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Editorial.
Entre el retorno y la adivinanza
El hombre
de hoy se halla perplejo. Las grandes coordenadas de la cultura recibida se tambalean,
como fruto de un ataque sistemático demoledor. Los esquemas sustitutivos, desde la
democracia liberal capitalista a la democracia popular colectivista, han fracasado.
Aquélla, sacrificando la igualdad en aras de la libertad, no hace otra cosa que aumentar
las diferencias de nivel económico, no sólo entre las naciones, sino en el tejido social
de las mismas. Esta, como los hechos han probado al romper la magia seductora de la
propaganda, ha pisoteado la libertad en aras de la igualdad, y sumergió a los pueblos
donde se impuso por la fuerza, en la oscura mazmorra del hambre y de la esclavitud.
De otra parte, ambos esquemas sustitutivos, apartándose del Decálogo, han subvertido el
orden moral al que el hombre apelaba para el veredicto que su conciencia emitía sobre la
bondad o la malicia de sus actos.
El proceso secularizador, que deroga la ley divina y objetiva del Paraíso sobre la
ciencia del bien y del mal, tiene dos facetas: la liberal, que decreta la libertad de la
conciencia para emitir el dictamen ético, y la marxista, para la cual es bueno lo que
favorece al partido que propugna el cambio, y malo lo que lo daña, retrasa o impide.
En esta atmósfera, el hombre de hoy, perplejo, como decíamos, se halla confuso y
abatido. Más aún, se sabe y se siente zarandeado sin encontrar apoyos seguros en los que
aguantar y sostenerse cuando más lo necesita; porque la luz exterior falta en el reino de
la tiniebla y porque se apaga la luz interior cuando se oscurece, tambaleándose, la
doctrina en el mar agitado de la duda o del escepticismo.
La crisis personal y social de la etapa histórica que vivimos es alucinante. Están
ausentes, se pronuncian de manera contradictoria o han entrado en la complicidad las
grandes instituciones a las que, por ministerio u oficio, corresponde la misión de
despejar la tiniebla y confirmar la doctrina.
Nada extrañará, par tanto, que el hombre de hoy trate de buscar por sí mismo, en y
desde el aislamiento de su abandono, una razón que justifique su anhelo existencial. En
dicha tarea hace suya, según los casos, una de estas soluciones: o echarse de bruces en
el presente, siguiendo al pie de la letra, y olvidándose de toda reflexión madura, el
refrán que dice: "Más vale pájaro en mano que ciento volando"; y el
versículo del Eclesiástico que reza: "Mejor es perro vivo que león muerto"; o
detestar con ira y amargura, vejado y entristecido, ese tiempo presente, para intentar un
retorno o regreso, ya que "cualquier tiempo pasado fue mejor", o superar el
presente ingrato, sin retroceder a lo imposible, mediante la "huida a la quimera
utópica del futuro".
No creo que ninguna de las tres soluciones apuntadas lo sean en realidad.
Arrojarse plenamente en el hoy, significa tanto como renunciar a la lucha, escabullirse de
modo irresponsable en la crisis, acomodarse a ella para sacar de la misma el máximo
provecho, ahogar los sentidos y encallecer el alma con una actitud egoísta, incluirse
voluntariamente en el grupo innumerable de los que afirman que ellos solos no pueden hacer
nada o que, tal y como están las cosas, no hay nada que hacer.
El retorno al pasado para anclarse en él, como si todo el pasado, sin excepciones,
hubiera sido óptimo y ejemplarizante, es un error, y no sólo porque se trata de un
imposible ontológico, sino porque, aunque no lo fuera, lo admirable y estimulante del
pasado no está en lo pasado, sino en la fidelidad que en ese pasado hallemos a los
valores y las valencias de una cultura que ha sabido definir con acierto al hombre y a la
comunidad. Por eso, hay que distinguir entre la Tradición, que recoge esa fidelidad, y
las simples tradiciones, que pueden mancharla o conturbarla.
La huida al futuro, rompiendo u olvidando el hoy y el ayer, equivale a un distanciamiento
de la realidad concreta en la que el hombre pisa y que al hombre rodea. Se trata de un
salto en el vacío, de algo así como tirarse del avión sin paracaídas.
A nuestro modo de ver, cada una de las tres soluciones apuntadas no son más que
desviaciones de un núcleo común, que considero veraz y, a la vez, el único que,
aceptado y puesto en ejercicio, puede conseguir la superación de la crisis. No se trata
de conjugar las tres vías, sino de contemplar desde el núcleo las tres perspectivas.
La perspectiva del presente supone la presencia vital en el contexto, y no la lejanía
displicente, ávida de refugio alienante hacia el atrás o hacia el mañana; pero
también, como es lógico, el comportamiento riguroso, que rechaza la tentación que
incita al consenso o que supera con valor y reciedumbre la caída que ya se produjo en el
mismo.
La perspectiva del pasado no debe polarizar de tal modo nuestra atención que nos detenga,
dejándonos inactivos, al modo de una estatua de sol. El pasado nos brinda la experiencia
histórica, aporta los materiales que resultaron de buena calidad, garantiza la
identificación del hombre y de la comunidad política y evita el plagio incongruente y
enemigo de la Tradición verdadera.
La perspectiva de futuro, estimada a partir del presente y ligada a la continuidad en el
tiempo, fortalece tanto el propósito comunitario como el de cada individuo para proseguir
marginando todo tipo de depresiones, haciendo del hoy tenebroso un capitulo contingente y
atisbando en el más allá del hoy -lejos de la pura adivinanza sin fundamento-una época
distinta, traspasada por la luz de la verdad y dinamizada par cuadros operativos y
eficientes que la sirvan.
"ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y
Crítica", es editado por el Foro Arbil
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