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Partitocracia y unificación de poderes.
Queremos agradecer a Don Gonzalo este artículo así como su apoyo y participación en las tertulias de ARBIL
1. La difusión del poder político. El
poder político es la efectiva capacidad de ordenar coactivamente
dentro de un grupo. Cuando ese grupo es muy reducido quizás en
algún caso la totalidad del poder sea asumida por una solo
persona; pero esa hipótesis tan excepcional no es un dato útil
para el análisis fenomenológico y la conceptuación realista.
En las formas políticas más antiguas, como las de Sumeria o
Egipto, a pesar del carácter sacro del soberano, el poder era
compartido por muchos: sacerdotes, nobles, soldados y
funcionarios. Y, a lo largo de los siglos, se han ido produciendo
movimientos de difusión del poder. A medida que el Estado
asumía nuevas funciones y crecía la población, se multiplicaba
el número de los «poderosos»: más autoridades y más
funcionarios, cada uno con su porción decisoria. Hasta el más
modesto de los agentes estatales ejerce algún poder no sólo
reglado, sino interpretativa y, en definitiva, discrecional. La
propia dinámica del Estado ha ido multiplicando los titulares de
potestades efectivas.
Otro factor ha contribuido a la difusión del poder, la pulsión
democrática o reivindicación política de los gobernados.
Situar en Atenas el origen de esta tendencia es una
simplificación; En las sociedades primitivas, trasunto de las
más remotas, hay fórmulas de participación popular. Los
iusnaturalistas, sobre todo los españoles del siglo XVI,
sostuvieron la mediación del pueblo para la configuración del
poder político. Pero fue Locke quien sentó los postulados de la
moderna teoría democrática. Desde finales del siglo XVIII, se
fue robusteciendo y generalizando en Occidente no sólo una
difusión funcional del poder político, sino también una
exigencia basal de ese poder. La extensión del sufragio en la
edad contemporánea es una clara expresión de tal proceso.
En la difusión del poder funcional hay jerarquización y unos
tienen más potestades que otros. En la difusión del poder
popular el proclamado igualitarismo del voto no impide que los
grupos de presión, sobre todo los sindicatos y los partidos,
establezcan gradaciones de poder entre los ciudadanos. El poder
es una realidad individual que hay que determinar en cada caso;
es muy dudoso que dos ciudadanos posean el mismo poder político.
En suma, el Poder es una abstracción. El Soberano solitario es
una ficción. La realidad es que en las sociedades todos son más
o menos poderosos. La cuestión ética y jurídica es la de
coordinar y distribuir esos poderes. No es un problema moderno,
sino remoto, afrontado por el Derecho público desde sus
inciertos orígenes. Puesto que el hombre tiende a mandar hasta
donde lo detienen, hay que ponerle limites, ya morales, ya
legales.
Aunque la Constitución inglesa de 1653 -Instrument of government
de Cromwell- se presenta como la primera moderna, lo cierto es
que todas las formas políticas han tenido su Constitución de
hecho. Y siempre ha habido difusión del poder político. Hay que
rechazar la idea elemental de que el fraccionamiento y la
limitación del poder político nacen con Montesquieu. Aunque
este doctrinario ocupe un lugar relevante en la teoría del
Estado.
Con precedentes tan lejanos como el de Aristóteles, se debe al
barón francés el esquema de los tres poderes. El ejecutivo, el
legislativo y el judicial. Pero cualquiera de ellos es asumido
por una pluralidad de administradores, legisladores y jueces,
todos ellos con potestades desiguales y diversas. La
clasificación trimembre -se ha llegado a distinguir hasta ocho
poderes- y la singularización son simplificaciones, quizás
útiles a efectos escolares, pero inexactas. Por ejemplo, el
poder judicial lo encarnan desde el más modesto miembro de un
jurado hasta el ponente del supremo tribunal; y lo encarnan
ocasional y temporalmente. También los abogados, los medios de
comunicación de masas y la opinión pública comparten de algún
modo ese poder jurisdiccional.
II. La fusión partitocrática de poderes. Puede concebirse un
modo lo institucional en que quienes elaboran las leyes, los que
gobiernan y los que dictan las sentencias sean recíprocamente
independientes. En la práctica, tal autonomía resulta de
complicada y dificultosa realización por la universal tendencia
humana a la invasión de las áreas próximas y a la extensión
del propio poder. Pero uno de los modelos constitucionales más
proclives a la fusión de las funciones legislativa, gubernativa
y judicial es la forma hay dominante de democracia: el Estado de
partidos o Partitocracia.
Las listas de los candidatos a los puestos electivos, desde los
municipales a los nacionales, las elaboran las cúpulas de los
partidos, sobre todo las listas de los parlamentarios que hayan
de redactar las leyes. Los diputados y senadores no son
independientes, sino dependientes del aparato u oligarquía
partidista. Quienes no se resignen a respetar la disciplina de
partido y voten al margen de ella serán eliminados. Es el
Gobierno quien presenta los anteproyectos de ley y quien con su
disciplinada mayoría acepta enmiendas.
Son también las oligarquías de los partidos triunfadores las
que ocupan el Gobierno y los altos cargos de libre designación.
Tienden también a ocupar con adictos la mayor fracción posible
del funcionariado. Sobre la burocracia técnica y no
estrictamente sometida se ejerce la presión jerárquica. El
aparato del Estado no es independiente, sino sometido a la
cúpula del partido o de la coalición victoriosa.
Es también la oligarquía partitocrática la que tratará de
controlar a los jueces, bien nombrándolos directamente, bien
ascendiéndolos discrecionalmente, bien condicionándolos a
través de un organismo rector de la magistratura como es el caso
en España del Consejo General del Poder Judicial, designado por
cuotas partitocráticas.
Aunque parezca paradójico. El modelo constitucional que
teóricamente afirma la recíproca independencia de las funciones
ejecutiva, legislativa y judicial es el que, de hecho, tiende a
institucionalizar la dependencia de administradores, Iegisladores
y magistrados respecto de la cúpula de los partidos. Como se
escribió a principios de este siglo, el líder de un partido
mayoritario en Francia tenía más poder que el emperador de
Alemania.
llI. La cuestión primordial. El problema político es que
gobiernen los mejores y que su poder sea limitado, es decir, se
espera calidad y garantías. La doctrina de la división de
poderes responde a la segunda cuestión, la protección frente al
despotismo mediante un sistema de contrapesos institucionales.
Unos legisladores que elaboren normas de interés general; unos
gobernantes que se atengan a dichas normas; y unos jueces que las
apliquen, incluso contra el Estado en el procedimiento
contencioso. De este sistema de contrapesos. El más importante
es el de la independencia de los jueces respecto de los
gobernantes. Que los gobernantes sean a la vez legisladores como
lo fueron Solon, Justiniano o Alfonso el Sabio entraña el
peligro de versatilidad del ordenamiento jurídico y de normas
privilegiadas o «ad personam». Pero que no quepa recurso contra
la injusta decisión de un gobernante es declarar al gobernado
impotente ante la iniquidad o la arbitrariedad.
El punto esencial no es el de la división de poderes, sino el de
la independencia de los jueces que arbitren los conflictos
interindividuales y los contenciosos. Esta vetustísima demanda
puede ser satisfecha de diversos modos. La que me parece más
eficaz es la selección de todos los jueces por cooptación, es
decir, por oposiciones públicas ante magistrados, y la
adjudicación de los destinos a petición propia según criterios
objetivos interpretados por el órgano que designen los propios
jueces.
Se acusa a este procedimiento de «corporativismo». Pero así es
como se ha seleccionado a las burocracias más eficaces y a los
cuerpos más eminentes de la Administración como los
catedráticos. Además, ¿quiénes más interesados en mantener
el nivel técnico y moral de la corporación que sus propios
miembros?
IV. Conclusión. Formalmente, el Estado de Derecho consiste en
que las leyes prevalezcan sobre las voluntades concretas. Es muy
importante que esas normas sean justas; pero es también
importante que los que las aplican e interpretan sean
independientes de las partes en conflicto. Cuando el Gobierno es
una de ellas no es admisible que el juez dependa de él. Unos
magistrados condicionados en su carrera y en sus sentencias por
el Gobierno, como en el tristemente célebre caso Rumasa,
constituyen una frontal negación del Estado de Derecho y una
privación de las garantías de b idas al gobernado frente al
arbitrio gubernamental.
La permanente reivindicación procesal y moral del gobernado no
es la más o menos ficticia división de poderes, sino la
independencia de los jueces. Y esa independencia, que puede darse
en varios modelos institucionales -por ejemplo, en el Imperio
romano-, tropieza con grandes obstáculos cuando se trata de una
Partitocracia.
«No existe la libertad -escribía Montesquieu- si el poder
judicial no está separado del legislativo y del ejecutivo»;
pero lo que no existiría es la condición verosímil para que
los tribunales den a cada uno lo suyo, o sea, la justicia.
G. FERNÁNDEZ DE LA MORA.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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