreción a esta filosofía restrictiva. Pero, habría
que rechazar desde ahora la sombra peyorativa de la palabra
"proteccionismo". Sustituyámosla, sin embargo, por
"protección", que expresa mejor, con mayor justicia,
lo que queda dicho. Protección a los derechos individuales a
contar con un trabajo, a poder contraer matrimonio y a poder
tener hijos con razonables perspectivas de que puedan
independizarse al llegar a la edad conveniente para ello. Nada de
esto ocurre en el sistema actual, donde imperan las leyes del
macrocapitalismo, destructoras del individuo.
Al posible argumento de que el desarrollo de Europa podría
retardar, habría que responder que este sería el tributo que
habría que pagar. Si ahora el tributo consiste en vidas humanas
esterilizadas y destruidas en pro del desarrollo del gran
capital, al invertirse los términos, sería el gran capital
quien sufriría restricciones en favor del bienestar humano
general.
Esta modificación del rumbo económico comúnmente aceptado como
inevitable, favorecería, por supuesto, a la pequeña y mediana
empresa y a los trabajadores, siendo su objetivo el pleno empleo
seguro y estable.
El resultado sería una confederación europea de naciones
soberanas, con realidades económicas no homogéneas ni
equiparables, con un organismo central de expertos para
asesoramiento en pro de la armonización de los distintos
desarrollos, en orden siempre a la justicia social como prioridad
intocable.
El liberalismo en su vertiente política también debería
modificarse, lo cual redundaría igualmente en perjuicio, por
lógica, de los poderes existentes. El liberalismo político ha
tenido su consecuencia última en el predominio del
igualitarismo, en el relativismo en las ideas, en la cultura de
masas. El pueblo, convertido en masa con las facultades de
discernimiento grandemente disminuidas, es proclive a dejarse
arrastrar por el poder de seducción de los demagogos. Estos
podrán ser de izquierdas o de derechas, pero en la actualidad
estas diferencias se difuminan en la común aceptación del
estado de cosas, lo que se traduce en el ejercicio de políticas
prácticamente iguales. Ningún político, en la actualidad,
supone el menor peligro para el sistema. La clase plutocrática
queda satisfecha con esta castración del espíritu
revolucionario, y se inclina muchas veces a apoyar a los
inofensivos políticos de izquierdas, pues su progresismo se
limita a la disolución de los valores morales y religiosos, que
ellos llaman "burgueses". Esta disolución y muerte del
espíritu favorece la pasividad del pueblo y, naturalmente, la
posibilidad de su fácil manejo. Unas gentes abocadas a
preocuparse intensamente en conseguir la satisfacción de sus
necesidades materiales y que, para neutralizar la tensión
extrema que esto supone, se sumergen el resto del tiempo en
diversiones alienantes, sin el menor freno y sin ninguna
directriz de orden ético, han de ser contempladas con
benevolencia por la clase plutocrática.
La única forma de cambiar esta situación consiste en la
introducción de valores aristocráticos en la democracia. Los
valores del altruismo, de la austeridad, de la castidad, de la
fuerza de voluntad, de los nobles y elevados fines, han de ser
proyectados de nuevo en la sociedad. La poesía, el arte y la
música, al ser promovidos con preferencia sobre las demás
disciplinas del saber humano, han de cooperar en el
enaltecimiento de estos valores. Los cuales, al calar en las
distintas capas del pueblo, provocarán la aparición de
individuos de elite.
No creo que sea mínimamente necesario aclarar que la
aristocracia, la elite de que estoy hablando, no tiene ninguna
relación con la llamada aristocracia de sangre. En demasiadas
ocasiones ésta ha sido, y es, verdadera caricatura de la
verdadera aristocracia, para que se la pueda tomar en serio. La
única aristocracia valiosa es la aristocracia del espíritu.
Y esta nueva elite, portadora de los tradicionales valores
morales, no será patrimonio de ninguna profesión o clase
social, sino que surgirá de todas ellas. Tensión espiritual
hacia lo trascendente, ánimo esforzado y persistencia en los
propósitos son características clásicas del hombre (o la
mujer, claro está) de elite. Y estas cualidades pueden darse muy
bien en un trabajador manual y, por el contrario, no estar
presentes en un científico. ¿Acaso podría calificarse de
hombre de elite al biólogo que se aprestase a realizar embriones
mitad humanos, mitad animales? Por el contrario, hombres así son
claros exponentes de la cultura de masas, amoral, carente de
norte.
Al desaparecer los valores aristocráticos, la sociedad actual se
caracteriza por un bajo tono moral. La cultura de masas es la
resultante de la "rebelión de las masas", y en esta
cultura no tienen ningún papel los héroes, que han sido
sustituidos por hombres comunes, demasiado comunes para el buen
gusto. ¡Y cuánto payaso y mequetrefe desfila por las pantallas
pequeñas y grandes!
La preservación de la sociedad del liderazgo de demagogos de
bajo nivel, exigiría, quizás, la introducción de elementos de
democracia orgánica en el actual sistema, pues se trataría de
facilitar con las modificaciones estructurales necesarias, el
acceso de las elites al poder, y dificultar el éxito de las
actividades de simples ambiciosos sin ideales.
Esta elite sería auténtica aristocracia, lo cual quiere decir
que estaría exenta del defecto de un aristocratismo excluyente,
propio de gentes sin fuste. Antes bien, su acción y su ejemplo
se proyectarían sobre el resto del pueblo, con la ambición
suprema de que la masa dejase de serlo; es decir que la masa
acabase convirtiéndose en conjunto de individuos. Con lo que el
"pensamiento único" quedaría destruido.
Esta nueva actitud ética debería influir en las artes y, a su
vez, ser estimulada por ellas. Literatura, cine, televisión,
bajo el imperio de este impulso renovador, lógicamente irían
abandonando la actitud actual de recrearse en las debilidades del
hombre, para progresivamente exponer y promover las virtudes
vigorosas. Concretamente en España, las actitudes derrotistas y
acomplejadas deberían cesar.
La religión se renovaría paralelamente y su influencia sería
determinante. Una ética sin religión está condenada a
devaluarse. Sólo el sentido trascendente que la religión da al
hombre, consolida a la ética con refuerzos definitivos.
Pero concretamente las Iglesias católicas, y más concretamente
la Iglesia de España, habrán de abandonar la filosofía
pacifista, pactista, de simple supervivencia, que parece que es
la que impera en sus filas. A pesar de los esfuerzos del actual
pontificado, no se acaba de salir de esa depresiva situación.
El nuevo movimiento habría de destruir estas tendencias
derrotistas que nada tienen que ver con la verdadera religión y
sí mucho con momentos coyunturales de la Historia que es
necesario superar. El progresismo ha demostrado su inoperancia en
orden a una revitalización del catolicismo. Pero esta
superación será más fácil que surja en el seno de los laicos
que en el del clero. De hecho, casi es un lugar común decir que
un defecto básico de la Iglesia es el de su condición
predominantemente clerical. Los nuevos vientos han de barrer el
clericalismo, lo cual no ha de ser nada malo para el mismo clero.
Existen ya poderosos movimientos de renovación cristiana de
carácter secular, los cuales son muy celosos de su autonomía.
Pero, sin duda, no se trata de sustituir al clero en sus básicas
funciones eclesiales. Esto sería un absurdo, más propio de los
sectores progresistas que del laicado tradicional al que me estoy
refiriendo. De lo que se trata es de que el laico sea mayor de
edad en el aspecto religioso, y de que, por tanto, sea tratado
como adulto por el clero. De lo que se trata es de que estos
laicos tradicionales influyan con su vigor para que la Iglesia
cambie de estilo, cambie de estética. Los sermones ñoños y
quejumbrosos deben ser abandonados, así como las canciones
lánguidas, de gusto pésimo.
Deberíamos caer en la cuenta de que la religión cristiana tiene
como quicio y fundamento la Encarnación divina. Algo de
carácter grandioso en grado sumo, que debiera ser rodeado de la
máxima pompa dentro de las limitaciones humanas. Todo lo
contrario de lo que habitualmente se hace, aunque en el pasado no
ocurría así. La religión no debe rebajarse al tratar de
conseguir una aproximación a la cultura de masas. No debe hacer
concesiones que la desnaturalicen. Por el contrario, debe ser su
ambición tener un papel protagonista en la regeneración de las
masas.
Los valores del dominio de sí mismo, de la austeridad, de la
castidad, de la fortaleza, etcétera, tienen que ser repuestos,
pues, evidentemente, han sido abolidos en la predicación. Esta
consiste habitualmente en una exhortación al pacifismo que,
aparte de no coincidir exactamente, en bastantes casos por lo
menos, con el tradicional mensaje de paz de la Iglesia católica,
resulta perturbador al convertirse en monotema. La religión
católica, al quedar de esta forma mutilada, se convierte en un
vago cristianismo pacifista que parece inspirado en Tolstoi. Con
el agravante de que no se predica, ni mucho menos, el ascetismo
que este escritor practicaba, o procuraba practicar. Y es que
vivimos en una sociedad hedonista, a la cual, al parecer, hay que
pagar un tributo, librándonos del lastre doctrinal que pudiera
perturbarla.
Al joven no le gusta este cristianismo débil. Además, intuye
algo falso, desde el punto de vista religioso, en esta postura.
Algo así como el resultado de una operación de mercadotecnia; y
que, para mayor inri, no ha resultado acertada; o, por lo menos,
lleva tiempo quedándose desfasada.
Al joven le gustan las palabras y los hechos vigorosos; las
disciplinas rigurosas; los ideales elevados; la lucha contra el
error, la falsedad y el mal. Muchos se sienten humillados cuando
se les induce a las prácticas sexuales y se les ofrecen
preservativos con este objeto. No hay duda de que también son
muchos los que sentirían personalmente llamados a cooperar si
surgiera un movimiento regenerador de contenido político,
filosófico y religioso, y de carácter eminentemente combativo.
Para lo cual, la doctrina del pecado original deberá ser
restaurada. Se dirá que nunca fue abolida. Oficialmente, no,
desde luego, pues esto no puede ocurrir. Pero, en la práctica,
los mensajes pastorales, como queda dicho, prescinden de este
dogma, y la base optimista en que se fundan pertenece, en
justicia, al espíritu de la Ilustración y, en concreto, a
Rousseau.
Y es esta doctrina del pecado original, de la naturaleza manchada
y deteriorada del hombre, la que impulsa al esfuerzo, al
mejoramiento de la conducta por el control de los instintos, a la
disciplina y a la austeridad; y, en resumen, a lo recio y
vigoroso. Todo lo contrario de las costumbres actuales, que
parten de que el hombre es bueno y, en consecuencia, todos sus
impulsos lo son.
Cuando se parte de esa base falsa, lo que instala es el puro
darwinismo social, y ahí están los resultados.
Y, como corolario, es muy conveniente considerar los llamados
"horrores del cristianismo" y compararlos con otros
horrores. Si comparamos a las víctimas del fanatismo religioso
cristiano, que ha existido, pues el mal está en toda naturaleza
humana; si comparamos estas víctimas con la enormidad de las
masas de víctimas causadas por el marxismo y el nazismo, nos
daremos cuenta de evidente desproporción. Estos dos últimos
movimientos fueron extremas y degeneradas consecuencias del
pensamiento de la Ilustración, del hombre sin restricciones
morales, librado a las leyes darwinistas, elevadas a norma
suprema. El marxismo asimiló el darwinismo para la lucha de
clases con vistas a la dictadura del proletariado, y el nazismo
hizo lo propio en favor de la lucha de razas con la meta del
predominio absoluto de la raza aria.
No hay más que recurrir a la lógica común para comprender que
una doctrina restrictiva como es la cristiana ha de suavizar la
conducta. Si no lo consigue del todo, y fracasa muchas veces,
esto no habrá que achacarlo a la doctrina, sino a la naturaleza
deteriorada del hombre.
Estas líneas generales de pensamiento podrían ser básicas en
un nuevo movimiento con ideal regenerador. Por su índole, por
colisionar de lleno con la realidad vigente, no es posible, hoy
por hoy, pensar en términos realistas en su posible triunfo.
Pero si éste no ha de contemplarse como factible en plazo breve,
lo que no resulta irreal es la posibilidad de sentar las bases
con vistas a un futuro más lejano. Dado el momento histórico
que vivimos, parece lógico pensar en la articulación de los
ideales expuestos en un movimiento político. Tampoco resulta
irreal suponer que este movimiento había de conseguir adeptos,
pues lo haría atractivo su orientación hacia la justicia
social, corrigiendo las leyes de un capitalismo inhumano; su
promoción del hombre, desmasificándolo y orientándole con
preferencia al cultivo de las ciencias del espíritu, con el
fomento de las artes y las letras; su neotradicionalismo
religioso, con la renovada reafirmación de los puntos
doctrinales esenciales y la promoción de la función
protagonista del laico en la Iglesia; su objetivo final de una
Europa confederada, compuesta de naciones soberanas, cada una con
su tremendo bagaje histórico, artístico y cultural, unidas en
un conjunto en el que los valores del espíritu dominarían sobre
el peso inerte de la materia; una unión sin parangón alguno en
la Historia, que aumentaría el voltaje de la irradiación que
Europa ha ejercido siempre sobre el resto del mundo.
Este movimiento, dadas sus características, no podría ser
clasificado, en estricta justicia, como de derecha, izquierda o
centro. Su función regeneradora de la sociedad, y por ende, del
mismo sistema democrático español, lo colocarían más allá de
estas consabidas denominaciones.
Aunque, naturalmente, habría de contar con que los adversarios
(que los habría de tener) lo encasillaran de forma interesada
para mejor desautorizarlo. Esto no debería ser motivo de
acomplejamiento alguno. Cuando se está seguro de la bondad de
las ideas, por importa el rótulo que les apliquen los enemigos
de ellas.
No se puede negar la historia política y cultural de España,
con sus luces y sus sombras, sus aciertos y deficiencias. Lo que
hay que hacer es aprovechar lo bueno del pasado y desechar lo
malo. De los Reyes Católicos a la Unión Europea, de Juan Luis
Vives a Xavier Zubiri, de Jorge Manrique a Juan Ramón Jiménez,
de Berruguete a Picasso o de Herrera a Gaudí, España ofrece un
acervo de realizaciones de suficiente magnitud como para no
desdeñarlo por mor de un mimetismo de lo foráneo que resulta
esterilizador y enervante. Por tanto, cualquier realización
futura debería contar con esta tradición, desdeñando tópicos
desvalorizadores que, junto con lo malo, arrasan con todo lo
bueno.
No se debe vivir aceptando el condicionante de los tópicos. Por
el contrario, es necesario denunciar lo que haya de falsedad en
ellos. El pueblo está capacitado para percibir el engaño de
ciertas fórmulas vertidas constantemente con fines interesados.
Aunque, igualmente, tampoco debe haber ninguna servidumbre hacia
los mitos, sean de la índole que sean. No hay por qué ocultar
hechos, si estos son verdaderos, aunque empañen la memoria de
determinadas figuras. Lo importante son las ideas, pues por
muchos errores y abusos que se hayan cometido en su nombre,
persisten como modelo inalterable que moviliza nuestras
energías. Los hombres son imperfectos y mortales; las ideas
rectas son inmutables y eternas.
La aspiración de este movimiento, desenvolviéndose en el marco
democrático que exige la Historia, debería ser, a corto y medio
plazo, la de influir en la política nacional, completando el
conjunto de influencias que gravita en su definición y que
adolece de esta ausencia.
Este movimiento no sería algo raro y aislado internacionalmente.
Precisamente en Estados Unidos, que es de donde parten las
corrientes, buenas o malas, que luego se extienden por todo el
mundo, han empezado a surgir en la última década muchos
movimientos (algunos muy poderosos en la actualidad, como
Christian Coalition) que traducen la angustia de grandes capas de
la sociedad ante el derrumbe de los valores cristianos que
siempre han caracterizado a esta gran nación. La reacción de
estos movimientos ha consistido en intervenir en la política con
vistas a invertir tal estado de cosas; pues coinciden en achacar
este deterioro moral a las elites afectas al macrocapitalismo, la
globalización de la economía, el mundialismo y el
multiculturalismo, y que son las que gobiernan el país.
El nacimiento en España de un moviminto de los rasgos
señalados, no sería propiamente una antigualla, algo
anacrónico, como pudieran pensar algunos irreflexivamente.
Quizás fuera lo contrario: un adelantarse a los acontecimientos
venideros.
IGNACIO SAN MIGUEL.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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