|
Ayuda a difundir
la Verdad |
Don Pelayo, el vencedor de Covadonga.
El símbolo de una sociedad, que tras su caída lucha por reconquistar la libertad nos sirve como modelo para reconquistar una sociedad invadida por otros bárbaros.
Su origen
Era don Pelayo (718 - 737) un noble de sangre real, hijo del
duque Favila y nieto del rey Recesvinto, como se lee en algunas
crónicas.
Por intrigas que tuvieron lugar en la corte del rey Vitiza, éste
redujo a prisión o dio muerte a Favila, padre de don Pelayo, el
cual, temiendo ser víctima de la ira del rey, como su padre,
huyó a Cantabria, donde tenía deudos y amigos muy significados.
Peregrinación a
Jerusalén
El vengativo Vitiza trató de buscar y prender a Pelayo; pero
éste, no creyéndose seguro en España, determinó marchar
peregrino a Jerusalén, a donde fue acompañado de un caballero
llamado Zeballos. Según afirma el P. Mariana en su Historia de
España, aún existían en el siglo XV, en el pueblo de Arratia
(Vlzcaya) los bordones de don Pelayo y sus compañeros, que
habían usado en su peregrinac1ón a Tierra Santa.
En la corte de D.
Rodrigo
Vuelto a España, y muerto Vitiza, en los disturbios que se
siguieron para nombrar sucesor a la corona, Pelayo abrazó la
causa de don Rodrigo, y aparece en la corte de éste con el cargo
de conde de espatarios o de la guardia del rey.
Cuando la invasión árabe estuvo en la batalla del Guadalete y
allí se distinguió por su valor y proezas.
Después de esta desgraciada batalla, los magnates godos huyendo
de la servidumbre de los árabes, buscaron asilo, unos en la
Septimania gótica (Francia), pero los más en el norte de
España y principalmente en Asturias. Don Pelayo parece que se
refugió en Toledo.
Traslado de las
Santas Reliquias a Asturias
El arzobispo de Toledo, Urbano, al ver que los moros se iban
aproximando a la ciudad, quiso evitar que las sagradas Reliquias,
que allí se guardaban, cayesen en poder de los mahometanos.
Dichas Reliquias, de gran estima y valor, habían sido recogidas
y traídas por los cristianos desde Jerusalén, cuando Cosroes,
rey de Persia, se apoderó de aquella ciudad, y después de
recorrer con ellas el Norte de Africa, fueron traídas a España,
y se hallaban en aquella fecha en Toledo. A dichas Reliquias
unió el arzobispo la vestidura entregada por la Santísima
Virgen a San Ildefonso, y las obras de San Isidoro, San Ildefonso
v Juliano. Entre los nobles y ricos ciudadanos de Toledo, que
acompañaron al arzobispo en su huida hacia el norte de la
península, se hallaba don Pelayo.
Llegó la comitiva en su recorrido a Asturias, y buscando la
mayor seguridad, depositaron las Reliquias en una cueva excavada
en una montaña, llamada hoy día Monsacro, en Morcín, a unos
diez kilómetros de Oviedo.
Allí permanecieron escondidas hasta el reinado de Alfonso II el
Casto, en que este monarca mandó trasladarlas a Oviedo e hizo
construir para su custodia una iglesia dedicada a San Miguel
Arcángel, llamada hoy Cámara Santa.
Don Pelayo, Rey
En Asturias se habían refugiado multitud de cristianos, huyendo
de los árabes invasores, Nobles y plebeyos, olvidando
diferencias de clase, se reunieron y decidieron aprestarse a
combatir al común enemigo, sin importarles, lo desigual de la
lucha que iban a emprender.
Su primer acto fue elegir un caudillo que reuniera las
excepcionales cualidades que aquellas circunstancias tan graves
requerían.
Todos pusieron los ojos en Pelayo, príncipe de la real sangre de
los duques de Cantabria, que a la nobleza de la estirpe unía la
fama de sus hazañas y, con arreglo también a las prescripciones
del Fuero Juzgo, fue elegido rey, en cuya persona se anudó la
monarquia gótica, aunque en situación muy precaria.
El modo de aclamar por rey en aquella época consistía en alzar
al elegido sobre el pavés o escudo. Parece que tuvo lugar este
acto el año 716 o 718, en Cangas de Onís o Covadonga, entre
cuyos lugares existe el llamado Campo de la Jura.
La invasión de
Muza
Al invadir los árabes a España, uno de sus caudillos, Muza,
vino en su expedición por Asturias, llegó a la ciudad de Lucus
Asturum, hoy Santa María de Lugo, cerca de Oviedo, la tomó y
arrasó, continuando hasta Gijón, donde dejó a Munuza de Walf o
gobernador, retirándose el ejército musulmán, una vez
terminada la campaña, y dejando guarnecidos algunos 1ugares
estratégicos, para garantizar la 8eguridad del terreno
conquistado.
Munuza pide auxilio
al emir de Córdoba
Enterado Munuza del levantamiento de los cristianos y de la
elección de Pelayo, mandó al momento emisarios dando cuenta y
pidiendo auxilio al emir de Córdoba, Alahor. Envío este a su
lugarteniente, Alkama, con un grueso ejército a someter a los
sublevados. Alkama llevó en su compañía a don Opas, prelado de
Sevilla, para que le ayudase con su autoridad cerca de don
Pelayo, de quién era pariente próximo, a fin de que se
sometiesen él y los suyos. Y por si Munuza o algún otro
gobernante les tenía agraviados, les hiciese presente que se
haría justicia y depusiesen las armas, y considerasen como una
locura el oponerse a los árabes invasores, pues no dudaran que
el final sería desgraciado para ellos.
Alkama en Asturias
Alkama entró en Asturias, lo más probable por el puerto de
Tarna, por donde han tenido lugar otras invasiones,
conservándose aún para defender el paso dos castillos de origen
romano a orillas del río Nalón, el de Villamorey (Sobrescobio),
en ruinas, y el de Condado (Laviana), restaurado y en buen
estado.
Siguió Alkama el curso del Nalón y llegó a la ciudad de Lucus
Asturum, destruida por Muza, y de allí se dirigió por el valle
de Siero y Piloña y penetró en el de Cangas en busca de los
cristianos.
Al tener noticia Pelayo y los suyos de que venía Alkama con un
poderoso ejército, algunos se atemorizaron, mas don Pelayo
levantó el ánimo de
todos preparándose para la lucha.
Distribuyó sus tropas por las alturas y lugares estratégicos y
él se parapetó en el monte Auseva, donde se hallaba una cueva
en la que se veneraba una imagen de la Santísima Virgen.
La Cruz de la
Victoria
Cuenta la tradición que antes de la batalla se le apareció en
el cielo a Pelayo una cruz roja brillante y don Pelayo construyó
en su vista una cruz con dos palos de roble y la enarboló por
estandarte durante la batalla.
Otros dicen Que, como el rojo pendón de los godos hubiese
desaparecido en el Guadalete, un ermitaño de vida ejemplar, que
habitaba la Cueva de Santa María, puso en manos de Pelayo una
cruz de roble, diciéndole: " He aquí la señal de la
victoria." Sea cierta una cosa u otra; el hecho es que
Pelayo tomó la cruz por enseña en la batalla contra los moros,
y dicha cruz de roble fue luego recogida por su hijo Favila y
guardada en la iglesia dedicada a la Santa Cruz, que en memoria
de la batalla ganada por su padre mandó edificar en Cangas de
Onís.
Más tarde dicha cruz de roble fue llevada por Alfonso III el
Magno a su castillo de Gauzón (hoy Gozón) cerca de Avilés, y
la mandó cubrir de oro y piedras preciosas, conservándose en la
actualidad tan inestimable joya en la Cámara Santa de la
Catedral de Oviedo, con el nombre de Cruz de la Victoria.
Entrevista de Don
Opas y Don Pelayo
Los moros, antes de dar comienzo al combate, enviaron de
embajador a don Opas para ver si con buenas razones lograba
convencer a Pelayo para que desistiese de la lucha, haciéndole a
dicho fin grandes halagadoras promesas.
El obispo Sebastián de Salamanca, en su Cronicón, pone en
labios de don Opas, dirigiéndose a Pelayo, las siguientes
palabras : "Hermano: estoy seguro que trabajas inútilmente.
¿Qué resistencia has de oponer en esta cueva, cuando toda
España y sus ejércitos unidos bajo el poder de los godos, no
pudieron resistir el ímpetu de los ismaelitas?. Escucha un
consejo: retírate a gozar de los muchos bienes, que fueron
tuyos, en paz con los árabes como hacen los demás."
Respuesta de Don
Pelayo
A esto contestó don Pelayo. "No quiero amistad con los
sarracenos, ni sujetarme a su imperio; porque, ¿no sabes tú que
la Iglesia de Dios se compara a la luna, que estando eclipsada
vuelve a su plenitud? Confiamos, pues, en la misericordia de
Dios, que de este monte que ves saldrá la salud a España. Tú y
tus hermanos, con Julián, ministro de Satanás, determinasteis
entregar a esas gentes el reino de los godos; pero nosotros,
teniendo por abogado ante Dios Padre a nuestro Señor Jesucristo,
despreciamos a esa multitud de paganos, en cuyo nombre vienes, y
por la intercesión de la Madre de Dios, que es Madre de
misericordia, creemos que esta reducida gente de 105 godos ha de
crecer y aumentar tanto como semillas salen de un pequeñísimo
grano de mostaza."
Don Opas, luego de oír la contestación de Pelayo, se volvió al
ejército moro y dijo : " Marchad hacia la cueva y luchad,
que si no es por medio de la espada, nada podremos conseguir de
él."
La batalla
Se encontraban allí en aquel instante, como otro día a orillas
del Guadalete, dos ejércitos de dos pueblos antagónicos; dos
razas distintas, dos civilizaciones dispares; dos religiones que
aspiraban a difundirse por el mundo: una imponiéndose por la
fuerza de la cimitarra, simbolizada por la Media Luna, y la otra
por el amor y el sacrificio representada por la Cruz.
Un pueblo, una raza, una civilización, una religión que venía
recorriendo triunfante el Africa, que había salvado el Estrecho
y, en paso arrollador, intentaba terminar con el último reducto
en que se había refugiado el pueblo vencido, la raza
esclavizada, la civilización destruida, la religión profanada.
Allí se iba a ventilar, quizá de manera definitiva, si España
sería una prolongación del Africa, o si continuaría siendo el
baluarte avanzado de la civilización cristiana.
La suerte estaba echada : bien lo sabían los cristianos y su
caudillo Pelayo. De aquella batalla dependía su suerte. Escasas
eran sus fuerzas y las del enemigo numerosas y bien armadas. Los
cristianos sé hallaban derrotados y deprimidos; los árabes
victoriosos y arrogantes. Humanamente hablando, el resultado de
la batalla no ofrecía duda : los cristianos serían aniquilados
y España quedaría para siempre bajo el dominio agareno y
sometida a la raza y a la religión del falso profeta. Pero los
cristianos habían puesto toda su confianza, no en sus reducidas
fuerzas, sino en la protección de la Santísima Virgen, cuyo
auxilio habían impetrado y de la que nadie es desamparado. En
Ella estaba colocada toda su esperanza y confiando en su ayuda
dio comienzo aquella desigual y terrible lucha.
Comienza el combate
Al enterarse Alkama, por don Opas, de que no era posible arreglo
alguno con Pelayo, continúa la Crónica de Sebastián diciendo
que "dio orden a los honderos y saeteros que atacasen la
entrada de la Cueva. Entonces se vio que las piedras mezcladas
con los dardos se volvían desde la Cueva contra los mismos que
las disparaban, atormentando horriblemente a los moros. Estos,
viendo que nada les aprovechaba el luchar, sino que, por el
contrario, la mayor parte de ellos yacía destrozada por sus
propios dardos, retrocedieron confusos y turbados, desistiendo de
atacar la Cueva.
Entonces Pelayo, al ver a los enemigos castigados por la mano
vengadora de Dios, que no tiene en cuenta el número, sino que da
la victoria a quien quiere, atacó con los suyos, y al mismo
tiempo los cristianos que se ha11aban distribuidos por los montes
y situados en lugares estratégicos, comenzaron el ataque contra
los mahometanos que se hallaban en el fondo del valle, y lanzaron
por las vertientes de las montañas piedras enormes y troncos de
árboles, mientras otros disparaban sus arcos y sus hondas
causando en los árabes gran carnicería. Al mismo tiempo
estalló en el espacio una horrible tempestad, que llenó de
pavor a los moros, los cuales, presa de gran pánico,
emprendieron la huida perseguidos por los cristianos, y fueron
finalmente desbaratados en el valle de Cangas, donde tuvo lugar
lo más encarnizado de la lucha.
El obispo don Opas fue hecho prisionero y Alkama muerto, en
unión de muchos millares de moros que perecieron en el combate.
El resto del ejército árabe emprendió la fuga hacia el
territorio de la Liébana; pero tampoco pudieron evadirse de la
venganza del Señor, porque cuando marchaban por la cima del
monte que está sobre la ribera del río Deva, cerca de la
heredad de Casegadia (en la Liébana, cerca de Potes) aconteció
por juicio de la Providencia divina que, desgajándose el monte,
arrojó al río de una manera admirable a los caldeos (como
llamaban a los musulmanes) y los aplastó a todos,
descubriéndose aun en aquel lugar restos de armas y de huesos,
cuando el río extiende su álveo por sus orillas en el invierno
y remueve las arenas.
No juzguéis que fue éste un milagro fabuloso; recordad que
Aquel que sumergió en el mar Rojo a los egipcios que perseguían
al pueblo de Israel, ese mismo sepultó bajo la mole inmensa de
un monte a esos árabes que perseguían a la Iglesia de
Dios".
Derrota y muerte de
Munuza
"Al tener noticia Munuza, gobernador de Gijón, de la gran
derrota sufrida por los suyos, abandonó la ciudad y huyó con la
fuerza que mandaba, siendo perseguido por los asturianos que le
alcanzaron en el lugar de Olalla (quizá Santa Eulalia de
Manzaneda, cerca de Oviedo), donde le desbarataron completamente
y le dieron muerte.
En vista de eso se unieron al ejército de Pelayo muchos fieles,
se restauraron muchas iglesias y todos juntos dieron gracias a
Dios diciendo: Bendito sea el nombre del Señor, que da fuerza a
los que creen en El y reduce los impíos a la nada." .
Don Pelayo organiza
su reino
Don Pelayo, libre ya de enemigos, se dedicó a disponer todo
aquello que era conveniente a la organización de aquel reino que
Dios acababa de poner en sus manos y, sobre todo, a preparar un
aguerrido ejército para defenderlo; porque no dudaba que el
enemigo, aunque derrotado en aquel primer encuentro, no dejaría
de volver a tomar la revancha con fuerzas más poderosas y era
necesario prepararse para la lucha.
Se apoderó luego de Gijón, abandonada por Munuza, y comenzó a
batir las guarniciones que habían dejado los árabes en algunos
lugares estratégicos de Asturias.
Los cristianos de
otras regiones se unen a Pelayo
Al difundirse la noticia de la victoria de Pelayo, fueron muchos
los cristianos de los lugares limítrofes que acudieron a sumarse
a las filas de su ejército, sobre todo de Galicia y de Vizcaya.
De este lugar acudió, con gran refuerzo de soldados, el próximo
deudo de Pelayo, don Alonso, hijo de don Pedro, duque de Vizcaya,
el cual dejó a su padre y a su patria y vino a combatir al lado
de los asturianos.
Se distinguió don Alonso por su bravura en los combates y más
tarde contrajo matrimonio con Ormisinda, hija de don Pelayo, a
quien sucedió en el reino, por la muerte de Favila, y llevó el
nombre de Alfonso I el Católico.
D. Pelayo se
apodera de León
Don Pelayo, al ver fortalecido su ejército con tan valiosas
ayudas, y enterado de que los caudillos moros de Toledo, Córdoba
y Baena andaban desavenidos, determinó adentrarse por tierras de
León, y al frente de ocho mil infantes y ciento cincuenta
caballos, salió de Asturias, llegando hasta León, ciudad
entonces pequeña, pero muy fuerte y amurallada.
Don Pelayo la puso cercó e intimó la rendición a los moros que
la defendían. Estos habían pedido y esperaban socorro del reino
de Toledo, por lo que determinaron resistir. Las tropas de Pelayo
dieron varios asaltos a la ciudad, y los moros, viéndose
perdidos, pidieron a Pelayo una tregua de tres días para tratar
de la rendición.
Les fue concedida la tregua a condición de entregar rehenes; mas
luego se acordó que sería rendida la ciudad y se dejaría salir
de ella al alcaide mahometano Itruz, que la gobernaba por el rey
de Córdoba, y a los moros con sus mujeres e hijos dejándoles en
libertad de ir a donde quisieran, encaminándose todos hacia
Toledo.
Pelayo derrota a
Abderrahaman
El rey Abderrahamán, que había salido a toda prisa a socorrer a
León con un ejército de seis mil hombres de a pie y trescientos
de a caballo, se encontró en el camino con el alcaide mahometano
y demás moros que le acompañaban y, al enterarse de lo
ocurrido, le mandó cortar la cabeza y continuó viaje para
recuperar a León.
Enterado Pelayo de su venida, no le pareció prudente esperarle
encerrado en la ciudad, sino que dejando en ésta una
guarnición, se escondió con el resto de la gente en un bosque
cercano, esperando ver lo que ocurría.
Abderramán llegó hasta León y juzgando que Pelayo estaba
dentro, puso sitio a la ciudad, la cercó por todas partes para
que nadie saliese, a fin de dar el asalto al día siguiente.
Aquella misma noche Pelayo le atacó por sorpresa y Abderramán
se vio obligado a emprender la huida, con la pérdida de más de
mil hombres y perseguido por Pelayo.
Más tarde Abderrahamán no quiso darse por vencido, rehizo su
ejército y volvió con doce mil infantes y quinientos caballos
sobre León.
Don Pelayo encomendó la defensa de la ciudad a un valiente
capitán, llamado Ormiso, la dejó bien abastecida de alimentos y
de armas y volvió a Asturias a por más gente, para ir luego en
auxilio de León.
Llegó Abderrahamán a las puertas de la ciudad y le puso sitio,
como la vez anterior. Ormiso y los suyos resistieron con gran
valor los ataques de las huestes del caudillo árabe, pero en
esto recibe aviso Abderrahamán de hallarse un hijo suyo
gravemente enfermo y levantó el cerco de la ciudad, volviéndose
a Toledo y quedando libres los sitiados.
No disfrutó Pelayo de mucha paz, porque ni él la buscaba, ni
podía esperarla de los musulmanes, pues el batallar era su
ocupación constante y se veía obligado a estar siempre alerta
para rechazar las incursiones de sus enemigos y a preparar las
suyas, ensanchando o comprimiendo sus dominios, según las
circunstancias le fueran favorables o adversas.
Muerte de Don
Pelayo
Al fin, vencido por la enfermedad, falleció en Cangas de Onís,
donde tenía su corte, en el año 737 y fue sepultado en la
iglesia de Santa Eulalia de Abamia, próxima a Covadonga, que él
había fundado.
Allí se le unió más tarde su esposa, Gaudiosa.
En el reinado de Alfonso X, el Sabio, fueron trasladados los
restos de ambos esposos a la Santa Cueva de Covadonga y colocados
al lado del Altar de la Santísima Virgen. A fines del siglo
XVIII, sin duda con motivo de alguna reforma del sepulcro, se
grabó en él el siguiente epitafio: "Aquí yace el santo
rey D. Pelayo, elleto el año de 716, que en esta milagrosa Cueva
comenzó la restauración de España. Bencidos los moros,
falleció el año 737 y le acompaña su mujer y hermana."
Allí continúan los restos del rey don Pelayo hasta el día de
hoy. Las consecuencias de la primera victoria obtenida por Pelayo
sobre los secuaces de Mahoma y sus continuadas luchas para
sostener y acrecentar su reino contra los enemigos de su patria y
de su fe, fueron de inmensa trascendencia para el pueblo
cristiano y para el suelo patrio, convertido en provincia del
califa damasceno. Como reguero de pólvora corrió tan fausta
nueva de un extremo a otro del Pirineo, y pronto la Cruz de
Sobrarbe juntó a la de la Victoria, para luchar unidas contra el
estandarte de la Media Luna. Los cristianos que habitaban las
regiones dominadas por los árabes comenzaron a cobrar esperanzas
de liberación y a reanimar su abatido espíritu ante la magnitud
de la catástrofe producida por la invasión agarena.
Cuantos pudieron huir del poder de los moros corrieron a engrosar
las huestes de Pelayo y a sumarse a aquella lucha que España
tuvo que sostener, por espacio de ocho siglos, contra todas las
tribus que el Africa enviaba de continuo, presentando un valladar
inexpugnable a aquellas turbas fanatizadas, que salvó no sólo a
la Patria, sino también a Europa del yugo mahometano. Empresa
que fue coronada felizmente por los Reyes Católicos, Fernando e
Isabel, al apoderarse de Granada, último baluarte de la morisma
y jalón final, que cierra con broche de oro la epopeya iniciada
por Pelayo en Covadonga bajo la protección de la Santísima
Virgen..
Luciano López y García Jové
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.