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La bondad en la conducta.
En nuestro artículo anterior ("¿Qué es lo bueno?" nº 22) comprobábamos que la bondad está en las cosas; que no es una invención de la mente o fruto del capricho de la voluntad. Sobre lo que es bueno o malo no caben opiniones, a no ser por ignorancia de la realidad. Precisamente concluíamos que existe un criterio objetivo: es bueno lo que acerca a Dios; es malo lo contrario. Porque Dios es nuestro último fin, es decir, donde, en último extremo, se halla nuestra perfección. De modo que en la medida en que podemos saber qué es lo que acerca a Dios, podemos también saber qué es lo bueno.
Ahora bien,
una cosa es la bondad de "las cosas", y otra la bondad de los actos humanos que
inciden sobre las cosas o permanecen en el interior de nosotros mismos. Esta última es la
que nos ha de ocupar en este artículo; y es del mayor interés, porque con nuestras
acciones es como nos labramos la perfección personal o la ruina. La cuestión es:
¿cuándo son buenos los actos humanos? ¿qué condiciones se requieren para poder
calificar de moralmente buenos a nuestros actos? ¿de qué depende su bondad? ¿cuándo
nos acercan o separan del último fin, que es Dios?
Lo primero que hemos de tener en cuenta al examinar nuestra conducta en vistas a su
calificación moral es lo que hemos hecho, es decir, el "objeto" de nuestro
acto: ¿Es bueno ese objeto?, porque ya vimos que el bien es algo objetivo, como "la
propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios gobierna el mundo
universo y la comunidad humana" . Por eso se dice que "el objeto es la primera
fuente de moralidad". ¿Está conforme lo que he hecho con la objetiva ley divina,
natural o evangélica?.
Esta es la primera pregunta necesaria; pero no sólo el objeto -lo que hacemos- es fuente
de moralidad. No basta la consideración del objeto para saber si un acto humano es
moralmente bueno o malo. Es más -enseña Juan Pablo II-"la moral -lo que es moral-
es cosa esencialmente íntima, interior", reside en la conciencia y en la voluntad,
que es donde, con sus actitudes y elecciones se expresa el "hombre interior" .
IMPORTANCIA DE LA INTERIORIDAD
El Papa advierte que "lo moral" de nuestras obras tiene, como es obvio, una
dimensión exterior, digamos visible, apreciable desde fuera (pasear, comprar, comer,
trabajar), que está en relación con las normas objetivas de la conducta humana (no
robar, no atentar contra la vida propia o ajena, etc.). Sin embargo, este hecho --la
existencia de esta dimensión exterior-- en nada modifica el hecho precedente, a saber,
que la moral es un asunto de conciencia y que sus exigencias incumben a la interioridad
del hombre.
"Cristo enseñaba moral. El Evangelio y los demás textos del Nuevo Testamento lo
demuestran sin lugar a dudas". Sabemos que el Decálogo, o sea, los Diez Mandamientos
de la ley moral natural -indicados expresamente por Dios a Moisés-, fue confirmado por el
Evangelio . Y recuerda Juan Pablo II que, al enseñar la moral, Cristo tenía en cuenta
estas dos dimensiones: la exterior, o sea, visible, social e, incluso,
"pública" y la interior. Pero, conforme a la naturaleza misma de la moral, de
"lo que es moral", el Señor concedia importancia primordial a la dimensión
interior, a la rectitud de la conciencia humana y de la voluntad, es decir, a lo que en
términos bíblicos, se llama "corazón". En diversos momentos y de diferentes
maneras, Jesucristo enseñó que: "lo que sale de la boca procede del corazón y eso
hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los
homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las
blasfemias. Esto es lo que contamina al hombre" : el mal que reside en el corazón,
es decir, en la conciencia y en la voluntad.
El Señor, por tanto, indica lo que está mal, las obras que son malas --y en consecuencia
contaminan al hombre, lo dañan--, y que son externas, visibles. Pero indica también
donde se encuentra la causa, la raíz de esas obras que, en definitiva, son una
manifestación de lo que hay en el interior. Si se extirpara la mala raíz no habría
malos frutos. Gráficamente lo expresaba el Papa en su mensaje de paz de 1984: "es el
hombre quien mata y no su espada y sus misiles"; "la guerra nace del corazón
del hombre".
Es lógico pues que se afirme que de las dos dimensiones de la moralidad de los actos
humanos, la que posee importancia primordial sea la interior: la dimensión "hacia
adentro" del hombre. Además, "existen normas --dice Juan Pablo II-- que atañen
de un modo directo a actos exclusivamente interiores. Vemos ya en el Decálogo dos
mandamientos que empiezan por estas palabras: "No desearás..." y "No
codiciarás..." y que, por consiguiente no se refieren a ningún acto exterior, sino
sólo a una actitud interior, relativa, en el primer caso, a 'la mujer de tu prójimo'; y,
en el segundo, a 'los bienes ajenos'. Cristo lo subraya con más fuerza todavía. Sus
palabras pronunciadas en el monte de las Bienaventuranzas, cuando llama 'adúltero de
corazón' al que mira a una mujer deseándola, fueron para mí --dice el Papa-- punto de
partida de largas reflexiones sobre el carácter específico de la moral evangélica en
esta materia" .
Importancia pues de la dimensión interior de "lo moral"; importancia de la
interioridad, de las intenciones, de las actitudes. "Pero --continúa Juan Pablo II--
no es eso todo. Sabemos que el Sermón de la montaña habla también de las buenas obras,
como la oración, la limosna, el ayuno, que el Padre ve en lo oculto".
Que la dimensión interior del acto humano tenga primordial importancia no quiere decir
que la exterior "lo que se hace" no afecte a la persona y no tenga
relevancia moral. La tiene, y mucha. "La ética católica no es sólo un conjunto de
normas, mandamientos y reglas de conducta" . No es sólo eso, pero es también eso.
Cristo tenía en cuenta las dos dimensiones del acto humano; que son justamente dos
dimensiones de un acto que es uno, aunque complejo. Por tanto, una simple "moral de
intenciones" o "de actitudes" que no valorase el objeto, las obras en las
que se plasman las actitudes e intenciones, seria una moral mutilada y, por tanto, falsa,
como un folio rasgado por cualquiera de sus lados ya no es un folio. El folio tiene dos
dimensiones, largo y ancho; si lo rompo por cualquiera de las dos deja de ser lo que era.
Un plato o manjar exquisito, con ingredientes de primera calidad, pero aderezado con unos
gramitos de arsénico, todo él resulta mortal de necesidad, aunque se haya elaborado con
la "buena intención" de alimentar al cliente.
Cualquier cosa mala, por muy buena que sea la intención con que se haga, no deja de
causar el mal; y el acto humano que la realiza--compuesto de lo subjetivo y lo
objetivo--resulta enteramente malo y daña siempre a la persona.
En efecto, el mismo Papa, que subyaraba la importancia de la dimensión interior de los
actos humanos, aclara que "no es suficiente tener la intención de obrar rectamente
para que nuestra acción sea objetivamente recta, es decir, conforme a la ley moral. Se
puede obrar con la intención de realizarse uno a sí mismo y hacer crecer a los demás en
humanidad; pero la intención no es suficiente para que en realidad nuestra persona o la
del otro se reconozca en su obrar" . Hace falta, además, que lo que se quiere sea de
verdad bueno.
LA LIBERTAD: CONDICION DE BONDAD MORAL
Juan Pablo II sigue ahondando en la cuestión: "¿En qué consiste la bondad de la
conducta humana? Si prestamos atención a nuestra experiencia cotidiana, vemos que, entre
las diversas actividades en que se expresa nuestra persona, algunas se verifican en
nosotros, pero no son plenamente nuestras; mientras que otras no sólo se verifican en
nosotros, sino que son plenamente nuestras. Son aquellas actividades que nacen de nuestra
libertad: actos de los que cada uno de nosotros es autor en sentido propio y verdadero.
Son, en una palabra, los actos libres (...) La bondad es una cualidad de nuestra
actuación libre. Es decir, de esa actuación cuyo principio y causa es la persona; de lo
cual, por tanto, es responsable" .
No significa esto que por el hecho de ser libre el acto humano sea moralmente bueno, sino
que la libertad es una de las condiciones varias de la bondad moral. Una condición
también importante, porque "mediante su actuación libre, la persona humana se
expresa a sf misma y al mismo tiempo se realiza a sí misma" ; es decir, va
realizando en sí misma un incremento de bondad, si la conducta es moralmente buena; si
fuera mala, el sentido de la libertad se vería frustrado.
IMPORTANCIA DE LAS OBRAS
En efecto, "la fe de la Iglesia fundada sobre la revelación divina, nos enseña que
cada uno de nosotros será juzgado según sus obras" . Son muchos, por cierto, los
momentos de la Sagrada Escritura en que se afirma que Dios retribuirá a cada uno según
sus obras; por ejemplo: Mt 5, 16; Apoc 2, 23; 22, 12; cfr. Rom 2, 6; Eccli 16, 15; 2 Tim
4; Sant 1, 21-25. "Nótese --indica el Papa--: es nuestra persona la que será
juzgada de acuerdo con sus obras. Por ello se comprende que en nuestras obras es la
persona que se expresa, se realiza y--por así decirlo--se plasma. Cada uno es responsable
no sólo de sus acciones libres, sino que, mediante tales acciones se hace responsable de
sf mismo" .
No parece que se pueda iluminar mejor la relevancia moral de lo objetivo, de las obras, de
los actos externos. Seremos juzgados por nuestras obras, porque ellas son
"criaturas" de nuestra libertad en las que nos hemos expresado y forman parte de
nosotros mismos.
"Es necesario--insiste el Romano Pontífice-- subrayar esta relación fundamental
entre el acto realizado y la pcrsona que lo realiza". Nuestras obras expresan siempre
lo que somos o, al menos, algo de lo que somos; y con ellas no sólo "hacemos
cosas", "nos hacemos" también a nosotros mismos: sabios o ignorantes,
justos o injustos, prudentes o imprudentes, lujuriosos o castos.
Pues bien, "a la luz de esta profunda relación entre la persona y su actuación
libre podemos comprender en qué consiste la bondad de nuestros actos, es decir, cuáles
son esas obras buenas que Dios de antemano preparó para que en ellas anduviésemos"
(...). Cuando el acto realizado libremente es conforme al ser de la persona, es
bueno".
"La persona está dotada de una verdad propia, de un orden intrínseco propio, de una
constitución propia. Cuando sus obras concuerdan con ese orden, con la constitución
propia de persona humana creada por Dios, son obras buenas, que Dios preparó de antemano
para que en ellas anduviésemos. La bondad de nuestra actuación dimana de una armonía
profunda entre la persona y sus actos, mientras, por el contrario, el mal moral denota una
ruptura, una profunda división entre la persona que actúa y sus acciones. El orden
inscrito en su ser, ese orden en que consiste su propio bien, no es ya respetado en y por
sus acciones. La persona no está ya en su verdad. El mal moral es
precisamente el mal de la persona como tal" . Esa ruptura, esa profunda división en
el interior del hombre se produce siempre que se obra mal, aunque sea con "buena
intención", pensando que se obra bien, porque es un hecho que entonces la persona no
está obrando conforme a la verdad de su ser. Quiérase o no, "la persona humana
realiza la verdad de su ser en la acción recta, mientras que, cuando actúa no
rectamente, causa su propio mal, destruyendo el orden de su propia ser. La verdadera y
más profunda alienación del hombre consiste en la acción moralmente mala: en ella la
persona no pierde lo que tiene, sino lo que es, se pierde a sf misma" .
Cuando es moralmente mala, la acción exterioriza o manifiesta el ser personal de modo
monstruoso. Cabe decir de tal acción lo que dice Santo Tomás del error de la mente: es
"un parto monstruoso". Se ha engendrado un monstruo, un ser deforme, que deforma
y carcome el propio ser, por la íntima conexión entre la persona y su obra.
PECADO "FORMAL" Y PECADO "MATERIAL"
Y es de advertir que esto puede suceder sin culpa, cuando --sin culpa-- se ignora que
realmente lo que se hace es moralmente malo. En este caso no hay pecado formal (como se
dice en Teología), y Dios no castigará la mala acción. Pero no ha dejado de producirse
un pecado material, es decir, una obra objetivamente mala, y que por tanto daña realmente
a la persona. Es preciso no olvidar que, lejos de lo que pensaba Lutero, lo que prohibe
Dios no es malo porque Dios lo prohiba, sino que Dios lo prohibe porque es malo: daña al
hombre, si no en el cuerpo, al menos en el alma, que es lo que más importa.
De hecho, cuando se obra mal, aunque sea por ignorancia, la voluntad se adhiere al mal, y
de este modo no puede hacerse buena, ni incrementar su bondad y su habilidad para el bien.
Es más, con tal adhesión, si se continúa largo tiempo, existe el grave riesgo de que,
al descubrir el error y salir de la ignorancia, la afición al mal se haya hecho tan
grande que ya no se quiera abandonarlo; lo cual llevaría consigo la aparición del
pecadoformal, responsable ya, y culpable.
Es muy importante tener en cuenta esa realidad, también en el tratamiento de enfermedades
psíquicas y situaciones extremas o de crisis que inclinan más fuertemente a ciertos
pecados. En un discurso a médicos psiquiatras, enseñaba el Papa Pio XII: "Una
última observación a propósito de la orientación trascendente del psiquismo hacia
Dios: el respeto a Dios y a su santidad debe refliejarse siempre en los actos conscientes
del hombre. Cuando estos actos se apartan del modelo divino, aun sin culpa subjetiva del
interesado, van, sin embargo, contra su último fin. He aquí por qué aquello que se
llama pecado material es una cosa que no debe existir y constituye por lo mismo, en el
orden moral, una realidad que no es indiferente".
"Una conclusión se deriva para la psicoterapia: ante el pecado material, no puede
permanecer neutral. Puede tolerar lo que de momento es inevitable. Pero debe saber que
Dios no puede justificar esta acción. Todavía menos la psicoterapia puede dar al enfermo
el consejo de cometer tranquilamente un pecado material, porque lo hará sin falta
subjetiva; y ese consejo sería igualmente equivocado, aunque tal acción pudiera parecer
necesaria para el reposo psíquico del enfermo y, por consiguiente, para la finalidad de
la curación. Nunca se puede aconsejar una acción consciente que sería una deformación,
y no una imagen, de la perfección divina" que el hombre es.
EL FIN NO JUSTIFICA LOS MEDIOS
Por supuesto, es peor hacer el mal con mala intención que con "buena
intención". Pero hacerlo con "buena intención" también es malo, aunque
sea para conseguir un bien todo lo grande que se quiera. Elfin no justifica los medios. El
buen fin hace bueno un medio indiferente y puede aumentar la calidad moral de una buena
acción, como cuando se hace un acto de simple justicia pero por amor a Dios. Lo que no
puede hacer nunca un buen fin es convertir en bueno un medio que de suyo sea malo. Cuando
se quiere el mal, aunque sea como medio para el bien, la voluntad, con su adhesión, ya se
ha contaminado, ya se ha hecho mala, y también su acto en su entera realidad.
Por otra parte, es un craso error pensar que de un mal puede seguirse algún bien para la
persona en su integridad. Podrá seguirse tal vez un bien físico, material, económico,
pero nunca un bien moral que es lo que realmente perfecciona a la persona.
Sólo Dios puede hacer que de las consecuencias del mal --no del mal en sí mismo-- se
sigan auténticos bienes para los que le aman. Pero Dios no puede querer el más mínimo
mal moral; por tanto, el hombre tampoco puede quererlo jamás.
Así por ejemplo, cuando se provoca el aborto, aunque sea con la "buena
intención" de procurar el bienestar material o psíquico, o social, de la madre, de
hecho se produce el peor mal para ella: se niega, o se pretende negar, con inhumana
violencia, lo que ella realmente es en lo más profundo: madre, dadora de vida; al tiempo
que se asesina a una persona inocente, su hijo.
Lo mismo cabe decir de los que ciegan artificiosamente las fuentes de la vida; los que
pretenden disolver el matrimonio; los que justifican-"por amor", dicen--las
llamadas relaciones prematrimoniales, u homosexuales; los que no dan importancia a la
masturbación; los que con apariencia de justicia niegan los derechos humanos, etc.
Suele decirse que "el infierno está empedrado de buenas intenciones". Y es muy
posible que sea cierto. La sabiduría popular comprende que no basta querer hacer el bien,
sino que es menester hacerlo; y para ello es indispensable la voluntad realmente buena,
sincera, de conocer el bien, de aprender a discernir el bien del mal. De lo contrario,
sería una vil hipocresía hablar de "buena voluntad"o de "buena
intención".
MIRAR LA REALIDAD
Y, por importante y fundamental que sea--como ya hemos visto--la intención,
"quienquiera conocer y hacer el bien debe dirigir su mirada al mundo objetivo del
ser. No al propio 'sentimiento', no a la 'conciencia', no a los 'valores', no a los
'ideales' y 'modelos' arbitrariamente propuestos. Debe prescindir de su propio acto y
mirar a la realidad"; porque "ser bueno quiere decir estar de acuerdo con el ser
objetivo; es bueno lo que corresponde 'a la cosa'; el bien es la adecuación a la realidad
objetiva" . *Todas las leyes y normas morales se pueden reducir a una--decía
Goethe--: la verdad". "Todas las leyes y normas morales se pueden reducir-dice
Joseph Pieper--a la reaiidad" ; "el hombre que quiere realizar el bien mira, no
al propio acto, sino a la verdad de las cosas reales" . Precisamente la reallidad es
el fundamento de lo ético. Lo que debe-ser está inscrito en el ser, en la verdad de las
cosas. Es bueno quien obra la verdad. Así lo dice Nuestro Señor Jesucristo: *'el que
obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque
han sido hechas según Dios" .
En las obras se plasma la persona; la persona se revela en sus obras. El mismo Jesucristo
decía: "las mismas obras que yo hago, dan testimonio acerca de mí, de que el Padre
me ha enviado" ; "si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las
hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el
Padre está en mí y yo en el Padre" .
¿Y cuál es la verdad más profunda que debe expresar nuestras obras? La que nos recuerda
el Papa: "la persona no es dueña absoluta de sí misma. Ha sido creada por Dios. Su
ser es un don: lo que ella es y el hecho mismo de su ser son un don de Dios. 'Somos
hechura suya', nos enseña el Apóstol, 'creados en Cristo Jesús' " . Somos
criaturas de Dios, somos de Dios, y Dios ha querido además que seamos sus hijos. Somos
hombres que, por gracia, son hijos de Dios. No somos hijos del mono. Por tanto, para que
sea buena nuestra conducta ha de conformarse con esta realidad maravillosa: la de nuestra
filiación divina. Todas nuestras obras han de revelar ese nuestro ser-hijos-deDios; han
de manifestar que al menos luchamos por ser buenos hijos, según el mandato amoroso y
sapientísimo del Señor: "Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto".
Antonio OROZCO . (ASOCIACION
ARVO )
"ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y
Crítica", es editado por el Foro Arbil
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