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Las confesiones de San Agustín.
Pese a la distancia temporal la actualidad de Agustín de Hipona le hace modelo para muchos jovenes de nuestra sociedad, encantados y ensorbecidos por su posición y conocimientos, "triunfadores" sociales, pero inquietos espiritualmente en la busqueda de la verdad
El gran protagonista de las Confesiones es Dios. La obra está escrita como continua oración de San Agustín a Dios, en la cual el santo reconoce su pecados y la gran obra que Dios realizó en su vida convirtiéndolo a la fe católica. La finalidad principal no es "confesarse", sino confesar a Dios, es decir, reconocerlo y alabarlo por su bondad infinita.
"Recibid, Señor, el sacrificio de mis Confesiones que os ofrece mi lengua, que Vos mismo habéis formado y movido para que confiese y bendiga vuestro santo nombre" (Conf. 5, 1).
Desde su situación actual de
cristiano fervoroso, sacerdote y Obispo, el santo interpreta toda
su vida pasada como un camino providencial, por el cual Dios lo
fue conduciendo hacia la verdad.
Angustiado desde joven por el problema de la verdad y la
búsqueda de la sabiduría, enredado en los accesos pasionales de
un temperamento ardiente, y en los ímpetus soberbios y
orgullosos de una inteligencia genial, Agustín experimentó su
radical incapacidad para autoliberarse, y la benéfica influencia
de la gracia de Dios, que misericordiosamente obró en su vida lo
que él no había podido realizar con todo su esfuerzo y todo su
genio: la solución teórica del enigma de la existencia y la
liberación práctica de sus ataduras morales.
"Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti" (Conf. 1,1,1).
Esta frase sintetiza la
trayectoria espiritual de San Agustín tal como se expresa en las
Confesiones. Nativo del norte de Africa, ciudadano del Imperio
Romano, hijo de padre pagano y madre cristiana, estudiante y
luego profesor de Retórica, las pasiones de la adolescencia lo
ponen en conflicto con la moral cristiana. Pero la lectura del
"Hortensio", diálogo hoy perdido en el que Cicerón
exhorta a los jóvenes a buscar la sabiduría, marca el comienzo
de la vocación filosófica de San Agustín, que sin embargo no
buscará en el catolicismo la deseada verdad, sino en la secta de
los Maniqueos, luego de que la Escritura bíblica le parece burda
y grosera comparada con el elegante estilo de Cicerón.
Aquellos eran seguidores de Mani, un profeta persa que había
intentado sintetizar en una sola religión el cristianismo, el
zoroastrismo, y el budismo. De la religión de Zoroastro, Mani
había tomado la idea de los dos principios o dos dioses, el
espiritual, principio del bien, y el material, principio del mal
. Todo lo material era intrínsecamente malo, hasta el matrimonio
y la familia, y la procreación era mayor pecado que el
adulterio. Los maniqueos identificaban al "dios malo"
con el Jehová del Antiguo Testamento, Creador del mundo
material, y lo distinguían del Dios Padre de Jesucristo, el
Salvador. Sobre esta base atacaban a la Iglesia Católica, pues
además no podían admitir el dogma central de la Encarnación
del Verbo de Dios, dada su concepción de la maldad radical de la
materia.
En su crítica a la Iglesia, hacían hincapié en todos los
aspectos menos comprensibles del A.T.: sus rasgos de crueldad,
las imperfecciones morales de los Patriarcas, etc. Atrajeron
además a Agustín con una promesa de corte racionalista: si se
iba con ellos, no iba a tener que creer nada, sino que todo le
sería claramente demostrado.
Por aquel tiempo, Agustín vivía en concubinato con una mujer
que le había dado un hijo, y a la cual fue fiel por muchos
años.
Convertido al maniqueísmo, participó de la acción proselitista
de la secta apartando, con su elocuencia y su saber, a muchos de
sus amigos de la Iglesia Católica.
Mientras, su madre Mónica no cesaba de orar y llorar día y
noche por su conversión.
Una vez dentro del maniqueísmo, Agustín se entregó con ardor
al estudio de las doctrinas de la secta, con el fin de satisfacer
su ansia de conocer la verdad. Sobre todo le inquietaba el
problema del mal: ¿de dónde viene?
Pero poco a poco fue comprobando que la prometida demostración
clara e indudable no llegaba, y que en su lugar se pretendía
calmarlo con groseras fábulas. La conducta de los maniqueos
principales en la secta tampoco lo satisfizo. Puso toda su
esperanza en la llegada prometida de Fausto, uno de los más
notables doctores del maniqueísmo. Cuando al fin pudo hablar con
él, éste desistió francamente de intentar siquiera resolver
las dificultades que le proponía Agustín, reconociendo su
ignorancia de estos temas. Éste fue el fin de la fe maniquea de
Agustín, y el comienzo de un período en el que sufre la
tentación escéptica: tal vez la verdad no se encuentra al
alcance de los hombres.
Movido por el deseo de mejorar su carrera de profesor de
retórica, se embarca para Roma, sin saberlo su madre, y de
allí, se va para Milán, donde es obispo el gran San Ambrosio,
famoso también por su dominio de la elocuencia. San Agustín
comienza a asistir a sus predicaciones con un interés puramente
profesional de retórico, pero poco a poco, junto con la admirada
forma de los discursos de Ambrosio, va poniendo atención
también en el contenido. Ambrosio practica la exégesis
espiritual y simbólica del A.T.: los pasajes chocantes para la
sensibilidad cristiana son interpretados como conteniendo un
mensaje espiritual de tipo simbólico, que debe ser hallado más
allá del sentido literal. Agustín comienza a ver que es posible
defender inteligentemente el A. T. , y con él, la fe católica
toda, y que existe respuesta para los argumentos de los
maniqueos.
Por ese tiempo llegan también a su poder algunas obras de
autores neoplatónicos, traducidas del griego al latín. En estos
herederos de Platón , San Agustín descubre por primera vez en
su vida la posibilidad de pensar filosóficamente el mundo
espiritual. La dialéctica platónica que permite a la
inteligencia elevarse de los datos sensibles y cambiantes de la
experiencia a las realidades absolutas e inmutables de orden
inteligible devuelve a Agustín la confianza en la existencia de
la verdad y la posibilidad de conocerla por parte del hombre. El
carácter absoluto del Uno neoplatónico, identificado por San
Agustín con el Dios cristiano, le muestra la absurdidad del
dualismo maniqueo de los dos principios. El problema del mal,
finalmente, le aparece bajo una nueva luz: el mal no es un ser
creado por Dios, lo que sería absurdo, ni un ser independiente
de Dios, lo que sería más absurdo todavía, sino que el mal es
un no - ser, una carencia del ser que algo debería tener en
virtud de su naturaleza. No hace falta recurrir a la noción
contradictoria de un dios - malo para explicar el origen de lo
que no necesita origen, desde que no tiene ser positivo. Todo eso
lo deriva San Agustín del axioma neoplatónico: "ens est
bonum", el ser es bueno, que coincide con la afirmación del
Génesis según la cual Dios vio que todo lo que había creado
era bueno.
Sin embargo, San Agustín reconoce que entre tantas cosas buenas
que encontró en "los libros de los platónicos",
faltaba algo que hizo que no pudiera adherirse a ellos sin
reserva, y es que no nombraban a Jesucristo, ni sabían o
reconocían que ese Verbo (Logos) cuya eternidad y estabilidad
pintaban tan bien, se había hecho hombre para salvarnos.
Vuelve entonces a leer la Escritura, y descubre un sentido muy
diferente de aquel que tanto le había chocado en su inexperta
mocedad. Con el tiempo llegará a ser uno de los más grandes
comentaristas bíblicos de todas las épocas.
San Agustín está al borde la conversión definitiva, pero aún
lo retiene la cadena más pesada: no la dificultad teórica, sino
la práctica, de orden moral. Acostumbrado a vivir en forma
ilícita con su mujer, no se siente con fuerzas para abrazar la
moral cristiana. Por intervención de su madre, es separado de
aquella con la que había compartido tantos años, y con la que
aparentemente no podía casarse por impedimentos jurídicos
nacidos de su diferente posición social. Ella se retira a un
monasterio en alguna parte de Africa.
Su madre alimenta planes de casarlo con una joven de su
conocimiento, pero Agustín, sin poder esperar, se consigue una
segunda concubina.
En estas situaciones va fluctuando entre el deseo de conversión
y el apego a su actual forma de vida, hasta que un día oye a
algunos amigos cristianos narrar la historia de los Padres del
desierto, es decir, los primeros monjes, cristianos que
precisamente por aquellos tiempos han dejado todo para irse a las
soledades de Egipto o Siria, y entregarse allí a la oración y
la penitencia, en una vida de auténtica santidad . El relato
termina con la noticia de algunos miembros de la corte imperial
que han adoptado, en las afueras de la ciudad, ese mismo estilo
de vida, renunciando a los honores mundanos.
Este relato provoca la crisis definitiva en Agustín.
"...turbado así en el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: "¿Qué es lo que nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Se levantan los ignorantes y arrebatan el cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, he aquí que nos revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por habernos precedido, y no nos la da siquiera el no seguirles?". (Conf. 8, 8, 19).
Encolerizado consigo mismo, se retira a un jardín cercano donde rompe a llorar y a gemir suplicando a Dios que se digne concederle la gracia de la conversión. En medio de sus lamentos, escucha una voz en el jardín cercano que le dice: "Toma y lee". Abriendo el Nuevo Testamento que llevaba consigo, encuentra el pasaje de la carta de San Pablo : " Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias." (Rom. 13, 13 -14).
"No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas" (Conf. 8, 12, 29).
San Agustín acaba de
experimentar personalmente en su vida la acción sobrenatural de
la gracia de Dios. Cuando años más adelante el monje inglés
Pelagio comience a predicar una doctrina herética que hace a la
gracia innecesaria para la salvación del hombre, será San
Agustín el encargado de capitanear la lucha contra la herejía,
lo que le valdrá para los siglos posteriores el título de
"Doctor de la Gracia".
Junto con su amigo Alipio, que lo acompaña, van a dar a su madre
Mónica la buena noticia. Agustín ya ni siquiera piensa en
casarse, sino que será célibe como los monjes cuya historia lo
ha impresionado tanto.
Reflexionando luego sobre estos episodios, San Agustín formula
la conclusión general de su búsqueda de la sabiduría.
Engañado por el racionalismo de los maniqueos, había adoptado
el lema "Entender para creer" (Intelligo ut credam),
entendido en el sentido del rechazo de la fe a favor de la sola
evidencia. Este método, lejos de llevarlo a la solución de sus
dudas, lo había dejado a las puertas del escepticismo, tras el
fracaso de la experiencia maniquea.
Tras la experiencia de la conversión, y ante la luz que la fe
cristiana ha arrojado sobre los mismos problemas que antes le
parecían insolubles, formula el método correcto: "Creer
para entender" (Credo ut intelligam). El hombre no puede
salvarse a sí mismo, tampoco a nivel intelectual: ha de comenzar
por la fe en la autoridad de la Palabra de Dios, para que, sanada
su inteligencia de los errores y su corazón del orgullo y la
soberbia, pueda luego ejercitar su razón en la búsqueda de la
verdad con la guía constante de la verdad revelada. Más aún,
la conversión al Dios de Jesucristo libera al hombre de las
ataduras del pecado y lo deja libre para encaminarse sin temor al
encuentro de la verdad sobre Dios y sobre él mismo: San Agustín
sabe por experiencia propia que los mayores obstáculos en el
camino hacia la verdad no son de orden teórico, sino práctico,
es decir, de orden moral.
Pero esa fe no es un salto en el vacío, un comienzo totalmente
irracional, sino que para ser digna del hombre ha de ser
razonable, es decir, ha de estar apoyada en motivos sólidos de
credibilidad, que San Agustín desarrolla largamente en muchas de
sus obras posteriores a su conversión: las profecías del
Antiguo Testamento que se realizan en Jesucristo, sus milagros,
su doctrina, su incomparable personalidad, su Resurrección de
entre los muertos, y la maravillosa expansión de la fe cristiana
por todo el mundo conocido entonces (San Agustín escribe tras la
reciente conversión del Imperio Romano a esa religión cristiana
que había perseguido por más de dos siglos), tal como estaba
también profetizado en el Antiguo Testamento.
Así San Agustín termina por redondear su principio
metodológico: "Entiende para creer, cree para
entender".
En este ejercicio infatigable de la razón a la luz de la fe, San
Agustín ha sido por siglos, hasta Santo Tomás de Aquino en el
siglo XIII, el más grande de los pensadores cristianos, y es uno
de los más grandes de toda la historia de la Humanidad. Nadie
como él ha pintado la inquietud humana en pos de lo verdadero,
dotado como estaba a la vez de una inteligencia muy grande, y de
un corazón más grande todavía.
"Pero, ¿qué es lo que yo amo cuando os amo? No es hermosura corpórea, ni bondad transitoria, ni luz material agradable a estos ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de las flores, ungüentos o aromas; no la dulzura del maná, o la miel, ni finalmente deleite alguno que pertenezca al tacto o a otros sentidos del cuerpo.
Nada de eso es lo que amo, cuando amo a mi Dios; y no obstante eso, amo una cierta luz, una cierta armonía, una cierta fragancia, un cierto manjar y un cierto deleite cuando amo a mi Dios, que es luz, melodía, fragancia, alimento y deleite de mi alma. Resplandece entonces en mi alma una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no lo arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no la esparce el aire, se recibe gusto de un manjar que no se consume comiéndose; y se posee tan estrechamente un bien tan delicioso, que por más que se goce y se sacie el deseo, nunca puede dejarse por fastidio. Pues todo esto es lo que amo, cuando amo a mi Dios.
Pero, ¿qué viene a ser esto? Yo pregunté a la tierra, y respondió: No soy eso; y cuantas cosas se contienen en la tierra me respondieron lo mismo. Pregunté al mar y a los abismos, y a todos los animales que viven en las aguas, y respondieron: No somos tu Dios, búscale más arriba de nosotros. Pregunté al aire que respiramos y respondió todo él con los que le habitan: Anaxímenes se engaña porque no soy tu Dios. Pregunté al cielo, al sol, la luna y las estrellas, y me dijeron: Tampoco somos nosotros ese Dios que buscas. Entonces dije a todas las cosas que por todas partes rodean mis sentidos: Ya que todas vosotras me habéis dicho que no sois mi Dios, decidme por lo menos algo de Él. Y con una gran voz clamaron todas: Él es el que nos ha hecho.
Estas preguntas que digo haber hecho a todas las criaturas, era sólo mirarlas yo atentamente y contemplarlas, y las respuestas que digo me daban ellas, era sólo presentárseme todas con la hermosura y orden que tienen en sí mismas." (Conf. 10, 6).
"Tarde te amé, Dios mío, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Tú estabas dentro de mi alma, y yo distraído fuera, y allí mismo te buscaba; y perdiendo la hermosura de mi alma, me dejaba llevar de estas hermosas creaturas exteriores que Tú has creado. De donde infiero, que Tú estabas conmigo, y yo no estaba contigo; y me alejaban y tenían muy apartado de Ti aquellas mismas cosas que no tendrían ser, si no estuvieran en Ti. Pero Tú me llamaste y diste tales voces a mi alma, que cedió a tus voces mi sordera. Brilló tanto tu luz, fue tan grande tu resplandor, que ahuyentó mi ceguera. Hiciste que llegase hasta mí tu fragancia, y tomando aliento respiré con ella, y suspiro y anhelo ya por Ti. Me diste a gustar tu dulzura, y ha excitado en mi alma un hambre y sed muy viva. En fin, Señor, me tocaste y me encendí en deseos de abrazarte." (Conf. 10, 27, 38).
"Amor meus, pondus
meus". Para San Agustín, el amor es el peso (pondus) del
corazón, que lo hace inclinarse en un sentido o en otro. El
objeto tras el que corre el amor es siempre el bien, no en
sentido moral, sino en sentido ontológico: lo bueno en general.
La meta última de esa tendencia amorosa del hombre es la
felicidad, es decir, la posesión del Bien Supremo, que es Dios
mismo. "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón
está inquieto, hasta que descanse en Ti". Todos están de
acuerdo en que quieren ser felices. Pero no están de acuerdo
acerca de en qué consiste la felicidad: en los honores, los
placeres, las riquezas, el poder, la fama, en Dios...San Agustín
enseña que el amor de suyo es neutro, y que puede ser bueno o
malo según sea ordenado o desordenado ("Ordo amoris").
Y es ordenado o desordenado según se pliegue o no a las
exigencias objetivas del orden real, ontológico de los bienes.
Este orden consiste en la primacía absoluta de Dios, Bien
Supremo, sobre todos los otros bienes, finitos y limitados. Es
ordenado, entonces, el amor que ama Dios por sobre todas las
cosas, y por Él mismo, y a todo lo demás, en Dios, por Dios,
según Dios, y por tanto, de acuerdo con su Ley.
Es desordenado el amor que coloca por encima de Dios algún bien
creado, al amarlo fuera o en contra de la ley de Dios.
Pero el que ama con amor ordenado, y sólo él, tiene a la ley
divina interiorizada en su corazón, grabada de tal manera que
para él, y sólo para él, vale la famosa fórmula agustiniana:
"Ama y haz lo que quieras" (Dilige, et quod vis, fac).
Y de esta filosofía y teología del amor San Agustín hace el
eje de su filosofía y teología de la historia, cuando en la
"Ciudad de Dios", una de sus obras más geniales,
presenta toda la historia de la humanidad como la historia de la
lucha entre dos ciudades, la Ciudad de Dios y la ciudad del
mundo, y a esas dos ciudades como constituídas fundamentalmente
por dos amores:
"Dos amores hicieron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, hizo la ciudad del mundo; el amor de Dios, hasta el desprecio de sí mismo, hizo la Ciudad de Dios". (Ciudad de Dios, libro XIV, cap. XXVIII).
Sin la gracia de Dios, el amor
humano necesariamente termina curvándose ilícitamente sobre las
criaturas, bajo el peso de la herencia de Adán. Para San
Agustín, es la muerte de Jesucristo, Hijo de Dios, en la cruz,
la que, abriendo para los hombres las compuertas de la gracia
celestial, potencia el amor humano por encima de sus mismos
límites creaturales, haciéndolo participar, en la fe y en la
esperanza, de la Caridad divina. Porque "Dios es Amor"
(1 Jn. 4, 8).
Nestor Martínez.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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