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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La cuestión de los fines y los medios.

Un buen fin no justifica los medios injustos

En una ocasión imaginábamos humorísticamente a unos sujetos un tanto perturbados por lecturas «políticamente incorrectas». Uno de ellos fue a un psiquiatra que le aconsejaba -para tranquilizarle- que se olvidara del supuesto orden entre los medios y los fines. «¿Qué importa que una cosa sea fin o medio? -decía el galeno-, en realidad, todo es fin y todo es medio, por eso nada es medio ni es fin... A lo que responde el paciente: Pues mire, doctor, esto mismo me dijo el zapatero. Tenía unos zapatos de excelente diseño. Pero yo tenía los pies grandes y no me cabían. La solución estuvo conforme con su teoría. Llamó al traumatólogo y me cortó los dedos de los pies. Ahora ya, fíjese, los zapatos me sientan perfectamente.

Pues claro que sí, hombre. Usted creía que el pie era el fin y los zapatos los medios: una vulgaridad. Hay que ser creativos. Por cierto, ¿por qué lleva usted ese vendaje en la cabeza? ¿Le duele acaso la abundancia de ideas inquietantes?

No señor, es que mi sombrerero tiene unos sombreros de exquisito formato, pero mi cabeza era demasiado grande. Por eso me limó el cráneo con mucho cuidado. Cuando me quite la venda, el sombrero me sentará de maravilla. Ahora lo entiendo todo doctor, creativamente hablando, si el fin es excelente, el medio puede ser execrable; perdón, quiero decir, que será también excelente, porque lo excelente y lo execrable en rigor son lo mismo y no existe ni lo uno ni lo otro, ¿no es así?

El lecho de Procusto

Esta especie de locura que consiste en prescindir, a la hora de actuar, del orden natural entre el fin y los medios adecuados, está muy difundida y explica gran cantidad de crímenes no sólo contra «la humanidad» abstracta, sino contra millones de personas concretas, con rostro, nombres y apellidos. Se adopta una conducta y se adapta como sea, el pensamiento, para justificarlo. Se construye una teoría moral y se hace como Procusto. Procusto no era el nombre de pila del mítico posadero de Eleusis. Se llamaba Damastes, pero le apodaban Procusto que significa «el estirador», lo cual sólo se comprendía cuando mostraba su sistema de hacer amable la estancia a sus huéspedes. Deseoso de que los más altos estuvieran cómodos en sus lechos, se aseguraba de que éstos tuvieran la medida exacta cortándoles (a los huéspedes) la porción sobresaliente de sus miembros. Y a los bajitos les ataba grandes pesos a los pies hasta que alcanzaban la estatura justa del lecho. Menos mal que Teseo, forzudo atleta, puso fin a las locuras del posadero devolviéndole con creces el trato que dispensaba a sus ingenuos clientes.

La vida real no es una especie de plastilina que pueda adoptar la forma que queramos. Hay una naturaleza de las cosas, unas relaciones naturales entre ellas, que configuran un orden de prioridades -lo contrario al caos-, una jerarquía de valores. Es más importante la cabeza que la mano; hay que conservar antes aquella que ésta; y, ésta, si caemos, instintivamente se adelanta a parar el golpe. Es más importante el coche que su cenicero. Si el cenicero está lleno de colillas no es sensato tirar el coche y comprarse otro, sino tirar las colillas y conservar el coche. Si hay que vacunar a un niño, es mejor que llore un poco que no lo haga y haber de enterrarlo prematuramente.

La secuencia del disparate

Un modo de «procustizar» la vida es adaptarla a nuestros deseos, a costa de lo que sea. ¿Deseo cortarme la mano?, me la corto. ¿Deseo cortar la del vecino? Se la corto. ¿Deseo acabar de una vez con un país molesto? Le lanzo una bomba de hidrógeno. ¿Me molesta el guardia civil? Lo mato. ¿No deseo embarazo, pero sí el placer? Me quedo con el placer y aborto. ¿Te duele la cabeza? Te la corto. Muerto el perro se acabó la rabia. ¿Deseo tener mucho más dinero, ya? Pues lo robo. Mejor dicho, «lo sustraigo». ¿Quién osará llamar «robo» a esto? Esto no es más que un desplazamiento de papeles de un lugar a otro (mi bolsillo). Sólo puede llamarse «robo» si alguien lo sustrae de mi bolsillo y lo traslada al de otro.

Procusto seguramente pensaría que todo el mundo había de juzgarle como una bellísima persona que merecía la medalla al mérito civil. Lo que sucedía es que no estaba en sus cabales y era un peligro público. Menos mal que no pasaba de ser un mito. Sin embargo, su talante y estilo ético no son un mito, son una realidad tan extendida que si los procustos volaran no se vería el sol. Vean ustedes a sesudos parlamentarios y elocuentes portavoces de partidos políticos, hablar de «interrupción voluntaria del embarazo», cuando se trata de legalizar el descuartizamiento de un niño o su defecación con la píldora RU-486. Hacen de hecho lo mismo que hacía en teoría Jean Paul Sartre: para afirmar la dignidad del hombre comenzaba negando a Dios y acababa diciendo que el hombre es un «ser vomitado al mundo», «una pasión inútil». Es la lógica macabra del ateísmo «lógico». También hablan de «muerte digna» cuando se trata de matar o rematar al abuelo por compasión; etcétera.

Cómo es el empedrado del infierno

No hace mucho un parlamentario reiteraba el aforismo tan viejo como falso: «el fin justifica los medios». Estamos en una sociedad que se entusiasma hasta perder el sentido ante «las buenas intenciones» y «los buenos deseos». Se olvida que «el infierno está empedrado de buenas intenciones y de buenos deseos», que ambas cosas -deseos e intenciones- figuran en el clásico refranero castellano.

Adviértase que nunca se ha dicho, que yo sepa, que el infierno esté lleno de gente de «buena voluntad». La voluntad es una cosa y las intenciones y deseos son otra. El infierno no admite voluntades buenas, porque la voluntad es algo muy serio, inconfundible con las intenciones. Se puede tener una buenísima intención y a la vez una voluntad perversa. Pongamos un ejemplo que hoy sólo irritará a una exigua minoría: Adolfo Hitler. ¿No tenía el hombre la buenísima intención de mejorar la raza aria y convertirla en la señora del mundo? ¿Qué insensato puede atreverse a juzgar las intenciones de Hitler? Sin embargo no hay duda: la voluntad de Hitler era perversa y no damos un duro por la piel de su alma, aunque le deseemos lo mejor en la vida eterna (nunca se sabe qué sucede en la persona a lo largo de ese corto viaje a «la otra orilla», que se llama muerte).

Lo cierto es que, por seguir con la sabiduría popular, el cielo puede estar lleno de gente equivocada, compatible con la buena voluntad y, en cambio, el infierno puede estar lleno de gente con certezas muy firmes y buenísimos deseos. ¡Hombre, lo que yo deseo no es matar al niño, sino salvar el bienestar de la madre! O sea, que defiendes el derecho de matar a un inocente ¿o no? ¡Es que mi deseo es sublime! Sí, claro, pero tu voluntad es criminal y tu pensamiento un caos. ¿O no?

¿Un buen fin con medios injustos?

Un error semejante consiste en pensar que pueden valorarse los medios con independencia del fin y viceversa. Creer que nos repugnan los medios de los terroristas a la vez que nos entusiasman sus metas. Es el error de pensar que cabe alcanzar un buen fin con medios injustos. «Esto -dice lúcidamente J. A. Marina- me parece falso sin paliativos. El fin incluye inevitablemente los medios con los que se pretende llegar a ese fin. El fin no es una idea abstracta, platónica, exenta, pulcra, incontaminada. Es la meta más el conjunto de todos los pasos que llegan a ella. Separar los medios y los fines es un logicismo que no encaja con el comportamiento real del ser humano (...) Eso es la más detestable de las falacias: la que deja en la ignorancia ciertas cosas para poder aprovechar la situación sin remordimientos. Se llama mala fe».

Un fin elegido, con resultado bueno, por el hecho de que se realice después del mal del que se ha seguido, no convierte en bueno a ese mal, puesto que el mal ya está hecho, ya es pasado, y no hay nada más inmutable que el pasado. El futuro puede cambiar. No faltan quienes aseguran que el futuro «ya no es lo que era». Pero el pasado no hay quien lo mueva. Si la voluntad ha hecho libremente el mal, ya se ha hecho mala y no hay quien lo pueda evitar. Lo mismo que con la sola intención y un buen deseo no puedo mover una silla o una mesa, a no ser en un escenario tipo David Copperffield. Con tales elementos no se puede convertir un homicidio en un nacimiento, ni un robo en una obra de misericordia.

Además, cuando los medios son elegidos libremente, son queridos; y por eso equivalen a fines que, en nuestro caso, son malos.

Los medios configuran los fines

Fines y medios no son valores independientes, que se puedan juzgar por separado, porque los fines de alguna manera proceden de los medios; si no, no se conseguiría ningún fin: nadie da lo que no tiene. Es absolutamente imposible que un medio injusto conduzca un fin justo; sería una tremenda contradicción. El fin alcanzado por medios injustos pierde su calidad de fin y no puede ser bueno. «La naturaleza de los fines está implicada en la naturaleza de los medios -dice J.M. Ibáñez-Langlois-. En cierto modo los medios contienen ya el fin; los procedimientos anuncian el resultado. Predicar, matar, conmover, forzar, orar, no son medios neutros que sirvan para cualquier fin: cada uno lleva implícito el resultado». La bala lleva consigo la muerte.

En ocasiones, algunos males traen bienes. Es cierto si hablamos de males y bienes físicos. Un río salido de madre arrasa un poblado, pero dispone la tierra para una fecundidad imprevista. Pero aquí estamos hablando en el orden de los valores éticos: de bienes justos o injustos. Cierto que un bien conseguido injustamente -por ejemplo, un millón de dólares robado-, puede proporcionarme muchos bienes materiales: un chalé de lujo, un yate fantástico, unos réditos suculentos, etcétera. Todo eso es bueno de suyo. Ahora bien, ¿es justo que yo disfrute de un chalé que he construido con dinero robado? El prolongado usufructo de un dinero robado, ¿no será, más que un bien, la prolongación e intensificación de una formidable injusticia? ¿Podré pensar que, en estas circunstancias, mi vida llena de cosas buenas y de limosnas generosísimas, es una vida noble, honrada y generosa? Antes no podía ni dar una limosna a un pobre. Pero, ¿podré decir que hice bien robando los cien millones de dólares porque ahora gozo de la magnanimidad de Robin Hood?

Pues bien, si la injusticia es aún mayor que el robo, como por ejemplo, el asesinato de un inocente, sea éste ciudadano adulto o hijo nonato, ¿podré pensar honradamente que el fin justo (el bienestar de algunos) hace buenos los medios injustos (la muerte producida a alguno)? ¿Será justo el bienestar de la madre (y de sus cómplices), una vez perpetrado el aborto directo? El robo, el aborto procurado, el terrorismo nunca engendrarán bienes justos. Pueden traer algunos bienes, por supuesto. Lo que nunca sucederá es que los frutos lleguen a ser justos: no hay fin justo cuando se emplean medios injustos. Donde se emplean medios injustos no caben fines justos. Lo que se logre así, por hermoso que resulte, no podrá ser más que un hermoso monumento a la injusticia.

Los fines requieren medios homogéneos. La paz no se consigue con violencia, sino con heroísmo. La justicia no puede venir de la injusticia. Dice la Sagrada Escritura: Concupiscentia spadonis devirginavit iuvenem, sic qui facit per vim iudicium inique (Sir 20, 2-3), que se traduce: «Como pasión de eunuco por desflorar a una moza, así el que ejecuta la justicia con violencia» (Biblia de Jerusalén); o «Como eunuco que pretende desflorar a una doncella, es el que a la fuerza hace la justicia» (Ecclo, 20, 2-3, Nacar-Colunga). La templanza no se adquiere saciando el apetito, sino dominándolo. La fortaleza no se consigue sin esfuerzo. De un mal físico puede venir un bien moral (la conversión a Dios, por ejemplo; o la unidad de la familia). Lo que es imposible es que un mal moral engendre un bien moral en la persona que lo realiza. La única manera es, con la gracia de Dios, convertirse, detestar y reparar en toda la medida posible el mal cometido y entregarse a la consecución del bien. Dios puede utilizar las consecuencias del mal para alcanzar un bien mayor. La Iglesia canta O félix culpa! por el pecado original, porque el inmenso amor ha movido a Dios a redimirnos mediante la cruz de su Hijo. Pero sin la misericordia de Dios estaríamos abandonados a la injusticia.

La sobrevaloración de intenciones, deseos y «buenos sentimientos», sin atender a la verdad, a la voluntad y a la justicia, conduce a la solidaridad con el crimen; convierte a una sociedad en cómplice de barbaridades que nunca habrían de suceder. Cuando se trata de cosas serias, conviene tener la cabeza fría y, si puede ser, los pies calientes. De lo contrario, la justicia, la democracia y, por supuesto, la ética, no serían más que zarandajas, palabras altisonantes para engañar a los incautos.

Antonio Orozco .


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