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El suicidio.
Este artículo considera diversas cuestiones, entre ellas las tipificaciones y clasificaciones del suicidio, las consideraciones legales, las seudojustificaciones, las metodologías, la etiología y las tipologías del suicidio. También hace valoración moral y trara el caso especial de la huelga de hambre, la puesta der la vida en riesgo por los demás, el duelo y el sacrificio de la vida. Por último busca una terapia al suicidio
En la actualidad se habla del llamado
derecho a morir y del derecho de darse uno la muerte a sí mismo.
Este "se ipsum occidere" no es otra cosa que el
suicidio, y del suicidio nos vamos a ocupar, acercándonos al
tema con una doble preocupación: la que nace de la confusión
conceptual, que obliga a una diferenciación, no siempre clara,
entre lo que es suicidio y lo que realmente no lo es, y la que
produce una cierta atracción entre curiosa y morbosa por los
suicidios: alarmantes, por su número creciente, y llamativos,
por las personalidades destacadas, en uno u otro campo, que lo
eligieron para terminar con sus vidas, desde Sócrates a Arthur
Kostler, desde Cleopatra a Alfonsina Storni, desde Seneca a
Ganivet, desde Aníbal a Hitler, desde Saúl (2 Sam, 1, 4) a
Judas (Mt 27, 5).
En España, la estadística de los suicidios comenzó a llevarse
con carácter oficial a partir de la R. O. de 8 de septiembre de
1906. Antes, Bernardo de Quirós ("El suicidio en
España", en "Alrededor del delito y de la pena".
Madrid, 1904) nos ofreció un estudio en el que registraba, para
el año 1895, 225 suicidios. Su número llegó, en 1912,-a 1.596,
y en 1940, a 2.458. la escala descendió a 1.629 suicidios en
1970, alcanzando, según la Fiscalía del Estado, en el año
1983, la cifra de 25.000, lo que supone que en España, de no
haber disminuido el número -y creemos que ha aumentado-, hay
siete suicidios por día.
Estamos, pues, no sólo ante un hecho insólito- pues el hombre
es el único animal que se suicida (el escorpión no se suicida,
sino que, en estado de tensión, se clava su propio dardo). Dice
Alejandro Llano que "sólo el hombre puede decir que no a su
propia existencia". Ve Colegio Mayor Zurbarán, "La
ciencia al encuentro de la vida humana", Edit. Boscat,
Madrid, 1984, pág. 93; Ve Balmes: "Etica", "Obras
Completas", II, pág. 254)-, utilizando el suicidio como
"ars moriendi", sino ante una verdadera plaga que
obliga a enfrentarse con el hecho en todas sus perspectivas y
dimensiones, planteando "ab initio" los diversos
problemas que su enfoque y estudio suscita.
En primer lugar, surge la cuestión de si debemos hablar de
suicidio o de suicidios. La pregunta tiene una densidad que no se
vislumbra a primera vista, y tal es la densidad de la pregunta
que su respuesta bifurca la consideración del suicidio como un
fenómeno individual o como un fenómeno social. Si hablamos de
suicidios, pluralizando, el enfoque habrá que hacerlo sobre los
casos individuales, distintos y heterogéneos, cuya última
identidad se hallaría tan sólo en el "se ipsum
occidere". Si hablamos de suicidio, singularizando, lo
importante sería no la consideración de los casos personales,
por sugestivos que sean, sino el clima que ha hecho posible que
el "se ipsum occidere" se manifieste en la prolijidad
de su casuismo. La primera corriente, llamada individualista, y
cuyo primer mantenedor fue Morselli ("Il suicidio",
Milán, 1879), la ha expuesto con exactitud Ciorán, definiendo
el suicidio como "el acto individual por excelencia".
La segunda corriente, llamada sociológica, fue defendida por
Durkheim ("El suicidio". Trad. asp., Edit. Reus,
Madrid, 1928), para el cual el suicidio es un fenómeno de
patología comunitaria, que se hace visible, al romperse el
equilibrio social, a través de factores suicidógenos, que
inciden y empujan a la muerte a personas concretas. Si el
suicidio fuera una enfermedad, la cuestión sería ésta:
¿quién es el enfermo, el hombre-suicida o la
sociedad-suicidógena?
Pero ¿no habrá algo más que una controversia entre lo
individual y lo social en el tema del suicidio? Para nosotros es
evidente que, siendo el suicidio algo estrictamente personal, los
factores que al romper la ecología comunitaria inciden
patológicamente en el hombre no pueden ser olvidados o
desconocidos, pero jamás pueden alcanzar la intensidad necesaria
para convertir el suicidio en un acto obligado. Ahora bien, tanto
en la persona como en la sociedad gravita otro factor distinto.
Ese factor es, a ambas escalas, el concepto que se tenga de la
vida. Tan es así, que frente al suicidio no es posible, como ha
dicho Ferri ("Homicidio-Suicidio". Trad. asp., Edit.
Reus, Madrid, 1934, pág. 268), la discusión entre positivistas
y "ius-naturalistas".
Para los primeros, el suicidio, aun siendo una desgracia, es un
hecho natural, puesto que se da en la naturaleza, y no puede ser
calificado de inmoral, sino de lícito. Olvidan los positivistas
que lo natural no puede confundirse con lo normal o ajustado a la
recta razón, y que lo anormal y no ajustado a la recta razón,
aunque se produce en la naturaleza, es contrario a su
ordenamiento. De otro lado, el suicidio, en cuanto es una
evasión de los deberes sociales, implica una ilicitud por huida,
como lo supone la deserción en el Ejército .
Pero lo que hay que destacar aquí, desde nuestra posición
cristiana y "ius-naturalista", es que, como ha
señalado Balmes (ob. cit., págs. 253 y s.), "la
inmoralidad del suicidio... está en que el hombre perturba el
orden natural destruyendo una cosa (la vida) sobre la cual no
tiene dominio". "El suicida -agrega Balmes- o ha de
negar la inmortalidad del alma o comete la mayor de las locuras.
Si se atiene a lo primero, afirmando que después de la vida no
hay nada, el suicidio no se excusa, pero se comprende. Pero si el
suicida conserva no diré la seguridad, pero siquiera la más
leve duda sobre la existencia de otra vida, ¿cómo se explica
tamaña temeridad? Al presentarse delante de su Creador, en el
mundo de la eternidad, ¿qué podrá responder si le dice: quién
te ha llamado aquí?, ¿quién te ha dicho que estaba terminada
tu carrera en la tierra?"
La incidencia del factor religioso es, por consiguiente,
fundamental en el tema del suicidio, y ello tanto en la esfera de
la persona como en la esfera de la sociedad. Una sociedad
secularizada , en la que las vivencias y prácticas religiosas se
olvidan o combaten, hace decrecer la religiosidad de los
ciudadanos y su creencia en la inmortalidad del alma. Por eso los
suicidios crecen conforme la sociedad se separa de Dios Si Dios
no existe, podríamos concluir con Dostoievski, todo es lícito.
Sentado esto, ¿podrá afirmarse que el suicida es un demente?
También aquí las posturas difieren, pues mientras un grupo de
biólogos considera que en todo caso el suicida nace y no se
hace, y es un perturbado mental, al menos con carácter
transitorio en el momento de cometerlo, víctima de una tara
genética o hereditaria, otros entienden que esta generalización
es insostenible y que, por el contrario, el suicidio suele
realizarse en un estado de "insoportable lucidez
mental".
El problema envuelve, como es lógico, el de la responsabilidad
moral del suicida, y, en todo caso, exige un examen cuidadoso del
hecho, pues, como ha señalado Royo Villanova, "hay
suicidios llevados a cabo con toda calma, como la conclusión
lógica de un frío razonamiento". Por su parte, Joan
Estruch y Salvador Cardus ("Los suicidios", Herder,
Barcelona, 1982, pág. 140) escriben que "el suicidio raras
veces es el fruto de una conducta impulsiva (siendo más bien el
resultado), de una decisión largamente meditada y elaborada
hasta en sus mínimos detalles de ejecución".
La verdad es que se suicidan sanos y enfermos, dementes y no
dementes, que la estadística nos ofrece tan sólo de un 10 a un
20 por 100 de suicidas locos, y que, aun pudiendo existir un
"síndrome presuicida", el suicidio puede ser evitado.
Las penas eclesiásticas contempladas para los suicidas ponen de
relieve que no todo suicida es un demente irresponsable de su
autodestrucción.
En todo caso, lo que conviene, en evitación de dudas, es, en la
medida de lo posible, precisar los conceptos y delimitar el de
suicidio, distinguiéndolo del sacrificio de la vida y del riesgo
a que la propia vida se expone en determinados supuestos. Habrá
que distinguir, pues, entre "se ipsum occidere",
"sacrificum vitae" y "vita". ponere periculo
gravi".
II
El suicidio, para ser calificado como tal, exige dos requisitos,
a saber: 1 ) que la muerte sea voluntariamente querida "in
se", y 2) que se tenga el propósito de quitársela uno
mismo, directamente, por acción u omisión. Si falta uno de
estos dos requisitos, no estamos en presencia de un suicida. Y no
lo estamos porque si falta la voluntad de suicidarse, como ocurre
en el caso de enajenación mental, el acto no es libre, sino
mecánico, y mal puede calificarse de suicida al que no sabe y,
por tanto, no quiere lo que hace. En el segundo supuesto, cuando
no hay voluntad directa de quitarse la vida por acción u
omisión, pero de la misma se sigue como consecuencia inevitable
o probable de una conducta determinada, estaremos en presencia
del "sacrificium vitae" o del "vita ponere
periculo gravi".
Para que las cosas queden aún más claras conviene señalar la
diferencia que existe entre lo que se llama "sui occisio
propia auctoritate facto voluntaria in se, seu directa actione
vel intentione", que no es lícita en ningún caso, y la
"sui occisio propia auctoritate facto, voluntaria in causa,
seu indirecta actio sic et intentione", la cual puede ser
lícita en circunstancias concretas. La acción, pues, para que
pueda calificarse de suicida ha de ser querida para producir la
muerte, ya por su propia naturaleza, "ex opera operate"
(dispararse una pistola en la sien); ya por propia intención o
designio, "ex opera operantis" (negarse a tomar
alimento).
En síntesis, si no hay
voluntad de quitarse la vida la ausencia de voluntad hace que
estemos no ante un caso de suicidio, sino de alienación; si no
hay voluntad de quitarse directamente la vida no estamos tampoco
ante un caso de suicidio, sino de "sacrificium vitae" o
de "vita". ponere periculo gravi".
Precisado el concepto de suicidio, las posturas que se adoptan
van desde su condenación explícita hasta su apología, desde la
proclamación del suicidio libre, a partir del derecho de
disponer de la propia vida, hasta el suicidio reglado o
autorizado por los poderes públicos. El suicidio libre lo pidió
Seneca al decir: "malus est in necesitate vivere, sed in
neccesitate vivere nulla neccesitas est". Jaspers, en tiempo
más reciente, ha proclamado que "el suicidio atestigua la
elevada dignidad del hombre y es un signo de su libertad". Y
Jacques Attali, consejero de Mitterrand, ha escrito que "el
derecho al suicidio es un valor absoluto en una sociedad
socialista". El suicidio reglado lo contempló Santo Tomás
Moro en su "Utopía" para los casos de enfermedad
incurable y dolorosa, previa autorización del magistrado y de
los sacerdotes, y lo admitió Atenas con autorización del
Senado.
La verdad es que el suicidio, en líneas generales, ha merecido
repulsa no desligada de un sentimiento de compasión. En el campo
jurídico, el tratamiento del suicidio en las legislaciones
modernas actúa o bien castigando tan sólo la instigación o
cooperación al suicidio, como lo hacía el antiguo Código Penal
español en su art. 409, o bien tipificando, además, su
tentativa y frustración, como lo hacen las legislaciones
anglosajonas. La Revolución francesa, rompiendo con el derecho
histórico, eliminó el suicidio de la lista de los crímenes,
prohibiendo las sanciones que el propio Santo Tomás recuerda en
sus Comentarios a la "Etica nicomaquea", y que
consistían en arrastrar el cadáver del suicida y enterrarlo sin
ningún género de ceremonia. Esta costumbre, que perduró en
Inglaterra hasta 1823, iba acompañada, en los textos legales, de
otras medidas, tales como la nulidad del testamento y la
adjudicación de los bienes a la Corona.
En cualquier caso, la supresión del suicidio como figura
delictiva no se ha entendido jamás ni como reconocimiento de un
derecho al mismo ni siquiera como permiso legal tácito -ya que
no se prohíbe- para cometerlo. A tal fin, se argumenta que la
supresión se debe a que resulta absurdo sancionar a un cadáver
o a la familia del que se ha suicidado; y que la ausencia de tal
derecho se funda en que toda relación jurídica supone la
existencia de un sujeto y un objeto, y que en el suicidio ambos
se confundirían (Sent. 12XII-1944); que si tal derecho
existiera, el suicida estaría facultado -y no lo está- para
exigir que todos respetasen su decisión, oponiéndose a quienes
trataran de impedirle su ejercicio; que, precisamente porque no
existe tal derecho, hay personas que, por razón de oficio o
ministerio, están obligadas a evitar que el suicida cumpla su
propósito; y que el deber de conservar la vida esfuma cualquier
posible derecho a disponer de ella, como lo ponen de relieve la
legítima defensa, que para preservar la propia destruye la
ajena, y la ilicitud de la autoaplicación de la pena capital por
el que ha sido condenado a ella.
Esta repulsa social con respecto al suicidio se pone de relieve
en el Canto XIII, de "El infierno", de la "Divina
comedia". Dante representa las almas de los suicidas
encerradas en troncos de árboles, y cuando una de ellas responde
a la pregunta que interroga sobre la razón de ese encierro
contesta: "Cuando el alma feroz sale del cuerpo, de donde se
ha arrancado ella misma, que en la selva sin que tenga destinado
sitio fijo, y allí donde la lanza la fortuna, germina. Brota
primero como un retoño, luego se transforma en planta silvestre
y las arpías, al devorar sus hojas, le causan dolor y abren paso
para que el dolor exhale. Como las demás almas -concluye Dante
su relato-, iremos a recoger nuestros despojos, pero sin que
ninguna de nosotras pueda revestirse con ellos, porque no sería
justo recobrar lo que uno se ha quitado voluntariamente. Los
arrastraremos hasta aquí, y en este lúgubre bosque estará cada
uno de nuestros cuerpos suspendido en el mismo árbol donde sufre
tormento su alma."
Ello no obstante, el suicidio se ha tratado de explicar y aun de
justificar desde muy distintos puntos de vista, unos de carácter
ateo y otros de tipo religioso y hasta cristiano, aun cuando se
trate de desviaciones heréticas del cristianismo. A tales
intentos de explicación y justificación aludía Juan Pablo II
en "Salvificis Doloris", al referirse a las
"tradiciones culturales y religiosas que creen que la
existencia es un mal del que es precise liberarse".
Trataremos de exponer en síntesis estos puntos de vista:
a) Teoría del error: Para Jacques Moned, el famoso premio Nobel,
el hombre es el producto de un error cósmico. Vivir en el error,
saberse uno mismo un error, es algo angustioso e insufrible. Por
eso conviene terminar con el error destruyéndose uno a sí
mismo. En la misma línea de pensamiento se mueve Albert Camus,
cuando, conforme a su opinión sobre el absurdo e insensatez de
la existencia, escribe: "Suicidarse será confesar que la
vida debiera tener un sentido, que se ha descubierto que no lo
tiene y que, por consiguiente, se renuncia a ella."
b) Teoría de los deseos: Para Freud y sus discípulos, en el
hombre combaten, con un determinismo evidente, dos tipos de
pulsaciones instintivas: unas en favor de la vida que nacen del
instinto de conservación, y otras en favor dé la muerte
("Todestrieben"), que nacen del instinto de
autodestrucción. Cuando las segundas son más poderosas que las
primeras, el suicidio es inevitable, y en cada suicidio puede
percibirse la actuación convergente de tres pulsaciones
negativas, provocadas: por el deseo de morir, por el deseo de
matar y por el deseo de matarse, que a veces se comporta como un
sucedáneo supletorio de aquéllos.
c) Teoría del todo colectivo: Para quienes, al margen de todo
planteamiento religioso, el hombre se identifica con el cero y el
partido con el infinito, como quería Arthur Kostler, o para
quienes, con una visión más amplia, desde una consideración
cuantitativa y no cualitativa, el valor del hombre se halla sólo
en función del pueblo a que pertenece, el suicidio quedará
justificado tan pronto como el hombre llegue a la convicción de
que su vida es una cargo o un estorbo para el partido o para el
pueblo.
d) Teoría de la existencia sin esencia: Para aquellos que
estimen la existencia como un paso circunstancial entre la nada
del comienzo y la nada del fin, el proceso de nadificación o
retorno a la nada es deseable cuando la existencia, por cualquier
motive, se hace insufrible. Todas las filosofías de la tristeza,
como la de Schopenhauer, o de la pasión inútil, como la de
Sartre, sugieren el suicidio como solución, apelando a la vieja
fórmula "mars omnia solvet". Federico Nietzsche, con
su tesis nihilista, denunciando la situación catastrófica de la
cultura europea, puso el énfasis en la irrupción de la nada en
la existencia, irrupción que produjo, con el vacío espiritual,
un pesimismo descorazonador y angustioso. Resumiendo la
concepción aniquiladora, Heinrich Fries ("El
nihilismo", Edit. Herder, Barcelona, 1967, pág. 77) habla
de las cuatro grandes desilusiones: de la existencia propia, a la
que se creía con un destino; del hombre, al que se creía
grande; del mundo, al que se creía paraíso, y de la Historia, a
la que se creía en progreso. Cicerón, en la epístola a
Macedonio, habla del "puerto del no sentir". El Hades
es la nada, decía ya Euripides en su "Ifigenia".
Retornar, pues, a la nada, al vacío de donde se precede, es
alcanzar el paraíso del no ser, del no existir, aunque en el
fondo, la paz, la quietud y el descanso vuluptuoso que busca el
suicida sean una realidad que, como decía San Agustín
("Del libre albedrío", libro III, cap. 8, núms. 22 y
23), no pueden confundirse con la nada.
e) Teoría de la sustancia única: Arranca esta teoría del
panteísmo, propio de algunas religiones orientales y, en
especial, del budismo y del jainismo. Si en la teoría que
acabamos de exponer la existencia juega con la esencia, aquí es
la esencia la que se proyecta como por irradiación o, si acaso,
como protuberancia o desprendimiento en la existencia. Por eso,
si en aquélla el suicidio es un retorno a la nada, en la teoría
que ahora examinamos es un refugio en el "nirvana" de
la plenitud o de la sustancia única, quedando embebido el
suicida, al despersonalizarse, en el ser inmanente. El alma de
cada hombre, por el suicidio, tal y como lo practicó Buda,
vuelve y se disuelve -como el trozo de hielo que flota en el
agua- en el alma universal.
f) Teoría de la inmortalidad: Esta teoría puede resumirse
diciendo que reduce las postrimerías a dos, la muerte y la
gloria, prescindiendo del juicio y del infierno. El suicida, que
rechaza la nadificación del nihilismo y la disolución en la
sustancia universal, y cree en la permanencia de su
"yo" individualizado más allá de la destrucción
física que supone la muerte, estima que ésta es el único
obstáculo que le separa, cualquiera que haya sido su conducta,
de la inmortalidad feliz. El suicida por la inmortalidad, aunque
desespera de esta vida, no desespera de la futura, y así
Baudelaire, siguiendo a Platón ("Fedón", 80, 1),
escribía: "Me mate porque me creo inmortal, y porque
espero." El suicidio por la inmortalidad, con apresuramiento
confuso y equivocado, pretende, desgajándose de la vida,
alcanzar la vida del ser trascendente o gozar, como decían los
celtas españoles, de las delicias de la mansión eterna.
g) Teoría de la salvación: Se trata de un punto de vista
cristiano, pero herético. La sostuvieron y practicaron los
donatistas, partiendo de una interpretación restrictiva del
"no matarás", que estimaban como mandamiento
transitivo, que prohíbe tan sólo matar a otros, y no
intransitivo, que permite por ello, y en determinadas
circunstancias, darse uno muerte a sí mismo. Tales
circunstancias concurren, según el criterio donatista, cuando se
realiza el suicidio obedeciendo al Redentor, que dijo: "El
que odia su vida en este mundo, la conservará para la vida
eterna" (Juan, 12, 25), o cuando con caridad, es decir, por
amor a Dios, y con el deseo de gozar de su presencia, el suicida
entrega su cuerpo a las llamas (como "a sensu
contrario" parece admitir San Pablo, 1 Cor., 13, 3).
Claro está que el suicidio donatista para alcanzar la
salvación, e incluso para no seguir pecando, es una
interpretación aberrante del cristianismo. En efecto, el que se
mata a sí mismo mata y no sólo mata a un hombre, porque el
suicida es un hombre, sino que mata con malicia especial, pues si
la malicia del crimen aumenta conforme crece la vinculación con
la víctima, nadie más allegado al suicida que él mismo. Por
otro lado, las palabras de Cristo que recuerda San Juan aluden al
sacrificio de la vida, como veremos más tarde, y jamás al
suicidio, y la alusión a la caridad, según el texto de San
Pablo, tampoco permite convertir al suicida en mártir. San
Agustín, en su epístola a Donato (núm. 5), recriminándole,
escribe: "Repara con diligencia y mira cómo la Escritura no
dice que el sujeto se arroje al fuego..., sino que cuando se le
propone hacer algún mal elija entonces no hacer el mal, y antes
bien padecerlo. Los tres mancebos rehusaron adorar al ídolo,
pero no se precipitaron ellos al fuego, sino que fueron arrojados
a él" (véase Daniel, 3, 12 y s.).
Como el propio San Agustín ("De Civitate Dei", libro
I, cap. XXVII) argumenta, si los donatistas tuvieran razón
habría que indicar a los hombres que la más propicia ocasión
de matarse sería luego de recibir el bautismo, por hallarse
entonces libre de todo pecado. Si fuera posible, asegura el
obispo de Hipona, que hubiera alguna causa justa para matarse
voluntariamente, sin duda que no habría otra más justa que
ésta. Ahora bien, puesto que ésta no lo es, no hay ninguna que
justifique el suicidio.
Por su parte, Santo Tomás, en la "Summa" (2-2, q. 64,
at. V, B. A. C., vol. VIII, pág. 441), dice que "el
tránsito de esta vida a otra más feliz no está sujeto al libre
albedrío del hombre, sino a la potestad divina, y por esta
razón no es lícito al hombre darse muerte para pasar a otra
vida más dichosa".
Nadie, como no sea por ignorancia o locura, ha escrito el doctor
Díaz Vecilla, utiliza el suicidio para el logro de la
inmortalidad feliz, pues el suicidio es el medio más seguro para
perderla, por ser el mayor de los pecados y no tener tiempo para
arrepentirse.
Conocidos los puntos de vista que pretenden explicar o justificar
el suicidio, parece lógico que nos ocupemos ahora de su
metodología, es decir, de cómo se suicida el hombre; de su
etiología, es decir, del porqué o de las causas que lo provocan
y de su tipología, es decir, de la distinta configuración del
suicidio.
Metodología del suicidio: El hombre se suicida de muy diversos
modos. Legrand, en su "Tratado de medicina legal"
(trad. asp., Madrid, 1898, 2 a edic., tomo II, pág. 489),
enumera los siguientes métodos: por suspensión, sofocación,
estrangulamiento, inmersión, asfixia, envenenamiento,
precipitación y utilización de instrumentos cortantes y
punzantes o de armas de fuego.
Balmes (Obras completes, Barcelona, vol. IV, pág., 307), que se
ocupó con algún detenimiento del suicidio, imagina al mundo
ofreciendo al suicida para realizarlo: el mar, un alto picacho,
los puñales, el veneno, el dogal, las armas de fuego y el humo
del carbón.
Pero tanto Legrand como Balmes, no podían prever la metodología
moderna del suicidio, que consiste en el recurso a la droga,
desde la marihuana a la heroína. Son estas drogas alucinógenas
las que producen, como ha señalado Enrique Valcarce ("La
teología moral en la historia de la salvación", Edit.
"Studium", Madrid, 1958, t. II, pág. 272), un
desvanecimiento del "yo", un estado alienante que
conduce al suicidio y que se cumple con la administración de una
sobredósis. La noticia sobrecogedora de drogadictos que se
suicidan prueba que si el átomo al desintegrarse puede terminar
con el mundo, la droga, al desintegrar al hombre, le lleva a su
aniquilamiento y autodestrucción.
Etiología del suicidio. Si la drogadicción es a un tiempo forma
y causa del suicidio, las causas motivadoras son muy diversas:
trastorno mental y neurasténico o locura rudimentaria con
alucinaciones delirantes, sentido profundo de culpabilidad,
melancolía maníaca depresiva, alcoholismo, miseria,
desesperación provocada por el dolor físico o moral, por el
fracaso en el amor, en el juego, en la política, en la actividad
profesional, en exámenes y oposiciones. Dejando aparte los casos
de demencia, el suicidio suele realizarse para evitar el
deshonor, como signo de protesta y rebeldía, como deseo cobarde
de huida, como fruto de la desilusión total. Junto a estas
causas, cabe señalar otra curiosísima, que es la imitación, y
que explica tanto los suicidios en cadena de tres soldados en una
misma garita en tiempos de Napoleón, y de quince personas
(según Durkheim, ob. cit., págs. 71 y 72, y según Legrand, ob.
cit., pág. 397), de quince personas que en 1772 se ahorcaron en
la puerta de los Inválidos, como los suicidios que se repiten en
una familia, y que se deben más al contagio que a la fuerza
coercitiva de una tara genética. El suicidio de Werther, el
personaje literario de Goethe ("las cuitas del joven
Werther"), produjo una ola de suicidios en toda Europa.
Tipología del suicidio. Siguiendo la pauta de Emilio Durkheim,
podemos distinguir tres clases de suicidio: el egoísta, el
altruista y el anómico.
a) El suicidio egoísta parte de la afirmación casi idolátrica
de la persona y de su dignidad, como fin supremo. Esta
exaltación de la personalidad se produce a costa de un
alejamiento de la sociedad y de los grupos sociales y da origen a
lo que se denomina individualización desintegradora. En tal
caso, si el hombre llega a perder la razón de seguir viviendo y
se ve encerrado, perdido y sin salida en el laberinto de su
propia existencia, alejado de la sociedad y de los grupos
sociales, que no sólo no le atraen, sino que le repelen, acude
al suicidio como "exitus" y, además, estimándolo como
derecho.
Este tipo de suicidio se produce en las sociedades en proceso de
deterioro cuando se quiebran los principios de autoridad y
subordinación, cuando de hecho se tolera y reconoce la
posibilidad de que cada uno haga lo que le plazca y que ya no se
puede impedir. En ese estado de degradación social el
"yo", endiosado, vive su vida personal, no se obedece
más que a sí mismo y se atribuye el poder, cuando se siente
cansado, fracasado e inútil, de quitarse la vida.
· b) El suicidio altruista parte de un exceso de integración
social. El peso específico de la existencia de cada uno gravita
fuera de uno mismo, en la sociedad, en términos generales, y en
los grupos sociales a que se pertenece. Aquí la
individualización disminuye y la impersonalización aumenta,
aceptándose las exigencias, a veces duras, de la discipline
colectiva. Una de tales exigencias puede ser la del suicidio,
considerado no ya como un derecho, sino, por el contrario, como
un deber o como una determinación optativa, alentadas, sin
embargo, por la tradición y la valoración pública estimativa y
favorable.
Este tipo de suicidio aparece en las sociedades que gozan de una
gran cohesión en torno a sus jefes naturales, y así, en las
Galias, los servidores se suicidaban al morir sus jefes, a los
que habían de acompañar más allá de la tumba, y los jefes
envejecidos, en los que residía el espíritu o genio protector
del clan, se suicidaban, a su vez, para que ese espíritu pudiera
ejercer su misión con más agilidad en otro jefe más joven y
hábil.
Con relación al grupo social doméstico, conocida es la
"suttee", es decir, la obligación impuesta en la India
a las esposas de echarse a las llamas de la hoguera encendida
para la cremación de su marido, y con respecto al Japón,
conocida es, igualmente, la práctica del "harakiri"
por razones de honor, y recomendada a los nobles sumarais para
después de haber dada muerte por justo odio a su enemigo.
En esta línea de pensamiento, el suicidio llamado heroico o
militar, puede considerarse como una supervivencia del suicidio
altruista facultativo, toda vez que la moral castrense ha
conservado la coherencia del grupo social que constituye la
milicia, de un lado, y de otro, la vinculación personal y del
propio grupo a la comunidad nacional.
c) El suicidio anómico, constituye una variante que se produce
por la incidencia en la persona de un desarrollo anómalo de la
sociedad o del grupo social en que el hombre se halla inmerso.
Esta anomalía perturbadora, que rompe el "background",
entramado sólido subyacente, lo mismo puede ser una crisis
económica que hunde el negocio, llevándolo a la ruina o a su
creador a la miseria, que una crisis familiar, que destroza el
matrimonio y que conduce a la separación. los tránsitos
violentos que tales crisis conllevan dun origen a una
hipertensión exasperada o a un cansancio depresivo motivado por
la creencia de una mutación irreversible, que trastorna el
"nomos" u orden moral. En uno y otro supuesto, el
suicidio realizado con energía violenta o con pasividad
melancólica, sería un suicidio "anómico".
* * *
Pero, en todo caso, ¿qué valoración moral merece el suicidio?
En principio, y ante el suicida, suelen coincidir tres actitudes
diferentes: de admiración, por la fortaleza que supone; de
compasión, por lo irreparable del hecho, y de reprobación, por
lo que tiene de ilícito. Una reflexión subsiguiente a estas
reacciones primarias indica: a) que el suicida habrá podido ser
enérgico en la forma de llevar a cabo su muerte, pero que con
tal energía no ha dado prueba de fortaleza, como la dio Job,
resistiéndose a matarse, conforme le insinuaba su esposa, sino
de cobardía, pusalinimídad y falta de ánimo para hacer frente
a las asperezas de la vida; b) que la compasión podría
merecerla el loco que, arrastrado por la obsesión monomaniaca
del suicidio, se autodestruye, pues en tal caso, carente el autor
y víctima a un tiempo de libertad y de responsabilidad morales
ni siquiera puede calificarse de suicida, sin que esta compasión
pueda extenderse a los casos de suicidio subjetivamente
racionalizado y proyectado con frialdad y luego de meticulosa
preparación, y c) que la reprobación es lógica, porque el
suicidio es un pecado, como dice Santo Tomás, contra Dios,
contra nosotros mismos y contra la sociedad.
Es un pecado contra Dios porque el suicidio: 1) le usurpa su
derecho sobre la vida y la muerte. "Yo (Dios) -dice el
Deuteronomio (XXXII, 39)- hago morir y vivir." "Tú
eres, Señor -contesta el hombre en el libro de la Sabiduría
(XVI, 13)-, el que tiene el poder de la vida y de la
muerte." "El hombre no muere, sino por la voluntad de
Dios" (Corán, Sura, IV, 33); 2) viola el mandamiento
divina, que reza "no matarás" (Exodo, XX, 13; Mat., 5,
21), y 3) olvida que, como dice el apóstol San Pablo (Rom., 14,
7), "ninguno vive para sí y ninguno muere para sí".
Es un pecado contra el hombre, pues el suicidio contraviene: 1)
la ley de conservación del ser; 2) la ley de la propia
responsabilidad, pues el suicida niega con su conducta que piensa
responder de su acto ante alguien; 3) el amor de caridad, que
empieza por él mismo; 4) el deber de realizarse en esta vida, y
5) la obligación de ir perfeccionando durante su duración
natural su propia "imago Dei".
Es un pecado contra la sociedad ("iniuriam communitatis
tacit"), pues el suicida está ligado a ella por vínculos
de solidaridad, que de alguna forma recuerdan los de la parte con
respecto al todo, y que no le es lícito romper por su propia
voluntad.
Por último, el suicidio es un pecado mortal contra la esperanza.
El suicida, en evitación de un mal, elige el peor de todos. Como
dice el Evangelio de San Bartolomé: "Entre los condenados
se encuentran también los suicides que se echan al agua, se
ahorcan o se matan con la espada."
Ello no obstante, y tratando de desvirtuar este dictamen ético
religioso del suicidio, se traen a colación algunos suicidios,
como el de Santa Polonia, su madre y sus hermanas, que se
arrojaron al río huyendo de sus perseguidores, y el de Sansón,
que recuerda el libro de los Jueces (XVI, 27/31).
A este respecto conviene señalar que la frase famosa de Sansón
"muera yo con los filisteos" no prueba una voluntad
suicida, como tampoco fue voluntad suicida la de Eleazar,
muriendo aplastado por el elefante (I Mac. 6,46), sino una
disposición, como luego vamos a ver, de sacrificar su vida, y
que en el caso de las santas mujeres cabe que se trata de una
conciencia de buena fe subjetiva, pero objetivamente errónea o,
como dice San Agustín ("De Civitate Dei", cap. XXVI),
de un mandato divino directo, ya que, en un supuesto excepcional,
el que es dueño de la vida y de la muerte puede ordenar la
última, en cuyo caso el suicida no obra por su voluntad, sino
que obedece y cumple la voluntad divina, como se dispuso Abraham
a cumplirla con respecto a Isaac.
La Iglesia ha condenado permanentemente el suicidio,
calificándolo de verdadero crimen en el Concilio de Arbés, del
ano 452, y disponiendo en el de Praga, del año 562, que el
suicida no sería honrado con ninguna conmemoración en la misa y
que no se entonarían los salmos en el momento de dar sepultura a
su cadáver. El Concilio Vaticano II ("Gadium et Spes",
número 27) dice que el suicidio deliberado es infamante y
deshonra al que lo comete, siendo totalmente contrario al honor
debido al Creador.
La declaración de 5 de mayo de 1980 de la Sagrada Congregación
para la Doctrina de la Fe señala que "la muerte voluntaria,
o sea, el suicidio, es inaceptable; semejante acción constituye,
en efecto, por parte del hombre el rechazo a la soberanía de
Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo
un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural
aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de
justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas
comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces
intervengan, como se sabe, factores sociológicos que puedan
atenuar e incluso quitar la responsabilidad".
Pío XII, con su peculiar
transparencia, se ocupó del suicidio en su alocución de 19 de
febrero de 1958 a los párrocos y predicadores cuaresmales de
Roma ("Ecclesia", 1958, I, págs., 237 y s.), a los que
dijo: "la vida, también la propia, pertenece exclusivamente
a Dios y nadie puede renunciar a ella sin cometer gravísimo
pecado. Nos referimos al demasiado gran número de suicidios
perpetrados por gentes de todas las clases sociales, sin excluir
ninguna edad. ¿Hemos hecho nosotros, pastores de almas, lo
bastante para meter en los corazones la fe y la esperanza
cristianas, para inspirar el valor en la adversidad, la paciencia
en las enfermedades, la confianza en la Providencia, la fuerza
espiritual contra tanta vileza, para sacudir saludablemente las
tentativas de tan insana sugestión? El suicidio no es sólo un
pecado que excluye las vías normales de la misericordia divina,
si que es también señal de ausencia de la fe y de la esperanza
cristianas. Enseñad, pues, a vuestros fieles el horror de es
delito... Haced todo lo posible para impedir que se extienda esta
plaga social."
Por su parte, el Código de Derecho Canónico de 1917 privaba a
los que se han suicidado voluntariamente de sepultura
eclesiástica y de honras fúnebres (Cánones 1.24( 1.241, 1.250
y 2.350-2). El Código vigente, de 25 de enero de 1983, ha
derogado estas disposiciones y mantiene tan sólo en sus Cánones
1.041 y 1.044 la irregularidad de los que hayan intentado
suicidarse para recibir o ejercer órdenes sagradas.
III
AHORA bien, fijadas las ideas fundamentales sobre el tema del
suicidio, se hace obligado proyectarlas sobre un caso concreto,
que pudiera decirse que está de moda porque con harta frecuencia
y espectacularidad suele acudirse al mismo. Me refiero a la
huelga de hambre.
Naturalmente, se trata de una huelga de hambre hasta la muerte,
no de la huelga de hambre para llamar la atención y sin
propósito de cumplirla hasta el fin, como la del señor
Escuredo, presidente que fue del Gobierno autonómico andaluz, y
que la hizo compatible, según rumores, con pescado frito y
manzanilla.
La cuestión moral planteada por la huelga de hambre similar a la
de las autocremaciones, como la intentada por un senador
nacionalista vasco en el frontón Anoeta, de San Sebastián, bajo
el régimen anterior, ha surgido con alguna virulencia, con
ocasión de la que, sin llevarla a sus últimas consecuencias,
practicaron los sacerdotes reclusos en la cárcel de Zamora y de
la que han practicado hasta la muerte algunos presos irlandeses
del I. R. A.
Para el P. Gonzalo Higuera, S. J. ("Etica de la huelga de
hambre", en "Razón y Fe", 1974, diciembre, págs.
389 y s.), la huelga de hambre hasta la muerte ha de considerarse
lícita, por no ser otra cosa que un suicidio indirecto, que
tiene dos justificaciones objetivas y una subjetiva. Las
objetivas dimanan de la licitud de la huelga en sí en casos
extremos, tal y como autoriza la Constitución "Gaudium et
Spes" en su número 68, y la licitud de la resistencia,
también en situaciones lícitas, contra los poderes abusivos. La
justificación subjetiva se halla en el recinto sagrado de la
propia conciencia del huelguista, en la que nadie puede entrar,
pues "de internis neque Ecclesia iudicat".
Dados los requisitos que se apuntan, concluye el P. Higuera, S.
J., la muerte del huelguista de hambre no será un suicidio, sino
la muerte ante el agresor y por el agresor, que sería el
verdadero homicida.
El criterio del P. Higueras, S. J., es muy difícilmente
sostenible, pues, de una parte, tratando de retirar al huelguista
de hambre hasta la muerte la calificación de suicida, cuelga el
sambenito de homicida a un agresor anónimo o colectivo, que ha
provocado, sin que nadie lo pruebe y sin defensa posible, la
situación intolerable de abuso que dio origen a la huelga; y por
otro lado, ignora, como ha precisado el P. Victorino Rodríguez,
O. P. ("Huelga de hambre", en
"Iglesia-Mundo", 1975, núm. 87, págs. 16 y s.), que
en la huelga de hambre hasta la muerte el huelguista tiene
intención de causársela, siendo indiferente que esa intención
se manifieste de forma active o pasiva, como sucede aquí, al
negarse a ingerir alimento.
En la huelga de hambre hasta la muerte hay, pues, voluntad
occisiva "in intentione in se" o, como señala Enrique
Valcarce (ob. cit., pág. 278), una acción occisiva, querida en
sí misma y por sí misma, aun cuando sea apreciada como recurso
único para conseguir un bien que se reputa superior.
Enfocado el tema de la huelga de hambre en términos
estrictamente jurídicos, la Sentencia de la Sala IV del Tribunal
Supremo de 2 3 de marzo de 1976 dijo que "aun estimando que
el ''comer" o el "ayunar" sea un derecho de la
persona..., tal derecho, en su ejercicio, puede encontrar
limitaciones nacidas de una situación especial de dependencia en
cuanto ostensiblemente puede suponer quebranto del orden o la
discipline del establecimiento. la huelga de hambre en un centro
penitenciario -termina la sentencia- constituye un ilícito
administrativo".
IV
AHORA bien, si la huelga de hambre hasta la muerte es suicidio, y
suicidio directo, no cabe decir lo mismo de aquellos casos que se
inscriben bajo las otras dos llamadas a que hacíamos referencia
al principio, a saber: "vita". ponere periculum
gravi" y "sacrificium vitae".
En efecto, la puesta en peligro de la vida va inherente a la vida
misma, ya que en cualquier circunstancia, por trivial que
parezca, puede encontrarse la muerte. Hoy, salir a la calle es,
sin duda, exponerse a morir, y no sólo víctima de un accidente
de circulación, sino de los disparos de unos atracadores o
terroristas. Algunas profesiones llevan aparejado de por sí un
peligro mayor: policías, bomberos, buceadores, pirotécnicos,
mineros, domadores de fieras, acróbatas, corredores de
automóviles, toreros. Otras profesiones, en circunstancias
especiales, han de ejercerse con un riesgo claro de perder la
vida. Tal sucede con los médicos y enfermeros, cuando hay
epidemias contagiosas, con los militares en período de guerra y
con los misioneros en tierra de infieles perseguidores de la fe.
A veces, el hombre mismo ha de correr el riesgo de una
intervención quirúrgica a vida o muerte. A nadie, sin embargo,
se le ocurre pensar que este "vita". ponere periculo
gravi" constituye un suicidio. Más aún, el incumplimiento
de las obligaciones profesionales, so pretexto de salvaguardar la
propia vida, no podrá moralmente justificarse. lo que ocurre es
que el "vita". ponere periculo gravi" no cabe
cuando no hay razón fundada para ello. Cuando esta razón no
existe, se trata de una exposición innecesaria o de jugar con la
vida, pues sólo hay espíritu de aventura, amor al peligro,
deseo de llamar la atención. lo que habrá es imprudencia
temeraria en el orden jurídico, y responsabilidad moral en el
campo ético. Tal puede suceder en el caso del espontáneo que se
lanza a la arena para enfrentarse con el toro; en el del
conductor, que se deja vencer por el ansia de la velocidad, o en
el del faquir, que se entierra vivo.
El caso del capitán del barco,
que aguarda a salvarse el último, poniendo profesionalmente en
peligro su vida, puede transformarse en suicidio si, por su
propia voluntad, rehusa salvarse y se hunde con el barco.
Hay un supuesto en que la puesta en grave peligro de la propia
vida es delictivo e inmoral. Se trata del duelo, con desafío a
muerte, no "ad primum sanguine".", en el que uno
al menos de los que participan en el mismo sabe que
necesariamente ha de morir.
El duelo, que regularon tanto las Partidas con el nombre de lid
como el Fuero Viejo de Castilla, y que contempló el
"libellus de batalla faciendo" en Cataluña, fue
prohibido en 1480 por los Reyes Católicos, que lo calificaron de
"mala usanza", siendo significativo que cuando tanto se
habla de pueblos avanzados en todos los órdenes, por
comparación al nuestro, no fuera prohibido en Inglaterra hasta
1818. El Código Penal español vigente se limita a decir en su
art. 243 que "la provocación al duelo, aunque sea embozada
o con apariencia de privada, se reputará amenaza grave".
El Concilio de Trento, en la sesión 15, señaló el duelo como
costumbre detestable, indicando que fue introducido por arte del
diablo. En efecto, el duelo participa de la doble malicia del
suicidio y del homicidio, toda vez que los dos contendientes
están dispuestos, y para ello combaten, a morir y a matar;
supone que los litigantes acuden a las armas tomándose la
justicia por su mano; implica un falso concepto del honor, pues
el resultado del duelo indicará tan sólo quién tuvo mayor
suerte o destreza, pero no quién había realizado la ofensa o
quién la había recibido.
El Código de Derecho Canónico de 1917 privaba al fallecido en
duelo de sepultura eclesiástica y de exequias públicas
(cánones 1.240 y 1.241) y lo sancionaba, siguiendo a Pío IX en
su Constitución "Apostolicae Sedis", con excomunión
simplemente reservada a la Sede Apostólica (cánones 1.240-5 y
2.351). El actual Código de Derecho Canónico elude el tema.
A veces, sin embargo por no concurrir las circunstancias
descalificadoras, el duelo puede ser no sólo útil, sino
lícito. En el Antiguo Testamento, orientándonos sobre el tema,
se narra (1, Samuel, 17) el que mantuvieron David y Goliat. En
este caso, el bien común que demandaba impedir, en lo posible,
efusión de sangre, justificaba el desafío y el combate por
sustitución de los representantes de los ejércitos enfrentados
para la batalla. Por eso, aseguraba León XIII, aunque el duelo
es reprobable, no lo es si se sostiene por una causa pública,
como la contemplada por el reto de Carlos V a Francisco I:
"Haga el rey campo conmigo, de su persona a la mía, que
desde ahora le desafío y provoco, y que todo el riesgo sea
nuestro, como y de la manera que a él le pareciere, con las
armas que le plazca escoger, en una isla, en un puerto, en una
galera amarrada a un río, que yo confío en que Dios me ayudará
en causa tan justa."
V
Capítulo diferente corresponde, entre el "se ipsum
occidere" y el "vita". ponere periculo
gravi", al "sacrificiam vitae", por algunos
llamado -aunque, a mi juicio, impropiamente, por la confusión
que produce- suicidio indirecto o voluntario "in
causa". Para evitar esta confusión, como postula la
Declaración de 5 de mayo de 1980, "habrá que distinguir
bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa
superior -como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el
servicio a los hermanos-, se ofrece... la propia vida".
En efecto, cuando no hay voluntad directa "per se" de
quitarse la vida, aunque se tenga la seguridad -de no ocurrir un
milagro- que ha de producirse la muerte, no hay suicidio, sino
sacrificio heroico o martirial de la vida. Esta "active
mortis permissio" puede seguirse de una acción que "ex
opera operate" produce la muerte (caso del torpedo humane) o
que la produce tan sólo "ex opera operantis" (caso del
náufrago que se deja expulsar de la tabla que sólo sirve para
uno).
En el sacrificio de la vida, el que la ofrece: 1) no quiere
suicidarse, sino que permite la destrucción de su vida; 2) no es
agente de su propia muerte, sino sujeto paciente de la misma, ya
que jamás se propuso quitársela, ni en la intención ni en la
ejecución, aunque la admite y acepte como una consecuencia
inevitable de su conducta; 3) la oblación voluntaria "in
causa" se hace al servicio de un bien superior espiritual o
temporal de la sociedad o el prójimo; 4) la muerte no querida ni
buscada directamente puede desearse como holocausto ofrecido en
amor de caridad (deseo del martirio, por ejemplo); 5) en el
sacrificio de la vida hay espíritu abnegado de renuncia, y
jamás espíritu acobardado de huida o escape.
Los casos de sacrificio de la vida que nos impresionan son los
del soldado y el creyente. El del soldado lleva a situaciones
límites en las que los moralistas no llegan a ponerse de
acuerdo. Tal ocurre con el del espía en una guerra justa que ha
sido hecho prisionero y que tiene la seguridad de que al ser
torturado entregará el secreto del que depende la victoria o la
vida de millares de hombres. Si para evitar daño tan grave se
mata, ¿cómo puede calificarse el hecho?, ¿de suicidio o de
sacrificio de la vida? Para unos, se trataría, pese a lo
trágico de las circunstancias, de un suicidio, ya que el espía
se habrá dada la muerte de modo directo. Para otros, no habrá
suicidio en este caso singular, sino sacrificio de la vida, como
una exigencia del bien común e, incluso, como obediencia debida
al superior legítimo que le ha ordenado, en nombre de tal
exigencia, que no entregue, bajo excusa de ninguna clase, los
secretes decisivos de que es portador. Para los autores del
famoso catecismo holandés, la cuestión se resuelve con una
tónica subjetivista, remitiéndose al veredicto de la propia
conciencia ("A new catechisme", Ed. inglesa, Herder, 1
9 6 7, pág. 42 3 ).
Ninguna duda ofrece, por el contrario -debiéndose calificar como
sacrificio de la vida-, el gesto del oficial que ante los
disparos incontenibles del enemigo avanza al frente de su tropa
para darle ejemplo; o el del soldado que se arroja sobre la
granada que al estallar aniquilaría a sus compañeros; o la
acción del voluntario que vuela el fortín enemigo sabiendo que
habrá de morir dentro (similar al del Sansón entre los
filisteos, al que antes hicimos referencia). El amor a la Patria
y a quienes con él la defienden constituye la motivación
supremo de la inmolación que de la conducta de todos ellos se
sigue.
Esta línea de pensamiento hace que también sea positiva el
dictamen moral para los "kamicazes", torpedos humanos,
que utilizan los llamados "kaiten", ingenios bélicos,
que, en lengua japonesa, conducen al cielo. Como ha escrito
Joaquín Díaz ("los derechos físicos de la
personalidad", Ed. Santillana, 1963, pág. 99): "Si
darse la muerte es algo reprobable, alcanzar la muerte no deseada
-como es de presumir en los "kamicazes"- en el
cumplimiento de su glorioso ideal, no merece más que nuestra
admiración y nuestra alabanza."
El sacrificio de la vida por parte del creyente supone, como es
lógico, la puesta en ejercicio heroico de las virtudes
teologales. El creyente que, por el honor de Dios o por amor al
prójimo, entrega su vida, recibe el nombre de mártir, pues ha
dado el testimonio supremo de la Fe. Tal es el caso de los tres
mancebos que, negándose a idolatrar, aceptaron la muerte en las
llamas, de las que milagrosamente fueron librados; el de tantos
españoles durante la Cruzada, que prefirieron sufrir la muerte a
la blasfemia o a la apostasía; el de quienes en momentos de
persecución a muerte se presentan al perseguidor para dar
aliento a los hermanos; el del que ocupa el puesto de otro ya
condenado a morir, para sustituirle en la muerte, como fue el del
P. Maximiliano Kolbe, que acaba de ser beatificado (Ve Juan Pablo
II, 30 de junio de 1979); el del náufrago que se descuelga o se
deja descolgar de la tabla que sólo es suficiente para uno; el
del hambriento entre hambrientos, que deja de comer para que se
salven los otros; o el de la madre que continúa cuidando al hijo
enfermo y sin cura, que sufre enfermedad contagiosa y que, al
contagiarse, le producirá la muerte.
El honor de Dios, el amor a la
Patria, la caridad para con el prójimo, es decir, el servicio a
un bien superior espiritual o temporal, colectivo o privado,
cuando no hay voluntario directo, hacen de la muerte no natural
ofrenda y sacrificio de la vida.
Cristo es, sin duda, el prototipo ideal de quienes sacrifican la
vida; sobre todo El, que asumió la vida humane voluntariamente
para voluntariamente entregarla en la cruz del Gólgota. El
evangelista San Juan nos recuerda las palabras del Divino
Maestro: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (X,
11) y Yo "doy mi vida, que nadie me arranca, de mi propia
voluntad" (X, 18). Por eso Jesús, "que sabía todas
las cosas que le habrían de sobrevenir, salió al encuentro de
Judas y su cohorte y les dijo: ''¿A quién buscáis?"
Respondiéronle: ''A Jesús Nazareno.'' Y Jesús les dijo:
"Yo soy''" (XVIII, 4 y 5).
Nada puede extrañar que con este estímulo ejemplar la historia
del cristianismo sea un larga e incesante martirologio, que
recoge la escena final y escatológica del Apocalipsis, en la que
se elude a los confesores de la fe, que "non dilexerunt
animus suas usque ad mortem", que no amaron tanto sus vidas
como para temer a la muerte (XII, 11).
VI
No baste, sin embargo, con una exposición, aunque breve, creo
que exhaustiva, del tema del suicidio. Hace falta también
enfrentarse con la plaga que representa y reflexionar sobre su
terapia a fin de tratar en lo posible de evitarlo. Para ello
será precise tener en cuenta a la vez, sin perjuicio del recurso
al llamado teléfono de la esperanza, el factor individual y el
social, y aplicar esa terapia a la sociedad y al hombre, pues uno
y otro se compenetran en un, fenómeno constante de ósmosis, de
tal forma que si puede decirse que son los hombres los que
configuran y tonifican a la sociedad, también es cierto que es
la sociedad la que tonifica y configura a sus hombres.
En esta doble perspectiva, resulta evidente que los factores
suicidógenos desaparecen cuando las tres sociedades básicas, la
religiosa, la política y la familiar, se hallan sólidamente
constituidas, descansando en principios morales que se consideran
inamovibles. Si la discipline espiritual se rampe en la Iglesia,
por un enfriamiento de la fe y un resquebrajamiento de la moral;
si los vínculos que unen a los ciudadanos en la empresa nacional
se debilitan haciéndolos insolidarios de la misión colectiva;
si el lazo que une a los esposos se rompe con una legislación
divorcista y el núcleo de formación de los hijos se fragmenta,
el hombre se convierte en átomo suelto que ha de buscar en sí
mismo, y sólo en sí mismo, la fuerza, el respaldo y la ayuda
que en otro supuesto podría recibir de la energía social,
acumulada y puesta a su disposición para mantenerse firme ante
las adversidades de la vida.
De aquí que la terapia inicial contra el suicidio, en cuanto a
la sociedad respecta, haya de consistir en un replanteamiento de
las tres comunidades básicas y en un rearme ideológico,
jurídico y práctico de las mismas. Una sociedad sana es el
clima en el que se forja el hombre de "mens sana in corpora
sano". Para ello hay que repristinar los auténticos valores
sociales, que producen el orden y la tranquilidad en el orden,
oponiéndose a la anomalía perturbadora del equilibrio mental y
psicológico, que conduce a la desesperanza y al caos. La lucha
contra el desbordamiento de las filosofías del pesimismo
descorazonador, del hedonismo epicúreo o del neutralismo
inhibitorio, son ineludibles a un replanteamiento que se hace
cada día más urgente, como lo prueba un simple vistazo a la
sociedad y a los grupos sociales en los que estamos insertos o
nos rodean.
En la otra perspectiva, en la que afecta al hombre concreto, se
hace preciso devolverle el auténtico sentido de la vida,
fortaleciendo y enriqueciendo, a la luz que de tal sentido se
desprende, su mundo interior, hay empobrecido o yermo en muchos
casos por el vacío resultante de una succión ininterrumpida,
practicada por quienes, con una u otra finalidad, pretenden
reducirle a número.
Tal fue la propuesta de un gran pensador para una época, la
suya, continuada y agravada, por la difusión del mal, en la
nuestra el gran pensador pedía para el hombre un sentido
religioso y militar de la existencia, es decir, un temple que
haga del servicio y hasta del sacrificio de la vida la última
razón del ser. Quizá por ello adivinaba el gran pensador que la
restauración social requería dramáticamente la presencia y la
acción de quienes sabiéndose, sintiéndose y comportándose
como monjes, estuvieron dispuestos a sacrificar sus vidas por el
honor divina, y como soldados, a sacrificarlas también por el
honor de la Patria.
En contraste agudo con esta exaltación del mártir y del héroe,
que son los que ya potencialmente, en actitud de servicio,
sacrifican sus vidas en aras de un ideal superior, encontramos -y
se les exalta, además- a los que, lejos de ser monjes, son
apóstatas, y lejos de ser soldados, son desertores. Pues bien,
cuando la apostasía y la deserción, verdaderos antitipos del
monje y del soldado, del mártir y del héroe, se ofrecen como
paradigmas envidiables y dignos de imitar, y cuando, por
añadidura, se fomenta el pesimismo, el hedonismo y el
neutralismo, la tentación suicida tiene pocos obstáculos,
porque el apóstata y el desertor preparan el camino de la
deserción y de la apostasía supremas, que consiste en renegar y
abandonar la vida; y el pesimismo, el hedonismo y el neutralismo
constituyen una invitación que empuja a cometerlo, ya que una
vida amarga, o sin placeres o aburrida, no vale en realidad la
pena.
A la filosofía que podríamos llamar de contemplación activa,
es decir, de la acción al servicio del pensamiento o del
pensamiento como estimulante de la acción, se opone la
filosofía de la disipación, que no actúa, porque la única
actividad que produce proviene de la epilepsia irrazonable.
Si el sacrificio de la vida es la tónica del hombre en la
sociedad y en los grupos sociales a que pertenece, aquélla y
éstos eleven su cota moral y el suicidio no tiene más
protagonistas que a los dementes incurables. Si el hombre, por el
contrario, rehuye el servicio y el sacrificio, apoyándose en un
endiosamiento de su personalidad que lo convierte en su propio
fin, o en un anonadamiento de esa misma personalidad que arroja
fuera de sí, en la estructura, en lo colectivo, la dinámica
vitalizante, el suicidio alcanzará, mejor dicho, está
alcanzando, cotas que asustan y estremecen.
En última instancia, me permito insistir, toda la terapia del
suicidio se halla en el sentido de la vida, en su objeto y
finalidad. El hombre, con una visión puramente antropológica,
puede colocarlo aquí, o con una visión teológica, puede
colocarlo allá. la distinción entre el aquí y el allá es
importante, porque, utilizando la metáfora del conductor, si
éste -con una visión antropológica- mira hacia aquí, hacia el
capó del coche, acaba estrellándose, suicidándose, perdiendo
la vida, mientras que si -con una visión teológica- mira hacia
allá, hacia el fondo de la carretera, acaba consiguiendo su
objetivo, conservando la vida y salvándola. El modo mejor de
navegar no consiste en ir mirando al océano, sino en contemplar
las estrellas. Como decía el cardenal Gomá, hay ocasiones
extremadamente duras en las que el hombre ha de elegir entre el
Evangelio y la pistola, y la elección entre la fe redentora (del
primero), o la desesperación mortal (del segundo), de que habla
Rahner ("Sobre el morir cristiano", en "Escritos
de teología", Ed. Taurus, Madrid, 1969, VIII, pág. 303),
nos dirá ante qué tipo o antitipo de hombre, y posiblemente
también de sociedad, nos encontramos. Entre Pedro, que llora
arrepentido, se fía de Dios y confía en El, y Judas, que
también se arrepiente, pero que no se fía y no confía en Dios,
hay todo el abismo que separa al sacrificio de la vida -Pedro
murió crucificado, como su Maestro- y el suicidio-Judas murió
ahorcado, reventó por media y sus entrañas quedaron esparcidas
por tierra" (Mt 27, 5, y Act, 1, 16).
No olvidemos que el Señor tiene todas las llaves y que entregó
a Pedro las que abren las puertas del reino de los cielos,
"tibi dabo claves regni coelorum" (Mt 16, 19). ¿Habrá
entregado a Judas las "claves inferni", las llaves del
abismo (Apc 1, 18), del logo que arde con fuego y azufre, y que
es la muerte segunda? (Apc 21, 8).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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