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La emigración en España.
El problema que la inmigración ha planteado en Europa es grave. Con él, cierto tipo de propaganda enhebra reacciones de racismo y de xenofobia.
La cuestión es sumamente delicada y
exige rigurosidad en su estudio y tratamiento. Nada peor para ver
claro que su simplificación, primero, y la generalización de
las conclusiones, después; y nada menos acertado que
pronunciarse sobre un asunto tan complejo y difícil desde
prejuicios doctrinales o contemplándolo desde la aséptica
frialdad de un despacho y sin la vivencia objetiva de su
dramatismo. Si a ello se añaden las exigencias propias de las
democracias liberales, con su régimen de partidos políticos y
el deseo de obtener votos a cualquier precio, se comprenderá el
estado de confusión que envuelve en la actualidad al tema que
nos ocupa.
En otros países se puede advertir la enorme y casi obsesiva
preocupación por la llegada a sus respectivos países de un
número masivo de inmigrantes. En España es evidente, con sólo
salir a la calle, que el fenómeno se ha iniciado también y no
parece que se halle en vías de contención.
¿Cuáles son los principios que deben marcar la pauta para una
política honesta y, por ello, para un tratamiento adecuado de la
inmigración?
Hay, a mi modo de ver, dos principios que deben respetarse: el
reconocimiento del derecho a emigrar, es decir, a abandonar el
propio país para trasladarse e instalarse en otro, y el
derecho-deber a la defensa de la identidad histórica y cultural
de la nación. La línea de equilibrio -nada fácil, por
supuesto- entre ambos principios nos dirá hasta qué punto la
inmigración debe ser tratada con un criterio magnánimo o con un
criterio restrictivo.
Estas dos coordenadas esenciales han de ser matizadas por otras
que le sirven de complemento. Así, no es lo mismo la
inmigración procedente del entorno cultural de la nación que
recibe que la procedente de un entorno cultural distinto; no
puede merecer y recibir el mismo tratamiento la inmigración en
un país que la necesita con urgencia para su desarrollo, que en
un país superpoblado o con niveles altos de desempleo; no seria
justo tratar del mismo modo al inmigrante que cumple todos los
requisitos que exige el país de llegada que al inmigrante que
ingresa en él de modo ilegal o clandestino; no es lo mismo una
inmigración motivada por situaciones de pobreza que la motivada
por razones de carácter político o penal.
En cualquier caso, parece oportuno advertir y tener muy en cuenta
que nada o muy poco tiene que ver la inmigración a que ahora
asistimos hacia la Europa occidental y la que tradicionalmente
han conocido las naciones que la integran, a partir de su
constitución como tales. Esta inmigración, con todas las
fricciones que pudiera conllevar, y con todas las vicisitudes, a
veces dolorosas, de adaptación e inserción, tenía un alcance
restringido y privado, sin que produjera una convulsión
pública. La inmigración que pudiéramos llamar clásica, tenía
un carácter de normalidad. Proporcionada, prevista y controlada,
era asimilable, y a la primera o, como máximo, a la segunda
generación, se incorporaba plenamente a la comunidad de recibo,
dando, incluso, a la misma hombres ilustres. Sirvan de ejemplo,
los apellidos de origen irlandés, para nuestra Patria, y el
apellido español De Valera, clave en la independencia de
Irlanda.
Mantener ante la inmigración masiva, ilegal y procedente de
ámbitos culturales diferentes los módulos recibidos, supone
desconocer que el fenómeno es diverso y que sus consecuencias a
corto plazo son muy graves y que nada tienen que ver con las ya
conocidas. La ignorancia, por desinterés o provecho, de este
cambio radical de situación, equivale a aplicar a ésta -nueva y
sin precedentes inmediatos- un veredicto moral y un ordenamiento
jurídico por completo inadecuados. El tratamiento anterior
contemplaba un fenómeno simplemente inmigratorio. El tratamiento
actual y de urgencia ha de enfrentarse, no con la inmigración
clásica, sino con una auténtica -aunque, de momento,
pacífica-invasión.
Como ejemplos de emigración ordenada baste tener ante los ojos
la inmigración, por ejemplo, a Argentina o Chile -especialmente
la que programó de una manera razonable el gobierno de este
país -que, por una parte, estimuló y contribuyó al desarrollo
de ambos, al mismo tiempo que dio salida a excedentes de
población europea; y ello sin perjudicar en su esencia la raíz
y la conciencia hispánicas de ambas naciones. El rápido proceso
hispanizante de la numerosísima inmigración italiana a la
República Argentina es algo que emocionadamente impresiona.
Este tipo de inmigración, al proceder del entorno cultural
propio, no afecta a la identidad histórica de los pueblos
destinatarios de la misma y, por lo tanto, con todos los
inconvenientes que podría señalar un examen minucioso, tuvo un
carácter positivo, como la ha tenido, en última instancia, la
inmigración -incluso a plazo-de miles de españoles e italianos
a Alemania o Suiza, que no han producido ninguna reacción
colectiva de rechazo y que ha hecho posible muchos matrimonios
mixtos, colaboradores en la creación de una conciencia europea,
imprescindible para poner en práctica con éxito la unidad del
continente.
No hay duda que la inmigración presenta también aspectos
negativos. ¿Pero dónde está el fenómeno humano que no los
presente? La política, al servicio del bien común, no debe
desconocerlos ni orillarlos, y ha de intentar y conseguir, en
cuanto sea posible, eludirlos o combatirlos.
Entre los aspectos negativos hay uno que interesa destacar cuando
la inmigración se convierte en invasión. Esta invasión puede
localizarse en áreas territoriales concretas y convertirse en un
ghetto diferenciado, que se coloca en una posición tangencial,
encorsetándose e impermeabilizándose, ajeno a la vida y a los
ideales de la nación de llegada. Pero esta invasión puede
también mezclarse y diluirse en la totalidad del país de
recibo, cambiando su fisonomía externa y su propia identidad, al
modo de una colonización de sentido inverso. E1 primer tipo de
inmigración-invasión ha dado origen a conflictos muy cruentos
en muchas naciones de Europa, tal y como hay presenciamos con
angustia en la extinguida Yugoslavia. E1 segundo tipo de
invasión apunta a la denunciada islamización de Europa,
producida por la llegada a nuestros países de una corriente
migratoria mahometana, que podría lograr lo que no pudo
conseguir la Guerra Santa, sólo detenida heroicamente y por la
fuerza, en Covadonga, en la Marca Hispánica, en Viena y en
Lepanto.
Un examen detenido de los movimientos migratorios actuales,
equivalentes a una invasión, obliga a preguntarse por qué se
producen. La pregunta tiene, sin perjuicio de sus excepciones,
una respuesta: porque no hay puestos de trabajo en el país de
origen y porque se encuentra trabajo -mejor o peor remunerado,
desde luego-, en el país de destino. En general, nadie abandona
su patria por capricho. Nadie se desarraiga de su medio y se
lanza a una peligrosa aventura a no ser por una necesidad
apremiante, pero, y éste es el corolario de esa pregunta y de
esa respuesta: ¿por qué hay puestos de trabajo en las naciones
de Europa occidental? Pues, sencillamente, porque la población
activa disminuye como fruto de la anticoncepción y del aborto, y
porque las desviaciones finalistas del seguro de desempleo
producen la absurda contradicción, que en España escandaliza,
de que con un elevado porcentaje de la población activa en paro,
tirios y troyanos encuentren colocación entre nosotros sin una
excesiva dificultad. Si los pioneros de esta inmigración
alertasen a sus compatriotas con la noticia de que aquí -tanto
en España como en el resto de la Europa occidental- era
imposible encontrar trabajo, la inmigración se detendría. Los
que vienen, vienen, como es lógico, a trabajar, y trabajan
porque los nacionales no quieren.
La inmigración-invasión exige rectificar la política en todas
sus vertientes -la moralidad, la vivienda, las remuneraciones y
los impuestos- para que se fomente el matrimonio y la natalidad y
dignifique a la familia, tal y como ya se está haciendo,
después de nefastas experiencias, en algunas naciones del
continente. De este modo, cada nación -sin prohibir ni
entorpecer la inmigración que puede considerarse normal, ni
abolir sus contingentes previsibles- puede proveerse por si misma
de los brazos y cerebros que necesita sin plantearse, como hay se
plantea, la problemática de su identidad.
Si en algunas regiones de España, y especialmente en Melilla, el
planteamiento ya está sobre el tapete, la conducta, no sólo del
Gobierno sino de las Instituciones, ha de inspirarse, por la
razón apuntada del bien común, en las líneas que acabamos de
esbozar. Creo que los sindicatos debieran aproximarse a la
cuestión, de la que parecen marginarse, a pesar de que los
trabajadores, cuyos intereses dicen defender, son y serán los
afectados por esta inmigración-invasión de un modo más duro y
directo.
Esa política, humanitaria y cristiana al mismo tiempo, que
distingue entre inmigración licita e invasión ilícita, debe
contribuir al desarrollo y bienestar de las zonas de las que la
inmigración procede. No sólo para la defensa de la propia
identidad, no sólo para evitar la irritación y los
enfrentamientos sociales, que luego se deploran, sino hasta por
razones de tipo económico, es aconsejable que las inversiones,
bien planeadas, canalizadas y vigiladas, se dirijan a las zonas
de origen, creando riqueza y administrándola y distribuyéndola
con justicia. Me atrevo a pensar que la descolonización,
improvisada y alentada por la ingenuidad de algunos
descolonizadores, por la despótica decisión de los que deseaban
aprovecharse de ella y por quienes, a su amparo, intentaban otra
de signo diferente, ha dado origen, al paralizar las inversiones
creadoras de aquella riqueza, a la invasión tercermundista de la
Europa occidental.
España, sus autoridades, todavía están a tiempo de programar
una inmigración hispanomericana, necesaria y no problemática,
frenar la islámica, peligrosa y conflictiva, y promover en los
foros intenacionales las políticas de inversión en los países
de origen de los emigrantes para que estos crezcan y no sea
necesario que sus habitantes sufran la dolorosa necesidad de
abandonar su nación.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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