Portada revista 34

Portada revista 34 Indice de Revistas La misión del apolítico.

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La comunicación, un análisis radical.

Introducción a la Comunicación y la Cultura. El por qué de la incomunicación: Los Implícitos en la comunicación social. La Comunicación y Filosofía. Dos modos fundamentales: el trascendental y el antropológico. La Comunicación y la Violencia y el Poder, la Comunicación y la Política, la Comunicación y la Retórica, la Comunicación y la Poética, la Comunicación y el Humanismo, La Comunicación y la Teología. Algunas Conclusiones

Introducción

¡Tiene usted un problema de comunicación! Esta es la respuesta casi estereotípica de los consultores a lo que no «va» en la empresa. En principio, tienen toda la razón estos señores, pero esta respuesta parece demasiado general porque, en cierto modo, toda la vida humana es comunicación.

La comunicación, no obstante, se dice de muchas maneras: directa-indirecta, unilateral-recíproca, implícita-explícita, personal-social-colectiva-masiva, sentimental-racional, vital-retórico-poética-pedagógica-abstracta-lógico-formal, tecnológica-ética, etc. La «comunicación social» -un pleonasmo patente- necesita por tanto abrirse, para ser analizada en toda su complejidad, a las aportaciones de las más diversas ciencias. La filosofía está llamada a canalizar y orientar este discurso. La temática «lenguaje-información-comunicación-sociedad» está entre sí íntimamente relacionada. Cada vez se pone más de relieve la importancia del estudio interdisciplinar del fenómeno de comunicación, que se hace más urgente y necesario ante la intensificación de la información y el desarrollo progresivo de los medios.

Parece, sin embargo, que cuanto más queremos comunicarnos menos nos comunicamos de verdad, o sea, no hay «puesta-en-común». La preocupación de la empresa por la temática de la comunicación muestra, en principio, que la incomunicación ha invadido también la empresa, tanto hacía-dentro como hacia-fuera; esta preocupación se traduce en la actualidad en el intento de llevar al nivel de conciencia lo que en toda comunicación humana hay de inconsciente, precisamente para localizar las fuentes de los muchos malentendidos, imprecisiones, etc. Mas, se produce tanto más esa incomunicación precisamente cuanto más se cree falsamente que hay comunicación.

Comunicación y cultura. Implícitos en la comunicación social

Parece que el problema no es tanto que no estemos de acuerdo -el desacuerdo en principio es bueno porque en la vida las soluciones a los problemas no nos están dadas de antemano, más bien, el bien hay que buscarlo- sino saber cuál es exactamente el problema, en cada caso. Hablamos y no nos entendemos porque no nos aclaramos acerca de los implícitos en la comunicación social. Más que los obvios problemas de léxica y sintáctica, que -a modo de ejemplo- se plantean por la internacionalización de las relaciones económicas de producción, organización y distribución, etc., son factores de incomunicación de orden «semántico» y «pragmático-retórico», es decir, acerca del significado de las palabras y acerca de la relación entre el signo y su usuario, o sea, la intención que el usuario tiene en el uso de una palabra. Volveremos sobre ésto más en adelante.

En el núcleo de toda incomunicación social está lo que A. Llano califica de ficción de «objetividad». Si el mundo estuviera constituido por «hechos», la comunicación se reduciría a la simple transmisión mecánica de información objetiva, independiente del sistema de valores que constituye la base de las acciones humanas sobre las que se presume informar. La filosofía procura, también a este propósito, integrar lo disperso pero a nivel de fundamentos; dice Kelly al respecto, en «A Philosophy of Communication»: "El propósito directo de una filosofía de la comunicación no es hacer un mejor comunicador en la práctica". Esto es tarea de otras disciplinas, pero la filosofía echa luz sobre el significado humano general de los actos comunicativos particulares en la medida que logra formar y crear una «tradición», frente a la ficción de «objetividad». La Ilustración se muestra como anti-humanista y anti-tradicional porque, -como dice A. d'Ors-, no habría que aprender puesto que la razón humana es capaz de producir todo lo que haga falta y, por lo tanto, no hay que ir a buscar lo antiguo, lo ya sabido (46).

Propiamente dicho, es la misma capacidad humana y, por consiguiente, necesidad de comunicarnos lo que hace posible, a su vez, la incomunicación, y el consecuente sentimiento de frustración. Creo que este sentimiento de frustración es algo que cada vez más invade a los comunicadores sociales. Los directivos de la empresa están ahí en primera línea.

Parece que lo que falta para comprendernos mejor, mas: para entendernos del todo, es una cierta «pedagogía de la totalidad»; ésta se había perpetuado -según Yarce- por medio del humanismo tradicional, pero luego fue desechada por el pensamiento moderno. Fue destruido un programa milenario pero no sustituido. Sobre todo, a partir de la multiplicación de los conocimientos científicos y el crecimiento de los «reinos de la objetividad», se produce una desintegración del saber; junto con la desintegración del saber va la desintegración o fragmentación de los lenguajes sociales; el lenguaje queda reducido a vehículo o del pensamiento lógico-formal de las ciencias o de las ensoñaciones sentimentales de los románticos. Se opera, en cierto modo, la escisión entre signo, significado y referencia. Nombrar (designar) ya no significa una referencia a una realidad sino a un objeto, con la consiguiente reducción de realidad a cosa.

Aunque de un modo particular suyo, la empresa -representando sólo uno de los grupos sociales- pone de manifiesto el conjunto de las (por R. Alvira llamadas) «categorías sociales»: habitat, economía, derecho, política, ética, religión. Por lo tanto, la empresa es un lugar de encuentro de lenguajes diferenciados, irreductibles al lenguaje lógico-formal. Tal «logos proposicional» es un elemento importante de su lenguaje, pero no agota el «logos semántico» propio del lenguaje histórico o natural; éste último no admite aquella «ficción de objetividad» propia del «logos proposicional»; o sea, no admite la identificación unívoca entre «significado» y «designación», es decir, entre el significado de un término lingüístico y la realidad designada por él. Tal identificación es puramente hipotética y representa una clausuración del significado. Por la cual la referencia (la realidad designada) se postula como agotada. Así se construye el «hecho»: lo «fáctico»; volveremos sobre ésto cuando tratamos de «Comunicación y Poder». En la empresa, sin embargo, se empieza a ver que tanto la relación entre objetos (la organización material: producción, logística, etc) como, aún más, la relación existente entre «hombre» y «objetos» está necesariamente insertada en una relación o comunicación entre personas; mas, depende absolutamente de ella y se define a partir de ella. La empresa no es un lugar «fáctico». En la empresa se pone en evidencia el estatuto ficticio del dominio de la «objetividad» o «facticidad». Las necesidades de comunicación en ella son mucho más amplias.

Por eso, el estudio interdisciplinar de la comunicación se debe plantear como búsqueda permanente de la integridad del saber; esto no es lo mismo que acumulación o suma. No se trata sólo de «yuxtaposición», sino de «puesta-en-común» (18); la comunicación o es puesta-en-común o deja de comunicar. A esta problemática se refiere la empresa actual cuando muestra su preocupación por la «cultura empresarial»; está buscando restablecer una cierta «puesta-en-común» de los «lenguajes» operantes en su seno. Parece imprescindible instituir un régimen de co-propriedad comunicativa capaz de justificar, y aún posibilitar, un verdadero diálogo entre los implicados. El «dialogos» supone en primer lugar un cierto «logos» común que se deja compartir y intercambiar; el comunicar del diálogo significa hablar sobre lo mismo con un lenguaje que ayuda a esa puesta-en-común de algo que interesa a todos examinar, aunque a cada uno apoyado en su propia herramienta de trabajo: tal o cual lenguaje especializado.

Tal propósito dialógico no reclama, sin embargo, la instalación de un metalenguaje formal, sino más bien un tipo de lenguaje que los clásicos llamarían «habitual», es decir, una cierta comunidad de signos, significados y referencias que se aprenden por medio de la creación de una tradición dialógica; mas, que se deben aprender como condición de posibilidad misma del aprendizaje comunicativo. Por tanto, la inherencia en una tradición se hace imprescindible; recurrir al pasado común es el único modo de no «desfuturizar» el futuro. Desfuturizar esto es promover la incomunicación; y, por tanto, la incapacidad creciente de actuar más y mejor. La comunicación, en principio, es un fenómeno universal, completamente natural; en el hombre, además adquiere una dimensión artificial; es un arte, no se improvisa ni es espontánea más que entre personas de una misma tradición (hábitos morales e intelectuales); entre seres equívocos (hiperindividualizados) no se da. El individualismo como determinante de la vida moderna destruye toda tradición, y con ella la comunicación. Pero la comunicación tiene su historia, se basa en una forma narrativa de la vida: reclama un principio y final que hacen inteligible las palabras. A modo de ejemplo, piénsese tan sólo en la oposición diametral entre «El señor de los anillos» y unos «videoclips».

Cultura y comunicación son trascendentales sociales por ser inseparables de todo lo social. La cultura es el modo de poner-en-común desde la reflexión y libertad; en este sentido amplio cualquier actividad empresarial es cultural, comunicativa y social, más precisamente, constructora o destructora de la cultura, la comunicación y la sociedad, puesto que con ésto se significa un cierto remedio a la indeterminación de la naturaleza desde la reflexión y libertad. La empresa no hace otra cosa y, por eso, la orientación y dirección de su actividad reviste de un carácter moral de primera categoría, porque en ella se juega lo humano de la cultura, comunicación o sociedad. Visto así, la incomunicación en la empresa es sinónimo de una cultura empresarial deficiente en el sentido de que la reflexión y la libertad están siendo pobremente canalizadas y actualizadas por parte de una gran mayoría de sus integrantes. Tal estado de cosas atrofia la comunicación y, en consecuencia, atasca la capacidad de actuar, es decir, resta futuro a la empresa.

¿Cuál podría ser el origen de esta deficiencia? Probablemente ha de buscarse en la pérdida sucesiva e inconsciente de los implícitos de la comunicación social: el sistema de valores o «common sense» (en el sentido de 'saber común') que está en la base de toda acción social. De cara al exterior continúa el discurso; pero, primero, estos implícitos ya no se entienden y, luego, se abandonan por falta de consenso. No obstante, todo este universo de signos y símbolos, que configuran el lenguaje como fruto multisecular de ese consenso y acuerdo, queda formalmente en pie, sin que las palabras tengan para todos más o menos el mismo significado y la misma referencia, el mismo campo semántico y pragmático. Se continúa hablando, pero se deja de comunicar. No se logra una verdadera puesta-en-común. Los signos por sí solos no ponen en común, sólo informan, sin comprometer a la voluntad. Cultura objetiva y cultura subjetiva se han ido separando, ha ido desapareciendo este saber común como lo implícito de toda comunicación (cfr. Alsdair McIntyre: «Tras la virtud» y «Las tres alternativas de la ética»).

No obstante, la cultura constituye lo implícito del discurso en cuanto que todo lo reflexionado, dicho y hecho de modo reflexionado y libre, o también de modo habitual, se apoya en este saber común. Su vigencia y el acuerdo básico sobre éstos son lo que hacen posible la «comunicación explícita», propia, por ejemplo, de la organización formal de la empresa. Para que se de una comunicación, una puesta en común, se tiene que presencializar la cultura; presencializar esta síntesis pasiva (Husserl) que ella es; una síntesis que no es activamente realizada por el sujeto, más bien al contrario. Por esto mismo, la incomunicación que amenaza la sociedad actual es, en primer lugar, consecuencia y resultado del abandono voluntario de esta síntesis, presente pasivamente en la cultura o tradición con su sistema de valores y fines. Cuando esta síntesis o 'espíritu objetivo' llega a diferir de las valoraciones subjetivas y hasta a oponerse a éllas (espíritu subjetivo o conciencia vital) se produce el fenómeno de violencia por no concordar la comunicación explícita con la implícita. O sea, la consecuencia de esta incomunicación se siente como violencia.

No cabe duda, la violencia es, en cierto modo, un fenómeno natural en la historia humana. Cuando Hegel y Marx, junto a muchos otros, hablan de «alienación» se refieren a la violencia que el espíritu objetivo (los signos, símbolos, lenguajes, productos culturales) ejerce sobre la conciencia vital o espíritu subjetivo. Lo que pasa es que la ocupación exclusiva (trabajo) con el reino de los «medios» oculta el reino de los «fines»; se produce en los espíritus una creciente confusión de los «signos» con la «realidad» en la medida que, de hecho, los signos (la cultura) alteran y modifican la realidad. En consecuencia, los signos se toman por lo significado y significativo. La violencia del signo reside, por tanto, en la capacidad que tiene de imponer por sí mismo un significado que de suyo no es verdadero. El signo determina qué es lo relevante dentro del continuo social. Puede darle la impresión al hombre que la realidad no es más que lo que él construye o pone por sus actos (uso de la voluntad), desvinculada de la situación originaria en la que el hombre se encuentra naturalmente insertado, o sea, la realidad como referencia inagotable por los actos humanos. Sin embargo, si los signos no median o los supuestos de la comunicación consciente no coinciden, la comunicación se frustra.

Como responsable de esta falta de concordancia firma la libertad humana, mejor dicho, su abuso. La libertad reflexiva, -uno de los principios de «individuación» (individualidad) característica del ser personal, puede causar en la vida personal una ruptura de comunicación en los planos bio-psicológicos y de la dinámica socio-cultural. En definitiva, el uso en cada caso de mi libertad decide sobre mi comunicabilidad o sociabilidad. Una organización social cualquiera que pretenda constituirse sobre una mera síntesis explícita (intereses monetarios, ect.) no es viable a la larga. No cabe duda de que el vínculo monetario es un vínculo social abstracto. Pero es imposible que los individuos estén sólo abstractamente integrados en un grupo social. Tal integración abstracta produce violencia y, en consecuencia, la cultura del organismo social es mínima, bajo tal presupuesto, y la incomunicación máxima. Simultáneamente se dan, de un lado, una racionalización máxima de la organización formal (regida por la razón científica referida a medios y objetos, una racionalidad que sólo apela a la conciencia intelectual con su lenguaje lógico-formal o «logos proposicional»); del otro, un eclipse formidable de la comunicación social, intersubjetiva, vital (propio del lenguaje analógico-natural) y un despliegue máximo de la información formal-objetiva (lenguaje unívoco-lógico). Este dilema comunicativo ha quedado reflejado en la toma de conciencia, al menos, de que la comunicación 'informal' reviste de una importancia fundamental, en todas las instituciones sociales, y no sólo en la familia. El arte directivo, tanto en política como en economía, consiste en gran medida en consolidar: armonizar de alguna manera, la comunicación entre la llamada organización formal e informal, procurando fomentar una cierta continuidad entre ambas, porque dialécticas no pueden ser sin dañar la vitalidad de la institución social en cuestión.

Dicho de otro modo, habría que resaltar que la actual incomunicación vital e inter-subjetiva creciente, -en la sociedad en general y en la empresa (representando un subsistema social) en particular-, es consecuencia de que lo puesto-en-común de los sujetos es extrínseco a ellos; lo intrínseco (convicciones y sentimientos) no está puesto en común ni puede estarlo porque lo dificulta -y hasta lo impide- lo «soldificado», esto es, los aspectos «técno-estructurales» (D. Bell), aquello que Hegel llama «espíritu objetivo». O sea, nos encontramos ante una cultura (objetiva) separada de las personas, con las personas alienadas de esta cultura. La incomunicación social es resultado de cierta esquizofrenia producida por la escisión multiforme entre el «yo» y sus «actos» y «productos». En lo que se refiere a la empresa, en cuanto que parece compuesta por hombres tales que no exponen lo más mínimo de sí mismo (su intimidad) en la acción (trabajo) -es decir, por hombres que se comportan siempre como un desconfiado recién-llegado-, la incomunicación en un tal micro-organismo social ha de tender a ser máxima.

Obviamente, no es solamente que tales personas no se sientan implicadas en ningún discurso reunitivo (puesta-en-común), sino tampoco en su acción (trabajo); ésta queda mutilada a vigencia mecánica y extrínseca de lo que se hace. No hay aprendizaje (práxis), sólo producción (póiesis), pero sin lo primero tampoco habrá producción a la larga. En tal estado de cosas, la empresa, la economía diminuye su capacidad para actuar; aún el ímpetu enorme de la competencia no logra más que aplazar las consecuencias por arrastrar a las empresas, la economía nacional y mundial por las vías de la «conquista del espacio» (puro expansionismo) sin lograr «redimir el tiempo humano» (verdadero incremento de las potencias humanas). Los problemas ecológicos representan tan sólo un epifenómeno, pero muy visible, de tal situación.

En definitiva, en la Modernidad la conquista de la libertad está ordenada principalmente al espacio (dominio técnico) obstaculizando el ámbito más propio de la libertad: el tiempo vital (dominio ético). Ambos, sin embargo, han de ser armonizados. No faltan pensadores, como L. Polo, que denuncian esta unilateralidad interpretativa -y ejercitada- de la libertad, libertad que deshumaniza por des-socializar e incomunicar. Por el contrario, redimir el tiempo significa poner bases sólidas para más libertad: la del hombre que puede aportar, implicar su «yo» en el «trabajo», establecer así cierta continuidad y reciprocidad entre su «ser» y su «obrar». Parece ser la única vía capaz de reparar la ruptura de la conexión entre la conciencia vital e intelectual; restituir esta conexión dinámica es restituir la comunicación social, de modo que el hombre pueda efectivamente prometer, aportar, crecer.

Filosofía de la comunicación. Dos modos fundamentales de acercamiento: el trascendental y el antropológico

Para tal propósito de «restitución» se pueden invocar -según L. Polo- dos planos explicativos fundamentales: el transcendental y el antropológico; por cierto, el segundo hace más comprensible al primero. Como punto de partida bien vale subrayar que un acercamiento transcendental no es lo mismo que un acercamiento religioso, sino la afirmación de que haya ciertos «trascendentales» por estar presentes en todo cuanto existe, cuanto se piensa y cuanto se hace. La tradición aristotélica habla fundamentalmente de tres: «ser», «verdad» y «bien». Polo hace plantearnos la relación entre ellos o, -dicho de la manera que nos interesa aquí-, pregunta por cómo están comunicados entre sí.

Lo que en el plano antropológico sería la «comunicación», en el transcendental lo llama «conversión». Sin entrar en profundidades y matices importantes que aquí no vienen al caso, planteado el problema del «orden» (jerarquía, primacía) y la «conversión», se dan -según una sistematización general del discurso filosófico- tres posturas básicas posibles: el realismo moderado (aristotelismo, tomismo), el realismo duro y puro o idealismo (Platón, Hegel) y el nominalismo (Ockam, empirismo británico, liberalismo).

Dicho de modo simplificador, según el realismo el «ser» es el trascendental primero, y el «bien» el tercero, si no quiere arriesgarse a perder su carácter de transcendental. El bien sólo lo es en la medida que es verdadera manifestación del ser (realidad); la comunicación o conversión o es así o no la hay. La postura del nominalismo no admite conversión, sino sólo el «bien»; éste no puede ser más que individual. Es una postura escéptica, no admite realidad alguna de los universales (ideas). Al negar el carácter de realidad a los universales, los conceptos operantes en nuestro pensamiento no son más que ficciones e hipótesis útiles producidas por la mente misma ya que lo único que existiría, terminantemente, son los individuos, o sea, lo singular.

El nominalismo es la base gnoseológica del individualismo ético-antropológico, político y económico. La comunicación entre los individuos es absolutamente voluntaria y, por tanto necesariamente difícil por ser arbitraria, pero de ninguna manera esencial; o sea, la relación o comunicación no está fundada en una esencia compartida por todos que permite un verdadero conocimiento, sino uno meramente subjetivo. El nominalismo es voluntarismo, el primer trascendental es el «bien», en el sentido del «yo quiero». El nominalismo es una postura anterior al idealismo, esto es, la reformulación del realismo duro platónico (la idea como lo máximamente real y objetivo), pero en clave cartesiana. Descartes sustituyó la búsqueda de la «verdad» (propio del conocimiento intencional-aspectual) por la producción de «certeza».

El idealismo es un intento de restablecimiento de la filosofía centrada en la «verdad», pero en términos de «totalidad de certeza». La gran inspiración del idealismo es que el bien no es posible sin la verdad; frente a la equivocidad absoluta propio del nominalismo propugna la univocidad de la verdad. El idealismo es un totalitarismo gnoseológico: la verdad es el todo, lo particular es la mentira; el camino hacia la verdad es la supresión de la mentira de lo particular. Lo que en Hegel es un idealismo dialéctico con su síntesis o conversión lógica, en Marx llega a ser materialismo dialéctico con el intento de síntesis mediante el poder: la socialización o totalización de la propiedad.

Para no filósofos puede resultar extraño, nebuloso y hasta chocante pensar que todo orden político, organización económica, etc., de la sociedad echa una de sus más profundas raíces en una determinada filosofía o, más concretamente, en una determinada teoría del conocimiento (gnoseología). Si nuestra ocupación en este lugar es aducir marcos explicativos del por-qué de la incomunicación social actual (familia, empresa, organismos políticos) y señalar posibles caminos de curación, la inadecuada «conversión» de los trascendentales, operante ya no sólo en la «conciencia intelectual» sino hasta en la «conciencia vital» (nivel de actitudes operativas en la vida social), debe considerarse como un eje e híto fundamental. El que no quiera admitir que haya una «verdad», un trascendental que asienta sobre una «realidad» inagotable e irreductible a mera facticidad u objetividad científica, cae necesariamente en la incomunicación propia del individualismo voluntarista-nominalista y tendrá que cargar con la responsabilidad de que alguien -enojado, tanto intelectualmente como vitalmente- intente establecer la verdad como realidad totalitaria.

En el primer caso no puede darse, por definición, ninguna puesta en común auténtica y verdadera; en el segundo, la puesta en común se intenta a la fuerza, estableciendo un enfrentamiento entre libertad y verdad. Borrar la libertad personal es posible en el plano del pensamiento; operacionalizar esta idea, sin embargo, resulta a la larga imposible, un hecho que el ocaso del régimen comunista nos ha enseñado recientemente. Ahora bien, ¿ha triunfado el nominalismo liberal? Adentrándonos en el fenómeno de la incomunicación social tan propia de nuestra sociedad actual, diríamos que no. Más bien parece que ni la «verdad» ni el «bien» pueden jugar el papel de delantera, ni en el plano de los trascendentales, ni en el plano antropológico, etc., si queremos de veras que se de una auténtica comunicación social. Claro está que esto afecta siempre, y en un grado destacado, a la organización política y la económica, por ser un plexo de tantas y tan variadas dimensiones comunicativas.

Ahora bien, para desentrañar el problema, hemos de buscar una ordenación, en primer lugar en el plano de los trascendentales, en la que los trascendentales puedan cumplir su función comunicativa. Esto requiere la prioridad del «ser». La realidad, en estos términos metafísicos, no es totalitaria, sino plural en el sentido de análoga. Sin entrar en este concepto clave para entender casi todo de modo adecuado, se podría decir, por vía negativa, que el «ana-logos» ni es puro «logos» (en el sentido racionalista-cientificista) ni «alogos» (como lo ajeno a toda consideración racional). Una re-insistencia en la primacía y analogía del «ser», propia del realismo filosófico, nos puede ayudar para superar los unilateralismos teóricos y prácticos que caracterizan el mundo de hoy: ciencia-técnica-producción-estado como monopolio del frío y calculador «logos» frente a valores-arte-consumo-individuo como monopolio de lo irracional, pasional y espontáneo. Además, sólo a partir de tal reinsistencia estamos en condiciones para asegurar el valor trascendental de la verdad y del bien.

Por el contrario, la idea de la emancipación de la razón es la base de la interpretación ilustrada de la razón y, por lo tanto, de la teoría ilustrada de la comunicación. Lo único, en definitiva, lo que separa el idealismo del nominalismo es la idea de «totalidad del discurso», pero como ésta no ha sido lograda, ni puede lograrse, el nominalismo queda al acecho. Mientras que no hay totalidad tampoco hay verdad, según el idealismo. Así, el trascendental «verdad» se trueca en absoluto, propio de la razón divina (Leibzig, Spinoza), o en resultado, propio del espíritu (saber) absoluto (Hegel). Pero a nivel humano, -lo relativo y lo que todavía no ha llegado-, en tal postura no cabría verdad y, por tanto, tampoco comunicación con carácter de verdad. Tal dialéctica explica, por ejemplo, el liberalismo (nominalismo) político de los idealistas Spinoza o Kant. En este último se da una pre-eminencia notoria del imperativo hipotético (voluntarismo) respecto del categórico (racionalismo: supuesto de la razón teórica inmediatamente práctica). Voluntarismo y racionalismo se dan la mano dialécticamente cuando se postula que la razón política puede funcionar exclusivamente sobre la base de una desconexión esencial (equivocidad, caos) entre los individuos.

Bajo este presupuesto, el «saber» constituye un «poder»; la comunicación degenera en mera información con arreglo a mi interés político o económico puesto que no habría conexión posible con la verdad en un discurso particular. El «yo» autónomo (absoluto) representa el único lugar donde acontece la verdad; por tanto, la única comunicación «veritativa» es interna a uno mismo. Esta claudicación creciente ha abierto el vasto campo de negocios con los enredes del alma (psicoterapia, psicología profunda, esotérica, antroposofía, sectas religiosas, etc.). Cada uno representa toda la verdad, cada uno desde otro punto de vista. Fuera de duda, a partir del nominalismo o idealismo (un nominalismo encubierto) la sociedad, la sociabilidad, la comunicación son someramente problemáticas.

Esto lo demuestra también, con nueva radicalidad, la filosofía del lenguaje. Según esta corriente filosófica, se podría decir que el lenguaje, primero, es un trascendental propio y, ademas, el primer trascendental; el lenguaje se postula como fuente de la realidad. El empuje investigador de esta corriente de pensamiento se dirige hacia la búsqueda de un meta-lenguaje desconocido (ya no un saber absoluto, sino un decir absoluto). Es patente, sin embargo, que por debajo de un «toquecito místico» late de nuevo la cruda y inconexa facticidad (empirismo nominalista); según el misticismo (Wittgenstein) de la filosofía del lenguaje el meta-lenguaje es desconocido; por tanto, entre los distintos juegos lingüísticos no hay comunicación. Si el lenguaje es trascendental -y, además, el primero- no hay ninguna «conversión» posible entre ser, verdad y bien, salvo en el plano místico. En el discurso práctico (economía, derecho, política, ética, etc.) no cabría unificación alguna; de tal manera, ser, verdad y bien habrían perdido su estatuto trascendental; ya no trascenderían aquellos ámbitos mencionados. En consecuencia, la comunicación es pura retórica del juego particular (p.ej.: la economía); por tanto, no puede haber auténtica comunicación, esto es -repito-, «puesta en común». Lo común es puramente arbitrario.

Como punto final a la problemática de la conversión de los trascendentales entre sí y su orden, no cabe más que proponer la postura del realismo clásico, aunque ampliado desde una antropología filosófica. El lenguaje (la comunicación) marca la conversión entre inteligencia y voluntad. Se habla porque se quiere hablar; no ocurre así en el pensamiento. El lenguaje es un consecutivo del pensamiento; el lenguaje incorpora pensamiento; hablar es el modo como el pensamiento entra en el orden de la voluntad y, por tanto, del bien. El lenguaje es un complemento de la intención intelectual; esto, no obstante, no quita para que, en el orden práctico, el diálogo (el modo de lenguaje basado en la confianza) sea el «lugar» de la verdad en cuanto ocasión más propicia para dar a luz la idea. En tal concepción este tipo particular de lenguaje no crea la verdad, más bien la recrea, es una participación apropiativa en la verdad por parte de los sujetos dialogantes. La comunicación es, entonces, el camino hacia otro que la voluntad hace emprender al pensamiento convertido en instrumental. Eso es el lenguaje: para que la verdad se convierta con el ser es menester el lenguaje, un complemento voluntario. Por tanto es el bien (el objeto de la voluntad «lenguaje») que marca la conversión con el ser.

En resumen: un discurso, un lenguaje que no tenga por objeto el bien no comunica por ser desprovisto de verdad y realidad. Por eso el discurso del poder es un discurso falso y ficticio. Qué no se extrañen por tanto los directivos políticos y económicos. Si no logran comunicarse es porque no buscan el bien. Sólo el bien es difusivo y comunicativo como ya reza una sentencia clásica: «bonum est communicativum et diffusivum».

El modo antropológico La comunicación como manifestacion del ser social

Visto desde su aplicación antropológica, en el trascendental «persona» (la noción de persona es una consolidación del trascendental ser) se contempla más fácilmente la conversión del trascendental ser con el de verdad y bien. En la persona se ve mejor el significado de la comunicación. La persona es la profundidad misma, la radicalidad del ser considerada no en cuanto que cerrada, sino al revés, precisamente en tanto que abierta. El carácter de intimidad del ser personal no significa inmanencia, sino precisamente apertura esencial. La persona ratifica el ser y excluye al idealismo en el cual la verdad se ve de una manera impersonal, tanto como el voluntarismo (nominalismo), que enfoca el bien de modo impersonal. Esta no-inmanencia del ser personal significa que el orden dialógico es el orden donal. La conversión o comunicación de los trascendentales tiene que ser donativa. La comunicación está en el ser por donación. El entenderla como donación abre tanto el orden de la verdad como el orden de amor. La comunicación tiene que ser donación. Si de verdad es donación, la verdad no puede ser una pura pertenencia (los hechos objetivos), sino que tiene que estar abierta en donalidad e íntimamente vinculada al amor. Al contrario, la comunicación es redundante e insuficiente. Frente a la novedad del don se descubre la trivialidad, curiosidad e superficialidad de la información (comunicación no donal), o sea, el problema de la información en los mass-media no es un problema de sociología ni de psicología de la información.

En el hombre, por el carácter de cierta infinitud de su intelecto y su «yo», la comunicación no puede ser predeterminada, más al contrario, puede y tiende a aumentar e enriquecerse. Por ese carácter de indeterminación y apertura se da la posibilidad de que trabajando el hombre se enriquezca; esto, no obstante, no ocurre simplemente de modo resultante sino gradual, de modo que las mismas potencias se enriquezcan. O sea, la riqueza no puede considerarse como algo fuera de las personas -los bienes materiales o el dinero, su representación-, sino como bienes sustanciales. Estos son una expansión en el seno mismo de la persona, un incremento de su habitat personal, de sus potencias intelectuales y volitivas. Es un tema muy bonito y fundamental, pero aquí no hay espacio para desarrollarlo más. De todas maneras queda patente hasta que punto el trabajo tiene una referencia comunicativa. En la medida que el trabajo no se ejerce como don de sí tiende a fomentar la incomunicación, porque la riqueza meramente exterior no comunica sino individualiza: el consumismo lo demuestra a las claras, porque el placer que se busca en el consumo tiene su término necesario a uno mismo, aun cuando el placer se comparte con otros.

A pesar de estas aberraciones posibles está claro que la incomunicación en un organismo social (familia, empresa, nación) es precisamente la consecuencia, aunque malograda, de la capacidad y necesidad humana misma de ir buscando el aumento comunicativo. De esta manera la incomunicación reinante en los grupos sociales podría calificarse de efecto secundario perverso, a partir de una visión reduccionista del carácter relacional-comunicativo radical del hombre.

La comunicación que merezca tal calificativo, tiene por objeto, por tanto, personalizar no masificar; lo que no se debe saber tampoco se debe comunicar. Por ejemplo, calumnias, pornografía, etc.; pero tampoco bienes de consumo no oportunos desde el punto de vista del «espacio» y «tiempo» personalizado. Esto quiere decir que los bienes no lo son universalmente, como independientes de las circunstancias particulares. La comunicación tiene relevancia ética precisamente por su relación intrínseca con lo societario: siempre o culturiza o desculturiza, siempre educa o deseduca. Pero si el lenguaje (un uso activo de la voluntad) se concibe como constituyente de los ámbitos de lo real, como creador espontáneo de la realidad, entonces la comunicación no es donal sino voluntad-de-poder. Comunico en orden a mi interés de recibir. Esta es la gran tentación de la comunicación política y empresarial «externas» (p.ej.: publicidad, esloganes políticos).

Para que se entienda, sin embargo, que en la comunicación se está hablando acerca de la «realidad», no de unos meros objetos o hechos, es preciso mantener que «hay conocimiento». Sólo si hay conocimiento de la realidad, en el sentido de la filosofía realista, puede haber verdadera comunicación. Cuando ésta se trueca en pura arbitrariedad, no se comunica nada, mejor, la «nada» se comunica. De ahí también tanto aburrimiento y tedio, tanta zafiedad y angustia presente en la era de los mass-media, presente sobre todo en la juventud actual. Las mediaciones sociales han dejado de mediar. No median; no comunican; no tiene lugar la «conversión» de los trascendentales ser, verdad y bien. La mentira, lo curioso, lo superficial no se comunica a largo plazo. La comunicación se estrangula.

Comunicación, violencia y poder

No se quiere negar con esto que el uso del lenguaje no sea de por sí cierta «manipulación». Toda influencia es, en cierta medida, acción manipuladora. Depende de cómo se entienda este concepto. También la comunicación donal es manipuladora en el sentido de que nos hace cambiar. Cambiar aprendiendo, sin embargo, es connatural al hombre, porque para ser lo que nunca es plenamente: humano, tiene que crecer, en todos los aspectos. En definitiva, la pretensión de no influir es un imposible antropológico; querer influir, disponiendo unos medios artificiales para ello, no es nada malo en sí; al contrario, es bueno y necesario siempre cuando suscita un crecimiento en habilidad (virtud), no en incapacidad (vicio). Investiguemos ahora un poco el impacto que tiene el lenguaje lógico-formal en tal proceso de aprendizaje. Las ciencias y junto a ellas todos los ámbitos sociales implican «organización»; usan para su desarrollo del lenguaje lógico: el «logos proposicional»; este contrasta con el lenguaje histórico o natural: el «logos semántico», como ya dijimos al comienzo de esta exposición.

El lenguaje lógico-formal, sin embargo, pretende algo que elevado a dogma es un imposible: establecer una relación universal unívoca, o sea: inequívoca, entre el significado (sentido) de un término y lo designado por un término (referencia). Tal empresa parece, en principio, connatural al proceso cultural; el proceso lingüístico representa cierta racionalización o mayor definición, o sea, busca una mayor correspondencia entre «signo» (término), «sentido» (significado cognoscitivo del término) y «referencia» (la realidad designada por el término). No obstante, la dinámica entre signo, sentido y referencia no se deja clausurar. Tal pretensión de la ciencia A. Llano califica de «ficción de objetividad». Por este procedimiento, el «logos proposicional» (la ciencia) se autoclausura, se acerca tendencialmente al «impasse» (callejón sin salida) o lugar incomunicado. Arraigándose en esta «ficción» las diferentes ramas del saber se han hecho incomunicables entre sí. Cada una hace un «acto de fe» en sus propios hechos designados por un lenguaje formal estricto. Pero los hechos son ficticios, en el sentido de que no son reales más que en el sujeto o grupo social que los establece. Las estadísticas son un clamoroso ejemplo de esta (inter-) subjetividad o parcialidad. En este sentido, el discurso fáctico es un discurso del poder: de su conquista y su conservación (cfr. A. Llano: «El demonio es conservador»).

Por el contrario, el lenguaje histórico o natural, o sea, la comunicación que se da naturalmente entre los hombre, siempre está manteniendo una pluralidad de relaciones, una tensión o dinámica vital, entre lo significado (sentido) y lo designado (referencia) por un término (signo). El hombre procede así inconscientemente porque sabe intuitivamente acerca de la inagotabilidad de la referencia (la realidad designada por un término). Hasta se podría decir que el lenguaje científico es mucho más ficticio que el lenguaje propiamente figurado (literatura); que es más verdadera la literatura que la ciencia; que carece de fundamento decir que las metáforas sean menos precisas que otras palabras. Por lo demás, la palabra (signo) sin referencia al conocimiento expresado por ella (sentido) ni es verdad ni falsedad, porque es el uso o la contextualización del signo en un «logos» (una comunidad de convicciones) como se puede investigar el verdadero ser de las cosas (cfr. A. McIntyre: «Three rival versions of moral enquiry», pp. 60-62). En definitiva, tal comprensión ayuda a evitar el que se caiga en el unilateralismo dialéctico al uso entre las dimensiónes semántica (adecuación) y pragmática o retórica (uso reflexivo de la adecuación); al contrario, ofrece la posibilidad de una auténtica y viable conversión entre lenguaje, conocimiento y ser, o sea, entre signo, sentido y referencia, respetando la inagotabilidad de esta última. Es esta inagotabilidad, y el respeto ante ella, que asegura, en último término, el crecimiento posible de la comunicación.

Desde esta perspectiva distinta, hemos intentado mostrar de nuevo la importancia categorial de la correcta conversión de los trascendentales ser, verdad y bien: la comunicación está en el ser por donación. El lenguaje es medio de comunicación porque incorpora pensamiento; no lo fundamenta ni lo agota, con los matizes hechos más arriba, porque es cierto -como afirma Llano- que la realidad está en alguna medida mediada por la propia comunicación y todo esto complica extraordinariamente las cosas. Lo fundamental, no obstante, es que debe mantenerse la pluralidad de relaciones tanto entre signo y sentido como entre sentido y referencia; porque ni el sentido puede agotar la referencia ni el conocimiento la realidad, algo que pretende el cienticismo positivista. Comunicar, más bien, debe ser una humilde y alegre tarea donal y participadora ante la inagotable grandeza de lo real. Además, si bien el pensamiento (sentido) no puede agotar la realidad (referencia), tampoco es lícito desvincular la reflexión de aquello a que hace referencia; ya defendimos con Polo que el intelecto (verdad) no es lo primario. No cabe una emancipación de la razón de la realidad. Si bien es cierto que también el aristotelismo defiende frente al idealismo (adecuación veritativa entre realidad y pensamiento sin reflexión personal) que la verdad está en el juicio (reflexión), tampoco hay reflexión veritativa sin adecuación entre realidad y pensamiento. Si el «pienso» pretende prescindir de la «adecuación», tal intelectualismo acaba por ser un voluntarismo encubierto. El predominio del «yo pienso» degenera en el dominio del «yo quiero».

La sociedad configurada entorno a tal principio metafísico-gnoseológico es la sociedad liberal-laicista configurada entorno al dinero. El dinero es un tipo de comunicación o lenguaje social basado en su carácter de poder de omnimediación: dinero es poder. En tal marco teórico y práctico la comunicación fácilmente se torna en información manipuladora, en el sentido negativo del término. Comunico como «verdadero» o «bueno» lo que a mi, a mi grupo político, a mi grupo empresarial le conviene. De esta manera, la comunicación política o empresarial, en su doble acepción «interna» y «externa», plantea el problema ético por excelencia: la justicia. El derecho natural frente al positivismo jurídico lo condensa así: lo justo es lo debido a cada uno. Por consiguiente, la justicia es acción donal: dar a cada uno lo suyo, o sea, lo debido a él. Aplicado esta sentencia o principio universal al entramado institucional, el directivo político y económico tiene que preguntarse, sin frivolidad ni cinismo, pero tampoco con falsos escrúpulos o remordimientos: ¿En la comunicación, pretendo dar a cada uno lo suyo (tanto al cliente/elector como al empleado/partidario y a mí mismo)?. ¿O se lo doy «por las buenas y las malas» porque así me resulta ventajoso, interesante, conveniente o cómodo? A este respecto, advierte otra sentencia clásica: «iustitia constitit in comunicatione», la justicia consiste en la comunicación; la comunicación tiene que ser un acto de justicia. Nótese bien que con tal concepto no se pretende establecer una falaz dialéctica entre «dar» y «recibir» (cfr. Polo: «Tener y Dar») porque es tanto dando que recibimos como recibiendo que damos. Sin embargo, lo injusto en la acción comunicativa sería, no intentar buscar con tenacidad dar lo bueno a cada uno, bienes que lo sean y que, por consiguiente, merezcan ser comunicados.

En la sociedad moderna configurada en torno a la racionalidad económica y el frenesí consumista, lo que uno ve, en la medida que sabe contemplar las caras de la gente, es tedio, aburrimiento, zafiedad, pasotismo, angustia. Todo ello en medio de un activismo desbordante. Los lenguajes propios de la producción y del consumo deja sin respuesta interior al hombre por no dirigirse a su conciencia vital. Cuanto más esté configurado su vida entorno a este tipo de información, más vacío está. Aumenta la incomunicación social. Pero tal incomunicación se manifiesta como violencia en la misma medida que se refuerza la violencia como sistema de comunicación. A modo de ejemplo, aprovechando el análisis de G. de Vicente, se podría hablar de un cierto terrorismo de la actividad publicitaria. El terrorismo no puede ser comprendido sólo en términos de violencia sino debe ser primariamente comprendido en término de propaganda. Violencia y propaganda tienen mucho en común. La violencia pretende ser la modificación de la conducta y el fin de la propaganda es la persuasión. El terrorismo es una continuación de ámbos. Sólo hay que mirar a la publicidad actual. Se comunica con agresividad, con violencia. Esto es un fenómeno generalizado, pero el comunicador «cínico» incluso lo dice todo a las claras. Hemos entrado en un círculo vicioso, del cual es preciso salir cuanto antes.

Comunicación y retorica

A lo largo de estas consideraciones nos hemos topado continuamente con el aspecto retórico de la comunicación. Precisamente, cuando los recursos retóricos se ordenan principalmente a un interés de poder, se ve claramente la relación íntima entre retórica, poder y violencia. Más adelante intentaremos darle a esta relación un giro positivo; ésto a lo largo del desarrollo del tema «Comunicación y Poética». Ahora bien, como punto de partida, es obvio que la comunicación para que sea efectiva precisa echar mano de los recursos retórico-poéticos, pero sin agotarse en éstos. Esto es así porque la comunicación, para ser efectiva, tiene que contar con la constancia de la voluntad, o sea, hace falta mantener la credibilidad de lo que se comunica. Comunicar es más que un vehículo de poder en orden a mis intereses. Hay quienes interpretan acríticamente el carácter de medio de los medios de comunicación; pero, los medios pueden no mediar, es decir, que se engaña quien piensa que, invirtiendo en los medios de comunicación, la comunicación se establecería automáticamente. Confunden el qué con el cómo. Esta marginación del qué y para qué de la comunicación frente al cómo es resultado de su cientificación y técnificación, proceso respaldado y avalado ciegamente por el «positivismo» y «funcionalismo». En la medida que el cómo se pone en primera línea la comunicación corre peligro de convertirse en una actividad manipuladora, strictu sensu. Lo que importa es la difusión y transmisión pública de mi mensaje, precindiendo de su conveniencia o no-conveniencia social e individual, de su veracidad o no-veracidad. Según nos dicta la experiencia y el sentido común, la comunicación, no obstante, es un proceso del hombre para el hombre, no simplemente una técnica de transmisión de mensajes.

Es patente, sin embargo, que frente al sentido común predomina la fenomenología descriptiva de la comunicación basada en el dato empírico, sea físico o psicológico, -ficción ya acusada más arriba-, que ha permitido que se organicen disciplinas particulares: lingüística, teoría de la información, teoría de la comunicación, ciencia de la opinión pública, teoría de la imagen, tecnología de la información, semiología (teoría de los signos), etc... Hay un «corpus» académico más o menos identificable. Pero no existe una interpretación sistemática con base antropológica común. El predominio de la descripción sociológica de los medios y su análisis funcionalista sobre el carácter humano de la mediación comunicativa conducen a la desfiguración académica, científica y operativa de la información y del entero proceso de la comunicación social. No se puede llegar a conocer bien ni la dimensión teórica ni práctica de la comunicación si no se entiende que tiene como punto de convergencia a la persona y su trascendencia social.

Anteriormente dejamos constancia de la necesidad de restitución de una comunicación social tal que haga posible que el hombre pueda efectivamente prometer, aportar, crecer. Para fomentar tal restitución, no debe caber duda, la retórica juega un papel fundamental aunque no fundante. La mera información no mueve a la acción; hay que echar mano de los recursos retórico-poéticos, pero no debe creerse que la finalidad de tal herramienta pueda limitarse al cinismo de echarle una mano al discurso científico-técnico para que éste pueda lograr sus objetivos: la productividad o actividad incrementada. Evocamos, a modo de ejemplo, todo el aparejo técnico-científico-psicológico de la publicidad para desencadenar una compra. La actitud cínica consiste en convertir lo retórico-poético en un poder en orden al interés propio. En la organización política o empresarial, la comunicación debe ser un verdadero arte, no un simple artilugio manipulador de cara a la comunicación externa, ni tampoco un discurso meramente lógico-formal aplicado a la «organización formal». O sea, también de cara a la comunicación interna ésta debe ser un arte, un modo de comunicación que afecte vitalmente la conciencia dando a luz un conocimiento experimental (implicación de la voluntad) no un mero conocimiento teórico (mero registro intelectual). Por tanto, el modo formal -propio de los procedimientos comunicativos de la dirección y organización social dominantes- no es suficiente para que haya comunicación, puesta en común.

En la actualidad se está poniendo de moda que los directivos deberían tratar a sus empleados/electores como si fueran clientes, esto, sin embargo, no significa más que lo siguiente: aplicar las técnicas propagandísticas de la comunicación «externa» a la par a la comunicación «interna». El comprobado poder de los recursos retórico-poéticos (palabra, imagen, sonido, etc.) se está desplegando con vistas a un triunfo comunicativo también al interior de la organización en cuestión (partido, empresa). Esto, ciertamente, representa un avance. Pero, -para decirlo de una manera un tanto polémica-, los dirigentes han tomado conciencia de que el hombre, ya no solo en cuanto consumidor, sino también en cuanto productor, -en el sentido más ámplio-, ya no es susceptible a que se le asemeje a una máquina, -a la que se dan instrucciones formalizadas-, sino que hay que elevarle a categoría de animal sofisticado, o sea, una compleja caja de resonancia entre estímulos y respuestas. Me parece que la teoría de la motivación, sea de Maslow o de otros muchos, no va más allá de esto.

Sin embargo, hay que ir en búsqueda de un planteamiento más radical, o sea: más profundo, de la comunicación. Si bien es cierto que los recursos retórico-poéticos son esenciales para que pueda nacer y darse una auténtica comunicación, tanto en la sociedad en general como en la empresa en particular, es más cierto todavía que tales deben ser un arte no manipulador sino liberador. El verdadero arte hace crecer, no esclaviza; esto ya nos lo hacía ver Aristóteles en la «Poética» reivindicando el sentido curativo del arte (katharsis); de otro modo, no habríamos pasado más que de una comunicación mecánica a una socio-psicológica; ésta no valora al hombre en su sentido personal, sino meramente específico, es decir, como miembro de una «grege» (especie) peculiar. Bajo tal enfoque el hombre empobrece su racionalidad a la mera producción de «consumo». A tal hombre el economista y sociólogo W. Röpke le bautizó de homo sapiens consumens. Nos consta que quien así nos habla fue una autoridad dentro del campo neoliberal alemán de la posguerra. Por lo tanto, ser un defensor de la libertad no tiene porque estar reñido con la sensibilidad, aunque esos liberales sensibles acaso no extraen todas las lecciones (consecuencias) de esa sensibilidad, hecho que invariablemente conduciría al abandono del liberalismo doctrinario (baste el ejemplo de la imponente figura de Donoso Cortés).

En último término, el dirigirse comunicativamente a la conciencia vital sin depravarla, el saber hacerlo no es cuestión de ciencias, ni técnicas de la información o comunicación sino es estrictamente cuestión de arte, de tacto, de tino, de gusto.

Comunicación y poética

Inspirado en un ensayo sobre la aplicación de la «Poética» de Aristóteles al carácter comunicativo de todo trabajo humano, intentaré ahora profundizar en lo dicho antes y sacar, desde esta perspectiva «poética», algunas conclusiones para el sentido de la comunicación institucional. La «poética» de Aristóteles puede servirnos de guía para una integración de los aspectos «poder» y «retórica» en una comunicación social en orden al bien común.

En analogía a la sentencia clásica: el arte imita a la naturaleza, en el sentido que la mejora y perfecciona, se podría afirmar que la información es aquella forma de comunicación que presta la ocasión de perfección para el hombre, intentando perfeccionar precisamente aquella comunicación existente naturalmente en toda sociedad. O sea, hemos de partir de la radical sociabilidad del hombre.

Este intento de perfeccionar resulta más necesario todavía cuando son tan patentes ciertas dificultades y enfermedades comunicativas como es el caso en las sociedades actuales. Se podrían destacar muchos tipos interconectables de enfermedades de la comunicación, referidas éllas a la potencia intelectual y volitiva o las potencias sensibles. De cualquier forma, el resultado de tales enfermedades de la comunicación es la «ficción comunicativa». Esta es habitual en nuestro mundo atomizado y sólo abstractamente unido (constituciones, leyes, dinero, prensa, televisión, internet, etc.) y produce tanto más incomunicación precisamente cuanto más se cree falsamente que hay mucha comunición. Ya hemos insistido lo suficientemente en ello.

No obstante, hacer explícito todo lo implícito en una comunicación es un esfuerzo titánico, de modo que las virtudes (hábitos operacionales buenos, cualidades relativamente permanentes que incrementan la facilidad, la prontitud y el gusto para la adecuada actualización de las respectivas potencias) parecen ser el único remedio para sacarnos de este aprieto. Esto es así porque son un haber-en-común que ahorran mucho tiempo y esfuerzo. Ellas hacen posible una verdadera puesta-en-común por cuanto nos permiten redimir el tiempo. En cierto modo, esto es así porque no es posible recrear en cada momento todos los supuestos semánticos y pragmáticos de la comunicación. En lo siguiente se pretende mostrar como una «poética» ampliada, referida a todo trabajo humano, perfecciona la comunicación social en la medida que da pie (ocasión) al crecimiento de las virtudes. Resulta que las virtudes son el único camino viable de la comunicación. Al contrario del impulso liberador de la verdadera «poética» cualquier comunicación abstracta (tan característica de la organización moderna del trabajo) crea en último término violencia como signo de incomunicación. Frente a cierta identificación confusa de lo ético con lo técnico, manifiesta en el predominio de la comunicación «tecnológica», la «poética» aristotélica (ejemplificada por la «tragedia») es un ejemplo preclaro de toda comunicación ética que se hace presente en un trabajo bien hecho (poética).

Para mejorar la comunicación la información ha de incluir recursos artísticos; tales son la retórica y poética. Aristóteles declara la «katharsis» (purificación) claramente como objetivo inmediato de la «poética»; ésta representa un determinado modo, -en el caso de la «poética» aristotélica el modo trágico-, de representación de cualquier «acción» humana. La catársis es, por lo pronto, la ocasión para una finalidad de tipo moral, o sea, perfectiva del hombre. Bajo tal ángulo lo que se ve inmediatamente es la exigencia intrínsecamente moral de toda actividad informativa (expresión redundante, en cierto modo). En analogía a que las virtudes son formas «accidentales» que enriquecen al «ser», la información (recursos retórico-poéticos) en cuanto «accidente» de la esencia comunicativa del hombre tiene la función de enriquecerla, no empobrecerla. La actividad informativa se convierte en una obra de arte, cuya razón-de-ser es perfectiva. Para poder llegar a ser perfectiva tiene que utilizar un lenguaje «sazonado»: ritmo, armonía, verso; dicho de otro modo: se precisa «musicalidad» del comunicado. No cabe duda, tal exigencia «musical» resulta sumamente apremiante vista la praxis informativa actual.

Ahora bien, si la información precisa echar mano de unos recursos retórico-poéticos es porque, en principio, ante cualquier género poético (cualquiér póiesis) todo el hombre se pone en movimiento: tanto sus potencias intelectuales como volitivas. De tal manera, para informar hay que dirigirse al hombre entero, integralmente considerado.

Tal desafío, sin embargo, en la empresa actual parece que se resuelve dialécticamente, es decir, de modo disyuntivo. En cuanto a la comunicación externa (marketing: publicidad, etc.) se dirige de modo cada vez más violento a los sentimientos, afectos y emociones, mientras que en cuanto a la comunicación interna (relaciones estipuladas por la organización formal) predomina el lenguaje meramente lógico-formal. Hacia fuera -si se me permite tal metáfora- la empresa se muestra «toda carne»; hacia dentro, «todo hueso». Sin embargo, el hombre es indivisible, es a la par productor y consumidor, etc.; por este trato comunicativo disyuntivo se fomenta la neurosis y esquizofrenia (la desintegración gradual de la unidad personal).

Además, como quedó aludido más arriba, la necesidad de información evoca la finitud del hombre y su anhelo de infinitud; por ser capacitado para crecer y enriquecerse necesita vitalmente crecer y enriquecerse. La información va en orden a la riqueza personal, pero sólo en la medida que provoca una cierta catarsis: curación activa de una falta de puesta-en-común. Toda póiesis (actividad productiva) es por tanto signo de una imperfeción y, a la vez, su modo potencial de superación. La actividad informativa, en la empresa, en las instituciones estatales, etc., en definitiva, debe colaborar de alguna manera en este afán de purgación de la imperfección propia de toda comunicación humana (puesta-en-comunión, puesta-en-sociedad). Si, por el contrario, su modo particular de información externa particulariza, por referirse a un gozo meramente individualizante, no merece el calificativo «comunicación», porque no suscita puesta-en-común sino repliegue sobre uno mismo. El concepto «sociedad de consumo» es engañoso, pero muy ilustrativo de lo que actualmente se entiende por sociedad (puesta-en-comunión): mera yuxtaposición accidental, no esencialmente donación.

Ya hemos dicho que la información (recursos retórico-poéticos) obra como ocasión de perfección comunicativa; esto quiere decir que, directamente, más que acción causa pasión; no educa directamente, sino necesita del «uso de la voluntad» (acción) como complemento posterior. La información debe ocasionar el ejercicio de actos prudenciales, esto es, volver a ejercer la «sindéresis», ni el descontrol o el desenfreno, ni la apatía o el pasotismo. En resumen: la política informativa debe, mediante el recurso a lo poético-retórico, dar ocasión a un movimiento correctivo-rectificador de la potencia racional, o sea, al ejercicio del «hábito de los primeros principios» (sinderesis); éstos vierten luz sobre la acción particular. Tal información incrementa la capacidad para actuar (justicia) al provocar el ejercicio activo de la prudencia, fortaleza y templanza. Estas virtudes son las perfecciones libres correspondientes a las pasiones «temor» y «piedad» que, según Aristóteles, son el objeto directo de la «catársis» pretendida por medio del empleo de la información (recursos retórico-poéticos). La información en definitiva es para la justicia; sin esta última no hay comunicación. Se aprecia de esta manera la distinción entre una actitud informativa en orden a una manipulación correctiva o educativa, -esta última mueve a la «donación» por serlo ella tambíen-, y una actitud en orden a una manipulación strictu sensu: viciadora y deformativa. Tal información no pretende dar o recibir comunicando el bien, sino recibir de cualquier forma (injusticia).

Por tanto, a la hora de comunicar la justicia siempre está en juego; esto es así porque todo empleo de recursos retórico-poéticos (constitutivos de la acción informativa) encierra un juicio, sea implícito o, además, explícito: refiere unos medios a unos fines. Está claro que lo decisivo para la calificación moral (el grado de virtud de justicia ejercitada) de la acción informativa es la dotación de sentido. Según los cánones aristotélicos de una auténtica «poética» (p.ej.: arte informativo) acontece «información» sólo en la medida en que esté manifiesto el sentido de la vida. Cuando no está presente el sentido de la vida no hay propiamente información, ni -mucho menos- comunicación. Si hay comunicación es porque hay un valor añadido. Aristóteles al comienzo de la Política dice que el hombre tiene un lenguaje para comunicar lo que está bien y lo que está mal, lo justo y lo injusto, lo conveniente y lo dañino, y si no hay este valor añadido no hay, por tanto, comunicación. O sea, la información precisa un valor añadido en orden a la justicia; si no, hablar se reduce a mera sofística: discurso del poder.

A pesar del desafío ético inherente en todo empleo de recursos retórico-poéticos éstos son fundamentales para la comunicación; el discurso para que se haga la justicia (dar a cada uno el bien debido) no puede apoyarse principalmente en los recursos lógico-formales (lenguajes propios de la organización formal de la empresa), sino que este mismo lenguaje ha de vivificarse por una retórica-poética que dote del sentido debido a las acciones buscadas. Así hay una relación intrínseca entre trabajo, comunicación y justicia puesto que están en orden al dar. La donación de sí es el único camino para tener en justicia. Tener y dar no son, por tanto, antitéticos, ni mucho menos, pero sólo se tiene de verdad dando. Dicho sea de paso que, aplicado a la teoría política y económica, la actividad correspendiente ha de concebirse principalmente como política y economía de la oferta, no de la demanda; la «oferta» hace hincapié en el carácter práxico-donativo, mientras que la «demanda» en el carácter dialéctico-consumtivo-utilitario, reduciendo el trabajo a mero útil con vistas a su término (no fin): las elecciones y el consumo respectivamente. Con la expresión «homo sapiens consumens», lo que se denuncia es la reducción del fin del hombre a elector (política) o consumo (economía).

Aquel carácter donativo de la información no se entiende si no se comprende la vinculación entre información y educación; ambas actividades convergen por el hecho que necesitan de los recursos retórico-poéticos. Informar es educar o deseducar, nunca es neutral. Son actividades artísticas no técnicas. El directivo social ya no puede engañarse pensando que la acción directiva es una mera técnica comunicativa. Más bien está llamado a ser un artista, en el sentido de educador. Tiene autoridad en la medida que sepa encarnar el sentido originario de este concepto: la capacidad de hacer crecer; tal autoridad perfecciona su potestad formalmente establecida. Desde este punto de vista se entiende con claridad que la actividad comunicativa propia del directivo ha de ser de tipo donal. En la donación ejerce autoridad: este modo comunicativo es el único de hacer crecer a los que formalmente le están subordinados. En cuanto la información llega a considerarse y practicarse como «comunicación pedagógica», deja de ser predominantemente unilateral y abstracta y recobra su referencia originaria recíproca-personal.

Comunicación y política

Tal actividad informativa significa educación, que es un modo de libertad, y no otra cosa; es una oferta de ganancia, no en el sentido de novedad (intelecto), sino de participación (voluntad). Desencadena un acto de la voluntad por el cual hay un compromiso más profundo con la vida. Es cosa conocida que si pretende ser eficaz la información debe lograr que el que la recibe se comprometa. O sea, vana es la acción informativa si no logra alcanzar un cierto grado de identificación con o adhesión al «logos» recibido. Dirigir, en este sentido, requiere comunicar de tal manera que se logre una libre identificación entre dirigente y dirigido; si no, no hay compromiso, o sea: actitud activa por parte del dirigido. Más, el dirigido debe convertirse en dirigente de alguna manera, si no, la información no mejora la comunicación, o sea: la puesta-en-común.

A la vista de estos presupuestos comunicativos resulta obvio que la información pública o «comunicación de masas» implica una clara utopía, tipicamente democrática, es decir, que todos sabemos lo mismo, que existe un saber compartido por todos. La ilustración universal es una utopía a la que la realidad se resiste: ser informado es poder, pero no sólo para mal, sino también para bien. La verdad práctica consiste en no decir todo a todos, en todo lugar y en todo momento. Un directivo tiene que ampliar la información (cooperación) pero, al mismo tiempo, debe restringirla (competividad); el bien de la institución (patria, empresa, familia) depende de ello. La suposición ilustrada, que somos iguales todos en cuanto mayores de edad, es una utopía que lleva a la incomunicación. La comunicación en la Ilustración es una pseudo-comunicación porque uno que se cree mayor de edad no sabe escuchar. Resulta así una sociedad de ruido porque todo el mundo habla pero nadie escucha de verdad. Nadie escucha a nadie, porque todos se sienten mayores de edad. Lo que todos hacen es informarse para así ver como ganar la siguiente baza. El resultado que todos podemos experimentar es la incomunicación social en todos los órdenes.

Por supuesto, para comprometerme con un mensaje tengo que poder entenderlo y, por tanto, presupone cierta igualdad de saber. Pero, más allá de esta condición límite empieza la utopía, es decir, en la democracia se estipula de modo apriori, hecho no avalado por la experiencia, que todos tienen una aptitud igual para todo tipo de mensajes. No obstante, al no ser verdad que todos tenemos la misma educación intelectual y moral, resulta violenta y dañina la información universal, no-diferenciada y adecuada a cada público/persona. Tal aptitud para la información se provoca sólo en la medida que ésta ocasiona aprendizaje positivo. Esto corre a cargo de la «katharsis», o sea, aquí: la información correctiva-educadora. Las exigencias de una difusión masiva de información siempre corre el riesgo de renunciar del carácter de autoridad (información correctiva-educadora), abandonándose al juego del poder (potestad). Está en juego la dignificación o humanización del trabajo (comunicación interna) y del consumo (comunicación externa). El reto consiste entonces en darle a la información un carácter personalizador en su esencial referencia a lo social. De alguna manera, toda comunicación tiene que hacerse análogamente al modo de comunicar del diálogo. Esta característica de la comunión familiar habrá que buscar modos de aplicarla a las instituciones intermedias de la sociedad: los partidos políticos, las empresas, etc...

Anterior a toda tecnificación la comunicación es intrínseca a la esencia del hombre; por tanto, está en la génesis de toda configuración social, definida por un conjunto de signos y símbolos. Existe una íntima compenetración entre comunidad, convivencia, comunicación y sociedad. Sería vano intentar una teoría de la sociedad o de la comunidad política o de una organización empresarial que no tuviera como premisa básica la consideración de este fenómeno de la comunicación. Hasta el punto de que lo que llamamos sociedad no es solamente una red de estructuras políticas y económicas, etc., es ipso facto un proceso de aprendizaje y comunicación.

No obstante, visto desde esta perspectiva antropológica, el ideal de todas las utopías socio-políticas parece ser la «comunicación mecánica». Lo que el comunismo busca como sistema totalitario, el taylorismo proclama como doctrina organizacional de la empresa: el «hormiguero». Todas las relaciones y comunicaciones serían funcionales y estarían preestablecidas, fijas e automáticas. Desde esta perspectiva mecanicista, por tanto, la comunicación no debería plantear ningún problema. Parece que durante más de un siglo este mecanicismo comunicativo ha sido la gran tentación de la empresa a la hora de formalizar su organización. Según una terminología de Polo, en tal modelo social una gran mayoría de la humanidad había que conformarse con el papel de «homo habilis», -todos aquellos que realizan acciones operativas-. Sólo unos pocos verdaderos hombres, -con categoría de «homo sapiens»-, se ocupaban en establecer, mediante el mero uso lógico-formal y científico-técnico de la razón, unas relaciones y comunicaciónes de producción óptimas. En tales consideraciones organizativas no caben conceptualmente problemas de comunicación porque las personas, en su reducción a piezas mecánicas, se consideraban finalizadas de modo exhaustivo en el logro de la finalidad objetiva de la empresa: la «producción económica». De tal modo, de la misma manera que en la teoría marxista, -Marx concibió al hombre como «ser específico» (Gattungswesen), es decir, finalizado por la organización política-, la persona queda reducida a una pieza funcional en orden a la supervivencia o crecimiento de la organización económica, política, etc., en analogía a la finalización de los individuos animales por la supervivencia y crecimiento de la especie.

Comunicación y humanismo

Según A. d'Ors, la problemática de la comunicación puede entenderse también a partir la diferencia objetiva establecida entre las Humanidades y las Ciencias de Comunicación social. Las primeras tienen como su objeto propio de estudio las «palabras», -y su autoridad procede del autor-, mientras que las ulteriores, los «hechos», apoyandose en tipos de palabras, pero sólo como medio. Tales hechos se estipulan como exentos per se de cualquier duda acerca de su autoridad. Hemos insistido con suficiencia en tal ficción de objetividad. A partir de esta diferencia fundamental, sin embargo, es latente un riesgo de despersonalización de la comunicación. El medio de comunicación, en la medida de su poder de difusión y persuasión, se convierte en primordial con respecto a la realidad (ser); y esto no sólo en el orden práctico. En el mundo empresarial, a modo de ejemplo, tal importancia ha adquirido la comunicación externa (publicidad, etc.) que si no logra comunicar lo que es (su oferta) deja de existir. Si no «comunicas» no «eres». Lo incomunicado deja de existir socialmente lo cual -según d' Ors- constituye un grave peligro para la deformación mental del hombre de hoy. Es que hay mucha «comunicación incomunicada» e «incomunicable» de importancia inestimable para la vida social.

Frente a este peligro d'Ors subraya la necesaria vinculación entre Comunicación social y Humanidades, entre retórica y sabiduría, para defender el hombre contra la seducción de la propaganda con su desprecio por la verdadera libertad. Las Humanidades aparecen, en principio, como más accesibles, más comunicables e inteligibles precisamente por referirse a la conducta humana y por sus superiores expresiones estéticas. Esto mismo pareció ser también el resultado de las reflexiones hechas a la hora de tratar de los recursos retórico-poéticos de la comunicación en la «poética» en Aristóteles.

Teologia de la comunicación

Por último, resulta fructífero el esfuerzo por esbozar también una teoría teológica de la comunicación. La comunicación social humana viene a ser -más: debería ser- imagen y semejanza de la comunicación divina trinitaria. El único modo de entender la sociabilidad humana radicalmente, o sea, su carácter de relación, reside en partir de la esencia una y trina de Dios. La persona es reflejo de esa relación subsistente que no implica ni mera negación (Heráclito, Hegel, etc.) ni mero ser (Parmenides, Averroes, etc.) sino ambas cosas. De tal manera que la persona es tanto individual (unidad indivisible) como social (relación esencial); y sólo en esta co-principialidad puede subsistir y crecer como humano. El ser personal se afirma en la donación, único modo viable de comunicación. Soy «yo» poniendome-en-común. Repetimos: la comunicación está en el ser por donación, con cierto reciclaje: la comunicación perfecciona y enriquece mi «yo». La virtudes son lo comunicativo de mi ser.

Dada la fundamentalidad de las virtudes para con la comunicación social, es necesario que la virtud tenga poder social real frente a los poderes fácticos (estado, mercado). La Iglesia y los muchos organismos intermedios ejercían tal contra-poder. Hoy en día, tal contra-poder parece viable sólo en la medida que logre establecerse dentro de los poderes fácticos, p.ej.: una cultura empresarial y política que merezca tal calificativo. Esta exigencia se traduce en la necesidad de santificar el trabajo, es decir, hay que tomar conciencia del imperativo meta-productivo del trabajo del hombre.

En este sentido, además, es obvio que no puede sobrevivir ningún tipo de sociedad sin aquello que se podría llamar «comunicación incomunicada», realidad intangible que emana de un trabajo bien hecho, calladamente realizado con espíritu de servicio. La comunicación verdadera no se sustenta en el aparentar (vanidad) sino en el esconderse (modestia). Es el poder de la «sin-arquía»: tal poder es servir. En la política moderna, por el contrario, la política se empequeñece a política de imagen para mantenerse en el poder. Por tanto, lo único que interesa es la comunicación que consiga darnos buena imagen. La virtud es risible.

La cultura moderna viene a ser caracterizada predominantemente como conquista del espacio exterior frente al espacio interior (o tiempo); en otras palabras, hay una preeminencia del espacio sobre el tiempo vital, de la «espaciosidad» de la libertad sobre la «temporalidad» de la libertad. Consta que la «cultura objetiva» tiene un enorme poder configurador sobre el pensamiento, tanto respecto de su modo de tratar el espacio (técnica) como el tiempo (hábitos: virtudes o vicios). Lo que ocurre es que la cultura o comunicación moderna se ha desarrollado a-sincronizada con el hombre. Es patente que la cultura objetiva tiene su vida propia al margen de las personas. Cuando esto pasa la gente se vuelve 'loca' y no lo sabe porque cuando la gente no conoce su propia cultura no sabe lo que les pasa. Y alguien que no sabe habitualmente lo que le pasa es lo que suele llamarse un demente.

Para evitar, por tanto, la locura masiva, la gente debe aprender trascender su cultura para conocerla y, por lo tanto, corregirla y enriquecerla en orden a lo humano. Dicho de modo breve, se puede trascender la cultura objetiva de modo horizontal y vertical. Así, experimentar otras culturas ayuda para aquel propósito, pero es insuficiente porque las necesidades superiores del hombre no se satisfacen por una agregación de respuestas valorativas y estéticas, como si bastaría con hacer la suma de las culturas existentes. Esto no acaba sino en un relativismo cultural radical. La comunicación intercultural es útil y recomendable, pero si no vuelvo a la «comunicación originaria» (la religión como re-ligación), existencialmente anterior a toda comunicación social o cultural, no puedo evitar la locura. Esto es, me parece, lo que les pasaba a los primeros sofistas griegos. Conocer otras culturas significaba para estos hombres una pérdida del sentido de la verdad de su cultura propia. El consiguiente relativismo ético-cultural ocasionó una quiebra profunda en las polis griegas en el sentido de descomunicación. No obstante, en el caso del mundo griego esta quiebra del sentido de la verdad era necesaria al no ser lo suficientemente radical o fundamental la «re-ligación» propia de su cultura. La religación católica, al contrario, no peca de esta falta de radicalidad o fundamentalidad.

Algunas conclusiones

En último término, parece que la «comunicación» sólo es posible en la medida que sabemos desarticular la «confusión lingüística de Babel» volviendo al supuesto propio de toda comunicación: la referencia originaria, Dios uno y trino. Esta trascendencia saca a luz, desvela los supuestos culturales inconscientes cuyo olvido está en el orígen de toda incomunicación. Del mismo modo que la poética aristotélica nos da ocasión a una corrección activa (uso de la inteligencia y voluntad) suscitada por las pasiones de temor y piedad («katharsis»), la incomunicación social y cultural nos da pie a rectificar, precisamente por la violencia que suscita dentro de nosotros. Desde la «pasión» (el sentirse negativamente afectado) existe una apertura a la «acción». La violencia de la incomunicación obra como un dolor. El dolor es ocasión de corrección, de cambiar el rumbo y así percibir la luz que pueda iluminar nuestra acción. A parte de la «katharsis» existe, además, un modo de «comunicación correctiva» al que R. Alvira llama «comunicación indirecta», en el sentido con que Platón ve emplear a Socrates la «ironía» como método dialógico. La «ironía» socrática significa un modo de discurso que hace que el otro caiga en la cuenta de su error o visión parcial-imperfecta como factor que ocasiona el descubrimiento de una verdad más integral-completa.

Si no investigamos, si no nos aclaramos acerca de los supuestos culturales, es decir, la «comunicación originaria», la incomunicación social resultará insuperable (cfr. 152). Seguiremos, cada uno en su ámbito social, con unos lenguajes cada vez más fragmentados. Como consecuencia la locura o demencia antes apuntada por G. Vicente se generalizará más y más. Esto mismo se aplica a la «cultura empresarial». Cada empresa tiene supuestos culturales implícitos inconscientes. Como toda realización humana es imperfecta por definición, la necesidad de corrección es siempre actual, pero más en un mundo de cambios tan vertiginosos. La «cultura empresarial» tiene la tarea ardua de sacar a luz los supuestos propios de la comunicación, ampliamente argumentados en estas páginas, para poder subsanar (purgar: «katharsis» e «ironía») la incomunicación producida por el extravío que unos signos o medios culturales de toda índole han ocasionado en la realidad humana, es decir, en el hombre mismo. En resúmen, la incomunicación vital actual no es apodíctica y, por ello tampoco es un fenómeno irreversible.


Dr. Andreas Böhmler.

 



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