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Editorial.
La verdad no es reconocida como tal salvo
cuando aparece universal e inmutable. Sin embargo, los hombres
somos capaces de emitir juicios justos de carácter absoluto
-esto es blanco, esto es justo, esto es útil- sobre realidades
parciales. ¿De dónde procede la verdad universal que permite
formularlos? El obispo de Hipona no dudaba: las verdades
universales se encuentran en potencia en el alma, porque Dios, al
crear al hombre a su imagen y semejanza, las ha colocado allí.
Esta afirmación -que hace del conocimiento humano un verdadero
«reconocimiento» -reviste una colosal importancia cuando se
aplica al orden ético del que San Agustín hacía proceder el
derecho: los principios que determinan lo que es justo y lo que
es injusto no son resultado de un consenso o de un acuerdo entre
los hombres, sino que coinciden con criterios absolutos de verdad
que Dios ha proporcionado al hombre juntamente con su naturaleza.
He ahí la primera raíz de los derechos humanos naturales. Son
diametralmente opuestos al contrato social de Rousseau.
Las relaciones entre los hombres, en el seno de la sociedad, se
encuentran reguladas por la ley. En la civitas christiana, la ley
no es un contrato que los hombres hayan establecido entre sí:
tiene que acomodarse al orden que Dios ha instaurado en el
universo. Dios, que ha creado al mundo y al hombre en un
misterioso acto de amor, confía la conservación de la
naturaleza física a un orden de leyes necesarias y la de los
propios hombres a otro orden de leyes morales que se distinguen
esencialmente de las primeras porque requieren el uso de la
libertad.
Nadie, absolutamente, puede crear una de esta leyes morales,
excepto Dios. Nadie, por la misma razón, está autorizado a
desconocer o conculcar los derechos naturales del hombre porque
han sido establecidos por Dios. La actividad legislativa,
atribuida al principio a los reyes y más adelante a los estados,
se deben reducir al dictado de normas que permitian el mejor
cumplimiento de esas leyes morales.
Hay, en esta noción metafísica de la Ley, una clara herencia de
la torah judía: se la reconoce como un regalo que Dios hiciera a
los hombres, en un misterioso acto de amor. En ella reside,
además, la esencia misma de la Creación. Por eso se dice que en
el orden de la Naturaleza creada se distinguen cuatro clases de
leyes que, de menor a mayor, son las siguientes: una ley eterna,
que es el plan de Dios sobre las criaturas, desconocido para el
hombre en su conjunto, pero que en sus aspectos externos puede
ser objeto de investigación; una ley divina revelada a los
hombres a fin de asegurarles el camino de la salvación; una ley
natural que está impresa en el alma y que es la que sirve para
establecer y descubrir las normas de la conducta, igualando en
ésta a cristianos y a no cristianos; y, por último, la ley
civil y la eclesiástica positiva, que las sociedades y la
Iglesia establecen para asegurar la convivencia y permitir el
cumplimiento de las anteriores.
La legitimidad de esta última procede de su íntima dependencia
de la ley natural y, en el caso de los reinos cristianos, de la
ley divina.
Surge de este modo la distinción entre legalidad y legitimidad,
que ignoró el mundo antiguo y que también en nuestros días se
quiere hacer desaparecer
Las relaciones entre superiores e inferiores, entre Estado y
súbditos, entre unos hombres y otros, deben ser reguladas
mediante normas de derecho que fijen las obligaciones de unos y
de otros, en forma de contrato sinalagmático. La consecuencia es
que se fijen los deberes antes que los derechos: toda la
conciencia cristiana queda penetrada de ese convencimiento de que
las libertades se garantizan mejor cuando los deberes son
cumplidos. La potestas ejercida por los gobernantes, instituida
para la exigencia de un mejor cumplimiento de la ley, resulta,
por su propia naturaleza, limitada.
Un poder que no reconociese otros límites que la voluntad de
quienes lo ejercen, siendo éstos pocos o muchos, sería
contrario a la voluntad de Dios, y, por lo mismo, tiránico.
La libertad humana no aparece como consecuencia de acciones o
decisiones políticas, puesto que forma parte de la naturaleza
creada y es libre albedrío; son, en cambio, las «libertades»
concretas las que el orden político debe salvaguardar.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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