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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Los verdugos de la ética.

Occidente no ha podido ofrecer nada a la antigua Unión Soviética, salvo el señuelo de un materialismo práctico y liberal más eficiente y competitivo que el materialismo ideológico y estatalista.

Los acontecimientos del presente reciben muchas veces luz y comprensión de la lectura de textos ya antiguos. Hace ya más de medio siglo que León Trotsky escribió su biografía inconclusa de Stalin, y no es vana su lectura, pues ilumina lívidamente el espíritu que predominaba en los dirigentes comunistas de la Revolución Rusa. Y con este conocimiento, la situación de caos en que actualmente se desarrolla la vida rusa, resulta, hasta cierto punto, explicable. Por lo menos, algo menos sorprendente.

Puede apreciarse en el biógrafo una especial actitud derivada de una situación personal contradictoria. Era de prever su juicio negativo sobre Stalin, pues se trataba de su enemigo. (Fué asesinado por orden suya, en México, antes de poder completar su biografía). Pero la inquina de Trotsky se muestra, de forma significativa, algún tanto remisa a la hora de formular juicios morales. Sin embargo, no puede ni quiere abstenerse de hacerlo. ¿Cómo denigrar debidamente al enemigo sino por medio de juicios morales negativos? Otra cosa es si Trotsky tenía derecho a ejercer esta función de moralista. Un resto de coherencia intelectual le obliga a sentirse más a gusto cuando minimiza la actividad revolucionaria de José Djugashvili que cuando condena sus monstruosos crímenes y le llama super-Borgia y super-Nerón.

Pues el mismo Trotsky, en su libro "Su moral y la nuestra", conculca la moral -que él llama burguesa-, afirmando con cinismo agresivo que "moral es todo lo que ayuda a la revolución, e, inmoral, todo lo que la combate".

Admiraba casi sin reservas a Lenin, quien, después de fundar la Checa, desató el terror contra los mecheviques, social-revolucionarios y otros, y en carta al comisario del Pueblo Kursky, en 1922, escribía: "En mi opinión, puede ampliarse la aplicación del fusilamiento a todas las actividades mencheviques, socialrrevolucionarias y similares; se ha de hallar una fórmula que sitúe estos hechos punibles en relación con la burguesía internacional". Y, también al mismo Kursky y por las mismas fechas: "El tribunal no debe eliminar el terror, antes bien, debe establecerlo y reglamentarlo por principio, con claridad y sin adornos. Su articulación debe ser lo más extensa posible" ("Archipiélago Gulag", A. Solzhenitsin)

Participando con devoción de este espíritu claramente inmoralista, resulta incongruente que Trotsky se indigne por los actos de Stalin. Pero, sobre todo, muéstrase poco atinado. Porque todo el movimiento revolucionario ruso bolchevique, es decir, el que triunfó y estaba dirigido por Lenin y Trotsky principalmente, se sustentaba, claro está, sobre esta perversión del innato sentido moral del hombre; y, siendo esto así, era previsible, casi fatal, que el poder acabara al fin en manos de alguien como Stalin. No había que lamentarse, por tanto, de las presumibles consecuencias derivadas de unas premisas asumidas sin reservas.

A mayor abundamiento, si el poder hubiese seguido siendo administrado por Lenin o Trotsky, las depuraciones no tenían por qué haber sido menos extensas que con Stalin. Este obraba a impulsos de sospechas obsesivas (pues atribuía a los demás su misma torcida índole) y un implacable deseo de poder personal. Pero los dos primeros eran fanáticos ideólogos integristas (Trotsky, de teoría más radical), y ya sabemos los raudales de sangre que hacen derramar esta clase de líderes. El terror -y su sistematización- comenzó con Lenin, como queda expuesto.

Los cálculos revolucionarios resultaron equivocados porque el edificio comunista se construyó sobre arena. Destruyendo la "moral burguesa", eliminaron la moral a secas. Antes, Marx había levantado el acta de defunción de Dios. Así, el sistema estaba cancerado desde el principio.

En estricta justicia, no se puede decir que el comunismo haya fracasado, porque lo que construyeron estos inmoralistas no fué tal, sino una dictadura mafioso-burocrática, en la que todo rastro de fidelidad a la verdad y la justicia había desaparecido. Aunque sea un ejercicio inútil de ucronía, podemos suponer que si el movimiento revolucionario hubiese poseído el hálito cristiano que animaba a Simone Weil, hubiese tenido mayor consistencia y perdurabilidad. Pero el error grosero de aquellos "comunistas" fué destruir, junto con la clase burguesa, todo lo que erróneamente -e interesadamente- estimaban unido a ella como el efecto a la causa: la religión, la ética.

Obrando así, es cierto que quitaban obstáculos a la marcha revolucionaria. Siempre es más cómodo, y aparentemente más práctico, obrar sin escrúpulos morales que tomándolos en cuenta. Pero esto mismo, que facilitó su victoria inicial -que era la demolición de un sistema-, fué la funesta condición que impidió que el nuevo orden adquiriera robustez y permanencia, acabando demolido igualmente. Pues nada carente de espíritu puede vivir mucho tiempo.

Los horrores de aquel régimen fueron conocidos a su debido tiempo de Occidente, pero en modo alguno aceptados como tales por la flor de su intelectualidad. El fondo de justicia que teóricamente existía en la doctrina y el inicial movimiento marxistas, obnubiló las mentes de tal forma que convirtió en rabiosos defensores de un sistema criminal a personas aparentemente equilibradas y, sin duda, ilustradas. Ya en los comienzos, en la época leninista, André Bréton celebraba con increíble vileza la muerte de Anatole France (junto con la de Barrés y Loti), simplemente porque este escritor, de espíritu civilizado aunque irreligioso, y naturalmente inclinado a posiciones de izquierda por su amor a los humildes, pero escéptico y desengañado respecto de la naturaleza humana, pronto avizoró y denunció la degeneración del régimen comunista con sus abusos inhumanos. Octavio Paz describe sin paliativos en "El ogro filantrópico" aquella perversión del espíritu que impedía admitir la menor crítica del paraíso imaginario. Cita a Eluard, Aragon y Neruda que, de compromiso en compromiso, fueron aceptando falsedades, proclamando mentiras y cometiendo perjurios hasta realmente convertirse en unos desalmados.

Esta situación de mentira y depravación moral tenían que ir minando necesariamente el sistema hasta su extinción. Pero con la siniestra perspectiva de no tener una solución de recambio válida. Porque sustituir el discurso revolucionario por la adoración del becerro de oro; introducir en estos pueblos, donde la moral "burguesa" fué erradica, el culto al dinero, el egoísmo individual, el sálvese quien pueda, era instalar la ley de la jungla, el reinado de la mafia, el crimen organizado.

Y, en efecto, tal es la situación presente en Rusia. La inmensa mayoría de las actividades económicas tienen que ver con la mafia. Sobre todo, con la mafia del narcotráfico. La realidad es tan avasalladora que intelectuales de Moscú la definen como la "Gran revolución criminal", y la consideran una fase obligada, tras la cual una nueva generación quedará "limpia" y podrá dedicarse a actividades productivas legales. Lo cual no deja de ser un pronóstico, aparte de cínico, en exceso optimista. Entretanto, la mayor parte del pueblo, empobrecido y desamparado, piensa que, para él, la vida ha empeorado.

Occidente no ha podido ofrecer nada a la antigua Unión Soviética, salvo el señuelo de un materialismo práctico y liberal más eficiente y competitivo que el materialismo ideológico y estatalista. Es decir, la podrida panacea de moda. Por lo que se refiere a Dios y la moral "burguesa", también habían ido muriendo en Occidente, aunque no tan rápidamente y por decreto como en los países comunistas. De esta tarea se encargaron a dúo cierta planificación teledirigida de una sociedad de consumo, así como gran parte de la clase intelectual, filomarxista toda ella, y que, ahora, huérfana de referente, va siendo reciclada por el vigente liberalismo.

Todo comenzó cuando a alguien se le ocurrió pensar que Dios y la moral no eran sino proyecciones interesadas de la mente humana, y carentes, por tanto, de realidad externa. Esta teoría se extendió vertiginosamente y a todos los niveles. Y, sin duda, Dios no va a hacer acto de presencia para contradecirla. Tendremos que pechar con lo que hemos construído.

Ignacio San Miguel.


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