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La misión del apolítico.
El apolítico sensible podría salir de su abatimiento si fuese consciente de que tiene una misión, aparte de la común de salir adelante en la lucha por la vida
No es infrecuente encontrarse con
personas que, si se les plantea, o aún insinúa, algún problema
de carácter público, se encogen de hombros y dicen: "Yo
soy apolítico. Ni entro ni salgo en esas cuestiones". Son
personas que no votan, no leen los periódicos, como no sea la
sección de deportes, y únicamente se interesan por sus asuntos
y vida personales.
Existen razones que pueden explicar esta actitud. Al fin y al
cabo, la vida política no ofrece un espectáculo agradable ni
ejemplar, y hay mucha gente desanimada por el comportamiento de
los políticos. También es cierto que la vida personal está ya
llena de preocupaciones, familiares y de trabajo, y cuando se
tienen unas horas para evadirse de ellas, no es la política el
ideal campo de esparcimiento y descanso. Y luego está la posible
falta de disposición de que se pueda adolecer para el estudio de
determinadas cuestiones. Por unas razones u otras, lo cierto es
que hay un gran porcentaje de gente que se inhibe a la hora de
tratar estos temas, y declaran con cierto orgullo: "Yo soy
totalmente apolítico".
Curiosamente, esta actitud tiene su paralelismo con determinada
corriente religiosa en el cristianismo (tanto en el catolicismo
como en el protestantismo) que es adversa a cualquier
concomitancia de los cristianos con la política, interpretando
estrechamente la famosa frase de Cristo: "Mi reino no es de
este mundo".
Lo discutible de esta posición, tanto en su versión laica como
en la religiosa, se presenta cuando determinadas cuestiones que,
en principio, pertenecen a la ley natural y no deberían ser
motivo de discusión política, se introducen en los programas de
los partidos como reivindicación de pretendidos derechos.
Es una gravísima manifestación del ocaso espiritual de
Occidente el que todo, absolutamente todo, aún lo más evidente,
sea cuestionado. Hasta las pulsiones íntimas del sentido ético
natural del hombre son discutidas, por tanto. ¿En razón de
qué? En razón de una dialéctica que pretende sustituir la
moral tradicional por una contramoral. Y esto ya ha sido
conseguido en su mayor parte aunque se hayan levantado algunas
resistencias. La moral natural ha sido sustituído por una moral
contra natura. Y este triunfo de lo desviado, de lo degenerado,
se ha producido gracias a la actividad incansable de grupos que,
mientras la sociedad dormitaba, sin dudar se han interesado por
la política, y han introducido sus reivindicadiones, primero en
diversos partidos políticos, para de ahí asaltar las
legislaciones de casi todos los países de Occidente y penetrar
en los organismos internacionales. Mencionaré únicamente el
tema más aberrante: la aceptación legal del aborto y su
promoción como método de planificación familiar.
Y es considerando este punto principal como percibimos la endeble
justificación de las posturas inhibidas. Pues personas que, por
otra parte, pueden ser de creencias firmes, o bien de un sentido
ético natural sano, ni hacen, ni han hecho, lo más mínimo por
participar en una resistencia o un combate contra esta marcha
implacable de las cosas.
En el campo del sector religioso que lucha por preservar la
pureza de la religión, atendiendo con estrechez el sentido de
las palabras "Mi reino no es de este mundo", he podido
comprobar un caso muy significativo. Una revista católica
italiana, muy famosa, relacionado con el movimiento
"Comunión y Liberación", reiteradamente, a través de
los años, ha venido sosteniendo en diversos artículos, los
peligros del pelagianismo en la Iglesia de hoy. La revista es muy
ortodoxa, muy poco amiga de la corriente progresista que triunfó
en el período postconciliar. Pero su rígida interpretación de
San Agustín, su temor al pelagianismo, le hacen ver en toda
actividad religiosa que pueda relacionarse con la política, aún
en el sentido de cristianizar las estructuras sociales, una
desviación temporalista, un fiarse de las propias fuerzas en vez
de dejar todo en las manos de Dios, un mezclar la "civitas
Dei" con la "civitas terrena" con la consiguiente
contaminación para la primera. El resultado en cuanto a la
revista es que en el transcurso de largos años no ha hecho la
más mínima mención de la cuestión del aborto, lo que ha
causado escándalo a más de un lector. Curiosa circunstancia en
una revista católica neotradicionalista: abstenerse de condenar
el aborto por considerar que esto es hacer una incursión en la
política de los hombres. Sin pararse a considerar que es
precisamente la política la que no debiera haber hecho
incursiones en la ley natural, tratando ilegítimamente de
cuestiones como el aborto. Craso error de la revista considerar
el aborto como cuestión política propia de la "civitas
terrena".
La misma pasividad inhibida he podido comprobar en escritos de un
sector purista del evangelismo norteamericano. Repiten las
citadas palabras del Evangelio, se refugian en San Agustín, y
critican al sector evangélico oficial. Lo critican por mezclarse
con la política, por recibir prebendas, por enriquecerse, etc.
Naturalmente, no aprueban el aborto, pero es tema que les
molesta. Lo consideran un pretexto para la actividad política
corrompida de los cristianos. Por tanto, no quieren hablar de
él.
Es el momento de preguntarse si estas actitudes de pretendida
pureza cristiana son distintas de la indiferencia del apático
apolítico laico que, si es interpelado sobre el aborto, contesta
encogiéndose de hombros: "No es asunto mío. Ni me va ni me
viene". (Y no son pocas las veces que el laico que así se
conduce, está movido por un doble motivo: Por considerar que el
aborto es cuestión política, y también religiosa, y él se
halla apartado de ambos campos, del político y del religioso.
Doble y nefasto error de apreciación, pues el aborto sólo
fraudulentamente ha llegado a ser tema político, y antes que
cuestión religiosa, se trata de un crimen que afecta a la ley
natural, concerniendo por tanto a todo aquél que pretenda
ostentar la condición de hombre).
Pero, pongámonos en el peor de los supuestos en la valoración
de la crítica religiosa efectuada por los partidarios de la
incontaminación. Es decir, supongamos que tienen gran parte de
razón en sus acusaciones de pelagianismo, ambición, deseos de
riqueza, corrupción, etc. El lugar donde todo esto se ha de dar
más crudamente, de forma más sangrante (y no hay duda de que se
da en mayor o menor medida), es Norteamérica. Supongamos, pues,
que los movimientos religioso-políticos de esta nación son más
políticos que religiosos; que la ambición política y la del
dinero, bien hermanadas, constituyen el motor principal de estos
movimientos; que son ciertas las acusaciones sobre los contactos
de Paul Robertson (el líder del pricipal movimiento) con
paramilitares de Centroamérica, etc. etc.
Si ponemos en el otro platillo de la balanza los treinta y ocho
millones de abortos realizados en Estados Unidos desde que se
legalizó esta práctica criminal en 1973, la extensión mundial
de esta legislación con cincuenta millones de abortos al año
como consecuencia, y las perspectivas futuras de ir en aumento
estas cifras, resultan banales y hasta sospechosas estas
objeciones de un purismo extemporáneo. ¿Acaso no es necesario
detener este genocidio? No sólo la moral cristiana, sino la
moral natural así lo exigen. Por tanto, es obligado apoyar a los
movimientos anti-abortistas, sean estos puros o impuros. Lo
importante es salvar esas vidas; y no escandalizarse fútilmente
de supuestas corrupciones que, en cualquier caso, son inherentes,
por ley de la naturaleza humana deteriorada, a todos los
movimientos, de cualquier género que sean y por muy altos que
sean sus objetivos.
Sería deseable, pues, que el apolítico, del género que sea,
saliese de su inhibición para prestar su apoyo a causas que,
como el antiabortismo, afectan al sentido ético más elemental.
Que no piense que se está involucrando en la política, a la que
puede seguir despreciando, si es que es el desprecio el
sentimiento que aquélla le inspira; antes al contrario, debe
considerar que ha sido la política la que, al poner en
discusión cuestiones que el derecho natural ya ha sancionado en
lo íntimo de los hombres, ha invadido un campo que no es el
suyo.
Me refiero al apolítico que desconfía de la política y los
políticos, pero que no es insensible a los cambios que se han
dado en la moral y las costumbres; sobre todo, si por su edad ha
conocido y seguido con atención el rumbo de decadencia por el
que se zambulló hace décadas el mundo occidental. El apolítico
apático por cerrazón del egoísmo personal o por sectarismo de
una mistica de élite, resulta de difícil recuperación.
El apolítico sensible tiene una misión, como la tenemos todos.
No debe pensar que sus posibles esfuerzos hayan de ser
necesariamente irrelevantes, sin repercusión alguna. Aparte de
su posible colaboraración con diversas organizaciones que se
ocupan del problema del aborto y otros, está su acción
estrictamente personal. Se trata de crear un clima de opinión
contrario al vigente.
Creo que fué Dostoyevsky quien afirmó que las palabras de un
hombre particular dichas en conversación particular pueden tener
repercusión mundial. No es difícil entenderlo. Así como una
china lanzada a un gran lago produce ondas que se van expandiendo
hasta el límite de las orillas, la palabra adecuada en el
momento adecuado puede ejercer una acción revulsiva en quien la
escucha, en primer lugar. Puede modificar su sentir y su pensar
en cierto grado, quizás importante. Puede modificarlos más que
muchos sermones de rutina oídos distraídamente. A su vez, esta
persona trasladará necesariamente, por su comportamiento y
palabras, esta modificación a otras personas. Y así
sucesivamente hasta límites que no se pueden calcular. Es
posible que no ocurra así y que el efecto sea mínimo; pero esto
es algo que nunca se puede saber. Por tanto, es un planteamiento
innecesario.
El apolítico sensible podría salir de su abatimiento si fuese
consciente de que tiene una misión, aparte de la común y penosa
de salir adelante en la lucha por la vida. Con sus escritos si
tiene disposición para ello, pero también con su comportamiento
y sus conversaciones, dejando caer la palabra justa en el momento
oportuno, puede influir. Nunca sabrá hasta qué punto, pero no
tiene por qué pensar que sea poco. Y, aunque así fuese,
tendría valor.
Que el mundo ha tomado una dirección torcida, lo demuestra la
legalización del aborto. Hay otros diversos aspectos
degenerativos: admisión de matrimonios homosexuales, resolución
del Parlamento Europeo favorable a la pederastia, manipulación
de embriones humanos, etc.; pero el aborto es el argumento
incontrastable. Ante esta situación de contramoral vigente, el
hombre sensible y vigilante, el hombre justiciero, debe oponer su
"no". La negatividad es la cualidad más valiosa en los
tiempos presentes de pensamiento único... e inmoral.
La misión del apolítico consciente es cultivar su negatividad.
Primero, en su mente, con rotundidad sin resquicios; luego, en su
comportamiento y palabras, con cálculo y premeditación. Para lo
primero, necesita percibir que la sociedad occidental está
siendo engañada, o se está engañando, o las dos cosas, debido
al efecto adormecedor de la prosperidad, que embota el
discernimiento mediante la creación de deseos y su satisfacción
placentera. El deseo de opulencia y su disfrute son poderosas
drogas alienadoras. El darse cuenta de ello ejerce un efecto de
devastadora claridad en la mente. En cuanto a la línea a seguir,
es decir, la acción personal que cada cual deba realizar, no
existe ninguna norma que obedecer, pues la misma mente juzgará y
decidirá.
Y si el apolítico consciente necesita mayor confortación que el
hecho de conocer que tiene un deber que cumplir, la hallará en
saber que existe un ejército compuesto de individuos como él
extendido por todo el mundo; una minoría, por supuesto, pero que
constituye un modesto ejército de personas, unas organizadas,
otras aisladas, que actúan en la misma dirección. Un ejército
de emboscados, como lo denominaría Ernst Jünger (que entendía
de esto), con la suficiente carga de negatividad como para
oponerse a la marcha de las cosas de muy diversas maneras.
Existen ya ciertos logros. Pero la lucha está legitimada aunque
no se triunfe; aunque lo que se presente como más probable sea
la derrota. Porque ésta no se consuma mientras haya lucha; por
lo que aquél que lucha siempre, nunca puede ser derrotado.
IGNACIO SAN MIGUEL
isanmiguel@bancogui.es
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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