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Idea de la nacionalidad y del estilo Hispánico.
El hombre y la naturaleza. Teorías naturalistas y espiritualistas de la nacionalidad. La nación como estilo
Sobre la esencia de la nacionalidad existen al presente dos grandes grupos de teorías. Un primer grupo, que es el de las teorías que llamaríamos naturalistas. Un segundo grupo, que es el de las teorías que llamaríamos espiritualistas.
Las teorías naturalistas son aquellas que consideran que la esencia de la nación consiste en una cosa natural; por ejemplo, la sangre, la raza, o un determinado territorio de fronteras bien definidas geográficamente, o el cuerpo material de un idioma, un montón de vocablos. Según estas teorías la nación sería, pues, el producto histórico, la resultante de las virtualidades inscritas en esas «cosas» naturales: sangre, raza, territorio, idioma, &c. Un cierto número de caracteres primarios, esenciales, inherentes a esos objetos naturales -por ejemplo los caracteres somáticos, raciales, los geográficos, los idiomáticos- imprimiríanse indefectiblemente en los grupos humanos partícipes y se propagarían a todos los hechos sucesivos y simultáneos verificados por esos hombres y grupos, constituyendo la unidad histórica que llamamos nación. Ahora bien, a este grupo de teorías naturalistas es posible oponer graves y, a mi parecer, decisivas objeciones.
Sin duda alguna la sangre, la raza, constituye un ingrediente importante en la formación de la nacionalidad. Pero ¿puede decirse que ese ingrediente sea el que por sí solo haga la nación y la esencia misma de la nación? De ninguna manera. Ahí están los hechos históricos que lo desmienten. En España, por ejemplo, podemos enumerar un cierto número de razas y sangres distintas que, sin embargo han ingresado en el crisol de la nacionalidad y se han depurado en el más acendrado hispanismo. Los iberos, procedentes del sur, se funden con los celtas septentrionales. Los celtíberos se funden con los romanos. La población hispano-romana presencia las efímeras invasiones de vándalos, de alanos y de suevos, pero también el establecimiento definitivo de los visigodos. Todo ello sin contar las colonizaciones fenicias y griegas en nuestras costas mediterráneas. No puede decirse, por consiguiente, que la nacionalidad española esté constituida sobre la base de una unidad y pureza absoluta de raza. El elemento racial en una nación es, desde luego, importante; pero no el único y, menos aún, el esencial. Un ejemplo característico encontramos en la historia del arte. Viene de Grecia a España un pintor, que no tiene ni una gota de sangre española, el Greco. Y este pintor se asimila tan profundamente el espíritu español, la esencia de la hispanidad, que sus cuadros constituyen uno de los más elevados exponentes del alma hispánica. No digamos, pues, que la raza o la sangre sean los elementos esenciales de la nacionalidad.
¿Diremos, entonces, que esa esencia de la nación está formada por la contigüidad de vida, por la base del territorio común? ¿Diremos que forman nación aquellos hombres que conviven un mismo territorio, bien definido geográficamente, por sola su coexistencia telúrica? Pero tampoco podemos decir esto. La historia, los hechos históricos se oponen a ello. Los territorios nacionales varían a lo largo de la historia y sufren las vicisitudes de la historia. Dependen de la nacionalidad; no la nacionalidad depende de ellos. La doctrina de las «fronteras naturales» encuentra una y otra vez en la historia su refutación. Francia no tiene frontera natural con Bélgica y casi tampoco con Alemania. España no tiene frontera natural con Portugal; y, sin embargo, el espíritu español, la nacionalidad española es bien distinta y diferenciada de la portuguesa. Galicia, región que geográficamente se asemeja más a Portugal que a Castilla, pertenece, sin embargo, íntimamente a la unidad nacional española y no a la portuguesa. Por consiguiente tampoco puede decirse que la contigüidad de población o el territorio común constituya la esencia de la nacionalidad.
¿No será, pues, el idioma el que define y fundamente la nación? Pero, evidentemente, el idioma es un producto del espíritu nacional, lejos de ser la causa agente del mismo. El lenguaje, todo lenguaje, cambia, evoluciona en el curso de la historia; justamente el estudio minucioso de esos cambios históricos del idioma nacional revela la actuación sobre él del espíritu, del alma nacional, que, preexistente en cada momento, modifica el cuerpo del idioma acomodándolo a las necesidades espirituales de la nación. Por eso pueden en una nación coexistir idiomas distintos sin que ello infiera menoscabo a la unidad nacional; porque la unidad nacional no depende de la unidad lingüística. No es, pues, tampoco la lengua la que constituye la esencia que buscamos de la nacionalidad.
Ni la raza, ni la sangre, ni el territorio, ni el idioma bastan, pues, para dilucidar el «ser» de una nación. La sangre, el territorio, el idioma son «cosas», pertenecen a la naturaleza. La nación, empero, no es una «cosa», sino algo superior a toda concreción natural. Sin duda, al amar a nuestra patria amamos todos la sangre que corre por nuestras venas, por las de nuestros padres y abuelos, por las de nuestros hijos. Sin duda, al amar a nuestra patria, amamos todos el idioma familiar, los vocablos luminosos con que nuestra madre nos enseñara a hablar con Dios y con ella, los que ella, a su vez, había aprendido de sus padres, los que de generación en generación se han transmitido como vaso sagrado de toda nuestra cultura. Sin duda, al amar a nuestra patria, amamos todos la material realidad telúrica de nuestro suelo, los paisajes dulces y tiernos o ásperos y sublimes, que encantaron nuestra niñez. Pero la nación española, que todos los españoles amamos por encima de nosotros mismos, la patria española es algo superior a esa sangre, a ese suelo, a ese idioma. La patria, la nación española es algo superior a todo eso, porque ha hecho todo eso. Ese suelo, ese idioma, esa sangre, las formas que todo eso tiene, la manera de convivir los hombres en ese territorio, el idioma de esos hombres, el modo de expresarse, las costumbres, los monumentos, las instituciones, todo, en suma, lo que se contiene visible o invisible en el vocablo España, todo eso es producto concreto del espíritu hispánico, todo eso es el cuerpo mismo de la nación. Pero ¿cuál es su alma, cuál es su esencia?
Las teorías naturalistas de la nacionalidad son, pues, en su fondo radical erróneas; porque desde el primer instante cometen el error de considerar la nación como una cosa, como una cosa natural, cuya explicación, por lo tanto, tendría que hallarse, a su vez, en cosas naturales. Ahora bien, la nacionalidad no es cosa; ni menos cosa natural. La nación está por encima de las realidades naturales y de toda cosa concreta; porque la nación es creación exclusivamente humana, con todos los caracteres típicos de lo específicamente humano, es decir, de lo anti-natural.
El hombre, en efecto, si por un lado pertenece a la naturaleza y participa de las cosas, a cuyas leyes obedece, es, por otro lado, el único ser natural dotado de la libertad; la cual consiste justamente en el poder de superar la naturaleza. La libertad humana hace del hombre el ser capaz de luchar contra la naturaleza y vencerla. La libertad humana convierte al hombre en autor de su propia vida y en responsable de ella -lo que jamás puede ser un ente meramente natural-. Considerad la diferencia capital que existe entre el hombre y el animal. No busquéis esa diferencia ni en la cuantía de los órganos o facultades, ni en la diversidad de las formas visibles. No la busquéis en ninguna comparación basada sobre las dos realidades «naturales». Pero, en cambio, buscadla y la encontraréis en la índole peculiar de las diferentes vidas que el hombre y el animal viven. La vida del animal transcurre toda ella constreñida por las leyes naturales que imperan sobre la especie. En cada momento la vida del animal está íntegramente predeterminada por la serie total de los antecedentes reales, por el instinto, por la fisiología, la anatomía, la psicología de la especie a que pertenece. Por eso dos animales de una misma especie tienen vidas idénticas. El animal no se hace su propia vida, sino que la recibe ya hecha, hasta en sus menores detalles; y se limita a ejecutarla. Es como el comediante, que representa un papel escrito, pensado y concebido por otro. Por eso el animal no es responsable de su propio ser, de su propia vida; porque esa «su» vida no es en puridad suya, sino de la naturaleza.
El hombre, en cambio, porque es libre, necesita hacerse a sí mismo su propia vida. La libertad humana consiste justamente en eso: en que la vida del hombre no viene de antemano hecha por las leyes de la naturaleza, sino que es algo que el hombre mismo, al vivirla, tiene que hacer y resolver en cada instante y con anticipación. Vivir es para el animal hacer en cada momento lo que por ley natural tiene que hacer. Vivir, en cambio, es para el hombre resolver en cada momento lo que va a hacer en el momento siguiente. Al animal no le compete, como viviente, sino ejecutar la melodía ya pre-escrita de su vida. El hombre, en cambio, tiene que pensar primero lo que quiere que su vida sea; tiene que decidir luego serlo; y, por último, tiene que ejecutar esas sus propias resoluciones y previos pensamientos. Por eso el animal, que no es libre, hállase totalmente subsumido en el concepto de naturaleza; mientras que el hombre, libre, supera en sí mismo y fuera de sí la naturaleza y se hace a sí mismo -se inventa, se crea- su propia vida, que no puede en modo alguno contemplarse y juzgarse con los conceptos sacados de la realidad natural. Así la vida animal, como pura naturaleza, está sujeta a la uniformidad en todos y cada uno de los individuos de cada especie; en cambio la vida del hombre es estrictamente individual y cada vida humana representa un valor infinito, precisamente porque es singularísima y propia de una personalidad irreductible. (Obsérvese en este punto que la consecuencia inmediata del comunismo sería el uniformismo de las vidas humanas, es decir, la animalización del hombre; consecuencia a la que las premisas «naturalistas» del marxismo -como de cualquier otra forma de naturalismo- conducen inevitablemente. Por eso se ha dicho, con razón profunda, que luchar contra el comunismo es tanto como luchar por la cultura y civilización humanas.)
Así, el hombre es propiamente hombre por lo que tiene de no-animal, esto es, de no-natural. Para vivir humanamente, el hombre necesita pensar de antemano, prever de antemano lo que «quiere ser», a fin de serlo en su vida. Necesita dominar la naturaleza, dar realidad a algo que naturalmente no la tiene, esforzarse por imaginar un tipo de vida, un modo de ser, cuyo modelo no encuentra en ninguna parte, en ningún lugar natural, sino sólo en lo más profundo de su corazón. El hombre no tiene, pues, «naturaleza», sino que se hace a sí mismo en la vida; es más, su vida consiste justamente en ese «hacerse a sí mismo». Desde que nacemos hasta que morimos, los humanos somos responsables de cada momento y de todos los momentos de nuestra vida; y ese comodín que llaman algunos «naturaleza humana», no es, en realidad, sino la base sobre la cual ha de erguirse y encumbrarse la verdadera y auténtica humanidad, la que consiste en superar cuanto de meramente natural hay en nosotros.
Mas tan pronto como penetramos en los ámbitos de la libertad, tropezamos con el espíritu, esto es, con la capacidad infinita y la infinita diversidad de formas. En efecto, decir que la vida humana no es animal, equivale a decir que la vida humana no es uniforme, sino infinitamente diversa. Esa diversidad se manifiesta justamente en la historia. La historia es la continua producción por el hombre de formas y modos de ser nuevos, imprevistos, que no pueden derivarse de elementos naturales. La historia es -como la vida del hombre- algo que ninguna ley de la naturaleza predetermina. El hombre la hace libremente, al hacer su propia vida. Por eso, en la historia humana encontramos un repertorio tan variado de formas o modos de ser hombre -desde el faraón egipcio hasta el cortesano de Luis XIV, desde el nómada árabe hasta el mandarín chino, desde el filósofo griego hasta el conquistador español, desde el samurai japonés hasta el labriego castellano-. Y aun le quedan a la humanidad infinitas formas que discurrir y realizar -Dios sólo las conoce.
La nación, la nacionalidad, es también una de esas estructuras humanas, no naturales, hijas legítimas de la libertad del hombre. La nación es una creación del hombre. Por eso decíamos de ella que supera infinitamente toda naturaleza, toda «cosa» natural, como la sangre, la raza, el territorio, el idioma. La naturaleza, abandonada a sí misma, produciría razas, quizá incluso organizaciones como las de los castores o las de los hormigueros. Jamás empero, eso que llamamos nación, patria, pueblo.
Así, pues, no pudiendo la esencia de la nacionalidad encontrarse en una cosa natural, fuerza es resolverse a buscarla en un acto espiritual. Aquí tropezamos, pues, con el segundo grupo de teorías a que hace un instante me he referido. Son todas ellas teorías que, en efecto, reconocen la imposibilidad de definir la nación como cosa natural y la necesidad consiguiente de definirla como acto espiritual. Ahora bien, ¿cuál es ese acto espiritual en que la nación consistiría?
De entre las teorías espiritualistas de la nacionalidad entresacaremos dos, que, por la prestancia de sus autores y por la claridad de su diseño resultan adecuadísimas a los propósitos de nuestro estudio. El filósofo frances Renan se propone buscar una definición de la nación. Bien pronto, empero, se da cuenta de que los elementos naturales, como raza o sangre, territorio, idioma, no bastan a explicar los contenidos trascendentes de la nacionalidad. Entonces, como acabamos de hacer nosotros, desecha las teorías naturalistas y encamina su indagación hacia un acto espiritual. Y llega a la conclusión de que la nación es el acto espiritual colectivo de adhesión que en cada momento verifican todos los partícipes de una determinada nacionalidad. «Una nación -dice- es un plebiscito cotidiano.» Fórmula feliz, sin duda, clara, breve, contundente y que pone la esencia de la nación en el ápice íntimo de todos los corazones que la componen. En efecto, una nación es eso, la adhesión plebiscitaría que todas las almas tributan diariamente a la unidad histórica de la patria. Pero no basta con esto. Hace falta concretar algo más. ¿Sobre qué objeto recae esa adhesión de todos? Para Renan, el objeto a que el plebiscito cotidiano nacional presta su adhesión no puede ser otro que el pretérito, la historia nacional, «un pasado de glorias y de remordimientos». Nación es, pues, según Renan, todo grupo de hombres que, conviviendo juntos desde hace mucho tiempo, prestan diariamente a la unidad, que constituyen, una adhesión constante, referida a la integridad de su pasado colectivo. Según esto, la nación española, por ejemplo, sería el acto espiritual que diariamente prestamos todos los españoles -dignos de tal nombre- a nuestro pasado integral, a toda nuestra historia pretérita, es decir, a los malos como a los buenos lados, a las «glorias» como a los «remordimientos», haciéndonos solidarios de todo lo que nuestros antecesores han hecho, han pensado y han sido, inscribiéndonos en la lista infinita de esos hombres que, desde Viriato hasta hoy, constituyen una a modo de irrompible cadena.
Frente a esta teoría de Renan podemos colocar la tesis del filósofo español José Ortega y Gasset. El ilustre pensador hispano comparte con Renan la convicción de que ni la sangre, ni la raza, ni el territorio, ni el idioma, ni elemento ninguno «natural», pueden considerarse como esencia de la nacionalidad. También, como Renan, cree José Ortega y Gasset que un acto espiritual tiene que ser el que constituya la esencia de la nacionalidad. Ese acto es, por último, para el filósofo español, como para el francés, un acto de adhesión plebiscitaria que los hombres actuales tributan a la unidad de la patria. Pero la diferencia entre los dos pensadores cuyas teorías analizamos es que, para Renan, la adhesión plebiscitaría recae sobre el pasado histórico colectivo, mientras que para José Ortega y Gasset recae sobre el porvenir histórico que va a realizarse. La nación es, pues, según éste: «primero: un proyecto de convivencia total en una empresa común; segundo: la adhesión de los hombres a ese proyecto incitativo.» La idea, pues, de un futuro, que se ofrece como forma deseable y preferible de convivencia total, sería lo que, para José Ortega y Gasset, mejor definiría la esencia de la nacionalidad; pues esa esencia, que en la historia se revela siempre creadora, productora, fecunda en obras y formas nuevas, ha de ir evidentemente orientada hacia el porvenir, si ha de ser, en efecto, como siempre ha sido, propulsora de la vida social. La adhesión al pasado histórico no bastaría a explicar el dinamismo creador de la naciónalidad. Siendo ésta una forma de vida actual, tiene necesariamente que orientarse hacia el futuro, al cual se encara por definición toda vida humana.
He aquí, pues, las dos teorías más notorias del grupo espiritualista, en lo referente a la esencia de la nacionalidad. Si las examinamos en comparación una de otra, hallaremos ante todo que en muchas partes coinciden, y que donde no coinciden no son tampoco incompatibles o contradictorias. Coinciden en toda la parte que pudiéramos llamar negativa: eliminación radical de las concepciones naturalistas y necesidad de buscar la nacionalidad en un acto espiritual. Coinciden también en el carácter de adhesión colectiva que dan a ese acto espiritual. Sólo discrepan en el momento de determinar el objeto sobre el cual haya de recaer la adhesión colectiva. Ese objeto es, para Renan, el pasado; para José Ortega y Gasset es, en cambio, el futuro. Pero esta divergencia no parece, en el fondo, irreductible. La adhesión a una «empresa futura» se compadece perfectamente con la adhesión a un pasado de «glorias y remordimientos». El acto de adhesión podría tener muy bien dos facetas: la una que mirase al pasado y la otra que mirase al futuro. Así, pues, las dos teorías espiritualistas que acabamos de examinar no sólo no se oponen, sino que podrían de un modo relativamente fácil componerse en una sola teoría mas amplia y comprensiva.
Pero esta teoría más amplia y comprensiva tendría que superar las dos tesis espiritualistas en el residuo que aun les queda de naturalismo, en su concepto de acto espiritual o de adhesión. A mi juicio, el error fundamental de cada una de estas dos tésis está en lo siguiente: La teoría de Renan olvida que la adhesión plebiscitaría al pasado no tendría eficacia ni virtualidad histórica, viva y activa -sería un mero romanticismo contemplativo-, si no fuese completada por la adhesión a un futuro incitante, a un proyecto de ulterior vida común. El patriotismo nacionalista no se limita al pasado y al presente, sino que se ejercita también sobre el futuro, sobre el ideal o propósito o programa de un venturoso porvenir. Cada partícipe de un país siéntese, en efecto, desde su juventud, peón y campeón del engrandecimiento nacional. Mas, por otra parte, debemos preguntarnos: ¿es que un proyecto cualquiera de futuro puede merecer la adhesión de todos los nacionales? Evidentemente, no. Un proyecto cualquiera de futuro no va a recibir, por el solo hecho de ser proyecto futuro, la adhesión plebiscitaria de los nacionales. Puede acontecer que en una nación un grupo de hombres proponga a la totalidad nacional una determinada empresa a realizar y que la nación rechace esa empresa. Mas no nos quedemos en esto. Sigamos preguntando: ¿por qué la nación rechaza ciertos proyectos que se le proponen y aprueba y abraza otros? No hay más que una explicación posible: que esos proyectos de empresa rechazados no guarden con el presente y el pasado del país íntima y profunda afinidad u homogeneidad. Así, la nación rechazará aquellos proyectos de empresa que contradigan el modo de ser del presente y del pasado, aquellos proyectos que constituyan una ruptura con el modo de ser de la nación, incesantemente confirmado en el presente y en el pasado. Si a una nación como la española, cuyo discurrir a lo largo de la historia, cuya actividad histórica, ostenta en su larguísimo pasado un sello o carácter o modo de ser determinado, se le propone de pronto un proyecto de empresa que no mantenga relación de congruencia u homogeneidad con lo que la nación ha sido, esa nación rechazará el proyecto propuesto. Ahora es cuando llegamos al punto culminante de toda esta discusión. Ahora vemos que la adhesión espiritual plebiscitaria -de que hablan Renan y José Ortega y Gasset- no constituye la esencia última de la nación, puesto que ese acto espiritual de adhesión está él a su vez objetivamente condicionado por cierto «carácter», cierto «modo de ser» que han de poseer los proyectos propuestos. En realidad, la nación no es, pues, el acto de adherir, sino aquello a que adherimos. Mas como aquello a que adherimos se presenta a su vez como un proyecto de futuro, o como un estado o situación presente, o un larguísimo pasado, resulta que, en verdad y profundamente, aquello a que adherimos no es tampoco ni la realidad histórica pasada, ni la realidad histórica presente, ni el concreto proyecto futuro, sino lo que hay de común entre los tres momentos, lo que hace que los tres sean homogéneos, lo que los liga en una unidad de ser, por encima de la pluralidad de instantes en el tiempo. La nacionalidad no consiste, pues, sólo en que cada uno de nosotros diga: «Soy español», y verifique el acto de adhesión a esa realidad actual, pasada y futura, llamada España; sino que consiste principalmente en la homogeneidad de esencia, que reúne todos los hechos de España en el tiempo y hace de todos ellos aspectos o facetas de una misma entidad. Ser español es actuar «a la española», de modo homogéneo a como actuaron nuestros padres y abuelos. Ahora bien, esa afinidad entre todos los hechos y momentos del pasado, del presente y del futuro, esa homogeneidad entre lo que fué, lo que es y lo que será, esa comunidad formal, no tiene realmente más que un nombre: estilo. Una nación es un estilo; un estilo de vida colectiva.
Proponed a una nación, por ejemplo a la española, un proyecto de empresa común cuyo estilo sea incongruente con el estilo español -con España-. La nación lo rechazará; porque nación es justamente unidad fundamental de estilo en todos los actos colectivos. Ahora ya llegamos a un término claro en toda esta discusión. Hemos visto con evidencia que la nación no es cosa natural, ni sangre o raza, ni territorio, ni idioma. Ahora vemos que la nación no es tampoco el acto subjetivo de adherir al pasado o al futuro; sino que es el estilo común a todo lo que el pueblo hace, piensa y quiere y puede hacer, pensar y querer. Cuando en la vida de un grupo humano a lo largo del tiempo existe unidad de estilo en los diversos actos, en las empresas, en las producciones, entonces puede decirse que existe una nación. España, la nación española, no es, pues, un territorio mayor o menor; no es una determinada raza; no es un determinado idioma; es un estilo de vida, el estilo español de vida. Todo lo que en España hay y se hace, ese territorio con sus cultivos y sus modificaciones humanas, esa raza con sus caracteres, sus modalidades, sus gestos, sus preferencias, sus ritmos, ese idioma con todos sus vocablos, sus giros, sus dichos, todos los actos que en España se han realizado desde los tiempos remotos y primitivos hasta hoy, todas las creaciones que se han engendrado, todas esas cosas, formas y productos, mantienen entre sí cierta homogeneidad especial, un aire de familia, un carácter común impalpable, invisible, indefinible, que es la comunidad de estilo. Ese estilo común a todo lo español, eso es España.
Considerad, por ejemplo, las figuras de Guzmán el Bueno y del general Moscardó. ¿Qué hay de común entre ellas, si atendemos sólo al contenido material de las dos vidas? Nada. Sin embargo, el estilo es el mismo. ¿Qué hay de común entre Numancia y la defensa heroica del Alcázar toledano? En el contenido material, nada. Pero el estilo es el mismo. Repasad en vuestra imaginación las más variadas producciones del arte y de la literatura española. ¿Qué hay de común entre un cuadro de Velázquez y la mística de Santa Teresa? El estilo. Las cosas mismas no pueden ser más diferentes. Sin embargo, en ellas palpita un mismo hálito; en ellas hay un mismo modo de ser, el estilo de todo lo español. Los conquistadores, la estatuas de Alonso Cano, el monasterio del Escorial, los cuadros de Goya, la figura de Felipe II, el duque de Alba, San Ignacio de Loyola, las costumbres de los estudiantes salmantinos, Lazarillo de Tormes, Don Juan Tenorio, la colonización de América, la conquista de Méjico, nuestras letras, nuestras artes, nuestros campos, nuestras iglesias, nuestros oficios, nuestros talleres, nuestras instituciones, nuestras diversiones, nuestros monarcas, nuestros gobiernos, nuestro teatro, nuestro modo de andar, de hablar, de reír, de llorar, de cantar, de vestir, de nacer y de morir, toda nuestra vida en cualquier época de la historia que la tomemos y cualquiera que sea el corte que en ella demos a lo largo del tiempo, ostenta siempre una modalidad común, una homogeneidad indefinible, pero absolutamente evidente e innegable. Eso es el estilo, el estilo en que la nación española consiste. España -como cualquier otra nación auténtica- es un estilo de vida.
Pero ¿qué es estilo? Permitidme que, para resolver este difícil problema, recuerde ahora algo de lo que hace pocos instantes decíamos al hablar de la libertad humana. Decíamos que el hombre es, a diferencia del animal, el inventor y autor de su propia vida -y el responsable de ella-. Esto quiere decir que, cuando hacemos algo -y vivir es siempre hacer algo-, imprimimos a todo lo que hacemos, a nuestros actos y a las cosas que nuestros actos producen, una determinada modalidad peculiar que la naturaleza misma no nos enseña, sino que se deriva de nuestra personal participación en el espíritu de la inmortalidad. Así, cada uno de nuestros actos y cada una de nuestras obras puede considerarse desde dos puntos de vista: como medio para conseguir y obtener un determinado fin y como expresión de un conjunto personal de preferencias absolutas. La estructura general de cada acto y de cada obra viene primeramente determinada por el fin propuesto -si es que se propone un fin-. Toda casa-habitación ha de tener un tejado y unos muros o paredes. Hay, pues, estructuras de los actos y de los productos humanos que encuentran su explicación y razón de ser en el principio de finalidad. Pero la aplicación del principio de finalidad no puede llegar a lo infinito. Hacemos un acto para lograr un fin; el cual, a su vez, lo deseamos para el logro de otro fin; el cual, a su vez, nos lo hemos propuesto como medio para la obtención de otro fin. ¿Seguiremos así indefinidamente? No. No es posible. Tenemos que detenernos. ¿Dónde nos detendremos? Nos detendremos en cierta imagen, en cierto pensamiento, que cada uno de nosotros lleva en el fondo de su corazón acerca de lo que es absolutamerlte preferible. Ahora bien, este conjunto de pensamientos o imagenes de lo absolutamente preferible adopta en cada uno de nosotros la forma de una personalidad humana; es la imagen ideal del ser humano, que quisiéramos ser; es la imagen del hombre absolutamente valioso, infinitamente «bueno», del hombre perfecto. Esa imagen transcendente e inmanente al mismo tiempo, esa imagen invisible, pero presente en todos los momentos de nuestra vida, ese nuestro «mejor yo», que acompaña de continuo a nuestro yo real y material, está siempie a nuestro lado, en todo acto nuestro, en todo esfuerzo, en toda obra; e imprime la huella de su ser ideal a todo lo que hacemos y producimos. Esa huella indeleble es el estilo. Y así, en todo acto y en todo producto humano hay, además de las formas o estructuras, determinadas por el nexo objetivo de la finalidad, otras formas o estructuras o modalidades, por decirlo así, libres, que vienen determinadas por las preferencias absolutas residentes en el corazón del que hace el acto y produce la obra. Estas modalidades, que expresan la íntima personalidad del agente y no la realidad objetiva del acto o hecho, son las que constituyen el estilo.
Por eso decía muy razonabemente Buffon, que el estilo es el hombre. Pero esta fórmula necesita aclaración. Porque «hombre» puede tomarse en dos sentidos: en el sentido real o natural del hombre que efectivamente y naturalmente somos, con todas las limitaciones de la carne, del pecado, de la «naturaleza» humana; y en el sentido ideal, estimativo o moral del hombre que quisiéramos ser, de la imagen o modelo en que nuestra mente cifra todo el conjunto de lo que nuestro corazón considera como absolutamente preferible. Este otro «mejor yo», que en nuestro yo real reside, es el que inconscientemente se abre paso a cada instante en nuestro obrar -o sea en nuestro vivir- y pone su firma en todo cuanto hacemos. Esa rúbrica de nuestro más íntimo y auténtico ser moral es el estilo. Por eso, todo lo que el hombre hace tiene estilo. Tiene estilo, porque, además de estar determinado por aquello para que sirve, está configurado por la invisible presencia y actuación de ese «mejor yo», que condensa en una persona humana ideal -invisible y presente- nuestras más profundas y auténticas preferencias. En cada hombre individual podemos, pues, descubrir siempre un estilo propio, el sello de ese auténtico aunque oculto ser, que se refleja en todo lo que el hombre real hace y produce, desde el gesto, el ademán y el porte del cuerpo, hasta la obra artística del poeta, el pintor o el escultor.
Ahora bien, cuando conviven juntos en intimidad de vida muchos hombres, durante mucho tiempo, y entre ellos cuaja una como coincidencia esencial en las preferencias absolutas, puede suceder que los ideales humanos de todos y cada uno concuerden en ciertos rasgos generales; que un determinado tipo o modo de «ser hombre» se repita en cada uno de los ideales individuales; que en el fondo de cada estilo individual esté latente y actuante un estilo colectivo. He aquí, entonces, la nación. Esos hombres constituirán una unidad nacional, mientras en efecto posean y conserven ese estilo colectivo común, por debajo de los estilos individuales. Las vidas de esos hombres formarán un haz, tendrán la unidad de un mismo modo de ser, de sentir, de preferir, de actuar y de querer, la unidad colectiva de un mismo estilo, la unidad de una nacionalidad propia. Esos hombres formarán una nación.
La nación, pues, es un estilo. De no ser esto, habría que sucumbir nuevamente a las teorías naturalistas. Porque el error fundamental de Renan y de José Ortega y Gasset es creer que escapan al naturalismo definiendo la nación como el acto espiritual de «adherir» -a una realidad histórica pasada o a un proyecto de historia futura-. Tan «natural», empero, es el acto de adhesión, como otro fenómeno psíquico cualquiera, o como la constitución fisiológica o anatómica, o la raza, o el territorio, o la lengua. En cambio, lo que radicalmente no es «natural», lo que incluso se contrapone a todo naturalismo, es eso que hemos llamado estilo, la huella que sobre nuestro hacer real deja siempre el propósito ideal, el sesgo que a toda realidad imprime nuestro íntimo sistema de preferencias absolutas.
Por eso, la responsabilidad que a los gobernantes de una nación incumbe es realmente tremebunda; y, en ciertos momentos históricos trágica. Ellos son, en efecto, los encargados de administrar la vida común de la nación; y para cumplir su cometido debidamente han de permanecer en todo instante absolutamente fieles al estilo nacional, lo cual quiere decir, fieles a la nacionalidad, a la patria. El buen gobernante prolonga el pasado en el futuro y conduce la nación a novedades que tienen siempre el aire, el estilo de la más rancia prosapia nacional. No ha de hacer lo que él personalmente quiera, sino lo que esté dentro de la línea histórica, dentro del modo de ser nacional. En el gobierno de una nación la voluntad individual es siempre capricho; y el capricho es justamente el salto incomprensible, la incoherencia, la infidelidad, la falta de estilo. De un hombre cuyos actos sucesivos no tienen la cohesión de una homogeneidad en la forma, en el modo, en el estilo, decimos justamente que carece de personalidad, que es infiel a su propio ser, que no tiene ser o esencia propios, es decir, que es poco hombre. Pues, del mismo modo, el nacionalismo, el patriotismo, el gobierno patriótico de una nación, consisten esencialmente en la fidelidad del pueblo y de los gobernantes al propio estilo secular, que es la propia esencia eterna. Y cuando acontece que un pueblo comete grave infidelidad a su estilo propio, entonces, este acto equivale a su suicidio como nación. La historia nos ofrece algunos ejemplos de ello. Por el contrario, los pueblos que en su vivir son siempre fieles a sí mismos, a su estilo nacional, pueden aguantar impávidos las más borrascosas vicisitudes de la historia y son capaces incluso de absorber, digerir, asimilar, nacionalizar, en suma, a sus propios conquistadores.
Pero si la perpetuación del estilo nacional es la condición primaria y fundamental para la existencia y persistencia de una nación; si la falta más grave que un gobernante puede cometer es la ruptura con la tradición del estilo nacional, esto no quiere decir que nacionalismo y gobierno nacionalista equivalgan a estancamiento, inmovilidad, y menos a un retroceso. Desde nuestro punto de vista, la palabra tradición adquiere ahora un sentido claro, transparente, inequívoco. Tradición es, en realidad, la transmisión del «estilo» nacional de una generación a otra. No es, pues, la perpetuación del pasado; no significa la repetición de los mismos actos en quietud durmiente; no consiste en seguir haciendo o en volver a hacer «las mismas cosas». La tradición, como transmisión del estilo nacional, consiste en hacer todas las cosas nuevas que sean necesarias, convenientes, útiles; pero en el viejo, en el secular estilo de la nación, de la hispanidad eterna. El tradicionalismo no significa, pues, ni estancamiento ni reacción; no representa hostilidad al progreso, sino que consiste en que todo el progreso nacional haya de llevar en cada uno de sus momentos y elementos el cuño y estilo que definen la esencia de la nacionalidad.
España es, pues, un estilo, como toda auténtica nación. Hay en la nación española, sin duda, cierta afinidad de raza entre sus componentes humanos; hay en la nación española un idioma común, un territorio común, un pasado común, «glorias y remordimientos» comunes, un porvenir común; y, sin duda, también cada día la unidad nacional se manifiesta en la íntima adhesión que cada buen español tributa al pasado, al presente y al porvenir de España. Pero todos esos contenidos de la nacionalidad no son la nacionalidad misma. La nacionalidad se cifra y compendia en el «estilo», en cierto «modo de ser» que por igual ostentan todos y cada uno de los hechos, de las cosas, de los productos españoles. Ahora se nos plantea, pues, la segunda parte de nuestro empeño. ¿Cuál es ese estilo hispánico? ¿En qué consiste el estilo propio de la hispanidad? Problema difícil y aún diríamos, en puridad, imposible de resolver. Porque los conceptos de que nos valemos para definir algo, aplícanse bien a las «cosas», a los «seres»; pero no pueden servir para aprehender un estilo; el cual no es ni cosa ni ser, sino un «modo» de las cosas, un modo del ser. Por eso, ni siquiera intentaremos «definir» el estilo español y habremos de limitarnos al esfuerzo de «mostrarlo», de hacerlo intuitivo, mediante un símbolo que lo manifieste. A mi parecer, la imagen intuitiva que mejor simboliza la esencia de la hispanidad es la figura del caballero cristiano.
Manuel García
"ARBIL,
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