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la Verdad |
Editorial .
¿Cuál es la relación auténtica entre la Verdad y la libertad?
El tema, tratado por Juan Pablo II en su
encíclica "Veritatis splendor" (V.E.), es decisivo. El
Papa lo enfoca y lo trata con peculiar destreza. «La Fe -dice-
tiene un contenido moral suscita y exige un compromiso coherente
de vida (porque) a través de la vida moral la fe llega a ser
confesión», (V.E.n° 89).
La cuestión debatida trasciende de la pura controversia porque
incide y afecta, en primer término, a la salvación del hombre,
en segundo término al «modus vivendi» de las comunidades en
que el hombre como ser social habita, y, por último, a la
subsistencia de la civilización.
Ha escrito Arnold Toynbee -vale la pena recordarlo, aunque pueda
parecer a estas alturas un lugar común- que una civilización
perece al separar la moral privada -con su degradación
progresiva consiguiente- de la religión que la ha conformado.
Esta degradación, a su vez, conturba y arruina las estructuras
sociales, económicas y políticas de los pueblos enmarcados en
esa civilización, pues no hay «crisis más peligrosa -advierte
Juan Pablo II, en su encíclica- (que) la confusión del bien y
del mal (V.E.n° 93), que «la radical separación entre libertad
y verdad» (V.E.n° 88). «la descristianización, asevera el
Papa, no comporta sólo la pérdida de la fe, sino también, y,
necesariamente, una decadencia u oscurecimiento del sentido
moral» (V.E.n° 106).
Hoy se barajan conceptos distintos, que tienen como denominador
común su oposición a la sana doctrina. Tales son los de
creatividad moral, opción fundamental, ética de situación o
moral concreta y dinámica. En todos ellos aparece la «más
grave y nociva dicotomía: la que se produce entre fe y moral»,
(V.E.n° 88).
¿Qué se entiende por creatividad moral?: Que la conciencia es
la única fuente de la moralidad del comportamiento humano. Es la
conciencia del hombre, sin apelación a una ley superior
objetiva, la que pronuncia el supremo veredicto sobre la
conducta. ¿Y, es esto lo que se halla en el depósito de la
Revelación?
La ciencia del bien y del mal es una ciencia privativa de Dios.
En el Génesis está bien explícita la reserva. Al hombre le ha
confiado el Creador la rectoría vicaria de lo creado, pero no el
dictamen sobre lo que es bueno y lo que es malo. El texto
bíblico se pronuncia así: «de todos los árboles del Paraíso
puedes comer, pero del árbol del bien y del mal, no comas,
porque el día que de él comieres morirás». (Gen. 2, 17).
La pregunta moral, por lo tanto, no tiene contestación legítima
en la ciencia humana -es decir, a nivel de la conciencia- sino en
la ciencia divina, que se expresa en la moral objetiva revelada.
El «seréis como dioses» de la tentación, subraya la reserva
divina de la ley moral, pues arrebatando a Dios esa prerrogativa
la promesa mentirosa podría cumplirse. La conciencia humana, por
consiguiente, y como dice Juan Pablo II, «se halla en situación
de escucha y acogida, pero no de autonomía y menos aún de
creatividad (18-8-1983). la revelación de la ciencia divina,
sobre lo que es bueno y lo que es malo, se pone de relieve
-limitándonos a los textos fundamentales- en el Decálogo, en la
conversación de Jesús con el joven rico, y en las palabras de
San Pablo.
El Decálogo del Sinaí, las diez palabras de Dios grabadas en
piedra, los mandamientos de la ley que enumera el Éxodo
(20.1/17) no han sido abrogados; tienen valor de permanencia. No
se dictaron para una circunstancia histórica concreta y
pasajera. Cristo lo afirmó con énfasis: «No penséis que he
venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento» (Mt. 5.17).
El pasaje del joven rico es aleccionador: «Qué he de hacer de
bueno para conseguir la vida eterna». Y el Bueno, (Mc. 10, 18),
el Verdadero (I Jn. 4, 20), el Maestro de la Verdad, el que ha
venido a este mundo, como le dijo a Pilatos, para dar testimonio
de la Verdad, (Jn. 18, 37) y, también, por consiguiente, de la
verdad moral, de lo que es malo y de lo que es bueno, responde:
«Si quieres entrar en la vida eterna, guarda los mandamientos».
(Mt. 19, 16).
La Epístola de San Pablo (I Cor. 6, 9/10), de forma bien
explícita -y aludiendo, como el Papa repite, a «actos
intrínsecamente malos»-, los enumera al decir: «no os
engañéis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los
adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas (es decir, los
homosexuales), ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos,
ni los maledicientes, ni los rapaces, poseerán el Reino de
Dios».
La conciencia no es, por lo tanto, la fuente de la moralidad del
comportamiento humano; no cabe, pues, la creatividad moral que
enseña el libro al que estamos haciendo referencia, entre otras
cosas porque no se puede ser a un mismo tiempo juez y parte.
La tesis de la moral abstracta -que se denuncia como fixismo
estático-, frente a la moral concreta, que demanda, por el
dinamismo evolucionista, un juicio histórico para cada supuesto,
permite decir a sus detentadores, que no se puede emitir un
juicio moral abstracto ya que desde el punto de vista de la moral
concreta las circunstancias y la situación podrían establecer
legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir la
realización práctica con buena conciencia de lo que está
calificado por la ley moral como intrínsecamente malo.
Esta postura se emparenta con la llamada moral de intención.
Quienes apuestan por la misma entienden que los actos humanos son
moralmente neutros, por lo que, en sí, y objetivamente, no son
ni intrínsecamente buenos, ni intrínsecamente malosL
calificación moral del acto se ha trasladado de lo objetivo
neutral a la intención subjetiva del agente. De aquí, que robar
sea bueno si se roba con la intención buena de dar lo robado a
los pobres; como pudo ser buena la crucifixión de Cristo si la
intención de los que le crucificaron fue la de castigar la
blasfemia de proclamarse hijo de Dios, o, simplemente, rey de los
judíos.
Pero toda la argumentación de la nueva Teología es falsa, pues,
como nos recuerda la encíclica, «los preceptos morales
negativos que prohiben algunos actos o comportamientos concretos
como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción
legítima (y) no dejan ningún espacio moralmente aceptable». No
es posible, asegura Pío XII, transferir la moralidad de una
acción de la ley objetiva a la intención subjetiva, de la norma
promulgada sobre el bien y el mal, al juicio que subjetiva y
unilateralmente se formula sobre la conducta, ignorando o
eliminando aquella norma (18-4-1992). Por ello, «con cualquier
pecado mortal cometido deliberadamente , el hombre ofende a Dios,
que ha dada la ley, y a pesar de conservar la fe pierde la gracia
santificante» (n.° 67 y 68).
Cuanto se acaba de exponer lleva a una conclusión y a un
planteamiento. La conclusión es, al mismo tiempo, la respuesta a
la pregunta moral sobre lo bueno y lo malo. El planteamiento se
refiere al núcleo medular del problema, que no es otro que la
tensión entre la Verdad y la libertad.
La respuesta a la pregunta moral implica una remisión a la
única fuente de la moralidad, que no es la conciencia, ni
tampoco la ley positiva, ni el criterio mayoritario, «ni la
ponderación de los bienes y los males previsibles» (V.E.n.°
77) «ni la intención, ni las circunstancias, ni las
consecuencias» (V.E.n.°74). La única fuente de la moralidad
del comportamiento humano se halla en la «ciencia del bien y del
mal», que Dios conoce y ha manifestado a través de la ley
natural, escrita por Dios en el corazón del hombre, (Rom. 2,
14/16), y que él, por tanto, no se da a sí mismo, y a la que
debe obedecer.
El binomio Verdad-libertad, que subyace en lo más profundo de la
controversia, lleva de modo inexorable, cuando se enfoca
debidamente, a las situaciones de crisis a las que aludíamos al
comienzo. El Papa es tajante en «Veritatis splendor»: «no hay
libertad fuera o contra la verdad, porque si el hombre añora el
bien», «el bien de la persona es estar en la verdad y realizar
la verdad» (V.E.n°84); y es lógico que así sea, porque la
verdad es un fin y tiene carácter absoluto, en tanto que la
libertad es tan sólo un medio y tiene carácter relativo. Si en
el mundo de las matemáticas se afirma, negando la verdad y
abusando de la libertad, que dos más dos son cinco, se trastorna
el orden complejo de las ciencias exactas y de sus derivados.
Pues bien, de igual modo, la realización de actos que la Verdad
revelada, norma universal y objetiva de moralidad, define como
intrínsecamente malos, cualquiera que sean las razones que se
aduzcan para considerarlos lícitos, no sólo «ponen en
discusión todo el patrimonio de la doctrina de la Iglesia»,
como ya dijo Pablo VI (Alocución a la Congregación del
Santísimo Redentor, en septiembre de 1967) sino que en frase del
Vaticano II corrompe la civilización humano («Gaudium et
spes», n° 27).
Por eso encabezamos esta editorial con la rúbrica «Entre la
Verdad y la libertad». El libre albedrío, si de él hacemos un
uso noble, puede hacer que habitemos en la Verdad, y que seamos
auténticamente libres (Jn. 8, 32). Decía Ramón y Cajal que el
hombre es el escultor de su propio cerebro, apuntando a la idea
de que el hombre se moldea a sí mismo, positiva o negativamente,
por media de su libertad. En la medida en la que el hombre opta
por la Verdad moral se libera del lastre de la concupiscencia,
fruto del pecado del Paraíso. En la medida, por el contrario,
que cae en la tentación que le ofrece la concupiscencia triple,
se encadena a la misma y queda esclavizado, perdiendo su
libertad. Lo enseña a la perfección Juan Pablo II en
«Veritatis splendor»: «la libertad no sólo es la elección
por ésta o aquella acción particular sino que es también
decisión sobre sí y disposición de la propia persona a favor o
contra el Bien», (V.E.n.°65). «Nosotros somos-por lo tanto y
en cierto modo- nuestros mismos progenitores, creándonos como
queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que
queremos» (V.E.n.°71). "Suae quisque fortuna faber",
cada uno es el artesano de su propio destino».
A la «exaltación idolátrica de la libertad» (V.E.n.°54),
origen de las posturas que desde un radicalismo subjetivista
(V.E.n.° 32) contradicen la «sana doctrina», hay que oponer
que, como fruto del pecado original, el hombre necesita ser
liberado del mal uso de la libertad, que su libertad sea liberada
del peso de la concupiscencia que le induce al abuso del libre
albedrío. A la tarea redentora de Cristo corresponde esa
liberación de la libertad. «Para ser libres nos libertó
Cristo, para no dejarnos oprimir bajo el yugo de la esclavitud»
(Gal, 5, 11). No es la libertad la que crea la verdad -lo que nos
llevaría a la incertidumbre permanente acerca de la misma- sino
la Verdad, Cristo, -el que afirmó «yo soy la Verdad», (Jn. 14,
67)-, es el que nos dice qué es y para qué sirve la libertad; y
para lo que no sirve, desde luego, es para liberar al hombre de
la obligación de obedecer en su conducta a los Mandamientos. Hay
que respetar, por ello, la libertad de la conciencia, evitando
coaccionarla, pero no hay libertad de conciencia para suplantar
con la conciencia del hombre la Verdad divina sobre el bien y el
mal. No se puede -afirma Juan Pablo II-, «erradicar la libertad
humano de su relación esencial y constitutiva con la Verdad»,
(n.°4). Ya decía Santa Teresa de Jesús: «¡Oh libre
albedrío, tan esclavo de la libertad, si no eliges la Verdad»
(Ex. 15, 1); y San Pablo añade: «no toméis de esa libertad
pretexto para la carne» (Gal. 5, 13).
La frase «estar como el pez en el agua», que tanto se repite
para dar a entender la situación de bienestar, ejemplifica la
del hombre que vive en la Verdad. E1 pez que en el supuesto de
que tuviera libre albedrío, optara por salir del agua o morder
el anzuelo, hacienda uso de su libertad, la habría perdido.
El binomio Verdad-libertad incide y afecta al Sistema político,
porque la Política ordenada al bien de la persona y de la
comunidad no puede marginarse de la ética; y aquélla y ésta se
benefician o perjudican en función del concepto moral recta o
equivocado que se asuma.
Hoy por hoy, adscribe Juan Pablo II en «Veritatis splendor»,
existe el riesgo -riesgo evidente a todas laces, me permito
añadir- «de la alianza entre democracia y relativismo ético»
(V.E.n.° 101). El riesgo parte de la inversión brutal de
valores que implica la relativización de la Verdad moral, y de
la consideración de la libertad como un absoluto a la que todo,
sin excepciones, ha de someterse. Se olvidan así dos cosas: la
primera, que la democracia tiene tan solo una dimensión procesal
-es un método de elección de legisladores y gobernantes- y no
una dimensión substantiva, que no es otra que el bien común
integral. Por tanto, si del bien común forma parte el
conocimiento y el respeto a la Verdad, incluida la Verdad moral,
de ningún modo puede admitirse la utilización del
procedimiento, es decir, lo accesorio, para atropellar al bien
común, relativizando y quebrantando las exigencias morales de la
Verdad. «la doctrina moral no puede depender ciertamente de un
procedimiento (que), no viene determinado en modo alguno por las
reglas y formas de una deliberación de tipo democrático» (n.°
113).
En esta línea de pensamiento hay que evitar torcidas
interpretaciones acerca del mal menor, porque el mal menor -por
razones de muy específica calidad- puede tolerarse, pero no
puede hacerse. Una cosa es padecer el mal, como sujeto pasivo, y
otro hacer el mal activamente. De aquí, que no sea lo mismo
soportar, en nombre del mal menor, la legalización del aborto
que votar a un partido que en su programa promete legalizarlo o a
otro que asegura que mantendrá su legalización.
No es lícito hacer (que no es lo mismo que tolerar) el mal, no
ya sólo para evitar otro mal mayor, sino incluso, como ya
decíamos, para lograr el bien (Rom. 8, 3). Las excusas que
pudieran encontrarse en las corrientes de doctrina moral que
hemos examinado no concuerdan con la sana doctrina del contenido
moral, específico y determinado, de la divina Revelación, que
es universalmente válido y permanente, «semper et pro semper»
(V.E.n.° 52).
El orden de la salvación no puede marginarse, ni alejarse, ni
independizarse del orden ético. La Verdad moral fue reafirmada
-y más arriba lo indicamos- por quién dijo «Yo soy la
Verdad», pero también la Vida, y el Camino hacia la Vida a
través de la Verdad. Cristo -lo indicábamos antes- no sólo es
la Verdad, sino el Verdadero, y no sólo la Bondad, sino,
también el Bueno; y el Bien supremo (Dios) y el bien moral (que
conduce a Dios) se encuentran en la Verdad, como se dice en
«Veritatis splendor», (V.E.n.° 99)..
"ARBIL,
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