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Qué es y que no es el hombre.
Solamente en el Amor, se manifiesta la Verdad en toda su plenitud, sin sombras ni limitaciones. Todas las demás funciones de la conciencia, nuestros sentidos, nuestros sentimientos, la inteligencia, conducen a resultados parciales; sólo el Amor refleja la Verdad absoluta.
La persona humana no es algo epidérmico.
Ella no se revela al primer contacto con la misma, a la primera
percepción de un individuo. No es lo que se ve, el hombre que
anda por la calle, sino más bien lo que no se ve. Es un enigma
que tiene que ser descifrado. Para poder penetrar en la esencia
de una persona en su fuero íntimo, tenemos, en primer lugar, que
apartar algunas capas bajo las cuales aparece en el mundo
exterior, tenemos que atravesar una serie de antecámaras, hasta
descubrir su residencia.
El hombre se halla constituido de un núcleo espiritual, y este
núcleo se manifiesta en el mundo material con la ayuda de un
complejo psicofísico. Para poder sorprender al hombre en su
intimidad, en su principio creador, debemos primeramente apartar
esta construcción exterior, que nos impide mirar en su interior
y contemplar la fuente de donde emana nuestra personalidad.
El hombre no es materia, no es una proyección biológica. Este
cuerpo que vemos, que se mueve y al que confundimos con nuestra
personalidad, es sólo el vehículo del que nos servimos en
nuestra vida terrenal. El se halla sometido a las leyes de la
naturaleza, puesto que hemos sufrido una transformación de
nuestro ser inmortal debido al pecado del primer hombre. Pero,
según nuestra fe cristiana, el hombre está destinado a otro
mundo, en el cual podrá recuperar su inmortalidad.
De aquí resulta que debe existir algo en nuestro ser que
sobrevive a la destrucción física, una sustancia que tiene el
poder de escapar a la tiranía de las leyes de la naturaleza y
emprender su vuelo, después del exilio terrenal, hacia su
verdadera morada.
Incluso permaneciendo dentro del cuadro de la biología, nos
damos cuenta de que el hombre es algo más que la vida. Las
células del organismo se renuevan ininterrumpidamente. Nuestros
órganos sufren las mismas transformaciones que los demás seres
vivientes. La única excepción es aquella de las neuronas. A
partir de cierta edad, su número disminuye, sin posibilidad de
reconstitución. Pero en medio de estas continuas
transformaciones que soporta nuestra persona visible, nuestro yo
permanece inalterable. Los fenómenos biológicos no le alcanzan.
Desde el punto de vista de nuestra identidad interior, somos
exactamente los mismos, como cuando hemos tomado por primera vez
conocimiento de nuestra existencia. Desde el nacimiento y hasta
la muerte, nuestra persona se desarrolla en torno al mismo punto
de referencia. La llama de la conciencia de sí mismo arde
ininterrumpidamente. Cambiamos nuestra fisonomía, se debilitan
las funciones psíquicas, mas no se pierde la unidad y la
continuidad de nuestra persona. Nuestra biografía puede ser
trazada gracias a esta permanencia del yo. En medio del
"panta rei" biológico y de la corriente de nuestra
conciencia, existe algo fijo en nosotros y tan solidamente
arraigado que no puede tocarle ningún proceso vital. La persona
humana es esta substancia misteriosa de nuestro interior que se
guarda intacta en medio de todas las degradaciones que padece el
hombre en su ser físico.
Siguiendo la exploración hacia el centro de la personalidad,
encontraremos una nueva capa, su realidad psicológica,
constituida según el criterio clásico, de razón, de
sentimiento y de voluntad.
Tampoco estas funciones agotan el contenido de la persona humana.
No hemos llegado a su centro. El hombre es algo más que la
razón, voluntad y sentimientos. El factor psicológico opera
solamente en la superficie de la conciencia y representa
solamente nuestra conciencia exterior, aquella parte de la
conciencia que toma contacto con el mundo, sirviendo para nuestra
orientación en el ambiente en el que vivimos, sea el de la
naturaleza sea el de la sociedad. Evidentemente, en una
aceptación más amplia, todos estos elementos forman nuestra
personalidad, inclusive el cuerpo con el que paseamos por la
calle, pero el objetivo de nuestra investigación es de descubrir
el substrato que sostiene toda esta estructura psicosomática y
sin la cual el hombre no existiría
Pero ni los sentimientos ni la voluntad agotan a la persona
humana
Mediante algunas palabras quisiera explicar por qué ni la
razón, ni los sentimientos, ni la voluntad pueden arrojarse la
paternidad de la persona humana. Estos no son más que
instrumentos que ayudan al hombre para sobrevivir en el mundo
material, y no la entidad que le define y le distingue del resto
de la creación.
Empezaremos con lo que es más fácil de demostrar que no puede
constituir el fundamento de la persona humana: los sentimientos.
Creo que nadie está dispuesto a confundir su persona con esta
masa psíquica fluida, inconsistente, que se halla en continuo
movimiento como las olas del mar. El hombre puede estar ahora
alegre y dentro de media hora triste, hoy amar con toda la
pasión y mañana odiar a la misma persona, hoy puede ser
generoso y mañana ser egoísta, envidioso o malo. Los
sentimientos o los afectos representan la parte más vulnerable
del alma; de un colorido vivo y atractivo, pero que se hallan en
un continuo de ebullición y cambio.
En contraste con la movilidad del sentimiento, nuestro yo tiene
una estabilidad de granito. En medio de las transformaciones
corporales, en medio de los cambios que se producen
ininterrumpidamente en nuestra conciencia, nuestro yo permanece
igual consigo mismo, como un punto de referencia inmutable, en
torno al cual se reconstituye permanentemente la persona humana.
En su seno interior nos hallamos como en, un refugio que nos
defiende contra las inclemencias del tiempo.
Vamos a insistir algunos momentos sobre la voluntad. Sabemos que
existe una dirección filosófica que identifica la existencia
con la voluntad; Schopenhauer y Nietzsche. La filosofía de
Nietzsche es grandiosa, pero encierra en sí este monumental
error que confunde el poder creador de la persona humana, con el
de la voluntad del poder. Y este monumental error lo ha cometido
Nietzsche, puesto que, no ha entendido el cristianismo. El poder
creador de la persona humana emana del amor y no de la voluntad
de poder.
La voluntad es una energía psíquica limitada. Se agota. No
tiene el aliento del infinito. No es capaz del heroísmo de larga
duración. Todas las grandes personalidades cristianas se han
caracterizado no por una gran voluntad, sino por una gran pasión
que arde sin cesar, sin agotarse jamás.
En segundo término, la voluntad es un poder ciego. Puede servir
al bien y al mal con igual eficacia. La voluntad tiene que ser
permanentemente dirigida por una idea, por un concepto para
realizar algo. La voluntad puede ser, incluso, llevada y
arrastrada con facilidad también por las fuerzas del mal y corre
entonces a favor de éstas
Nuestra persona posee una reserva energética superior a la
voluntad, tanto en intensidad como en la duración. El verdadero
motor de la persona humana, una vez puesto en marcha, jamás
agota su combustible, mientras que el motor de la voluntad se
debilita y a menudo se para. Luego, no sólo es que nuestro yo
auténtico desarrolla majestuosamente sus energías, sino que
sabe al mismo tiempo arribar a buen puerto. A diferencia de la
voluntad, que no dispone de ningún instrumento de orientación,
nuestro yo superior se halla en permanente guardia y nos dirige
con pasos firmes en el curso de nuestra vida.
Tampoco la razón se identifica con el espíritu.
En cuanto a la cuestión de la razón es más delicada, ya que
una confusión que perdura desde hace siglos, sobre todo, en el
Occidente, identifica el espíritu con la razón. La razón sería
la sede de la persona humana, "cogito, ergo sum", de
Descartes. «El hombre es un animal racional», se afirma en una
archiconocida definición. «Quien atenta contra la razón,
atenta contra el espiritu», se oyen protestas de muchas partes.
Entre otros, Karl Jaspers y Giovanni Papini se han prestado a
defender la razón como instrumento del conocimiento. Corneliu
Codreánu, doctrinario de la acción creadora, rechaza la razón
como factor determinante en la vida del individuo. Repudia la
materia, pero también la razón. Se ha concedido demasiada
confianza a estas entidades y los resultados son devastadores. «La
razón -dice Corneliu Codreanu-, ha levantado al mundo
contra Dios. Nosotros, sin echarla y menospreciarla, la vamos a
situar allí donde tiene su lugar, al servicio de Dios y de las
finalidades de la vida».
Vamos a meditar un poco sobre esta frase. Analizando desde el
punto de vista histórico las actividades de la razón,
descubriremos en ella comportamientos extraños. En la filosofía
escolástica, la razón gozaba de tanta veneración, que el
ejercicio del silogismo, con todas las sutilezas y los
refinamientos posibles, constituía la pieza capital de la
enseñanza. Pero ¿qué ocurre durante la Revolución francesa?
La misma razón fue elevada al rango de deidad y se le ha
constituido un culto oficial. En su nombre las iglesias son
incendiadas y se lanzan piedras contra Dios. En el siglo XIX, la
razón engendra la doctrina atea del materialismo. ¿Qué
confianza podemos depositar en la capacidad de la razón para
descubrir la verdad, cuando nos ofrece resultados tan
contradictorios, durante diversas épocas? Posiblemente que la
razón no es el instrumento adecuado para el conocimiento de la
verdad, tal vez se le emplea erróneamente en sectores que
superan su competencia.
La debilidad de la razón se hace patente cuando comprobamos que
ella se halla dispuesta a servirnos argumentos para cualquier
finalidad, creencias, ideas, e incluso, para cosas absurdas. Para
el exterminio de los enfermos incurables, de los inválidos, de
los locos, los dirigentes del Tercer Reich encontraron argumentos
muy sólidos, basados en la genética y en las teorías raciales.
El marxismo, también con argumentos racionales proclama la
necesidad de destruir clases enteras de una nación, con el fin
de asegurar el triunfo de la dictadura del proletariado. Incluso
en los países de la Unión Europea, ¿no asistimos a los debates
del parlamento donde con "pruebas científicas y bien
expuestas racionalmente", se ha legalizado y primado la
homosexualidad? Más aún, ¿cuántas aberraciones no son
admitidas por los legisladores, por la sociedad, cuántas son
difundidas por los escritores a base de unos "raciocinios"
muy sólidos en apariencia? Las tiranías comunistas, con los
millones de muertos, ¿no han sido justificadas en el mundo libre
como una nueva forma social? Unos bandidos, unos asesinos, unos
monstruos, unos torturadores de pueblos, han sido presentados
durante años, con lujo de dialéctica, como unos reformadores
sociales y genios de la Humanidad.
He aquí las perfidias de la razón, he aquí qué platos
envenenados nos sirve si no vigilamos sus actividades.
Si admitimos que la razón forma el centro de la persona humana,
¿cómo contestaremos a otra cuestión? También los animales
poseen una inteligencia, como lo demuestra la psicología animal,
una inteligencia, bien entendido, limitada a su categoría
biológica. Los animales igualmente razonan, ellos son también
capaces de sacar ciertas conclusiones, de ciertas premisas. El
silogismo le es también familiar a los animales. En esto se
funda su amaestramiento.
Entonces, ¿qué hacemos? ¿Aceptamos la teoría evolucionista y
nos declaramos también animales, poniéndonos en la misma
categoría con los peces, los pájaros y los cornúpetas? ¿Somos
también unos animales dotados con una inteligencia superior a
los que se hallan debajo de nosotros en la escala biológica?
Sin embargo el hombre posee, además, el poder creador
Y nosotros preguntamos a los que sostienen que el hombre
desciende del mono o de otros animales: pues bien, ¿qué
queréis demostrar con esto? A pesar de que el hombre se separa
del más evolucionado animal, por su enorme inteligencia, no es
la inteligencia su característica principal. El hombre posee,en
comparación con el animal, algo más: el poder creador. El
hombre vivía antaño en cavernas y hoy día vive en palacios,
mientras que el animal, a pesar de que el está también dotado
con inteligencia, no se puede elevar por encima de sus
condiciones de vida. Ningún animal se ha imaginado alguna vez
poder vivir de otra manera que en su escondrijo. El animal
permanece eternamente prisionero de la naturaleza. El hombre
puede emanciparse de la tiranía de las leyes de la naturaleza,
porque posee una facultad desconocida para el reino animal, que
es su fantasía creadora, este don misterioso que revela su
esencia divina.
Existe, además, una lógica primitiva como lo han demostrado los
sociólogos que han estudiado las tribus de Africa, Asia,
Australia y América, fundamentalmente distintas de nuestra
lógica europea. Nuestras categorías mentales no se asemejan con
las de las civilizaciones primitivas. Se observa, incluso, que
cada civilización posee su lenguaje lógico, e incluso, de
pueblo a pueblo, en el cuadro de la misma civilización, se notan
ciertos matices.
¿Cómo nos orientamos en este caso? ¿ Puede constituir la
razón la esencia de la persona humana, cuando la misma razón
sufre tantas transformaciones, según la civilización que la
emplea?
En nuestros días ocurren también otras cosas extrañas con la
razón, logrando desconcertarnos. Parte de las funciones de la
razón, y no de las menos importantes, como lo son los cálculos
matemáticos, han sido transferidas a las máquinas. La
cibernética trabaja sobre bases racionales y ha facilitado
enormemente el esfuerzo de nuestra inteligencia. Pero estos
ordenadores, estas computadoras, como se denominan, estas
máquinas que piensan por nosotros, ¿han sustituido al hombre
como pretenden algunos exaltados del progreso técnico?
En absoluto. La persona humana permanece la misma. El hombre ha
creado estas máquinas y ellas sirven a su expansión en el
mundo, pero actuando siempre bajo su control.
En el caso de la cibernética, la diferencia entre la razón y la
persona humana aparece todavía más evidente. La cibernética
demuestra que el hombre no es razón o no es sólo razón; por
esto fue capaz de construir máquinas que se encargan de razonar
por él. Pero ha sido sustituida por las máquinas solamente la
razón, no el hombre en sí, quien tiene algo más que le eleva
por encima de la razón y, desde luego, por encima de las
máquinas que él ha construido. Es el hecho creador lo que
distingue al hombre de éstas máquinas y de los procesos
racionales para los que ellas sirven.
Entonces, ¿qué es la razón? Es un auxiliar de la persona
humana. La razón ayuda a la organización de la vida material y
de la vida social. Es un instrumento de comunicación entre los
hombres, exactamente igual que el lenguaje. Un gran profesor de
lógica de Bucarest, Nae lonescu, nos explicó que la razón no
sirve al conocimiento de la verdad, sino para su transmisión. Es
una especie de cinta transportadora de las verdades que obtenemos
por otras vías estrictamente personales.
De hecho, nosotros no pensamos haciendo silogismos como nos
enseña la lógica formal. Las ideas nos aparecen
instantáneamente. Vamos a pensar en la manzana de Newton que
caía del árbol y que, a la vista de este hecho, se le pasó por
la mente, como un rayo, la ley de la gravedad.
Sólo cuando se trata de comunicar a otra persona nuestro
pensamiento entonces tenemos que emplear la cadena de los
silogismos. La verdad que a nosotros ha aparecido
espontáneamente, para que sea comprendida por los demás, debe
ser fragmentada, debe ser ofrecida trozo por trozo. Exactamente
como pasa con una medicina que no se puede tomar de una sola vez,
sino cucharilla tras cucharilla.
La meta principal de la razón es aquella de hacer accesible a
otros las verdades adquiridas por nosotros fulminantemente, en
virtud de una disposición especial de nuestra alma, y que, sin
esta cinta transportadora, permanecerían incomprendidas.
No es de extrañar, pues, que exista una lógica primitiva y un
modo de pensar de cada civilización, puesto que la razón siendo
un instrumento de comunicación de las ideas, se adaptaría de
manera natural al ambiente específico de las grandes comunidades
humanas.
Por tanto, empleamos la razón en el lugar que le corresponde, al
servicio de Dios y a las finalidades de la vida. En cuanto a la
persona humana se refiere, debemos emprender una incursión más
profunda en nuestro fuero interno, para descubrirla. Ella yace
igual que el oro en el fango de una mina y tenemos que remover
mucha tierra y rocas hasta localizarla.
El subconsciente es el deshecho de la existencia
Dándose cuenta de la fragilidad del principio "cógito,
ergo sum", una serie de filósofos y sabios de la época
moderna, han realizado sondeos en otros departamentos de la
persona humana, con la esperanza de hallar una explicación más
satisfactoria para nuestra existencia. Entre otras experiencias y
teorías, se ha revelado la existencia del subconsciente. En esta
dirección se han intensificado las investigaciones en tal
medida, que se ha creado una escuela de la investigación del
subconsciente, siendo el fundador de la misma, Freud. En su
nombre, legiones de médicos, de sociólogos y psicólogos, se
han lanzado a la exploración del subconsciente, con la esperanza
de descubrir el lugar del nacimiento de la persona humana. Según
esta teoría, el hombre no sería lo que se pensaba hasta Freud;
una expresión de la vida psíquica consciente, una
manifestación de sus actividades en estado de vigilancia. Sino
que el origen de la persona humana hay que buscarlo en una
región mucho más profunda que escapa al control del yo
consciente. La conciencia no sería más que un derivado, un
epifenómeno, siendo permanentemente dominada por el
subconsciente.
La idea de perforar la conciencia exterior del individuo para
descubrir las primeras palpitaciones de la persona humana, ha
sido hecha bien, pero se ha efectuado el sondeo en un sitio
equivocado. Lo que se ha encontrado no contiene el manantial de
la persona humana. El subconsciente, no sólo no puede ser
identificado con el "nervum rerum gerendarum" de la
persona humana, sino que representa exactamente lo que su nombre
dice, una categoría inferior de la conciencia, inferior a la
psicología normal. El subconsciente es algo así como un
subsuelo donde se acumulan los deshechos de la existencia. La
escoria que queda de la actividad de nuestra alma, se deposita
aquí como en una especie de recipiente. Así como las amas de
casa llevan diariamente a fuera la basura de la casa y la
depositan para que sea transportada por el servicio público, del
mismo modo la persona humana se desprende de todos los elementos
nocivos de los instintos adulterados, de las imágenes morbosas,
de las tendencias repugnantes, condenadas por el yo consciente,
de las turbulencias funcionales, y las deposita en este
«container», denominado subconsciente, a la espera de su
vaciado.
Y, ¿qué ocurre con el contenido del subconsciente? Un alma sana
lo quema, liberándose de él, exactamente como proceden las amas
de casa. El subconsciente es la basura del alma. Bien entendido
que si no se quema a su debido tiempo, si se le deja amontonarse,
entonces el subconsciente invade la conciencia, provocando
perturbaciones. El individuo al que le gusta remover los
deshechos de su actividad psíquica, se acostumbrará al final a
vivir en éste ambiente interior infectado exactamente igual a
como ocurre en la periferia de la sociedad donde se encuentra
toda clase de individuos a los que les repugna el trabajo, tienen
horror al esfuerzo, prefiriendo la existencia de los vagos y
maleantes que pululan bajo los puentes del Sena y en los asilos
de noche. Los complejos psíquicos, la doble personalidad, las
neurosis, se producen a raíz del deslizamiento del hombre en la
promiscuidad del subconsciente.
La inspiración de cualquier naturaleza artística, literaria,
científica, no hay que atribuirla al subconsciente, como afirma
esta escuela. Del subconsciente no nos llegan más que malos y
perjudiciales impulsos para el proceso creador. La inspiración,
como dice Horacio, es "mens divinior", ella desciende
del Cielo, es un don de la super-conciencia nuestra, de nuestro
yo superior, y no se destila de las miasmas del subconsciente.
La esencia de la persona humana
Una vez eliminados estos obstáculos del camino de la persona
humana, podemos dar el paso decisivo, entrando en su santuario.
La mejor introducción para el conocimiento de la realidad
última del hombre, es el pasaje de la carta del Santo Apóstol
Pablo, dirigida a los corintios, en la cual habla del amor:
"El amor no perece jamás. En cuanto a las profecías,
desaparecerán; en cuanto a las lenguas, cesarán; en cuanto a la
ciencia se refiere, se terminará".
"Puesto que nuestra conciencia es una fracción, y
nuestra profecía es también un fragmento."
"Mas, cuando va a llegar lo que es perfecto, la
fracción va a ser contenida"
"Pues tengo fe, esperanza, amor, estas tres quedan. Pero
la más grande entre ellas es el amor."
Lo que es perfecto, lo que se halla por encima de todo
conocimiento humano y a toda virtud humana, como tan hermosamente
dice el Santo Apóstol Pablo, es el Amor. Nada puede igualar al
amor, ninguna virtud, ningún sacrificio, ninguna obra, ningún
conocimiento y ningún heroísmo. Todas éstas reciben su
esplendor Y su recompensa en la medida del amor que se halla
cimentado en ellas. Cualquier producto de nuestra mente, en
relación con el amor, no es más que un fragmento.
Solamente en el Amor, se manifiesta la Verdad en toda su
plenitud, sin sombras ni limitaciones. Todas las demás funciones
de la conciencia, nuestros sentidos, nuestros sentimientos, la
inteligencia, conducen a resultados parciales; sólo el Amor
refleja la Verdad absoluta. Y no solamente revela la Verdad
absoluta, sino que es ella misma la Verdad absoluta. Quien tiene
amor, posee el más alto conocimiento, puesto que le pone en
contacto directo con Dios y le descubre la naturaleza de Dios.
El amor no perece jamás
El amor, nos confiesa el Apóstol Pablo, no perece jamás. Esta
afirmación hay que retenerla y meditar sobre ella. La parte del
hombre que no muere, que no desaparece de una vez con nuestro ser
físico y que permite nuestra reconstitución corporal, en un
mundo futuro, es el amor. Mediante el amor y sólo a través de
él, el hombre, a diferencia de todas las demás realidades del
Universo, detiene el atributo de la inmortalidad. Todas las
demás partes componentes del hombre, el cuerpo, al que tanto
cuidamos, nuestros conocimientos, nuestros esfuerzos, nuestros
sentimientos y los tesoros que hemos reunido, la profesión que
hemos ejercido, a todas las dejaremos en el camino hacia la
eternidad. Son como una carga de la cual nos deshacemos en la
ascensión hacia lo infinito. Sólo el amor no nos abandonará
jamás. Envueltos en el amor, nos vamos a presentar ante el Juez
Supremo. El amor es la única moneda terrestre que tiene
circulación también en el cielo.
Más allá del amor, no existe nada. Hemos alcanzado como diría
Santa Teresa de Avila, "la última morada de nuestra
alma", el último peldaño de la Verdad, En el
santuario del amor podemos hablar con Dios. Amor, Verdad y
Espíritu, son nociones equivalentes.
A Dios, no podemos conocerle exteriormente hasta el día de la
resurrección, pero nos podemos dar cuenta de su naturaleza, a
través del hilo conductor del amor. Solamente la experiencia
interior del amor abre las puertas del conocimiento de Dios. Dios
es amor dice el Santo Apóstol Juan y ha revelado su ser interior
de un modo estremecedor mediante un sacrificio cuya grandeza no
puede ser ya superada: ha enviado a su Hijo, Uno, nacido, para
sacrificarse por la salvación de los hombres.
El amor justifica la Redención
Es inconcebible que Dios enviara a su Hijo para sufrir el
calvario de la crucificación por unos seres que pertenecen al
reino animal, como pretenden enseñarnos los evolucionistas. Dios
ha enviado a su Hijo a la tierra para redimirnos, porque el
hombre ha sido dotado por El, en el momento de la creación, con
una partícula de su propia Divinidad. Dios, siendo amor, ha
transmitido también al hombre esta fuerza, dándole una
posición distinta en el Universo. El hombre es materia, pero una
materia "sui generis", provista de un rasgo divino.
Cantamos nuestra alegría, dice San Juan Crisóstomo, porque Dios
ha divinizado a la creatura y el ser efímero fue inmortalizado
por el amor.
Esta imagen divina del hombre debía de ser salvada, y no una
criatura cualquiera, como el buey, los perros o los pájaros. El
hombre posee una esencia divina, el amor, y mediante el amor nos
emparentamos con Dios y nos podemos nombrar hijos de Dios.
Mediante esta composición, única en el mundo, materia-espiritu,
se explica la encarnación de Cristo. Su solicitud para salvarnos
y luego la fundación de la Iglesia. El hombre no pertenece más
que temporalmente a la naturaleza, al cosmos con millones de
estrellas. Su verdadera patria es el tercer cielo que se halla
más allá del cielo de las estrellas. Si los hombres no
poseyeran también un sello de origen Divino, si los hombres no
fueran ellos mismos dioses, como dice la Biblia, todo el drama
Divino-Humano sería absurdo.
La persona humana, en su última proyección, es amor y nada
más; una substancia simple, pero de un poder ingente, que ha
creado todo lo que vemos mediante la obra de Dios. El amor es la
eternidad del hombre, es su alma divina. Sólo después de
haberlo descubierto, sobre la base de la experiencia interior,
hemos penetrado en el vestíbulo más recóndito de nuestra
personalidad, en el Sancta Sanctorum, donde nos encontramos con
Dios y nos arrodillamos ante El
Precisiones de la palabra amor
El amor es una denominación tan frecuentemente empleada en el
lenguaje corriente, que ha llegado a desprestigiarse, e incluso,
a banalizarse. Orientándonos por las peripecias del amor en la
vida común, corremos el riesgo de confundirlo con otras
realidades del alma. Amor-espíritu, amor-verdad, amor-cristiano,
así como nos ha sido revelado por vez primera mediante el modelo
de la persona humana, Jesucristo, no debe confundirse con el
afecto del amor, con la simpatía, con la amistad u otras formas
sentimentales que unen a dos personas. Estas manifestaciones del
alma tienen su lugar en la psicología. El amor-soplo Divino, que
constituye la nota distintiva de la persona humana, no debe de
ser psicologizada. Significaría degradarla, colocándola en el
capítulo de los afectos. El amor de tipo psicológico, el afecto
del amor, se basa en una reciprocidad, sobre un «do ut des»,
sobre un fondo de egoísmos complementarios, camuflados con
suavidad.
El amor espiritual tiene una dirección de realización
unilateral; ofrece algo, sin pedir nada a cambio; se sacrifica
sin pretender un equivalente. Con otras palabras, realiza actos
desinteresados.
A menudo entre el amor humano y el amor espiritual existe una
incompatibilidad que puede conducir a conflictos dolorosos. El
amor espiritual te lleva a cometer sacrificios que hieren
profundamente el amor humano, el amor por el prójimo, el amor
por los amigos, el amor por la familia.
Un conocido mío, me contaba como se había despedido de su
madre, cuando se marchó al frente, en la Primera Guerra Mundial.
Abrazos, lágrimas, suspiros de parte de su madre, pero en el
momento de separarse, su madre le dijo: «Me duele que te
marches y temo por tu vida, pero mejor muerto que desertor».
Era una mujer simple y, sin duda, en su sencillez de pensamiento
no se dio cuenta de que al pronunciar las últimas palabras,
saltaba desde la tierra hacia el cielo; del mundo del amor
humano, tierno, colorido y vibrante, hacia el amor espiritual,
donde impera la voluntad del sacrificio.
En conclusión, el amor puro se ofrece, se sacrifica, se consume,
sin pedir a cambio recompensa alguna.
El amor no es tolerancia
Existe también otra falsificación de la imagen de este amor
sobrenatural. Se cree que un hombre que actúa en la vida según
la ley del amor, debe ser necesariamente un hombre bondadoso,
lleno de compasión, dispuesto a todos los compromisos, incapaz
de hacer uso de la violencia, inclinado a perdonar todas las
injusticias, y sobre todo amante de la paz. Esto no es cierto.
Existen circunstancias en las cuales el amor de tipo espiritual
puede llegar a parecer terrible y despiadado. Cuando el Arcángel
San Gabriel echó a Lucifer y a sus huestes del Cielo, no
procedió con suavidad con los rebeldes; Jesucristo tomó el
látigo y echó fuera a los mercaderes del templo. En el día del
Juicio Final, no podemos decir que Jesucristo no tiene amor,
porque va a juzgarnos y muchos terminarán en el infierno. Cuando
un dirigente de un país manda castigar a un malhechor, esto no
significa que no tiene amor; por el contrario, podría ser
inculpado de falta de amor para con el pueblo si no hubiera
procedido tan severamente.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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