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La comunicación, un análisis radical.
Introducción a la Comunicación y la Cultura. El por qué de la incomunicación: Los Implícitos en la comunicación social. La Comunicación y Filosofía. Dos modos fundamentales: el trascendental y el antropológico. La Comunicación y la Violencia y el Poder, la Comunicación y la Política, la Comunicación y la Retórica, la Comunicación y la Poética, la Comunicación y el Humanismo, La Comunicación y la Teología. Algunas Conclusiones
Introducción
¡Tiene usted un problema de comunicación! Esta es la respuesta
casi estereotípica de los consultores a lo que no «va» en la
empresa. En principio, tienen toda la razón estos señores, pero
esta respuesta parece demasiado general porque, en cierto modo,
toda la vida humana es comunicación.
La comunicación, no obstante, se dice de muchas maneras:
directa-indirecta, unilateral-recíproca, implícita-explícita,
personal-social-colectiva-masiva, sentimental-racional,
vital-retórico-poética-pedagógica-abstracta-lógico-formal,
tecnológica-ética, etc. La «comunicación social» -un
pleonasmo patente- necesita por tanto abrirse, para ser analizada
en toda su complejidad, a las aportaciones de las más diversas
ciencias. La filosofía está llamada a canalizar y orientar este
discurso. La temática
«lenguaje-información-comunicación-sociedad» está entre sí
íntimamente relacionada. Cada vez se pone más de relieve la
importancia del estudio interdisciplinar del fenómeno de
comunicación, que se hace más urgente y necesario ante la
intensificación de la información y el desarrollo progresivo de
los medios.
Parece, sin embargo, que cuanto más queremos comunicarnos menos
nos comunicamos de verdad, o sea, no hay «puesta-en-común». La
preocupación de la empresa por la temática de la comunicación
muestra, en principio, que la incomunicación ha invadido
también la empresa, tanto hacía-dentro como hacia-fuera; esta
preocupación se traduce en la actualidad en el intento de llevar
al nivel de conciencia lo que en toda comunicación humana hay de
inconsciente, precisamente para localizar las fuentes de los
muchos malentendidos, imprecisiones, etc. Mas, se produce tanto
más esa incomunicación precisamente cuanto más se cree
falsamente que hay comunicación.
Comunicación y
cultura. Implícitos en la comunicación social
Parece que el problema no es tanto que no estemos de acuerdo -el
desacuerdo en principio es bueno porque en la vida las soluciones
a los problemas no nos están dadas de antemano, más bien, el
bien hay que buscarlo- sino saber cuál es exactamente el
problema, en cada caso. Hablamos y no nos entendemos porque no
nos aclaramos acerca de los implícitos en la comunicación
social. Más que los obvios problemas de léxica y sintáctica,
que -a modo de ejemplo- se plantean por la internacionalización
de las relaciones económicas de producción, organización y
distribución, etc., son factores de incomunicación de orden
«semántico» y «pragmático-retórico», es decir, acerca del
significado de las palabras y acerca de la relación entre el
signo y su usuario, o sea, la intención que el usuario tiene en
el uso de una palabra. Volveremos sobre ésto más en adelante.
En el núcleo de toda incomunicación social está lo que A.
Llano califica de ficción de «objetividad». Si el mundo
estuviera constituido por «hechos», la comunicación se
reduciría a la simple transmisión mecánica de información
objetiva, independiente del sistema de valores que constituye la
base de las acciones humanas sobre las que se presume informar.
La filosofía procura, también a este propósito, integrar lo
disperso pero a nivel de fundamentos; dice Kelly al respecto, en
«A Philosophy of Communication»: "El propósito directo de
una filosofía de la comunicación no es hacer un mejor
comunicador en la práctica". Esto es tarea de otras
disciplinas, pero la filosofía echa luz sobre el significado
humano general de los actos comunicativos particulares en la
medida que logra formar y crear una «tradición», frente a la
ficción de «objetividad». La Ilustración se muestra como
anti-humanista y anti-tradicional porque, -como dice A. d'Ors-,
no habría que aprender puesto que la razón humana es capaz de
producir todo lo que haga falta y, por lo tanto, no hay que ir a
buscar lo antiguo, lo ya sabido (46).
Propiamente dicho, es la misma capacidad humana y, por
consiguiente, necesidad de comunicarnos lo que hace posible, a su
vez, la incomunicación, y el consecuente sentimiento de
frustración. Creo que este sentimiento de frustración es algo
que cada vez más invade a los comunicadores sociales. Los
directivos de la empresa están ahí en primera línea.
Parece que lo que falta para comprendernos mejor, mas: para
entendernos del todo, es una cierta «pedagogía de la
totalidad»; ésta se había perpetuado -según Yarce- por medio
del humanismo tradicional, pero luego fue desechada por el
pensamiento moderno. Fue destruido un programa milenario pero no
sustituido. Sobre todo, a partir de la multiplicación de los
conocimientos científicos y el crecimiento de los «reinos de la
objetividad», se produce una desintegración del saber; junto
con la desintegración del saber va la desintegración o
fragmentación de los lenguajes sociales; el lenguaje queda
reducido a vehículo o del pensamiento lógico-formal de las
ciencias o de las ensoñaciones sentimentales de los románticos.
Se opera, en cierto modo, la escisión entre signo, significado y
referencia. Nombrar (designar) ya no significa una referencia a
una realidad sino a un objeto, con la consiguiente reducción de
realidad a cosa.
Aunque de un modo particular suyo, la empresa -representando
sólo uno de los grupos sociales- pone de manifiesto el conjunto
de las (por R. Alvira llamadas) «categorías sociales»:
habitat, economía, derecho, política, ética, religión. Por lo
tanto, la empresa es un lugar de encuentro de lenguajes
diferenciados, irreductibles al lenguaje lógico-formal. Tal
«logos proposicional» es un elemento importante de su lenguaje,
pero no agota el «logos semántico» propio del lenguaje
histórico o natural; éste último no admite aquella «ficción
de objetividad» propia del «logos proposicional»; o sea, no
admite la identificación unívoca entre «significado» y
«designación», es decir, entre el significado de un término
lingüístico y la realidad designada por él. Tal
identificación es puramente hipotética y representa una
clausuración del significado. Por la cual la referencia (la
realidad designada) se postula como agotada. Así se construye el
«hecho»: lo «fáctico»; volveremos sobre ésto cuando
tratamos de «Comunicación y Poder». En la empresa, sin
embargo, se empieza a ver que tanto la relación entre objetos
(la organización material: producción, logística, etc) como,
aún más, la relación existente entre «hombre» y «objetos»
está necesariamente insertada en una relación o comunicación
entre personas; mas, depende absolutamente de ella y se define a
partir de ella. La empresa no es un lugar «fáctico». En la
empresa se pone en evidencia el estatuto ficticio del dominio de
la «objetividad» o «facticidad». Las necesidades de
comunicación en ella son mucho más amplias.
Por eso, el estudio interdisciplinar de la comunicación se debe
plantear como búsqueda permanente de la integridad del saber;
esto no es lo mismo que acumulación o suma. No se trata sólo de
«yuxtaposición», sino de «puesta-en-común» (18); la
comunicación o es puesta-en-común o deja de comunicar. A esta
problemática se refiere la empresa actual cuando muestra su
preocupación por la «cultura empresarial»; está buscando
restablecer una cierta «puesta-en-común» de los «lenguajes»
operantes en su seno. Parece imprescindible instituir un régimen
de co-propriedad comunicativa capaz de justificar, y aún
posibilitar, un verdadero diálogo entre los implicados. El
«dialogos» supone en primer lugar un cierto «logos» común
que se deja compartir y intercambiar; el comunicar del diálogo
significa hablar sobre lo mismo con un lenguaje que ayuda a esa
puesta-en-común de algo que interesa a todos examinar, aunque a
cada uno apoyado en su propia herramienta de trabajo: tal o cual
lenguaje especializado.
Tal propósito dialógico no reclama, sin embargo, la
instalación de un metalenguaje formal, sino más bien un tipo de
lenguaje que los clásicos llamarían «habitual», es decir, una
cierta comunidad de signos, significados y referencias que se
aprenden por medio de la creación de una tradición dialógica;
mas, que se deben aprender como condición de posibilidad misma
del aprendizaje comunicativo. Por tanto, la inherencia en una
tradición se hace imprescindible; recurrir al pasado común es
el único modo de no «desfuturizar» el futuro. Desfuturizar
esto es promover la incomunicación; y, por tanto, la incapacidad
creciente de actuar más y mejor. La comunicación, en principio,
es un fenómeno universal, completamente natural; en el hombre,
además adquiere una dimensión artificial; es un arte, no se
improvisa ni es espontánea más que entre personas de una misma
tradición (hábitos morales e intelectuales); entre seres
equívocos (hiperindividualizados) no se da. El individualismo
como determinante de la vida moderna destruye toda tradición, y
con ella la comunicación. Pero la comunicación tiene su
historia, se basa en una forma narrativa de la vida: reclama un
principio y final que hacen inteligible las palabras. A modo de
ejemplo, piénsese tan sólo en la oposición diametral entre
«El señor de los anillos» y unos «videoclips».
Cultura y comunicación son trascendentales sociales por ser
inseparables de todo lo social. La cultura es el modo de
poner-en-común desde la reflexión y libertad; en este sentido
amplio cualquier actividad empresarial es cultural, comunicativa
y social, más precisamente, constructora o destructora de la
cultura, la comunicación y la sociedad, puesto que con ésto se
significa un cierto remedio a la indeterminación de la
naturaleza desde la reflexión y libertad. La empresa no hace
otra cosa y, por eso, la orientación y dirección de su
actividad reviste de un carácter moral de primera categoría,
porque en ella se juega lo humano de la cultura, comunicación o
sociedad. Visto así, la incomunicación en la empresa es
sinónimo de una cultura empresarial deficiente en el sentido de
que la reflexión y la libertad están siendo pobremente
canalizadas y actualizadas por parte de una gran mayoría de sus
integrantes. Tal estado de cosas atrofia la comunicación y, en
consecuencia, atasca la capacidad de actuar, es decir, resta
futuro a la empresa.
¿Cuál podría ser el origen de esta deficiencia? Probablemente
ha de buscarse en la pérdida sucesiva e inconsciente de los
implícitos de la comunicación social: el sistema de valores o
«common sense» (en el sentido de 'saber común') que está en
la base de toda acción social. De cara al exterior continúa el
discurso; pero, primero, estos implícitos ya no se entienden y,
luego, se abandonan por falta de consenso. No obstante, todo este
universo de signos y símbolos, que configuran el lenguaje como
fruto multisecular de ese consenso y acuerdo, queda formalmente
en pie, sin que las palabras tengan para todos más o menos el
mismo significado y la misma referencia, el mismo campo
semántico y pragmático. Se continúa hablando, pero se deja de
comunicar. No se logra una verdadera puesta-en-común. Los signos
por sí solos no ponen en común, sólo informan, sin comprometer
a la voluntad. Cultura objetiva y cultura subjetiva se han ido
separando, ha ido desapareciendo este saber común como lo
implícito de toda comunicación (cfr. Alsdair McIntyre: «Tras
la virtud» y «Las tres alternativas de la ética»).
No obstante, la cultura constituye lo implícito del discurso en
cuanto que todo lo reflexionado, dicho y hecho de modo
reflexionado y libre, o también de modo habitual, se apoya en
este saber común. Su vigencia y el acuerdo básico sobre éstos
son lo que hacen posible la «comunicación explícita», propia,
por ejemplo, de la organización formal de la empresa. Para que
se de una comunicación, una puesta en común, se tiene que
presencializar la cultura; presencializar esta síntesis pasiva
(Husserl) que ella es; una síntesis que no es activamente
realizada por el sujeto, más bien al contrario. Por esto mismo,
la incomunicación que amenaza la sociedad actual es, en primer
lugar, consecuencia y resultado del abandono voluntario de esta
síntesis, presente pasivamente en la cultura o tradición con su
sistema de valores y fines. Cuando esta síntesis o 'espíritu
objetivo' llega a diferir de las valoraciones subjetivas y hasta
a oponerse a éllas (espíritu subjetivo o conciencia vital) se
produce el fenómeno de violencia por no concordar la
comunicación explícita con la implícita. O sea, la
consecuencia de esta incomunicación se siente como violencia.
No cabe duda, la violencia es, en cierto modo, un fenómeno
natural en la historia humana. Cuando Hegel y Marx, junto a
muchos otros, hablan de «alienación» se refieren a la
violencia que el espíritu objetivo (los signos, símbolos,
lenguajes, productos culturales) ejerce sobre la conciencia vital
o espíritu subjetivo. Lo que pasa es que la ocupación exclusiva
(trabajo) con el reino de los «medios» oculta el reino de los
«fines»; se produce en los espíritus una creciente confusión
de los «signos» con la «realidad» en la medida que, de hecho,
los signos (la cultura) alteran y modifican la realidad. En
consecuencia, los signos se toman por lo significado y
significativo. La violencia del signo reside, por tanto, en la
capacidad que tiene de imponer por sí mismo un significado que
de suyo no es verdadero. El signo determina qué es lo relevante
dentro del continuo social. Puede darle la impresión al hombre
que la realidad no es más que lo que él construye o pone por
sus actos (uso de la voluntad), desvinculada de la situación
originaria en la que el hombre se encuentra naturalmente
insertado, o sea, la realidad como referencia inagotable por los
actos humanos. Sin embargo, si los signos no median o los
supuestos de la comunicación consciente no coinciden, la
comunicación se frustra.
Como responsable de esta falta de concordancia firma la libertad
humana, mejor dicho, su abuso. La libertad reflexiva, -uno de los
principios de «individuación» (individualidad) característica
del ser personal, puede causar en la vida personal una ruptura de
comunicación en los planos bio-psicológicos y de la dinámica
socio-cultural. En definitiva, el uso en cada caso de mi libertad
decide sobre mi comunicabilidad o sociabilidad. Una organización
social cualquiera que pretenda constituirse sobre una mera
síntesis explícita (intereses monetarios, ect.) no es viable a
la larga. No cabe duda de que el vínculo monetario es un
vínculo social abstracto. Pero es imposible que los individuos
estén sólo abstractamente integrados en un grupo social. Tal
integración abstracta produce violencia y, en consecuencia, la
cultura del organismo social es mínima, bajo tal presupuesto, y
la incomunicación máxima. Simultáneamente se dan, de un lado,
una racionalización máxima de la organización formal (regida
por la razón científica referida a medios y objetos, una
racionalidad que sólo apela a la conciencia intelectual con su
lenguaje lógico-formal o «logos proposicional»); del otro, un
eclipse formidable de la comunicación social, intersubjetiva,
vital (propio del lenguaje analógico-natural) y un despliegue
máximo de la información formal-objetiva (lenguaje
unívoco-lógico). Este dilema comunicativo ha quedado reflejado
en la toma de conciencia, al menos, de que la comunicación
'informal' reviste de una importancia fundamental, en todas las
instituciones sociales, y no sólo en la familia. El arte
directivo, tanto en política como en economía, consiste en gran
medida en consolidar: armonizar de alguna manera, la
comunicación entre la llamada organización formal e informal,
procurando fomentar una cierta continuidad entre ambas, porque
dialécticas no pueden ser sin dañar la vitalidad de la
institución social en cuestión.
Dicho de otro modo, habría que resaltar que la actual
incomunicación vital e inter-subjetiva creciente, -en la
sociedad en general y en la empresa (representando un subsistema
social) en particular-, es consecuencia de que lo
puesto-en-común de los sujetos es extrínseco a ellos; lo
intrínseco (convicciones y sentimientos) no está puesto en
común ni puede estarlo porque lo dificulta -y hasta lo impide-
lo «soldificado», esto es, los aspectos
«técno-estructurales» (D. Bell), aquello que Hegel llama
«espíritu objetivo». O sea, nos encontramos ante una cultura
(objetiva) separada de las personas, con las personas alienadas
de esta cultura. La incomunicación social es resultado de cierta
esquizofrenia producida por la escisión multiforme entre el
«yo» y sus «actos» y «productos». En lo que se refiere a la
empresa, en cuanto que parece compuesta por hombres tales que no
exponen lo más mínimo de sí mismo (su intimidad) en la acción
(trabajo) -es decir, por hombres que se comportan siempre como un
desconfiado recién-llegado-, la incomunicación en un tal
micro-organismo social ha de tender a ser máxima.
Obviamente, no es solamente que tales personas no se sientan
implicadas en ningún discurso reunitivo (puesta-en-común), sino
tampoco en su acción (trabajo); ésta queda mutilada a vigencia
mecánica y extrínseca de lo que se hace. No hay aprendizaje
(práxis), sólo producción (póiesis), pero sin lo primero
tampoco habrá producción a la larga. En tal estado de cosas, la
empresa, la economía diminuye su capacidad para actuar; aún el
ímpetu enorme de la competencia no logra más que aplazar las
consecuencias por arrastrar a las empresas, la economía nacional
y mundial por las vías de la «conquista del espacio» (puro
expansionismo) sin lograr «redimir el tiempo humano» (verdadero
incremento de las potencias humanas). Los problemas ecológicos
representan tan sólo un epifenómeno, pero muy visible, de tal
situación.
En definitiva, en la Modernidad la conquista de la libertad está
ordenada principalmente al espacio (dominio técnico)
obstaculizando el ámbito más propio de la libertad: el tiempo
vital (dominio ético). Ambos, sin embargo, han de ser
armonizados. No faltan pensadores, como L. Polo, que denuncian
esta unilateralidad interpretativa -y ejercitada- de la libertad,
libertad que deshumaniza por des-socializar e incomunicar. Por el
contrario, redimir el tiempo significa poner bases sólidas para
más libertad: la del hombre que puede aportar, implicar su
«yo» en el «trabajo», establecer así cierta continuidad y
reciprocidad entre su «ser» y su «obrar». Parece ser la
única vía capaz de reparar la ruptura de la conexión entre la
conciencia vital e intelectual; restituir esta conexión
dinámica es restituir la comunicación social, de modo que el
hombre pueda efectivamente prometer, aportar, crecer.
Filosofía de la
comunicación. Dos modos fundamentales de acercamiento: el
trascendental y el antropológico
Para tal propósito de «restitución» se pueden invocar -según
L. Polo- dos planos explicativos fundamentales: el transcendental
y el antropológico; por cierto, el segundo hace más
comprensible al primero. Como punto de partida bien vale subrayar
que un acercamiento transcendental no es lo mismo que un
acercamiento religioso, sino la afirmación de que haya ciertos
«trascendentales» por estar presentes en todo cuanto existe,
cuanto se piensa y cuanto se hace. La tradición aristotélica
habla fundamentalmente de tres: «ser», «verdad» y «bien».
Polo hace plantearnos la relación entre ellos o, -dicho de la
manera que nos interesa aquí-, pregunta por cómo están
comunicados entre sí.
Lo que en el plano antropológico sería la «comunicación», en
el transcendental lo llama «conversión». Sin entrar en
profundidades y matices importantes que aquí no vienen al caso,
planteado el problema del «orden» (jerarquía, primacía) y la
«conversión», se dan -según una sistematización general del
discurso filosófico- tres posturas básicas posibles: el
realismo moderado (aristotelismo, tomismo), el realismo duro y
puro o idealismo (Platón, Hegel) y el nominalismo (Ockam,
empirismo británico, liberalismo).
Dicho de modo simplificador, según el realismo el «ser» es el
trascendental primero, y el «bien» el tercero, si no quiere
arriesgarse a perder su carácter de transcendental. El bien
sólo lo es en la medida que es verdadera manifestación del ser
(realidad); la comunicación o conversión o es así o no la hay.
La postura del nominalismo no admite conversión, sino sólo el
«bien»; éste no puede ser más que individual. Es una postura
escéptica, no admite realidad alguna de los universales (ideas).
Al negar el carácter de realidad a los universales, los
conceptos operantes en nuestro pensamiento no son más que
ficciones e hipótesis útiles producidas por la mente misma ya
que lo único que existiría, terminantemente, son los
individuos, o sea, lo singular.
El nominalismo es la base gnoseológica del individualismo
ético-antropológico, político y económico. La comunicación
entre los individuos es absolutamente voluntaria y, por tanto
necesariamente difícil por ser arbitraria, pero de ninguna
manera esencial; o sea, la relación o comunicación no está
fundada en una esencia compartida por todos que permite un
verdadero conocimiento, sino uno meramente subjetivo. El
nominalismo es voluntarismo, el primer trascendental es el
«bien», en el sentido del «yo quiero». El nominalismo es una
postura anterior al idealismo, esto es, la reformulación del
realismo duro platónico (la idea como lo máximamente real y
objetivo), pero en clave cartesiana. Descartes sustituyó la
búsqueda de la «verdad» (propio del conocimiento
intencional-aspectual) por la producción de «certeza».
El idealismo es un intento de restablecimiento de la filosofía
centrada en la «verdad», pero en términos de «totalidad de
certeza». La gran inspiración del idealismo es que el bien no
es posible sin la verdad; frente a la equivocidad absoluta propio
del nominalismo propugna la univocidad de la verdad. El idealismo
es un totalitarismo gnoseológico: la verdad es el todo, lo
particular es la mentira; el camino hacia la verdad es la
supresión de la mentira de lo particular. Lo que en Hegel es un
idealismo dialéctico con su síntesis o conversión lógica, en
Marx llega a ser materialismo dialéctico con el intento de
síntesis mediante el poder: la socialización o totalización de
la propiedad.
Para no filósofos puede resultar extraño, nebuloso y hasta
chocante pensar que todo orden político, organización
económica, etc., de la sociedad echa una de sus más profundas
raíces en una determinada filosofía o, más concretamente, en
una determinada teoría del conocimiento (gnoseología). Si
nuestra ocupación en este lugar es aducir marcos explicativos
del por-qué de la incomunicación social actual (familia,
empresa, organismos políticos) y señalar posibles caminos de
curación, la inadecuada «conversión» de los trascendentales,
operante ya no sólo en la «conciencia intelectual» sino hasta
en la «conciencia vital» (nivel de actitudes operativas en la
vida social), debe considerarse como un eje e híto fundamental.
El que no quiera admitir que haya una «verdad», un
trascendental que asienta sobre una «realidad» inagotable e
irreductible a mera facticidad u objetividad científica, cae
necesariamente en la incomunicación propia del individualismo
voluntarista-nominalista y tendrá que cargar con la
responsabilidad de que alguien -enojado, tanto intelectualmente
como vitalmente- intente establecer la verdad como realidad
totalitaria.
En el primer caso no puede darse, por definición, ninguna puesta
en común auténtica y verdadera; en el segundo, la puesta en
común se intenta a la fuerza, estableciendo un enfrentamiento
entre libertad y verdad. Borrar la libertad personal es posible
en el plano del pensamiento; operacionalizar esta idea, sin
embargo, resulta a la larga imposible, un hecho que el ocaso del
régimen comunista nos ha enseñado recientemente. Ahora bien,
¿ha triunfado el nominalismo liberal? Adentrándonos en el
fenómeno de la incomunicación social tan propia de nuestra
sociedad actual, diríamos que no. Más bien parece que ni la
«verdad» ni el «bien» pueden jugar el papel de delantera, ni
en el plano de los trascendentales, ni en el plano
antropológico, etc., si queremos de veras que se de una
auténtica comunicación social. Claro está que esto afecta
siempre, y en un grado destacado, a la organización política y
la económica, por ser un plexo de tantas y tan variadas
dimensiones comunicativas.
Ahora bien, para desentrañar el problema, hemos de buscar una
ordenación, en primer lugar en el plano de los trascendentales,
en la que los trascendentales puedan cumplir su función
comunicativa. Esto requiere la prioridad del «ser». La
realidad, en estos términos metafísicos, no es totalitaria,
sino plural en el sentido de análoga. Sin entrar en este
concepto clave para entender casi todo de modo adecuado, se
podría decir, por vía negativa, que el «ana-logos» ni es puro
«logos» (en el sentido racionalista-cientificista) ni
«alogos» (como lo ajeno a toda consideración racional). Una
re-insistencia en la primacía y analogía del «ser», propia
del realismo filosófico, nos puede ayudar para superar los
unilateralismos teóricos y prácticos que caracterizan el mundo
de hoy: ciencia-técnica-producción-estado como monopolio del
frío y calculador «logos» frente a
valores-arte-consumo-individuo como monopolio de lo irracional,
pasional y espontáneo. Además, sólo a partir de tal
reinsistencia estamos en condiciones para asegurar el valor
trascendental de la verdad y del bien.
Por el contrario, la idea de la emancipación de la razón es la
base de la interpretación ilustrada de la razón y, por lo
tanto, de la teoría ilustrada de la comunicación. Lo único, en
definitiva, lo que separa el idealismo del nominalismo es la idea
de «totalidad del discurso», pero como ésta no ha sido
lograda, ni puede lograrse, el nominalismo queda al acecho.
Mientras que no hay totalidad tampoco hay verdad, según el
idealismo. Así, el trascendental «verdad» se trueca en
absoluto, propio de la razón divina (Leibzig, Spinoza), o en
resultado, propio del espíritu (saber) absoluto (Hegel). Pero a
nivel humano, -lo relativo y lo que todavía no ha llegado-, en
tal postura no cabría verdad y, por tanto, tampoco comunicación
con carácter de verdad. Tal dialéctica explica, por ejemplo, el
liberalismo (nominalismo) político de los idealistas Spinoza o
Kant. En este último se da una pre-eminencia notoria del
imperativo hipotético (voluntarismo) respecto del categórico
(racionalismo: supuesto de la razón teórica inmediatamente
práctica). Voluntarismo y racionalismo se dan la mano
dialécticamente cuando se postula que la razón política puede
funcionar exclusivamente sobre la base de una desconexión
esencial (equivocidad, caos) entre los individuos.
Bajo este presupuesto, el «saber» constituye un «poder»; la
comunicación degenera en mera información con arreglo a mi
interés político o económico puesto que no habría conexión
posible con la verdad en un discurso particular. El «yo»
autónomo (absoluto) representa el único lugar donde acontece la
verdad; por tanto, la única comunicación «veritativa» es
interna a uno mismo. Esta claudicación creciente ha abierto el
vasto campo de negocios con los enredes del alma (psicoterapia,
psicología profunda, esotérica, antroposofía, sectas
religiosas, etc.). Cada uno representa toda la verdad, cada uno
desde otro punto de vista. Fuera de duda, a partir del
nominalismo o idealismo (un nominalismo encubierto) la sociedad,
la sociabilidad, la comunicación son someramente problemáticas.
Esto lo demuestra también, con nueva radicalidad, la filosofía
del lenguaje. Según esta corriente filosófica, se podría decir
que el lenguaje, primero, es un trascendental propio y, ademas,
el primer trascendental; el lenguaje se postula como fuente de la
realidad. El empuje investigador de esta corriente de pensamiento
se dirige hacia la búsqueda de un meta-lenguaje desconocido (ya
no un saber absoluto, sino un decir absoluto). Es patente, sin
embargo, que por debajo de un «toquecito místico» late de
nuevo la cruda y inconexa facticidad (empirismo nominalista);
según el misticismo (Wittgenstein) de la filosofía del lenguaje
el meta-lenguaje es desconocido; por tanto, entre los distintos
juegos lingüísticos no hay comunicación. Si el lenguaje es
trascendental -y, además, el primero- no hay ninguna
«conversión» posible entre ser, verdad y bien, salvo en el
plano místico. En el discurso práctico (economía, derecho,
política, ética, etc.) no cabría unificación alguna; de tal
manera, ser, verdad y bien habrían perdido su estatuto
trascendental; ya no trascenderían aquellos ámbitos
mencionados. En consecuencia, la comunicación es pura retórica
del juego particular (p.ej.: la economía); por tanto, no puede
haber auténtica comunicación, esto es -repito-, «puesta en
común». Lo común es puramente arbitrario.
Como punto final a la problemática de la conversión de los
trascendentales entre sí y su orden, no cabe más que proponer
la postura del realismo clásico, aunque ampliado desde una
antropología filosófica. El lenguaje (la comunicación) marca
la conversión entre inteligencia y voluntad. Se habla porque se
quiere hablar; no ocurre así en el pensamiento. El lenguaje es
un consecutivo del pensamiento; el lenguaje incorpora
pensamiento; hablar es el modo como el pensamiento entra en el
orden de la voluntad y, por tanto, del bien. El lenguaje es un
complemento de la intención intelectual; esto, no obstante, no
quita para que, en el orden práctico, el diálogo (el modo de
lenguaje basado en la confianza) sea el «lugar» de la verdad en
cuanto ocasión más propicia para dar a luz la idea. En tal
concepción este tipo particular de lenguaje no crea la verdad,
más bien la recrea, es una participación apropiativa en la
verdad por parte de los sujetos dialogantes. La comunicación es,
entonces, el camino hacia otro que la voluntad hace emprender al
pensamiento convertido en instrumental. Eso es el lenguaje: para
que la verdad se convierta con el ser es menester el lenguaje, un
complemento voluntario. Por tanto es el bien (el objeto de la
voluntad «lenguaje») que marca la conversión con el ser.
En resumen: un discurso, un lenguaje que no tenga por objeto el
bien no comunica por ser desprovisto de verdad y realidad. Por
eso el discurso del poder es un discurso falso y ficticio. Qué
no se extrañen por tanto los directivos políticos y
económicos. Si no logran comunicarse es porque no buscan el
bien. Sólo el bien es difusivo y comunicativo como ya reza una
sentencia clásica: «bonum est communicativum et diffusivum».
El modo
antropológico La comunicación como manifestacion del ser social
Visto desde su aplicación antropológica, en el trascendental
«persona» (la noción de persona es una consolidación del
trascendental ser) se contempla más fácilmente la conversión
del trascendental ser con el de verdad y bien. En la persona se
ve mejor el significado de la comunicación. La persona es la
profundidad misma, la radicalidad del ser considerada no en
cuanto que cerrada, sino al revés, precisamente en tanto que
abierta. El carácter de intimidad del ser personal no significa
inmanencia, sino precisamente apertura esencial. La persona
ratifica el ser y excluye al idealismo en el cual la verdad se ve
de una manera impersonal, tanto como el voluntarismo
(nominalismo), que enfoca el bien de modo impersonal. Esta
no-inmanencia del ser personal significa que el orden dialógico
es el orden donal. La conversión o comunicación de los
trascendentales tiene que ser donativa. La comunicación está en
el ser por donación. El entenderla como donación abre tanto el
orden de la verdad como el orden de amor. La comunicación tiene
que ser donación. Si de verdad es donación, la verdad no puede
ser una pura pertenencia (los hechos objetivos), sino que tiene
que estar abierta en donalidad e íntimamente vinculada al amor.
Al contrario, la comunicación es redundante e insuficiente.
Frente a la novedad del don se descubre la trivialidad,
curiosidad e superficialidad de la información (comunicación no
donal), o sea, el problema de la información en los mass-media
no es un problema de sociología ni de psicología de la
información.
En el hombre, por el carácter de cierta infinitud de su
intelecto y su «yo», la comunicación no puede ser
predeterminada, más al contrario, puede y tiende a aumentar e
enriquecerse. Por ese carácter de indeterminación y apertura se
da la posibilidad de que trabajando el hombre se enriquezca;
esto, no obstante, no ocurre simplemente de modo resultante sino
gradual, de modo que las mismas potencias se enriquezcan. O sea,
la riqueza no puede considerarse como algo fuera de las personas
-los bienes materiales o el dinero, su representación-, sino
como bienes sustanciales. Estos son una expansión en el seno
mismo de la persona, un incremento de su habitat personal, de sus
potencias intelectuales y volitivas. Es un tema muy bonito y
fundamental, pero aquí no hay espacio para desarrollarlo más.
De todas maneras queda patente hasta que punto el trabajo tiene
una referencia comunicativa. En la medida que el trabajo no se
ejerce como don de sí tiende a fomentar la incomunicación,
porque la riqueza meramente exterior no comunica sino
individualiza: el consumismo lo demuestra a las claras, porque el
placer que se busca en el consumo tiene su término necesario a
uno mismo, aun cuando el placer se comparte con otros.
A pesar de estas aberraciones posibles está claro que la
incomunicación en un organismo social (familia, empresa,
nación) es precisamente la consecuencia, aunque malograda, de la
capacidad y necesidad humana misma de ir buscando el aumento
comunicativo. De esta manera la incomunicación reinante en los
grupos sociales podría calificarse de efecto secundario
perverso, a partir de una visión reduccionista del carácter
relacional-comunicativo radical del hombre.
La comunicación que merezca tal calificativo, tiene por objeto,
por tanto, personalizar no masificar; lo que no se debe saber
tampoco se debe comunicar. Por ejemplo, calumnias, pornografía,
etc.; pero tampoco bienes de consumo no oportunos desde el punto
de vista del «espacio» y «tiempo» personalizado. Esto quiere
decir que los bienes no lo son universalmente, como
independientes de las circunstancias particulares. La
comunicación tiene relevancia ética precisamente por su
relación intrínseca con lo societario: siempre o culturiza o
desculturiza, siempre educa o deseduca. Pero si el lenguaje (un
uso activo de la voluntad) se concibe como constituyente de los
ámbitos de lo real, como creador espontáneo de la realidad,
entonces la comunicación no es donal sino voluntad-de-poder.
Comunico en orden a mi interés de recibir. Esta es la gran
tentación de la comunicación política y empresarial
«externas» (p.ej.: publicidad, esloganes políticos).
Para que se entienda, sin embargo, que en la comunicación se
está hablando acerca de la «realidad», no de unos meros
objetos o hechos, es preciso mantener que «hay conocimiento».
Sólo si hay conocimiento de la realidad, en el sentido de la
filosofía realista, puede haber verdadera comunicación. Cuando
ésta se trueca en pura arbitrariedad, no se comunica nada,
mejor, la «nada» se comunica. De ahí también tanto
aburrimiento y tedio, tanta zafiedad y angustia presente en la
era de los mass-media, presente sobre todo en la juventud actual.
Las mediaciones sociales han dejado de mediar. No median; no
comunican; no tiene lugar la «conversión» de los
trascendentales ser, verdad y bien. La mentira, lo curioso, lo
superficial no se comunica a largo plazo. La comunicación se
estrangula.
Comunicación,
violencia y poder
No se quiere negar con esto que el uso del lenguaje no sea de por
sí cierta «manipulación». Toda influencia es, en cierta
medida, acción manipuladora. Depende de cómo se entienda este
concepto. También la comunicación donal es manipuladora en el
sentido de que nos hace cambiar. Cambiar aprendiendo, sin
embargo, es connatural al hombre, porque para ser lo que nunca es
plenamente: humano, tiene que crecer, en todos los aspectos. En
definitiva, la pretensión de no influir es un imposible
antropológico; querer influir, disponiendo unos medios
artificiales para ello, no es nada malo en sí; al contrario, es
bueno y necesario siempre cuando suscita un crecimiento en
habilidad (virtud), no en incapacidad (vicio). Investiguemos
ahora un poco el impacto que tiene el lenguaje lógico-formal en
tal proceso de aprendizaje. Las ciencias y junto a ellas todos
los ámbitos sociales implican «organización»; usan para su
desarrollo del lenguaje lógico: el «logos proposicional»; este
contrasta con el lenguaje histórico o natural: el «logos
semántico», como ya dijimos al comienzo de esta exposición.
El lenguaje lógico-formal, sin embargo, pretende algo que
elevado a dogma es un imposible: establecer una relación
universal unívoca, o sea: inequívoca, entre el significado
(sentido) de un término y lo designado por un término
(referencia). Tal empresa parece, en principio, connatural al
proceso cultural; el proceso lingüístico representa cierta
racionalización o mayor definición, o sea, busca una mayor
correspondencia entre «signo» (término), «sentido»
(significado cognoscitivo del término) y «referencia» (la
realidad designada por el término). No obstante, la dinámica
entre signo, sentido y referencia no se deja clausurar. Tal
pretensión de la ciencia A. Llano califica de «ficción de
objetividad». Por este procedimiento, el «logos proposicional»
(la ciencia) se autoclausura, se acerca tendencialmente al
«impasse» (callejón sin salida) o lugar incomunicado.
Arraigándose en esta «ficción» las diferentes ramas del saber
se han hecho incomunicables entre sí. Cada una hace un «acto de
fe» en sus propios hechos designados por un lenguaje formal
estricto. Pero los hechos son ficticios, en el sentido de que no
son reales más que en el sujeto o grupo social que los
establece. Las estadísticas son un clamoroso ejemplo de esta
(inter-) subjetividad o parcialidad. En este sentido, el discurso
fáctico es un discurso del poder: de su conquista y su
conservación (cfr. A. Llano: «El demonio es conservador»).
Por el contrario, el lenguaje histórico o natural, o sea, la
comunicación que se da naturalmente entre los hombre, siempre
está manteniendo una pluralidad de relaciones, una tensión o
dinámica vital, entre lo significado (sentido) y lo designado
(referencia) por un término (signo). El hombre procede así
inconscientemente porque sabe intuitivamente acerca de la
inagotabilidad de la referencia (la realidad designada por un
término). Hasta se podría decir que el lenguaje científico es
mucho más ficticio que el lenguaje propiamente figurado
(literatura); que es más verdadera la literatura que la ciencia;
que carece de fundamento decir que las metáforas sean menos
precisas que otras palabras. Por lo demás, la palabra (signo)
sin referencia al conocimiento expresado por ella (sentido) ni es
verdad ni falsedad, porque es el uso o la contextualización del
signo en un «logos» (una comunidad de convicciones) como se
puede investigar el verdadero ser de las cosas (cfr. A. McIntyre:
«Three rival versions of moral enquiry», pp. 60-62). En
definitiva, tal comprensión ayuda a evitar el que se caiga en el
unilateralismo dialéctico al uso entre las dimensiónes
semántica (adecuación) y pragmática o retórica (uso reflexivo
de la adecuación); al contrario, ofrece la posibilidad de una
auténtica y viable conversión entre lenguaje, conocimiento y
ser, o sea, entre signo, sentido y referencia, respetando la
inagotabilidad de esta última. Es esta inagotabilidad, y el
respeto ante ella, que asegura, en último término, el
crecimiento posible de la comunicación.
Desde esta perspectiva distinta, hemos intentado mostrar de nuevo
la importancia categorial de la correcta conversión de los
trascendentales ser, verdad y bien: la comunicación está en el
ser por donación. El lenguaje es medio de comunicación porque
incorpora pensamiento; no lo fundamenta ni lo agota, con los
matizes hechos más arriba, porque es cierto -como afirma Llano-
que la realidad está en alguna medida mediada por la propia
comunicación y todo esto complica extraordinariamente las cosas.
Lo fundamental, no obstante, es que debe mantenerse la pluralidad
de relaciones tanto entre signo y sentido como entre sentido y
referencia; porque ni el sentido puede agotar la referencia ni el
conocimiento la realidad, algo que pretende el cienticismo
positivista. Comunicar, más bien, debe ser una humilde y alegre
tarea donal y participadora ante la inagotable grandeza de lo
real. Además, si bien el pensamiento (sentido) no puede agotar
la realidad (referencia), tampoco es lícito desvincular la
reflexión de aquello a que hace referencia; ya defendimos con
Polo que el intelecto (verdad) no es lo primario. No cabe una
emancipación de la razón de la realidad. Si bien es cierto que
también el aristotelismo defiende frente al idealismo
(adecuación veritativa entre realidad y pensamiento sin
reflexión personal) que la verdad está en el juicio
(reflexión), tampoco hay reflexión veritativa sin adecuación
entre realidad y pensamiento. Si el «pienso» pretende
prescindir de la «adecuación», tal intelectualismo acaba por
ser un voluntarismo encubierto. El predominio del «yo pienso»
degenera en el dominio del «yo quiero».
La sociedad configurada entorno a tal principio
metafísico-gnoseológico es la sociedad liberal-laicista
configurada entorno al dinero. El dinero es un tipo de
comunicación o lenguaje social basado en su carácter de poder
de omnimediación: dinero es poder. En tal marco teórico y
práctico la comunicación fácilmente se torna en información
manipuladora, en el sentido negativo del término. Comunico como
«verdadero» o «bueno» lo que a mi, a mi grupo político, a mi
grupo empresarial le conviene. De esta manera, la comunicación
política o empresarial, en su doble acepción «interna» y
«externa», plantea el problema ético por excelencia: la
justicia. El derecho natural frente al positivismo jurídico lo
condensa así: lo justo es lo debido a cada uno. Por
consiguiente, la justicia es acción donal: dar a cada uno lo
suyo, o sea, lo debido a él. Aplicado esta sentencia o principio
universal al entramado institucional, el directivo político y
económico tiene que preguntarse, sin frivolidad ni cinismo, pero
tampoco con falsos escrúpulos o remordimientos: ¿En la
comunicación, pretendo dar a cada uno lo suyo (tanto al
cliente/elector como al empleado/partidario y a mí mismo)?. ¿O
se lo doy «por las buenas y las malas» porque así me resulta
ventajoso, interesante, conveniente o cómodo? A este respecto,
advierte otra sentencia clásica: «iustitia constitit in
comunicatione», la justicia consiste en la comunicación; la
comunicación tiene que ser un acto de justicia. Nótese bien que
con tal concepto no se pretende establecer una falaz dialéctica
entre «dar» y «recibir» (cfr. Polo: «Tener y Dar») porque
es tanto dando que recibimos como recibiendo que damos. Sin
embargo, lo injusto en la acción comunicativa sería, no
intentar buscar con tenacidad dar lo bueno a cada uno, bienes que
lo sean y que, por consiguiente, merezcan ser comunicados.
En la sociedad moderna configurada en torno a la racionalidad
económica y el frenesí consumista, lo que uno ve, en la medida
que sabe contemplar las caras de la gente, es tedio,
aburrimiento, zafiedad, pasotismo, angustia. Todo ello en medio
de un activismo desbordante. Los lenguajes propios de la
producción y del consumo deja sin respuesta interior al hombre
por no dirigirse a su conciencia vital. Cuanto más esté
configurado su vida entorno a este tipo de información, más
vacío está. Aumenta la incomunicación social. Pero tal
incomunicación se manifiesta como violencia en la misma medida
que se refuerza la violencia como sistema de comunicación. A
modo de ejemplo, aprovechando el análisis de G. de Vicente, se
podría hablar de un cierto terrorismo de la actividad
publicitaria. El terrorismo no puede ser comprendido sólo en
términos de violencia sino debe ser primariamente comprendido en
término de propaganda. Violencia y propaganda tienen mucho en
común. La violencia pretende ser la modificación de la conducta
y el fin de la propaganda es la persuasión. El terrorismo es una
continuación de ámbos. Sólo hay que mirar a la publicidad
actual. Se comunica con agresividad, con violencia. Esto es un
fenómeno generalizado, pero el comunicador «cínico» incluso
lo dice todo a las claras. Hemos entrado en un círculo vicioso,
del cual es preciso salir cuanto antes.
Comunicación y
retorica
A lo largo de estas consideraciones nos hemos topado
continuamente con el aspecto retórico de la comunicación.
Precisamente, cuando los recursos retóricos se ordenan
principalmente a un interés de poder, se ve claramente la
relación íntima entre retórica, poder y violencia. Más
adelante intentaremos darle a esta relación un giro positivo;
ésto a lo largo del desarrollo del tema «Comunicación y
Poética». Ahora bien, como punto de partida, es obvio que la
comunicación para que sea efectiva precisa echar mano de los
recursos retórico-poéticos, pero sin agotarse en éstos. Esto
es así porque la comunicación, para ser efectiva, tiene que
contar con la constancia de la voluntad, o sea, hace falta
mantener la credibilidad de lo que se comunica. Comunicar es más
que un vehículo de poder en orden a mis intereses. Hay quienes
interpretan acríticamente el carácter de medio de los medios de
comunicación; pero, los medios pueden no mediar, es decir, que
se engaña quien piensa que, invirtiendo en los medios de
comunicación, la comunicación se establecería
automáticamente. Confunden el qué con el cómo. Esta
marginación del qué y para qué de la comunicación frente al
cómo es resultado de su cientificación y técnificación,
proceso respaldado y avalado ciegamente por el «positivismo» y
«funcionalismo». En la medida que el cómo se pone en primera
línea la comunicación corre peligro de convertirse en una
actividad manipuladora, strictu sensu. Lo que importa es la
difusión y transmisión pública de mi mensaje, precindiendo de
su conveniencia o no-conveniencia social e individual, de su
veracidad o no-veracidad. Según nos dicta la experiencia y el
sentido común, la comunicación, no obstante, es un proceso del
hombre para el hombre, no simplemente una técnica de
transmisión de mensajes.
Es patente, sin embargo, que frente al sentido común predomina
la fenomenología descriptiva de la comunicación basada en el
dato empírico, sea físico o psicológico, -ficción ya acusada
más arriba-, que ha permitido que se organicen disciplinas
particulares: lingüística, teoría de la información, teoría
de la comunicación, ciencia de la opinión pública, teoría de
la imagen, tecnología de la información, semiología (teoría
de los signos), etc... Hay un «corpus» académico más o menos
identificable. Pero no existe una interpretación sistemática
con base antropológica común. El predominio de la descripción
sociológica de los medios y su análisis funcionalista sobre el
carácter humano de la mediación comunicativa conducen a la
desfiguración académica, científica y operativa de la
información y del entero proceso de la comunicación social. No
se puede llegar a conocer bien ni la dimensión teórica ni
práctica de la comunicación si no se entiende que tiene como
punto de convergencia a la persona y su trascendencia social.
Anteriormente dejamos constancia de la necesidad de restitución
de una comunicación social tal que haga posible que el hombre
pueda efectivamente prometer, aportar, crecer. Para fomentar tal
restitución, no debe caber duda, la retórica juega un papel
fundamental aunque no fundante. La mera información no mueve a
la acción; hay que echar mano de los recursos
retórico-poéticos, pero no debe creerse que la finalidad de tal
herramienta pueda limitarse al cinismo de echarle una mano al
discurso científico-técnico para que éste pueda lograr sus
objetivos: la productividad o actividad incrementada. Evocamos, a
modo de ejemplo, todo el aparejo
técnico-científico-psicológico de la publicidad para
desencadenar una compra. La actitud cínica consiste en convertir
lo retórico-poético en un poder en orden al interés propio. En
la organización política o empresarial, la comunicación debe
ser un verdadero arte, no un simple artilugio manipulador de cara
a la comunicación externa, ni tampoco un discurso meramente
lógico-formal aplicado a la «organización formal». O sea,
también de cara a la comunicación interna ésta debe ser un
arte, un modo de comunicación que afecte vitalmente la
conciencia dando a luz un conocimiento experimental (implicación
de la voluntad) no un mero conocimiento teórico (mero registro
intelectual). Por tanto, el modo formal -propio de los
procedimientos comunicativos de la dirección y organización
social dominantes- no es suficiente para que haya comunicación,
puesta en común.
En la actualidad se está poniendo de moda que los directivos
deberían tratar a sus empleados/electores como si fueran
clientes, esto, sin embargo, no significa más que lo siguiente:
aplicar las técnicas propagandísticas de la comunicación
«externa» a la par a la comunicación «interna». El
comprobado poder de los recursos retórico-poéticos (palabra,
imagen, sonido, etc.) se está desplegando con vistas a un
triunfo comunicativo también al interior de la organización en
cuestión (partido, empresa). Esto, ciertamente, representa un
avance. Pero, -para decirlo de una manera un tanto polémica-,
los dirigentes han tomado conciencia de que el hombre, ya no solo
en cuanto consumidor, sino también en cuanto productor, -en el
sentido más ámplio-, ya no es susceptible a que se le asemeje a
una máquina, -a la que se dan instrucciones formalizadas-, sino
que hay que elevarle a categoría de animal sofisticado, o sea,
una compleja caja de resonancia entre estímulos y respuestas. Me
parece que la teoría de la motivación, sea de Maslow o de otros
muchos, no va más allá de esto.
Sin embargo, hay que ir en búsqueda de un planteamiento más
radical, o sea: más profundo, de la comunicación. Si bien es
cierto que los recursos retórico-poéticos son esenciales para
que pueda nacer y darse una auténtica comunicación, tanto en la
sociedad en general como en la empresa en particular, es más
cierto todavía que tales deben ser un arte no manipulador sino
liberador. El verdadero arte hace crecer, no esclaviza; esto ya
nos lo hacía ver Aristóteles en la «Poética» reivindicando
el sentido curativo del arte (katharsis); de otro modo, no
habríamos pasado más que de una comunicación mecánica a una
socio-psicológica; ésta no valora al hombre en su sentido
personal, sino meramente específico, es decir, como miembro de
una «grege» (especie) peculiar. Bajo tal enfoque el hombre
empobrece su racionalidad a la mera producción de «consumo». A
tal hombre el economista y sociólogo W. Röpke le bautizó de
homo sapiens consumens. Nos consta que quien así nos habla fue
una autoridad dentro del campo neoliberal alemán de la
posguerra. Por lo tanto, ser un defensor de la libertad no tiene
porque estar reñido con la sensibilidad, aunque esos liberales
sensibles acaso no extraen todas las lecciones (consecuencias) de
esa sensibilidad, hecho que invariablemente conduciría al
abandono del liberalismo doctrinario (baste el ejemplo de la
imponente figura de Donoso Cortés).
En último término, el dirigirse comunicativamente a la
conciencia vital sin depravarla, el saber hacerlo no es cuestión
de ciencias, ni técnicas de la información o comunicación sino
es estrictamente cuestión de arte, de tacto, de tino, de gusto.
Comunicación y
poética
Inspirado en un ensayo sobre la aplicación de la «Poética» de
Aristóteles al carácter comunicativo de todo trabajo humano,
intentaré ahora profundizar en lo dicho antes y sacar, desde
esta perspectiva «poética», algunas conclusiones para el
sentido de la comunicación institucional. La «poética» de
Aristóteles puede servirnos de guía para una integración de
los aspectos «poder» y «retórica» en una comunicación
social en orden al bien común.
En analogía a la sentencia clásica: el arte imita a la
naturaleza, en el sentido que la mejora y perfecciona, se podría
afirmar que la información es aquella forma de comunicación que
presta la ocasión de perfección para el hombre, intentando
perfeccionar precisamente aquella comunicación existente
naturalmente en toda sociedad. O sea, hemos de partir de la
radical sociabilidad del hombre.
Este intento de perfeccionar resulta más necesario todavía
cuando son tan patentes ciertas dificultades y enfermedades
comunicativas como es el caso en las sociedades actuales. Se
podrían destacar muchos tipos interconectables de enfermedades
de la comunicación, referidas éllas a la potencia intelectual y
volitiva o las potencias sensibles. De cualquier forma, el
resultado de tales enfermedades de la comunicación es la
«ficción comunicativa». Esta es habitual en nuestro mundo
atomizado y sólo abstractamente unido (constituciones, leyes,
dinero, prensa, televisión, internet, etc.) y produce tanto más
incomunicación precisamente cuanto más se cree falsamente que
hay mucha comunición. Ya hemos insistido lo suficientemente en
ello.
No obstante, hacer explícito todo lo implícito en una
comunicación es un esfuerzo titánico, de modo que las virtudes
(hábitos operacionales buenos, cualidades relativamente
permanentes que incrementan la facilidad, la prontitud y el gusto
para la adecuada actualización de las respectivas potencias)
parecen ser el único remedio para sacarnos de este aprieto. Esto
es así porque son un haber-en-común que ahorran mucho tiempo y
esfuerzo. Ellas hacen posible una verdadera puesta-en-común por
cuanto nos permiten redimir el tiempo. En cierto modo, esto es
así porque no es posible recrear en cada momento todos los
supuestos semánticos y pragmáticos de la comunicación. En lo
siguiente se pretende mostrar como una «poética» ampliada,
referida a todo trabajo humano, perfecciona la comunicación
social en la medida que da pie (ocasión) al crecimiento de las
virtudes. Resulta que las virtudes son el único camino viable de
la comunicación. Al contrario del impulso liberador de la
verdadera «poética» cualquier comunicación abstracta (tan
característica de la organización moderna del trabajo) crea en
último término violencia como signo de incomunicación. Frente
a cierta identificación confusa de lo ético con lo técnico,
manifiesta en el predominio de la comunicación «tecnológica»,
la «poética» aristotélica (ejemplificada por la «tragedia»)
es un ejemplo preclaro de toda comunicación ética que se hace
presente en un trabajo bien hecho (poética).
Para mejorar la comunicación la información ha de incluir
recursos artísticos; tales son la retórica y poética.
Aristóteles declara la «katharsis» (purificación) claramente
como objetivo inmediato de la «poética»; ésta representa un
determinado modo, -en el caso de la «poética» aristotélica el
modo trágico-, de representación de cualquier «acción»
humana. La catársis es, por lo pronto, la ocasión para una
finalidad de tipo moral, o sea, perfectiva del hombre. Bajo tal
ángulo lo que se ve inmediatamente es la exigencia
intrínsecamente moral de toda actividad informativa (expresión
redundante, en cierto modo). En analogía a que las virtudes son
formas «accidentales» que enriquecen al «ser», la
información (recursos retórico-poéticos) en cuanto
«accidente» de la esencia comunicativa del hombre tiene la
función de enriquecerla, no empobrecerla. La actividad
informativa se convierte en una obra de arte, cuya razón-de-ser
es perfectiva. Para poder llegar a ser perfectiva tiene que
utilizar un lenguaje «sazonado»: ritmo, armonía, verso; dicho
de otro modo: se precisa «musicalidad» del comunicado. No cabe
duda, tal exigencia «musical» resulta sumamente apremiante
vista la praxis informativa actual.
Ahora bien, si la información precisa echar mano de unos
recursos retórico-poéticos es porque, en principio, ante
cualquier género poético (cualquiér póiesis) todo el hombre
se pone en movimiento: tanto sus potencias intelectuales como
volitivas. De tal manera, para informar hay que dirigirse al
hombre entero, integralmente considerado.
Tal desafío, sin embargo, en la empresa actual parece que se
resuelve dialécticamente, es decir, de modo disyuntivo. En
cuanto a la comunicación externa (marketing: publicidad, etc.)
se dirige de modo cada vez más violento a los sentimientos,
afectos y emociones, mientras que en cuanto a la comunicación
interna (relaciones estipuladas por la organización formal)
predomina el lenguaje meramente lógico-formal. Hacia fuera -si
se me permite tal metáfora- la empresa se muestra «toda
carne»; hacia dentro, «todo hueso». Sin embargo, el hombre es
indivisible, es a la par productor y consumidor, etc.; por este
trato comunicativo disyuntivo se fomenta la neurosis y
esquizofrenia (la desintegración gradual de la unidad personal).
Además, como quedó aludido más arriba, la necesidad de
información evoca la finitud del hombre y su anhelo de
infinitud; por ser capacitado para crecer y enriquecerse necesita
vitalmente crecer y enriquecerse. La información va en orden a
la riqueza personal, pero sólo en la medida que provoca una
cierta catarsis: curación activa de una falta de
puesta-en-común. Toda póiesis (actividad productiva) es por
tanto signo de una imperfeción y, a la vez, su modo potencial de
superación. La actividad informativa, en la empresa, en las
instituciones estatales, etc., en definitiva, debe colaborar de
alguna manera en este afán de purgación de la imperfección
propia de toda comunicación humana (puesta-en-comunión,
puesta-en-sociedad). Si, por el contrario, su modo particular de
información externa particulariza, por referirse a un gozo
meramente individualizante, no merece el calificativo
«comunicación», porque no suscita puesta-en-común sino
repliegue sobre uno mismo. El concepto «sociedad de consumo» es
engañoso, pero muy ilustrativo de lo que actualmente se entiende
por sociedad (puesta-en-comunión): mera yuxtaposición
accidental, no esencialmente donación.
Ya hemos dicho que la información (recursos retórico-poéticos)
obra como ocasión de perfección comunicativa; esto quiere decir
que, directamente, más que acción causa pasión; no educa
directamente, sino necesita del «uso de la voluntad» (acción)
como complemento posterior. La información debe ocasionar el
ejercicio de actos prudenciales, esto es, volver a ejercer la
«sindéresis», ni el descontrol o el desenfreno, ni la apatía
o el pasotismo. En resumen: la política informativa debe,
mediante el recurso a lo poético-retórico, dar ocasión a un
movimiento correctivo-rectificador de la potencia racional, o
sea, al ejercicio del «hábito de los primeros principios»
(sinderesis); éstos vierten luz sobre la acción particular. Tal
información incrementa la capacidad para actuar (justicia) al
provocar el ejercicio activo de la prudencia, fortaleza y
templanza. Estas virtudes son las perfecciones libres
correspondientes a las pasiones «temor» y «piedad» que,
según Aristóteles, son el objeto directo de la «catársis»
pretendida por medio del empleo de la información (recursos
retórico-poéticos). La información en definitiva es para la
justicia; sin esta última no hay comunicación. Se aprecia de
esta manera la distinción entre una actitud informativa en orden
a una manipulación correctiva o educativa, -esta última mueve a
la «donación» por serlo ella tambíen-, y una actitud en orden
a una manipulación strictu sensu: viciadora y deformativa. Tal
información no pretende dar o recibir comunicando el bien, sino
recibir de cualquier forma (injusticia).
Por tanto, a la hora de comunicar la justicia siempre está en
juego; esto es así porque todo empleo de recursos
retórico-poéticos (constitutivos de la acción informativa)
encierra un juicio, sea implícito o, además, explícito:
refiere unos medios a unos fines. Está claro que lo decisivo
para la calificación moral (el grado de virtud de justicia
ejercitada) de la acción informativa es la dotación de sentido.
Según los cánones aristotélicos de una auténtica «poética»
(p.ej.: arte informativo) acontece «información» sólo en la
medida en que esté manifiesto el sentido de la vida. Cuando no
está presente el sentido de la vida no hay propiamente
información, ni -mucho menos- comunicación. Si hay
comunicación es porque hay un valor añadido. Aristóteles al
comienzo de la Política dice que el hombre tiene un lenguaje
para comunicar lo que está bien y lo que está mal, lo justo y
lo injusto, lo conveniente y lo dañino, y si no hay este valor
añadido no hay, por tanto, comunicación. O sea, la información
precisa un valor añadido en orden a la justicia; si no, hablar
se reduce a mera sofística: discurso del poder.
A pesar del desafío ético inherente en todo empleo de recursos
retórico-poéticos éstos son fundamentales para la
comunicación; el discurso para que se haga la justicia (dar a
cada uno el bien debido) no puede apoyarse principalmente en los
recursos lógico-formales (lenguajes propios de la organización
formal de la empresa), sino que este mismo lenguaje ha de
vivificarse por una retórica-poética que dote del sentido
debido a las acciones buscadas. Así hay una relación
intrínseca entre trabajo, comunicación y justicia puesto que
están en orden al dar. La donación de sí es el único camino
para tener en justicia. Tener y dar no son, por tanto,
antitéticos, ni mucho menos, pero sólo se tiene de verdad
dando. Dicho sea de paso que, aplicado a la teoría política y
económica, la actividad correspendiente ha de concebirse
principalmente como política y economía de la oferta, no de la
demanda; la «oferta» hace hincapié en el carácter
práxico-donativo, mientras que la «demanda» en el carácter
dialéctico-consumtivo-utilitario, reduciendo el trabajo a mero
útil con vistas a su término (no fin): las elecciones y el
consumo respectivamente. Con la expresión «homo sapiens
consumens», lo que se denuncia es la reducción del fin del
hombre a elector (política) o consumo (economía).
Aquel carácter donativo de la información no se entiende si no
se comprende la vinculación entre información y educación;
ambas actividades convergen por el hecho que necesitan de los
recursos retórico-poéticos. Informar es educar o deseducar,
nunca es neutral. Son actividades artísticas no técnicas. El
directivo social ya no puede engañarse pensando que la acción
directiva es una mera técnica comunicativa. Más bien está
llamado a ser un artista, en el sentido de educador. Tiene
autoridad en la medida que sepa encarnar el sentido originario de
este concepto: la capacidad de hacer crecer; tal autoridad
perfecciona su potestad formalmente establecida. Desde este punto
de vista se entiende con claridad que la actividad comunicativa
propia del directivo ha de ser de tipo donal. En la donación
ejerce autoridad: este modo comunicativo es el único de hacer
crecer a los que formalmente le están subordinados. En cuanto la
información llega a considerarse y practicarse como
«comunicación pedagógica», deja de ser predominantemente
unilateral y abstracta y recobra su referencia originaria
recíproca-personal.
Comunicación y
política
Tal actividad informativa significa educación, que es un modo de
libertad, y no otra cosa; es una oferta de ganancia, no en el
sentido de novedad (intelecto), sino de participación
(voluntad). Desencadena un acto de la voluntad por el cual hay un
compromiso más profundo con la vida. Es cosa conocida que si
pretende ser eficaz la información debe lograr que el que la
recibe se comprometa. O sea, vana es la acción informativa si no
logra alcanzar un cierto grado de identificación con o adhesión
al «logos» recibido. Dirigir, en este sentido, requiere
comunicar de tal manera que se logre una libre identificación
entre dirigente y dirigido; si no, no hay compromiso, o sea:
actitud activa por parte del dirigido. Más, el dirigido debe
convertirse en dirigente de alguna manera, si no, la información
no mejora la comunicación, o sea: la puesta-en-común.
A la vista de estos presupuestos comunicativos resulta obvio que
la información pública o «comunicación de masas» implica una
clara utopía, tipicamente democrática, es decir, que todos
sabemos lo mismo, que existe un saber compartido por todos. La
ilustración universal es una utopía a la que la realidad se
resiste: ser informado es poder, pero no sólo para mal, sino
también para bien. La verdad práctica consiste en no decir todo
a todos, en todo lugar y en todo momento. Un directivo tiene que
ampliar la información (cooperación) pero, al mismo tiempo,
debe restringirla (competividad); el bien de la institución
(patria, empresa, familia) depende de ello. La suposición
ilustrada, que somos iguales todos en cuanto mayores de edad, es
una utopía que lleva a la incomunicación. La comunicación en
la Ilustración es una pseudo-comunicación porque uno que se
cree mayor de edad no sabe escuchar. Resulta así una sociedad de
ruido porque todo el mundo habla pero nadie escucha de verdad.
Nadie escucha a nadie, porque todos se sienten mayores de edad.
Lo que todos hacen es informarse para así ver como ganar la
siguiente baza. El resultado que todos podemos experimentar es la
incomunicación social en todos los órdenes.
Por supuesto, para comprometerme con un mensaje tengo que poder
entenderlo y, por tanto, presupone cierta igualdad de saber.
Pero, más allá de esta condición límite empieza la utopía,
es decir, en la democracia se estipula de modo apriori, hecho no
avalado por la experiencia, que todos tienen una aptitud igual
para todo tipo de mensajes. No obstante, al no ser verdad que
todos tenemos la misma educación intelectual y moral, resulta
violenta y dañina la información universal, no-diferenciada y
adecuada a cada público/persona. Tal aptitud para la
información se provoca sólo en la medida que ésta ocasiona
aprendizaje positivo. Esto corre a cargo de la «katharsis», o
sea, aquí: la información correctiva-educadora. Las exigencias
de una difusión masiva de información siempre corre el riesgo
de renunciar del carácter de autoridad (información
correctiva-educadora), abandonándose al juego del poder
(potestad). Está en juego la dignificación o humanización del
trabajo (comunicación interna) y del consumo (comunicación
externa). El reto consiste entonces en darle a la información un
carácter personalizador en su esencial referencia a lo social.
De alguna manera, toda comunicación tiene que hacerse
análogamente al modo de comunicar del diálogo. Esta
característica de la comunión familiar habrá que buscar modos
de aplicarla a las instituciones intermedias de la sociedad: los
partidos políticos, las empresas, etc...
Anterior a toda tecnificación la comunicación es intrínseca a
la esencia del hombre; por tanto, está en la génesis de toda
configuración social, definida por un conjunto de signos y
símbolos. Existe una íntima compenetración entre comunidad,
convivencia, comunicación y sociedad. Sería vano intentar una
teoría de la sociedad o de la comunidad política o de una
organización empresarial que no tuviera como premisa básica la
consideración de este fenómeno de la comunicación. Hasta el
punto de que lo que llamamos sociedad no es solamente una red de
estructuras políticas y económicas, etc., es ipso facto un
proceso de aprendizaje y comunicación.
No obstante, visto desde esta perspectiva antropológica, el
ideal de todas las utopías socio-políticas parece ser la
«comunicación mecánica». Lo que el comunismo busca como
sistema totalitario, el taylorismo proclama como doctrina
organizacional de la empresa: el «hormiguero». Todas las
relaciones y comunicaciones serían funcionales y estarían
preestablecidas, fijas e automáticas. Desde esta perspectiva
mecanicista, por tanto, la comunicación no debería plantear
ningún problema. Parece que durante más de un siglo este
mecanicismo comunicativo ha sido la gran tentación de la empresa
a la hora de formalizar su organización. Según una
terminología de Polo, en tal modelo social una gran mayoría de
la humanidad había que conformarse con el papel de «homo
habilis», -todos aquellos que realizan acciones operativas-.
Sólo unos pocos verdaderos hombres, -con categoría de «homo
sapiens»-, se ocupaban en establecer, mediante el mero uso
lógico-formal y científico-técnico de la razón, unas
relaciones y comunicaciónes de producción óptimas. En tales
consideraciones organizativas no caben conceptualmente problemas
de comunicación porque las personas, en su reducción a piezas
mecánicas, se consideraban finalizadas de modo exhaustivo en el
logro de la finalidad objetiva de la empresa: la «producción
económica». De tal modo, de la misma manera que en la teoría
marxista, -Marx concibió al hombre como «ser específico»
(Gattungswesen), es decir, finalizado por la organización
política-, la persona queda reducida a una pieza funcional en
orden a la supervivencia o crecimiento de la organización
económica, política, etc., en analogía a la finalización de
los individuos animales por la supervivencia y crecimiento de la
especie.
Comunicación y
humanismo
Según A. d'Ors, la problemática de la comunicación puede
entenderse también a partir la diferencia objetiva establecida
entre las Humanidades y las Ciencias de Comunicación social. Las
primeras tienen como su objeto propio de estudio las
«palabras», -y su autoridad procede del autor-, mientras que
las ulteriores, los «hechos», apoyandose en tipos de palabras,
pero sólo como medio. Tales hechos se estipulan como exentos per
se de cualquier duda acerca de su autoridad. Hemos insistido con
suficiencia en tal ficción de objetividad. A partir de esta
diferencia fundamental, sin embargo, es latente un riesgo de
despersonalización de la comunicación. El medio de
comunicación, en la medida de su poder de difusión y
persuasión, se convierte en primordial con respecto a la
realidad (ser); y esto no sólo en el orden práctico. En el
mundo empresarial, a modo de ejemplo, tal importancia ha
adquirido la comunicación externa (publicidad, etc.) que si no
logra comunicar lo que es (su oferta) deja de existir. Si no
«comunicas» no «eres». Lo incomunicado deja de existir
socialmente lo cual -según d' Ors- constituye un grave peligro
para la deformación mental del hombre de hoy. Es que hay mucha
«comunicación incomunicada» e «incomunicable» de importancia
inestimable para la vida social.
Frente a este peligro d'Ors subraya la necesaria vinculación
entre Comunicación social y Humanidades, entre retórica y
sabiduría, para defender el hombre contra la seducción de la
propaganda con su desprecio por la verdadera libertad. Las
Humanidades aparecen, en principio, como más accesibles, más
comunicables e inteligibles precisamente por referirse a la
conducta humana y por sus superiores expresiones estéticas. Esto
mismo pareció ser también el resultado de las reflexiones
hechas a la hora de tratar de los recursos retórico-poéticos de
la comunicación en la «poética» en Aristóteles.
Teologia de la
comunicación
Por último, resulta fructífero el esfuerzo por esbozar también
una teoría teológica de la comunicación. La comunicación
social humana viene a ser -más: debería ser- imagen y semejanza
de la comunicación divina trinitaria. El único modo de entender
la sociabilidad humana radicalmente, o sea, su carácter de
relación, reside en partir de la esencia una y trina de Dios. La
persona es reflejo de esa relación subsistente que no implica ni
mera negación (Heráclito, Hegel, etc.) ni mero ser (Parmenides,
Averroes, etc.) sino ambas cosas. De tal manera que la persona es
tanto individual (unidad indivisible) como social (relación
esencial); y sólo en esta co-principialidad puede subsistir y
crecer como humano. El ser personal se afirma en la donación,
único modo viable de comunicación. Soy «yo»
poniendome-en-común. Repetimos: la comunicación está en el ser
por donación, con cierto reciclaje: la comunicación perfecciona
y enriquece mi «yo». La virtudes son lo comunicativo de mi ser.
Dada la fundamentalidad de las virtudes para con la comunicación
social, es necesario que la virtud tenga poder social real frente
a los poderes fácticos (estado, mercado). La Iglesia y los
muchos organismos intermedios ejercían tal contra-poder. Hoy en
día, tal contra-poder parece viable sólo en la medida que logre
establecerse dentro de los poderes fácticos, p.ej.: una cultura
empresarial y política que merezca tal calificativo. Esta
exigencia se traduce en la necesidad de santificar el trabajo, es
decir, hay que tomar conciencia del imperativo meta-productivo
del trabajo del hombre.
En este sentido, además, es obvio que no puede sobrevivir
ningún tipo de sociedad sin aquello que se podría llamar
«comunicación incomunicada», realidad intangible que emana de
un trabajo bien hecho, calladamente realizado con espíritu de
servicio. La comunicación verdadera no se sustenta en el
aparentar (vanidad) sino en el esconderse (modestia). Es el poder
de la «sin-arquía»: tal poder es servir. En la política
moderna, por el contrario, la política se empequeñece a
política de imagen para mantenerse en el poder. Por tanto, lo
único que interesa es la comunicación que consiga darnos buena
imagen. La virtud es risible.
La cultura moderna viene a ser caracterizada predominantemente
como conquista del espacio exterior frente al espacio interior (o
tiempo); en otras palabras, hay una preeminencia del espacio
sobre el tiempo vital, de la «espaciosidad» de la libertad
sobre la «temporalidad» de la libertad. Consta que la «cultura
objetiva» tiene un enorme poder configurador sobre el
pensamiento, tanto respecto de su modo de tratar el espacio
(técnica) como el tiempo (hábitos: virtudes o vicios). Lo que
ocurre es que la cultura o comunicación moderna se ha
desarrollado a-sincronizada con el hombre. Es patente que la
cultura objetiva tiene su vida propia al margen de las personas.
Cuando esto pasa la gente se vuelve 'loca' y no lo sabe porque
cuando la gente no conoce su propia cultura no sabe lo que les
pasa. Y alguien que no sabe habitualmente lo que le pasa es lo
que suele llamarse un demente.
Para evitar, por tanto, la locura masiva, la gente debe aprender
trascender su cultura para conocerla y, por lo tanto, corregirla
y enriquecerla en orden a lo humano. Dicho de modo breve, se
puede trascender la cultura objetiva de modo horizontal y
vertical. Así, experimentar otras culturas ayuda para aquel
propósito, pero es insuficiente porque las necesidades
superiores del hombre no se satisfacen por una agregación de
respuestas valorativas y estéticas, como si bastaría con hacer
la suma de las culturas existentes. Esto no acaba sino en un
relativismo cultural radical. La comunicación intercultural es
útil y recomendable, pero si no vuelvo a la «comunicación
originaria» (la religión como re-ligación), existencialmente
anterior a toda comunicación social o cultural, no puedo evitar
la locura. Esto es, me parece, lo que les pasaba a los primeros
sofistas griegos. Conocer otras culturas significaba para estos
hombres una pérdida del sentido de la verdad de su cultura
propia. El consiguiente relativismo ético-cultural ocasionó una
quiebra profunda en las polis griegas en el sentido de
descomunicación. No obstante, en el caso del mundo griego esta
quiebra del sentido de la verdad era necesaria al no ser lo
suficientemente radical o fundamental la «re-ligación» propia
de su cultura. La religación católica, al contrario, no peca de
esta falta de radicalidad o fundamentalidad.
Algunas
conclusiones
En último término, parece que la «comunicación» sólo es
posible en la medida que sabemos desarticular la «confusión
lingüística de Babel» volviendo al supuesto propio de toda
comunicación: la referencia originaria, Dios uno y trino. Esta
trascendencia saca a luz, desvela los supuestos culturales
inconscientes cuyo olvido está en el orígen de toda
incomunicación. Del mismo modo que la poética aristotélica nos
da ocasión a una corrección activa (uso de la inteligencia y
voluntad) suscitada por las pasiones de temor y piedad
(«katharsis»), la incomunicación social y cultural nos da pie
a rectificar, precisamente por la violencia que suscita dentro de
nosotros. Desde la «pasión» (el sentirse negativamente
afectado) existe una apertura a la «acción». La violencia de
la incomunicación obra como un dolor. El dolor es ocasión de
corrección, de cambiar el rumbo y así percibir la luz que pueda
iluminar nuestra acción. A parte de la «katharsis» existe,
además, un modo de «comunicación correctiva» al que R. Alvira
llama «comunicación indirecta», en el sentido con que Platón
ve emplear a Socrates la «ironía» como método dialógico. La
«ironía» socrática significa un modo de discurso que hace que
el otro caiga en la cuenta de su error o visión
parcial-imperfecta como factor que ocasiona el descubrimiento de
una verdad más integral-completa.
Si no investigamos, si no nos aclaramos acerca de los supuestos
culturales, es decir, la «comunicación originaria», la
incomunicación social resultará insuperable (cfr. 152).
Seguiremos, cada uno en su ámbito social, con unos lenguajes
cada vez más fragmentados. Como consecuencia la locura o
demencia antes apuntada por G. Vicente se generalizará más y
más. Esto mismo se aplica a la «cultura empresarial». Cada
empresa tiene supuestos culturales implícitos inconscientes.
Como toda realización humana es imperfecta por definición, la
necesidad de corrección es siempre actual, pero más en un mundo
de cambios tan vertiginosos. La «cultura empresarial» tiene la
tarea ardua de sacar a luz los supuestos propios de la
comunicación, ampliamente argumentados en estas páginas, para
poder subsanar (purgar: «katharsis» e «ironía») la
incomunicación producida por el extravío que unos signos o
medios culturales de toda índole han ocasionado en la realidad
humana, es decir, en el hombre mismo. En resúmen, la
incomunicación vital actual no es apodíctica y, por ello
tampoco es un fenómeno irreversible.
Dr. Andreas Böhmler.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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