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Atreverse y arriesgarse.
Al hombre, campo específico de un combate espiritual, o se le concibe como un ser sólo inmanente o como un ser transcendente. Pues bien, de acuerdo con una u otra concepción, el Régimen, que presupone la sociedad en que el hombre vive, será configurado de una u otra manera.
Atreverse y arriesgarse. He aquí dos
verbos reflexivos, para tratar de conjugar ideológicamente.
Cuando reflexionaba sobre lo que debía escribir pensé en dos
posibilidades: una, poner el énfasis en la situación actual de
España; otra, acudir a los Principios, que, por un lado, nos son
consustanciales, y por otro, pueden proporcionar la luz
indispensable que se precisa para conocer las causas que han
provocado esa situación, a fin de buscar, encontrar y ofrecer
las soluciones adecuadas.
Opté por la segunda de las posibilidades; y de aquí la alusión
a los verbos reflexivos atreverse y arriesgarse; porque el
atrevimiento de la opción elegida, comporta el riesgo de que
pudiera entenderse que me despego de la realidad, que evado lo
concreto que nos inquieta y acucia, para irme por las ramas de lo
abstracto y subirme a las nubes de las teóricas exposiciones
doctrinales.
Espero, sin embargo, que se interprete así, y ello por dos
razones: porque el drama español de nuestro tiempo -enmarcado en
la crisis profunda de la civilización que heredamos- es tan
evidente y tan conocido que parece innecesario que nos recreemos
en su examen, y porque sólo la contemplación, asimilación e
incidencia operativa de un manojo de ideas hará posible un
proceso de purificación y de restauración, necesario a dos
niveles: el individual y el colectivo.
La semilla ideológica que hemos de echar en nuestro propio surco
y cuidar después con esmero, es la del rescate del hombre,
porque el hombre, como decía un gran Pensador, es el eje del
Sistema. ¿Y por qué hay que rescatar al hombre? Pues,
sencillamente, porque el hombre, seducido, está secuestrado. No
se trata de un secuestro físico -aunque halla secuestros
físicos- sino de un secuestro de su interioridad, de su mente y
de su conciencia. Al hombre, campo específico de un combate
espiritual, o se le concibe como un ser sólo inmanente o como un
ser transcendente. Pues bien, de acuerdo con una u otra
concepción, el Régimen, que presupone la sociedad en que el
hombre vive, será configurado de una u otra manera.
Para nosotros, el hombre es un ser que está en el tiempo y en el
espacio, es decir, en el Cosmos, influido y condicionado por él,
pero no aprisionado y encorsetado en él. El destino del hombre
no se encierra e incluye con el del resto de lo creado, sino que
salta sus fronteras y las trasciende para encontrarse con el
Creador. El hombre es criatura, evidentemente, pero es, por
delegación vicaria, "dominus", por decreto divino,
"icono Dei", y por la gracia, hijo de Dios.
Del lado opuesto, la concepción inmanente del hombre, le expolia
de tales calificaciones, para reducirlo a un ser biológicamente
más desarrollado, fruto de una larga evolución -por cierto no
probada- que ha permitido hacer de un bípedo implume un animal
dotado de razón y lenguaje. Con esa excepción, que le
singulariza en el muestrario del Cosmos, el hombre se inscribe y
circunscribe en éste de manera absoluta. El Cosmos le envuelve,
le absorbe, le incrusta, le identifica con él, sin que le sea
posible sustraerse ni liberarse de la finitud y caducidad del
mismo.
Pero hay más. El hombre es, por su propia naturaleza -y el hecho
nadie lo discute desde cualquiera de las dos posiciones
señaladas- un ser social. El hombre vive en sociedad, y esta
sociedad, "civitas hominis", una de dos: o contempla al
hombre como icono "Dei", y en tal caso ha de
construirse, como quería San Agustín, al modo de la ciudad de
Dios, "civitas Dei", o despoja al hombre de esa
cualidad sublime, lo achata e imanta a este mundo, y en tal caso,
el Príncipe de este mundo acaba convirtiendo la ciudad del
hombre en "civitas diaboli". De este modo, el combate,
que se presenta "ab initio" como una lucha en la
intimidad del ser de cada uno, individualmente considerado,
deviene una lucha por la configuración de la sociedad en la que
vivimos y, en consecuencia, por la superestructura, es decir, por
el Sistema, que cultural, económica y políticamente la preside
y gobierna.
El ambiente en que nos movemos y el entorno que contemplamos, nos
ofrecen, con respecto al hombre, una visión secularizada o
mundanizada, que acaba desconociendo o marginando su condición
de icono "Dei", y con respecto a la sociedad, un
alejamiento de Dios, una quiebra constante de la ley divina, como
rectora de su dinámica, que la va corrompiendo hasta el
laberinto sin escape de la "civitas diaboli".
Toda empresa de restauración de la comunidad exige, pues, la
primacía del rescate del hombre. Cualquier intento que pretenda
eludir la clave -el hombre - para sustituir, reemplazándolo, al
Sistema vigente, supone un trabajo, aunque ilusionado, inútil,
porque equivale a edificar sobre arena movediza.
Dibujemos, pues, las líneas maestras de la "civitas
hominis" si la queremos, para que cumpla su cometido, como
imagen o icono de las "civitas Dei". No me refiero
ahora a la Jerusalén celestial, ni a la Iglesia triunfante.
Pongo ante la vista, la convivencia trinitaria de las Personas,
que no está reñida con la unidad consustancial e indivisible de
un solo Dios. Esta diversidad de la unidad es la pauta de la
"civitas" o comunidad de la misteriosa, pero revelada
vida trinitaria.
La unidad de la "civitas hominis", por su
origen-naturaleza del hombre -y por su objeto- el bien común-
presenta, como la vida trinitaria, la diversidad de los que
rezan, de los que trabajan y de los que combaten. No quiere decir
ello que se excluya a los que integran cada uno de los tres
estamentos del quehacer de los otros, de que una barrera los
separe e incomunique en compartimentos estancos, de que no recen
los que trabajan, o de que no trabajen los que han de combatir.
Se trata del quehacer "ex oficio" o ministerial de cada
uno de ellos; y los tres quehaceres son fundamentales, de tal
modo que si en la sociedad no se reza, no se trabaja o no se
combate para defenderla, la sociedad se deshilacha y
autodestruye.
¿Y acaso, el ambiente en el que nos movemos y el entorno que
contemplamos, no nos ofrecen una sociedad en la que apenas se
ora, en la que el desempleo es estructural, en la que se ha
adormecido la voluntad de combatir? La disminución de
vocaciones, el paro y la objeción de conciencia son síntomas
que permiten un diagnóstico escasamente optimista sobre el
futuro de una sociedad en la que el deterioro de lo trinitario
-sotana, mono y uniforme; cruz, martillo y espada- afecta
inexorablemente a su unidad y, por ello, a la convivencia
pacífica de aquellos que la integran.
Tratemos, pues, de rescatar al hombre, para que sea posible el
rescate de la comunidad. Para ello es indispensable que haya
rescatadores, y que estos rescatadores tengan la dotación
doctrinal suficiente y el ánimo decidido de acometer la empresa
con el temple heroico que la misma, por su enorme dificultad,
demanda.
A tal fin sirve lo que me atrevo a llamar alegoría política del
fuego, porque el rescatador ha de recibir, como los Apóstoles en
la jornada de Pentecostés, su llama de amor viva, en frase de
San Juan de la Cruz, una llama que hace inasequible al
desaliento, que como en la escena bíblica de la zarza la hace
arder sin cesar pero no la consume nunca.
Las propiedades del fuego las han de hacer suyas los
rescatadores, porque el fuego calienta, ilumina, purifica,
endurece y ablanda. Y de todo ello necesitan los hombres y la
sociedad de hoy.
El fuego de los rescatadores desentumece y ha de calentar,
apasionar, poner en ebullición, acabando con la tibieza del
tiempo presente. A los tibios los vomita Dios.
El fuego de los rescatadores ha de iluminar hacia dentro la
inteligencia obnubilada por la confusión, y hacia fuera el
camino cubierto por la oscuridad. Hay que devolver la
transparencia.
El fuego de los rescatadores ha de purificar, quemando el
rastrojo, para arar de nuevo la tierra, y el magma que impide
sobre el metal la obra del orfebre. Hace falta la alegría
contagiosa de los corazones limpios.
El fuego de los rescatadores ha de endurecer nuestro barro
personal, que se deshace, con la fortaleza que tanto precisan las
voluntades debilitadas por las victorias del enemigo y por el
abandono de los viejos camaradas. Perseverar hasta el fin.
El fuego de los rescatadores, por último, ha de ablandar el
corazón de piedra, que se escuda en mil pretextos -disfraces del
orgullo y del egoísmo- para continuar impasible ante el caos.
Sin la fragua no podrá trabajarse el hierro en el yunque. El
amor de caridad a la Patria así lo exige.
El capítulo de la Historia que estamos viviendo es decisivo,
pero no está decidido el desenlace como un maleficio que no se
puede evitar y ante el que sólo es posible la resignación.
La esperanza es virtud del hombre itinerante y desaparece por
ello en la eternidad. Esa desaparición se hace cruel para el
hombre condenado. El dejar toda esperanza, que decía Dante al
referirse al infierno, adquiere el tono sublime de la maldición
divina.
Pero nosotros estamos todavía en el tiempo, y todo tiempo, como
devenir, incluye con la espera la esperanza. Continuar en la
empresa, a pesar de todo, es una cuestión de esperanza; y la
esperanza sólo se conserva y perfecciona con el amor, con el
fuego del amor sobrenatural, que calienta, ilumina, purifica,
endurece y ablanda lo que está frío, oscuro, manchado,
petrificado o débil.
¿Y acaso no padecen de esta múltiple enfermedad los españoles
de hoy? Queremos ser, con todas sus consecuencias, los
rescatadores que el momento demanda; y para lograrlo queremos
ser, igualmente, los hombres de fuego que España necesita. Lo
demás nos será dado por añadidura.
P. López
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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