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Un libro incomparable. En el dia mundial del libro.
"Yo
he dado en Don Quijote pasatiempo
al pecho melancólico y mohíno
en cualquier sazón, en todo tiempo."
Miguel de Cervantes.
Que las comparaciones son odiosas, es
dicho vulgar, que no tiene de verdadero sino su referencia a
comparaciones que se hacen con ánimo o juicio despreciativo. Y
no hay juicio, aunque lo sea de los llamados "de
valor", que no arranque o se origine de una relación
comparativa. Lo que sucede es que, en los casos a que se refiere
el decir, las comparaciones se hacen en perjuicio de uno de sus
términos relacionados. "¿Cómo quieres comparar un charco
con una fuente?", dice la copla. "Sale el sol, se seca
el charco y la fuente permanece". Esta sería una
comparación odiosa para el charco y amable para la fuente. O
sea, que las comparaciones odiosas lo son para una de las dos
partes de la comparación. Pero, advirtamos que la coplilla
popular empieza por preguntar: "¿Cómo quieres
comparar?" Esto es, que hay cosas que no se pueden comparar
unas con otras: ¿No habrá entonces otras que no se pueden
comparar con ninguna? Las que llamamos con certera ponderación,
cosas incomparables. También la copla comienza preguntando para
afirmar, ponderándola, una de las cosas comparadas. ¿Cómo
vamos a comparar un charco con una fuente? ¿Cómo vamos a
comparar dos cosas de valor tan desigual? Y esto es justo. Luego
las comparaciones son odiosas cuando son desiguales, cuando son
injustas. Sólo podemos comparar justamente cosas de igual valor,
cosas equivalentes. Y hay cosas que no tienen esa equivalencia,
cosas incomparables; cuando la comparamos, hacemos odiosa la
comparación. Y, sin embargo, habitualmente, lo hacemos muchas
veces. Sobre todo cuando se trata de valores afectivos o
espirituales. Solemos hacerlo, injustamente, con las personas, y
también con las cosas de creación humana de arte o pensamiento,
comparando a sus autores personales mismos. De un poeta, de un
artista, de algunas de sus obras, solemos decir que son mejores o
peores en comparación de otra u otras. Lo cual es odioso para
aquella obra o autor al que pretendemos disminuir con la
comparación misma; y amable para el que tratamos de ensalzar;
como en el caso del charco y de la fuente.
Pero hay cosas, decíamos, incomparables. Lo que solemos afirmar,
al hacerlo de una obra de arte, como el colmo de su ponderación.
Mas ¿qué duda cabe que una obra de arte es ya por serlo, en
principio, incomparable. El Quijote nos parece un libro
incomparable. Y, efectivamente, ¿con qué lo podríamos
comparar? O Las meninas, Las hilanderas, de Velázquez, nos
parecen pinturas incomparables. Y es curioso que si no solemos
comparar estas obras incomparables con otras de su misma especie,
literaria o pictórica, en cambio, solemos hacerlo, con indudable
justificación, puesto que son sugerente estímulo que nos acerca
más a su comparación y a su goce, con otras de su vecindad
espiritual. Y así hacemos -yo creo que con acierto- cuando
aproximamos a Cervantes y Velázquez, a Murillo y Lope, etc....
Claro que esto no es ya comparación, ni equivalencia de valores.
O no lo es estrictamente.
El Quijote, Las meninas, Las hilanderas, La Dorotea... son obras
incomparables, obras que hacen época, que hacen su época, y no
ésta a ellas, y que señalan, por sí mismas, su propia edad.
Cuando coinciden en el tiempo, lo hacen en su tiempo propio;
aunque no sea, este tiempo, el de su cronología numeral. En los
casos citados: Cervantes, Lope, Velázquez..., esta aproximación
espiritual se acerca también a la otra; y el sentido de su
tiempo y espacio propios coincide, casi, con el otro, o los
otros, en que históricamente se determina su correspondiente
temporalidad. "No todo es posible en todo tiempo",
decía Wolfflin y comentaba Cizar: "Todo es posible en todo
tiempo porque el tiempo no existe antes del estilo, sino en él:
antes de que se hayan engendrado en acción mutua el tiempo y el
estilo, todo es posible en todo tiempo". La edad de
Cervantes, Lope, Velázquez..., es una edad en la que se ha
engendrado mutuamente por sus obras incomparables, un tiempo y un
estilo. Su época la hicieron esas obras incomparables por su
estilo. De donde la perfecta comparación sería la de sí mismas
consigo: la de su evidencia. Por lo que también vendríamos a
deducir paradójicamente que las cosas incomparables son las más
susceptibles de verdadera y provechosa comparación: empezando
por la suya propia.
El agua cuando cae sobre el agua nunca suena del mismo modo:
nunca canta el mismo cantar. El concertado y sonoro canto de las
aguas que caen, expresamente sinfonizadas para eso, en los
jardines de la Villa d'Este, no es el mismo, ni parecido, aunque
comparable, al melodioso cántico de las que saltan y corren
rumorosas por los jardines del Generalife. Aquel caer del chorro
de agua sobre la piedra, a la entrada del jardín de los frailes
en el Monasterio del Escorial, no suena, no canta lo mismo que
otro, al parecer igual, de la alberca grande de los jardines del
Alcázar de Sevilla; o de otros y otros, en las grandes tazas de
piedra de los jardines de Aranjuez. Ni mucho menos el que canta
en los surtidores y cataratas de estremecida caricia auditiva,
como visual, en los mismos jardines de Aranjuez o La Granja o
Versalles... Y si los lenguajes del agua tienen sus propios
dialectos incomparables, que nunca repiten igual, ¿qué
dialecto, y dialéctica correspondiente, no tendrán estas obras
de arte, incomparables hasta consigo mismas, porque nunca tampoco
en el tiempo se repiten igual? El Quijote que escribió Cervantes
ya no es el que leemos nosotros; ni La Dorotea que escribió
Lope. Ni los lienzos inmortales que pintó Velázquez. Ni
siquiera el Quijote, La Dorotea, los lienzos de Velázquez, que
vimos, o leímos hace unos años, son iguales a los que ahora
leemos o vemos, y a los que veremos o leeremos dentro de algunos
años más. Unas diferencias muy sutiles, muy leves, dirás,
lector, que los separan o los matizan diversamente, para
nosotros, porque diez o veinte o treinta años, son poca cosa en
su variación secular... Y, sin embargo, no tan poco. Sin contar
que ese cambio tampoco responde a su consecuencia cronológica.
Su ritmo lo marca nuestro pulso, y éste, el corazón, su
sentimiento actual; diría que con su consentimiento actuante.
Pues comparar, ¿no es ponernos también nosotros a la par de lo
que comparamos de ese modo, a la medida, al ritmo vivo de su
sangre y la nuestra, de su respiro y nuestro respiro, de su voz y
nuestra voz?
Las cosas incomparables, repito, paradójicamente, son las que
mejor se pueden comparar: acaso las únicas que verdaderamente
necesitan esa paradójica confirmación de su incomparabilidad
misma para evidenciarla. Así Las meninas y Las hilanderas, así
La Dorotea, así el Quijote... Mirar los lienzos velazqueños,
leer las ficciones de Cervantes y Lope, ¿no es sentir, cada vez
más, que son incomparables, y por qué lo son: y por qué lo son
cada vez más?
Francisco Arias Solis.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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