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El prestigio de la transgresión.
Es necesaria la existencia de la coerción de la regla para que surja el transgresor. Para que haya transgresión, tiene que haber algo que transgredir
Aquel algo de osado, altivo y turbulento
que aureolaba a ciertas figuras de realidad y ficción de un
pasado no lejano, suscitaba no sólo la admiración muchas veces
oculta del hombre común, sino que les confería una suerte de
prestigio, cual si fuesen portadores de una luz, de una verdad,
no asequibles a la sociedad en que vivían, pero no por ello
menos consistentes.
No se avenían bien con las reglas por las que se regía la vida
de la burguesía dominante. Acababan contraviniéndolas, aunque
no por capricho, puesto que no ponían en duda la necesidad, o
bien la utilidad de su existencia para la gente vulgar. Pero
ellos obedecían a otra ley: la verdad que vivía en su
individualidad.
El siglo XIX, removido en sus cimientos por aquel gran
transgresor que fué Napoleón, fué rico en esos seres
soberbios. Lord Byron, despreciador de toda norma moral, llevó
una vida de exaltada rebeldía, y se retrató en sus personajes.
Manfredo, Haroldo, Conrado, Lara, son él mismo. Pertenecen a esa
arrogante estirpe el Julián Sorel de Stendhal, el Vautrin de
Balzac y muchos más. Recordemos al Montecristo de Dumas
tomándose la justicia por su mano. También, al Raskolnikov de
Dostoyevsky, probándose a sí mismo que está por encima del
bien y del mal, como Napoleón. La sombra de Nietzsche,
fundamental en la expresión de esta posición mental, parece
proyectarse no sólo hacia adelante, hacia el siglo XX, sino
también hacia atrás. Y es que la esencia de Nietzsche es
anterior a él mismo. Alguien ha apuntado que el autor del
"Zaratustra" probablemente había encontrado aliento en
la lectura de Dumas.
Es de sobra conocida la influencia del filósofo germano en los
movimientos ideológicos de la primera mitad del siglo que acaba.
Al paso, impulsa y robustece la figura del transgresor. Está
presente en Wilde, el gran réprobo, y su lord Henry Wotton,
apóstol del amoralismo; y muy expícitamente en D'Annunzio y sus
héroes inmorales. No otra cosa que un personaje nietzscheano es
el Strickland de W. Somerset Maugham, en su obra
"Soberbia" ("The moon and sixpence"). Y
Maugham es también un prestigioso heredero de Wilde. Como André
Gide y su "Inmoralista".
Tanto lord Wotton, personaje principal de "El retrato de
Dorian Gray", como Strickland y también Bel-Ami, arrivista
sin escrúpulos de Maupassant, se pasearon por las pantallas de
cine todavía en los años cuarenta, llevados de la mano de
Albert Lewin, director aficionado a la literatura, y
perfectamente encarnados por George Sanders, también un
personaje por sí mismo. Como también lo fueron, entre las
mujeres, las transgresoras Greta Garbo y Marlene Dietrich con sus
habituales papeles de heroínas más allá de las convenciones.
Como tantas otras figuras admiradas. En aquellos años todavía
conservaban su prestigio sombrío los contraventores y los
cínicos.
El soterrado culto que el hombre común les dispensaba a
distancia, movía a que los escritores confiriesen algunos de sus
rasgos a sus héroes, por muy del lado de la ley y el orden que
estuviesen. Sherlok Holmes, cuando se aburría, acostumbraba a
inyectarse cocaína, algo escandaloso en aquella época. Su más
directo y fiel descendiente, Philo Vance, no tenía reparos en
eliminar al criminal si éste iba a librarse del castigo por
incompetencia de las autoridades. Son simples ejemplos entre
otros muchos.
Ahora bien, se entiende que sólo una sociedad en la que rija un
complejo de normas morales podrá gestar este tipo de individuos
rebeldes. Es necesaria la existencia de la coerción de la regla
para que surja el transgresor. Para que haya transgresión, tiene
que haber algo que transgredir.
En la segunda mitad del siglo, el panorama cambia radicalmente.
La disolución de las normas morales, su sustitución por una
contramoral, nos ha conducido a una situación en que las figuras
de esos "hombres superiores", esos rebeldes
románticos, resultan carentes de sentido, y algún tanto
ridículas.
En sociedades donde todo lo que era antes vicio nefando y
corrupción se acepta y legaliza; donde la la homosexualidad, el
vicio innombrable, tiene prestigio y se equipara a la tendencia
normal; el aborto se ha convertido en una actividad cuasi
industrial; la pederastia apenas es castigada; el consumo de
droga se generaliza; los asesinos son bien cuidados y se procura
su pronta reinserción en la sociedad; donde, en fin, la
transgresión se ha hecho norma, resulta bastante inane, muy poco
impresionante, que un personaje como lord Henry Wotton (Wilde)
nos suelte las siguientes frases: "La belleza es algo
meramente superficial. Pero siquiera no es tan superficial como
el pensamiento", o "Los jóvenes de hoy se imaginan que
el dinero lo es todo. Y cuando se hacen viejos lo
comprueban", o "Nada es completamente cierto
nunca", o bien "La mejor forma de combatir el pecado es
ceder a él". Tampoco puede impresionar el majestuoso
Zaratrusta anunciando la revolucionaria "transmutación de
todos los valores".
Y es que la transgresión ha perdido todo su prestigio al
convertirse en costumbre aceptada. La excepción ha sido adoptada
como norma. La inmoralidad ha dejado de serlo con su
legalización.
Ya advirtió Chateaubriand, y lo demostró, que el cristianismo
había supuesto para la Humanidad un gran enriquecimiento desde
el punto de vista no sólo moral, sino artístico y filosófico.
Ahora, al seguir un dirección que muchos llaman postcristiana,
pero que más exactamente habría que denominar precristiana, el
hombre ha errado el camino. La vuelta al paganismo no supone
progreso alguno. Al admitir como habitual lo que antes no era
sino excepción mirada con temerosa fascinación, ha realizado un
trastrueque de valores de efecto devastador.
Y entre sus efectos colaterales está el haber reducido a la nada
el carisma, siquiera con relumbres luciferinos, del contraventor.
Este era hijo del Romanticismo. De un romanticismo liberal y
anticristiano, pero romanticismo al cabo. Algo desaparecido.
Si llegara a advenir de nuevo una época en que los valores,
ahora derribados, fuesen restablecidos, convendría que siempre
se tuviese en cuenta que la transgresión es cosa de pocos. Es la
excepción, no la regla. Y la excepción pertenece a seres fuera
de lo corriente, a quienes quizás nos sintamos tentados a
admirar, pero nunca debiéramos imitar. Porque no todos podemos
ser excepcionales.
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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